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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (31 page)

BOOK: La Tumba Negra
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—Yo eso no lo sé —el anciano parecía estar cambiando de opinión—. El que busca, encuentra. Si no molestas, no te molestan. Si los armenios se hubieran quedado tranquilos, nada de eso habría pasado.

A Esra no le interesó demasiado la opinión de Sakıp.

—¿Qué pasó con las familias de los que asesinaron?

—Con las familias de Ohannes Agá y del maestro estañador Garo no lo sé, pero la de Kirkor huyó a Beirut. El pobre hombre tenía un hijo y una hija. El muchacho, cuando comprendió que su hermana sería un lastre, la dejó a unos buenos vecinos y se fue con su madre a Beirut. De allí pasaron a Francia…

—¿Por qué ha preguntado por las familias? —le interrumpió David—. ¿Piensa que puede haber sido alguno de ellos quien ha cometido los asesinatos de ahora?

—No os canséis —respondió Sakıp, como si le hubiera preguntado a él—, lo han hecho los terroristas. Esos hijos de su madre quieren desintegrar el país. Todos los días emboscadas, todos los días muertos. Miserables, como si esta nación no hubiera sufrido bastante con los armenios.

—Tampoco es que los armenios hayan sufrido poco a vuestras manos —intervino Nicholas con la intención de no quedarse atrás—. Bien que os habéis degollado mutuamente.

Aquellas palabras de su padre parecieron molestar a David, que se volvió hacia Esra para medir su reacción. Pero la mente de la joven estaba concentrada en los parecidos entre los asesinatos de hacía setenta y ocho años y los de ahora.

—Cualquiera que te oyera pensaría que lo que dices es verdad —dijo Sakıp agarrando con firmeza el bastón—. Fueron ellos los primeros en traicionar la amistad y la hermandad. Nosotros les aceptamos, vivíamos juntos como hermanos. No nos metíamos ni con su religión ni con su lengua. El mayor lugar de culto de Antep era su iglesia de la Virgen María. ¿Es mentira eso?

—Pero luego les desterrasteis sin piedad.

—Por culpa vuestra —estalló Sakıp—. Les provocasteis y les dijisteis que formaran su propio estado. Y los muy estúpidos se lo creyeron y empezaron a enredar a nuestras espaldas.

—No metas en eso a los americanos —le respondió Nicholas con la firme agresividad de un hincha que defiende a su equipo durante un partido de fútbol—. Quienes lo hicieron fueron los ingleses, los rusos y los franceses. Nosotros no provocamos a nadie.

Sakıp golpeó irritado el suelo con la contera del bastón.

—¡Mentira! Vosotros también estabais metidos en todo eso —y continuó volviéndose hacia Esra—: Está mintiendo, hija. Pero ¿qué hacen éstos a miles de kilómetros de su país?

También Esra sentía curiosidad.

—Disculpa —le dijo el anciano a David—. No me estoy refiriendo a ti. Tú ya eres prácticamente uno de los nuestros, no te tomes a mal lo que voy a decir —se volvió de nuevo hacia Esra—. A principios del siglo pasado los protestantes fundaron una organización que se llamaba American Board.

—American Board of Commissioners for Foreign Missions —completó Nicholas, disfrutando evidentemente de la cólera de su amigo.

—Bien, bien, no me interrumpas —le reprendió Sakıp—. Como puedes suponer, su idea era difundir su religión en países extranjeros como el nuestro. Y, como si nos hubieran pedido permiso, en cuanto fundaron el Board, incluyeron Antep en su programa.

—En cuanto lo fundaron, no —intervino Nicholas como si quisiera demostrar que su memoria aún funcionaba perfectamente—. Se creó en 1810 y a Antep lo incluyeron en el programa en 1819.

—Muy bien, muy bien, cállate ya… En fin, hija, como puedes ver, hicieron bastantes cálculos. Estados Unidos es el diente sano de ese monstruo de un solo diente que son los colonialistas, como decía Mehmet Akif. Y cuando nuestro Otomano, rodeado por todo tipo de traidores, aceptó a Estados Unidos como «país privilegiado», comenzaron a hacer lo que les venía en gana en nuestra nación.

—Hicimos lo que nos venía en gana, y todo cosas terribles: construimos escuelas, fundamos hospitales, nos dedicamos a obras de caridad.

—Es cierto, pero ¿por qué? Para dividir el país, para haceros con las tierras de los otomanos.

—Sakıp, de verdad que estás ya viejo —dijo Nicholas.

—¡Ja! El ladrón le echa la culpa del robo al dueño de la casa. Vamos, vamos, no te reprimas, di que estoy chocheando. Pero no es tan simple. No puedes impedir que descubra el pastel.

Realmente Sakıp parecía furioso. Esra empezó a sentirse culpable por haber sido el motivo de que los dos amigos discutieran de aquella manera. Pensó que ya se había enterado de lo que quería saber, así que sería mejor levantarse e irse en cuanto tuviera la oportunidad. Pero Sakıp Bey todavía no había terminado de hablar.

—Hija mía, ¿tú has oído alguna vez que los musulmanes se convirtieran en masa al cristianismo? —preguntó.

—No lo sé, creo que no.

—Ni lo has oído, ni lo oirás. Pero no es raro que los católicos se hagan protestantes, los protestantes católicos o los gregorianos protestantes. Por mucho que se persigan, todos coinciden bajo la bandera del cristianismo. O sea, el objetivo que tenían no era convertir a los musulmanes al cristianismo, sino que los armenios gregorianos se hicieran protestantes. Por eso apoyaron a los armenios en su empeño en crear un estado independiente.

—Vamos, vamos, no inventes —protestó Nicholas.

—¡Qué voy a inventar! ¿No abristeis colegios americanos para educar a los armenios de Antep y Maraş?

—Las escuelas se abrieron para educar a todo el mundo, señora Esra, no sólo a los armenios —le explicó Nicholas—. A éste se le olvida de puro viejo. Él mismo estudió en uno de esos colegios.

—No se me ha olvidado. Es verdad, yo también estudié en el colegio americano, pero ¿cuántos niños musulmanes había? La mayoría eran armenios.

—Si los niños musulmanes no se matriculaban, ¿qué iba a hacer la dirección?

—¿Qué iba a hacer la dirección? Estar tan contenta. ¿Por qué? Porque era más difícil que engañarais a los musulmanes. Era más fácil con los armenios. Al fin y al cabo son cristianos. Pero tampoco lo conseguisteis. A pesar de tanta educación y de tanto dinero gastado, no pudisteis convertir en protestantes ni a una cuarta parte. ¿Acaso es mentira? En el colegio tenía un amigo armenio que se llamaba Masis. Él era gregoriano y lo aceptaron en el colegio por si lo convertían al protestantismo. Pero no lo consiguieron. La mayoría de los armenios les salieron demasiado despiertos, como Masis, y no renegaron de su religión. Masis…

De improviso el anciano vaciló. Esra pensó que debía estar intentando recordar algo, pero en ese instante Sakıp se volvió hacia su viejo amigo como si hubiera olvidado que estaban discutiendo.

—Demonios, Nicholas, con la de años que han pasado y algunas noches sigo soñando con Masis. ¿Qué fue de él? Tampoco tú has tenido noticias suyas, ¿no?

Al oír el nombre de Masis, el alegre brillo de los ojos de Nicholas se apagó al instante. Sakıp, sin darse cuenta, se volvió de nuevo hacia la invitada.

—Ojalá todos los armenios hubieran sido como él —se lamentó—. Nos habríamos llevado perfectamente con ellos.

—¿Era muy amigo suyo Masis?

—¿Amigo? Éramos hermanos de sangre. Uña y carne, estábamos a partir un piñón. Este de aquí, Masis y yo éramos como los tres mosqueteros del colegio. Sólo nos faltaba un D’Artagnan.

Cuando Sakıp señaló con la cabeza a Nicholas al decir «este de aquí», la mirada de Esra se desvió hacia el hombre que tenía enfrente. Fue entonces cuando se dio cuenta por primera vez de que había perdido su anterior alegría. Y aunque no fuera con la misma intensidad, también la cara de David se había cubierto con una expresión de disgusto. Sakıp seguía hablando ignorante del efecto de sus palabras:

—Masis era unos años mayor que nosotros. Para nosotros era como un hermano, y nos protegía de los otros mayores. Para qué voy a mentirle, peleaba muy bien, y era muy inteligente.

—¿Murió?

—Desapareció —contestó Sakıp—. No se le encontró ni vivo ni muerto. Cuando la ocupación de Antep, caímos en campos distintos. Masis se unió a las fuerzas armenias que apoyaban a los franceses, el padre de Nicholas se retiró al hospital y desde allí seguía la guerra. Yo me uní a las fuerzas de resistencia. Como tenía los pies ligeros, me destinaron a hacer de correo para el comandante de las fuerzas de Antep, Özdemir Bey. Me infiltraba por entre las líneas francesas y llevaba y traía mensajes cifrados del comandante del segundo cuerpo de ejército, Selahaddin Adil Bey. Eran muy superiores a nosotros en hombres y armas, y los habitantes de la ciudad llevaban meses pasando hambre. Se hacían pan con huesos de albaricoques y sopa con hierbas secas, y se peleaban por los caballos muertos. Özdemir Bey y Selahaddin Bey se comunicaban con mucha frecuencia. En mi quinta misión me capturaron los armenios que colaboraban con el ejército francés. Yo iba vestido de civil e intenté explicarles que no era un combatiente. Me registraron, y aunque no pudieron encontrar el mensaje cifrado, seguían sospechando de mí. Dos de los soldados empezaron a golpearme con la parte plana de las bayonetas para que hablara. Me daban sin piedad en los tobillos, en las rodillas y en los codos. Me desplomé en el suelo. Creía que me había llegado el fin cuando de repente oí una voz que les ordenaba que se detuvieran. Era Masis. «Dejadle —dijo—. Yo respondo por él». Sabía que me había unido a las fuerzas de la resistencia, pero para él la amistad pesaba más. Me levanté y le abracé. «Lárgate de aquí lo antes que puedas», me previno. Después de descansar un poco con él, tomé el camino del cuartel general del segundo cuerpo de ejército. Masis me salvó la vida y me ayudó a cumplir mi misión.

Esra escuchaba lo que le contaba el tío Sakıp pero, por otro lado, observaba a Nicholas. Su cara iba poniéndose más seria a medida que Sakıp proseguía con el interminable elogio de su amigo Masis y sus ojos se iban nublando. Esra aprovechó la oportunidad que le brindaba una pausa del anciano:

—Muchas gracias por el desayuno y por una conversación tan agradable —dijo—, pero tengo que irme ya.

—¿No es pronto todavía? —preguntó Nicholas, pero sin insistir demasiado.

Sakıp pareció sufrir una desilusión.

—Tenía más cosas que contar…

—En otro momento —le respondió con una dulce sonrisa Esra.

—No cansemos a nuestra invitada —la secundó David—. La volveré a traer, te lo prometo.

Al igual que Sakıp, Nicholas se levantó respetuosamente cuando Esra se fue, pero ya no se parecía a aquel hombre tan deseoso de hablar que la había recibido con tanta alegría cuando llegó.

Decimoséptima tablilla

Ashmunikal no había cambiado nada. Eso fue lo primero que pensé cuando la vi con Pisiris. Estaba tal y como la había contemplado en el templo; tan hermosa como para embrujarte, tan segura de sí misma como para que le tuvieras miedo.

Aquella mañana, sentado en un banco de madera de la biblioteca, esperaba a Ashmunikal, cuyo nombre temía mencionarme incluso a mí mismo, en cuya boca había probado por primera vez el sabor de unos labios femeninos, en cuya piel había tocado por primera vez la belleza del cuerpo de una mujer. No sabía qué era mayor si mi miedo o mi alegría. Lo único que sabía era que verla me hacía feliz, lo único que sabía era que verla me aterrorizaba. No sabía más y no quería saber más. El día anterior, en cuanto dejé al rey y a Ashmunikal, bajé a la biblioteca, repasé las epopeyas, las ordené y escribí sus títulos en una tablilla. Cuando ella llegara, examinándola podría saber con facilidad qué textos literarios teníamos.

Mientras la esperaba me era imposible dejar de pensar si vendría sola o acompañada por algún funcionario. Ojalá viniera con uno o con alguna otra concubina de Pisiris. Así podría hablar más cómodamente con ella y cumplir a la perfección la misión que me había encomendado mi rey. Sabría la respuesta a aquella pregunta en breve porque Ashmunikal aparecería temprano, como el lucero del alba, en la puerta de la biblioteca.

En cuanto la vi, mi mente y mi corazón se vieron envueltos por una cruel emoción, tal y como me había ocurrido en el templo. Llevaba una túnica color miel decorada con flores y un collar de plata adornaba su largo cuello. Me observaba, con expresión dulce, con sus ojos castaños, que hacían parecer aún más oscura su piel trigueña. Incliné la cabeza para no tener que mirarla a los ojos.

—Bienvenida, ilustre señora; bienvenida, honorable Ashmunikal —dije con un tono de voz frío, nada sincero.

Y ella me contestó con una voz cálida, muy sincera, llena de cariño:

—Bien hallado, Patasana, qué bien que podamos volver a estar juntos de nuevo después de meses.

Aquello me sorprendió desprevenido, levanté la cabeza y en ese momento fui atrapado por el fuego de sus ojos castaños. La joven vergonzosa del templo había desaparecido y su lugar lo había ocupado una mujer cuya mirada poseía múltiples significados. En ese momento comprendí que sería inútil que me opusiera; Ashmunikal era mi destino, no podía escapar de ella. No obstante, seguí resistiéndome, oculté mi admiración y le enseñé la tablilla que había escrito el día anterior diciéndole:

—Os he hecho una lista. Aquí están escritos los títulos de todas las epopeyas, leyendas, canciones y poemas que hay en la biblioteca. Podéis escoger cualquiera de ellos.

Ashmunikal se me acercó como si no hubiera oído lo que le había dicho.

—¿Por qué te comportas como si no me conocieras, Patasana? —me preguntó.

La muchacha por cuya causa había enloquecido en el templo al despertarme y no encontrarla a mi lado estaba ante mí, la amada por la que había implorado al sumo sacerdote Walvaziti había venido a mí, buscaba la oportunidad para una cercanía que nos permitiera terminar aquel sagrado ritual de amor que había quedado a medias. Me imaginé su cuerpo desnudo bajo la túnica color miel, pero logré expulsar de inmediato aquella visión de mi mente.

—Os conozco —respondí—. Sois la honorable Ashmunikal, concubina de nuestro gran rey Pisiris. Yo sólo soy el sirviente encargado de cumplir las órdenes de mi rey y las vuestras.

—Tú no eres mi sirviente —replicó—. Para mí, tú eres el primer hombre con el que estuve, antes que Pisiris.

Después de mirar de reojo alrededor y asegurarme de que no había nadie que pudiera escucharnos, susurré:

—Por favor, no habléis así o atraeréis sobre nosotros la ira de los dioses.

—No, los dioses nos han escrito en el destino del otro. Quien ha pisoteado los deseos de los dioses ha sido el propio Pisiris. Es un hombre insaciable que pretende poseer el mundo entero. Será él quien sufra la maldición de los dioses por lo que está haciendo.

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