—Estás engañado —dijo el silente—. Te he explicado la situación. Si continúas tu curso actual, los sofotecs te traicionarán. ¡Piensa en lo que he dicho! ¡Ninguna otra versión explica los hechos! Los sofotecs conspiran contra ti; tu fracaso es parte de sus cálculos. ¿Acaso tus sospechas, tus deseos, no te confirman que lo que digo es verdad?
Eso sólo significaría que me gustaría creerte, no que debería.
—¡Los sofotecs te emboscarán! Una vez que regreses a puerto, la
Fénix
Exultante
no volverá a volar. ¿Qué crees que sucederá con esta nave si yo, el propietario, soy castigado, o si alteran mi mente o mi memoria para hacerme como ellos? Si soy uno de ellos, no le permitiré volar. Si soy castigado, tus tribunales pueden causarme dolor o encerrarme, pero no podrán responder por tus deudas ante tus acreedores. La
Fénix Exultante
ya no te pertenece. Lo que haces ahora no te la devolverá.
«¡Piensa en la magnitud de la decisión que estás a punto de tomar! Por una parte, sí, he cometido un fraude, os he engañado a ti y a los Exhortadores, he manipulado los hechos, y te he intimidado. ¡Pequeños delitos! Por otra parte, ten en cuenta que si regresas a puerto, si te vuelves a someter al control de los sofotecs de la Ecumene Dorada, sus tribunales y sus tretas legales, esta nave habrá muerto; todos los sueños del hombre futuro habrán muerto; aquello que hace de Faetón lo que es habrá muerto; y toda la gente de la Segunda Ecumene, mujeres, niños, inocentes y todos los que depositaban tu esperanza en ti, estarán congelados, atrapados, suspendidos en el espacio distorsionado. Toda mi gente habrá muerto.
Faetón se sintió perturbado. El silente tenía razón en cuanto a la propiedad de la
Fénix Exultante.
A menos que él presentara una suma astronómica de dinero en poco tiempo, el período de sindicatura expiraría, y él perdería la propiedad para siempre. No obstante, respondió:
—Me gustaría ir a salvar a tu gente. Pero mis gustos y disgustos no alteran mi deber.
—¡Deber! Deja que me mate. Así olvidarás tu necesidad de venganza contra mi pobre persona. ¡Serás ubre de remontarte al destino que te aguarda!
—Aun tendría que regresar para buscar a Dafne. He decidido llevarla conmigo. Y no puedo dejarla aquí en el exilio.
—¡Dafne! ¡Tu falsa Dafne, la imagen, el mero eco de una mujer indigna de ti! ¡Usaron a Dafne para emboscarte la última vez! ¡No caigas dos veces en la misma trampa!
—Presenta alguna prueba de que dices la verdad. Quizá cambie de parecer.
No hubo mensaje durante unos instantes. La unidad noética mostraba una actividad de alta velocidad en los sectores codificados del cerebro, pero ningún indicio de lo que implicaba esa actividad. ¿El silente calculaba una respuesta?
—Faetón —dijo al fin—, no te habrían puesto en esta situación con la conciencia libre, con el libre albedrío y la memoria intactos. Lo cual significa que una personalidad parcial te posee ahora, o falsos recuerdos, o alguna otra restricción o lazo por el cual la Mente Bélica aún espera controlarte. Tus actos no congenian contigo en absoluto. Tu juicio está afectado. Piensa con cuidado: ¿el auténtico Faetón, un Faetón con su mente y su alma intactas, abandonaría el sueño de su vida, y sus esperanzas para la Humanidad, y todo su trabajo, y todo lo demás, sólo para capturar y castigar a un delincuente como yo? ¿El sentido del deber y obligación social de Faetón es tan fuerte que supera todas las consideraciones personales? No pensabas así al construir esta nave.
—Si mi juicio está infectado o alterado, ¿qué sentido tiene discutir más?
—La discusión podría mostrar a aquella parte de ti que todavía es pura cuan corruptas están las otras partes. Responde la pregunta: ¿tu conducta congenia con tu carácter?
Faetón se sintió incómodo. Con franqueza, no recordaba qué le había hecho Atkins, o lo había persuadido de hacer.
¿Y se fiaba de un hombre como Atkins? Atkins era, y tenía que ser, la clase de hombre que haría cualquier cosa para prevalecer sobre sus enemigos, engañarlos, destruirlos, matarlos por cualquier medio posible. ¿Qué vida tenía Atkins? Una vida de incesante derramamiento de sangre, y una incesante preparación para el futuro derramamiento de sangre. Una vida de suspicacia, dura disciplina, severidad hacia los demás, rigor hacia sí mismo.
Atkins era un hombre de destrucción. ¿Qué había creado que pudiera compararse con esta gran nave? ¿Qué había construido?
Por un instante se alegró de ser un hombre como él mismo, no como Atkins.
Atkins no era la clase de hombre en quien se podía confiar.
—La unidad noética puede verificar si me han manipulado —dijo Faetón.
—¡Exacto! Confiaba en que llegarías a esa conclusión —dijo el silente.
Sin más demora. Faetón abrió las hombreras de su armadura, activó los puertos mentales y conectó su cerebro con el lector noético.
La desorientación explosiva que lo embargó y los dolores demoledores que le mordieron la carne fueron la primera señal de que algo andaba muy mal. La guerra por el control del sistema nervioso de Faetón se libraba a velocidades mecánicas que su cerebro no podía alcanzar. La misma interferencia que le quitaba el control de su armadura, y bloqueaba sus frenéticas señales a la capa de nanomaquinaria que controlaba cada célula de su cuerpo, también le impedía activar el interruptor de emergencia para calcinar al silente con las armas de los espejos, e impedía la activación de su personalidad de emergencia de alta velocidad.
Así que reaccionó con demasiada lentitud. El silente, sin ninguna maquinaria visible o conexión física con ningún mecanismo, había invadido el lector noético y reorganizado los circuitos.
En la fracción de segundo en que Faetón conectó su mente con la máquina, y mucho antes de que cobrara consciencia de lo ocurrido, fue demasiado tarde.
Faetón sufría dolor, un dolor agudo que le indicaba que ciertos huesos pequeños de su cuerpo estaban rotos, ciertos tejidos dañados. ¿Cómo? Turbiamente, trató de leer sus canales mentales, de invocar su espacio mental personal. No apareció nada. Los canales estaban atorados; algo interfería con la trama cibernética entrelazada con su cerebro.
Trató de clausurar los centros de dolor. Eso funcionó. Su cuerpo seguía dañado, pero podía ignorarlo alegremente. Podía concentrarse.
La sensación de calor que le quemaba el cuerpo le indicó todo lo que necesitaba saber. Su capa de nanomaquinaria estaba en movimiento. De alguna manera (no sabía cómo), el silente había activado el ciclo de desactivación de su configuración corporal de alta gravedad. Los tejidos se ablandaban, la sangre se licuaba.
Pero la nave aún estaba en plena aceleración. Bajo veinticinco veces su peso normal, las células de Faetón serían trituradas y él moriría.
Una fuente externa encendió su espacio mental personal, y las imágenes e iconos de su tablero de estado se superpusieron sobre la escena circundante.
A la izquierda estaba el signo dragontino que mostraba el control de señales, con la logística de la información extendida como alas detrás de la figura. Detrás de él había trofeos, emblemas, premios, condecoraciones. A su derecha había varias imágenes: una espada alada, un tigre rugiente con un rayo en las zarpas, un ancla bajo un mosquete cruzado con una pica, un buitre tricéfalo que en una garra sostenía una lanza y en la otra un escudo adornado con un emblema de biopeligro.
Frente a él había un menú naval estándar: una curva verde oliva de ventanas e iconos centrales, con un timón de bronce y un joystick, una esfera de astronavegador, lecturas de consumo de combustible. Sobre el timón, un menú controlaba la interfaz entre su armadura y la mente de la nave. Este menú mostraba un signo de admiración rojo:
Contraseña no
aceptada: no se permiten correcciones de curso sin contraseña adecuada. ¿Reintentar?
Oyó la voz del silente directamente en su oído. Mala señal, pues significaba que el silente había tomado control de su armadura, o al menos de los circuitos del yelmo. Pero no era una señal tan mala como podría haber sido: los puertos mentales de su armadura no permitían que el lector noético modificara o manipulara su sistema nervioso. El circuito de su cerebro todavía debía de estar libre. Las palabras del silente, por ejemplo, no aparecían en su nervio auditivo, o, peor aún, en su mente y memoria. El lector noético no controlaba su mente. Aún podía optar por no escuchar ni obedecer.
Las palabras eran: «Introduce la contraseña. Si tu cuerpo completa el ciclo antes de apagar los motores, perecerás».
Faetón se preguntó por qué el lector noético no extraía la contraseña de su memoria.
—La contraseña que leemos en tu memoria no es válida.
Faetón lamentó haber pensado lo que pensó a continuación, porque el pensamiento era éste: si la contraseña era inválida, alguien la había anulado. El único que podía anular la autoridad de Faetón sobre esa nave, la única persona que podía convencer a la nave de ignorar la propiedad legal de Neoptolemo, era Atkins. Durante el período que Faetón había borrado de su memoria, debía de haber dado a Atkins un permiso de anulación.
Lo cual significaba que Atkins estaba a bordo de la nave.
—¿Dónde?
Faetón no lo recordaba.
Atkins debía de haber planeado hacer lo mismo que había hecho con el enemigo oculto en el caballo de Dafne: permitir que los enemigos derrotaran y mataran a Faetón, y observar para ver qué hacían con los despojos de la victoria.
—¿Crees que estamos derrotados? Tu conclusión de que Atkins podrá destruirme, dondequiera se oculte, no tiene fundamento. ¿Por qué no se ha mostrado?
Obviamente, porque el silente aún no había hecho aquello que había ido a hacer. Atkins esperaba a que el enemigo revelara sus planes.
—Te he contado todos mis planes. ¿Aún no crees que actuó de buena fe? ¡Eres un necio! Pero aun así te necesito para salvar a mi gente. Dame la contraseña; de lo contrario tú morirás, y yo moriré, e incluso Atkins, si está a bordo, será llevado fuera de vuestro sistema solar a veinticinco gravedades, en una nave que nadie puede detener ni abordar.
Pero Faetón no recordaba la contraseña.
—Abre tus cofres de memoria.
El silente podía manipular algunas funciones del filtro sensorial de Faetón: un cofre de memoria apareció en la mesa de símbolos que tenía al lado.
—Si Atkins está a bordo, como tú crees, y piensas que está dispuesto a destruirme una vez que yo revele mis objetivos, como obviamente piensas, entonces no sólo no importa que yo obtenga acceso a la mente de la nave (la verdadera mente de la nave, no el señuelo con que me engañaste antes), sino que en realidad contribuye a tu causa, ¿no es así?
El problema de lidiar con un enemigo que le leía la mente era que la intimidación, el engaño o la demora eran imposibles. El silente lo sabía. Faetón pensaba que Atkins estaba a bordo, esperando. Pero el silente no creía que la creencia de Faetón fuera correcta.
Y Faetón ignoraba lo que pasaba por la mente del silente.
—Ojalá lo supieras. Si pudiera lograr que este lector noético decodificara mis pensamientos, lo baria; entonces verías que no soy tu enemigo; que soy, en definitiva, el único amigo verdadero que tienes. Faetón.
Muy bien. Faetón abriría el primer cofre de memoria, buscando una contraseña, y entregaría la nave al silente. Si el silente era sincero, si no se proponía causar daño a la Ecumene Dorada, Atkins lo dejaría vivir. De lo contrario, el silente perecería. Aunque el hombre le disgustaba. Faetón no tenía duda de que Atkins podía matar a cualquier criatura viviente que se le permitiera matar, una vez que se desataba.
—Tienes una fe casi religiosa en tu dios de la guerra, ¿verdad. Faetón? Pero veo que has decidido.
Con una mano imaginaria (no podía mover la mano real), Faetón abrió el cofre de memoria.
Había un segundo cofre dentro del primero. Había una imagen de una tarjeta mental en la tapa del segundo cofre, con el signo de una espada alada. Al verlo, empezó a recordar.
La contraseña fue lo primero que volvió a su memoria: Laocoonte. Qué extraña elección. Era el nombre de una de las ciudades del enjambre troyano del punto L5, un sitio sin particular significación militar. El nombre también era una alusión clásica a una figura mítica, pero Faetón no podía recordarla por el momento.
Envió la contraseña al menú; el menú desapareció con un parpadeo y un torrente de números, figuras e ideogramas relampagueó en la superficie de los espejos energéticos del puente. El silente tomaba el control de la mente de la nave por segunda vez. Quizá esa tarea ocupara toda la atención del enemigo.
Varios maniquíes del puente miraron el caudal de información de los espejos, con aire de simulada sorpresa en sus simulados rasgos. Sloppy Rufus ladró y subió a un balcón cerca del principal nexo de comunicaciones.
Faetón comprendió con alarma que ningún observador externo podía saber lo que acababa de ocurrir entre él y el silente. ¿Cómo podía alguien saber que la armadura de Faetón estaba en manos del enemigo? Su armadura era inmune a toda radiación o sondeo; nadie podía saber, desde fuera, que la mente de la armadura estaba subvertida. A menos que Atkins hubiera apostado fisgones en la unidad noética, o en la senda del haz que iba de Faetón al cerebro del silente, daría la impresión de que las órdenes iban de la armadura de Faetón a las cajas mentales del puente.
Otros recuerdos entraban en el cerebro de Faetón desde el cofre, confusos y enmarañados. Como siempre, el shock de memoria le dio somnolencia, pero estaba seguro de que eran recuerdos que no quería que el silente viera.
Se resistió. Trató de aferrarse a la confusión, de no recordar.
Fue inútil. Faetón recordó que Atkins no tenía esos fisgones. Estaba conectado a los remotos, nada más. Faetón recordó que habían deliberado sobre ello; Atkins, siendo militar, había querido atenerse al equipo tradicional con que estaba familiarizado. Confiaba en que ese sistema le daría su información.
Habían decidido que ese sistema operase en la armadura de Faetón, porque no había otra jerarquía mental compleja a bordo de la nave...
Y ahora que ese sistema estaba en jaque, Atkins estaba ciego. Estaba al lado de Faetón, pero no sabía que algo andaba mal.
Faetón tendió una mano imaginaria. Pero fue demasiado lento, y sus pensamientos lo traicionaron. El espacio mental se disipó, desactivado desde una fuente externa. Sin su personalidad de emergencia, el cerebro de Faetón operaba a velocidades bioquímicas, mientras que el silente, dentro del cuerpo de un duquefrío, disponía de proteicos neurocircuitos superconductores de alta velocidad.