La trampa (34 page)

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Authors: Mercedes Gallego

BOOK: La trampa
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—Siéntate, Candela —dijo Salgado con una voz aflautada que contenía su ira. ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar el inspector Romeu?

—Buscando a Gabi. Julia me ha dicho que cuando le trajo ropa, porque él la llamó pidiéndosela, no hacía más que decir: «el hijo de puta de Gabi». Es posible que el Trepa le dijese algo, pero no lo sé. Yo tampoco he visto a Manel.

—Cuando acabe este asunto le voy a decir al inspector Romeu que pida destino lejos de la Brigada. Si es posible, fuera de la jefatura. Estoy hasta los cojones del niñato este que se cree que ser policía es un juego.

Candela comprendió que cualquier defensa sería inútil, por lo que no respondió a las palabras de su jefe. Salgado continuó hablando.

—Es todo un detalle que hayas aprendido la lección, Candela. En otros tiempos te habrías lanzado a por el músico sin decirme nada. Supongo que tienes la dirección del amigo de Manel.

—Sí. Se la he pedido a Ismael, el dueño del bar. Toma, aquí está el teléfono.

—¿Dónde vive? O es que tengo que sacarte las palabras con un cucharón.

—Si mirases la nota en vez de lanzar improperios, te habrías dado cuenta de que está debajo.

Salgado no había mirado el papel, en el que, efectivamente, había anotado un número de teléfono y una dirección.

—De todas maneras si no lo encontramos, me ha dicho Ismael que esta noche tienen actuación.

—¿A qué hora?

—Suelen actuar sobre las doce, pero los músicos van alrededor de las diez.

—Diego. Tú pon en marcha un dispositivo para detenerlo en el bar en cuanto aparezca por allí. No quiero ningún error. Vete con dos policías armados en un coche patrulla. Tú, Candela, te vienes conmigo. Vamos a ver dónde coño se ha metido el capullo de tu compañero.

—Si no tienes inconveniente yo puedo ir con Diego —se ofreció Aurelio.

Salgado lo miró sopesando incluir un inspector de otra demarcación en el dispositivo. Al final, esbozando algo parecido a una sonrisa, respondió:

—Te lo agradezco de veras, Aurelio, pero tengo bastante con explicar al jefe superior que a un policía de la Brigada se le ha escapado un detenido, como para incluir a un inspector ajeno a Homicidios en el servicio, sin haberlo consultado antes. Será mejor que te marches a Sitges y vigiles al fulano del calabozo, no sea que los de Castelldefels inventen alguna patraña y se lo lleven.

—Como quieras, comisario —Aurelio estaba contrariado por la orden, pero no opuso resistencia porque sabía que no le serviría de nada—. Entonces hasta la vista.

Abandonó el despacho seguido por la mirada de Diego que sentía que su compañero, artífice de todo lo que habían logrado hasta el momento, fuese despedido sin miramientos.

—Espera, voy a llamar al músico. ¡Joder!, que esto parece una revista del Molino con tanto artista.

El silencio era denso y desagradable mientras Salgado permanecía a la espera con el auricular del teléfono pegado a la cara.

—No contestan —dijo en tono bajo.

—Comisario —era Diego el que intervenía—, he pensado que deberíamos poner dos dispositivos de vigilancia: uno esta noche en el bar y otro desde ahora mismo en la casa.

—¿Y de dónde piensas sacar a la gente si se puede saber?

—Llamando por teléfono, comisario. Eso deberías saberlo mejor que yo.

Salgado esbozó una sonrisa cínica. Abrió el cajón superior de su mesa, del que sacó una libreta de direcciones.

—Toma. En la «H» encontrarás a todos los de Homicidios. Empieza a llamar, por cada uno que te responda te doy un día de vacaciones. Parece que todavía no te has enterado de dónde estamos; aquí, encontrar a un policía en su casa en medio de un puente es como jugar a la lotería. Anda, empieza a llamar…

Candela miró a Salgado como si quisiera fulminarlo con los ojos, al final, no pudo más y explotó.

—Coño, comisario. A veces da asco trabajar contigo, eres un cenizo. En vez de poner pegas a todo podías buscar alguna solución. Al fin y al cabo, Manel no ha hecho ninguna cosa del otro mundo para que te permitas el lujo de prescindir de él. Es cierto que se le ha escapado el detenido, pero nos podía haber pasado a cualquiera. Además, a estas alturas, en vez de estar aquí lamentando nuestra mala suerte, lo mejor que podíamos hacer es tirar de la policía uniformada para solucionar el problema. Te olvidas de que eres el comisario de una brigada entera y no del grupo de Homicidios.

—¡Cómo no! Ya salió la genial Candela con sus soluciones de andar por casa. Eso es. Llamo al jefe de la Policía Armada y le digo que mis funcionarios se han largado de puente porque nadie coordina un retén en la Brigada y necesito que sus hombres me hagan el trabajo.

—Pues en lo sucesivo ocúpate de que las cosas sean distintas y ahora, en vez de echar con cajas destempladas a uno de tus mejores policías, mejor harías en acometer los problemas que tenemos en lugar de dejarte ir por tu mala leche y tu intransigencia. ¡Y encima, echas a Aurelio de mala manera, después de que gracias a él, estamos aquí ahora.

—Candela, si no te callas inmediatamente harás compañía a tu melenudo compañero.

—Ya no lleva melenas, por si no te acuerdas, pero mira lo que te digo, Salgado. O cambias el estilo o te vas a quedar más solo de lo que estás, porque, por si no lo sabías, están todos hasta los cojones de ti.

Diego había permanecido en silencio, pero viendo que las cosas tomaban un cariz que no conducía a ninguna solución, sino más bien a empeorar la situación, intervino.

—Ya está bien de discusiones, me parece que todos estamos nerviosos y el tiempo va pasando.

Efectivamente; el tiempo fue pasando. Salgado se equivocó en la previsión y lograron encontrar en casa a Vázquez y dos funcionarios de otros grupos de la Brigada. Como había sugerido Diego, contaron con dos coches patrullas que aportaban conductor y un policía, por lo que el dispositivo compuesto por tres personas se transformó en otro de once antes de llegar la noche. Un coche patrulla se trasladó a la puerta del bar de los padres del Trepa, que como era de esperar no «sabían nada de su hijo», aunque pudieron registrar la habitación e incautar una considerable cantidad de dinero.

Salgado y otros policías montaron una vigilancia al inspector de Castelldefels, que probablemente «mordió» a sus compañeros al primer intento y los llevó de un lado a otro jugando con ellos.

Gabi no actuó la noche de aquel viernes, como imaginaba Candela, que había convencido al comisario para formar parte del dispositivo en la puerta del bar, junto a Diego. Otros buscaron sin éxito al Trepa por las direcciones que habían conseguido recabar por los archivos que les había facilitado Leandro. La comunicación por la radio de los coches patrulla, no ofrecía garantías porque Soriano podía captarlas.

El lunes por la mañana, después de un agotador fin de semana sin ningún éxito en la operación para buscar al Trepa, a Gabi y al inspector de Castelldefels, Salgado no estaba de mejor humor que el viernes. Entró como una tromba en la sala de Homicidios cuando Diego y Candela se disponían a salir para continuar con el caso del Barrio Chino.

—¿Alguien ha visto al inspector Romeu?

Candela miró a su jefe con el mismo desprecio que venía haciéndolo en las últimas veinticuatro horas, y respondió con un seco «no». Diego, no menos cabreado con Salgado que su compañera, negó con la cabeza disponiéndose a seguir a Candela que había comenzado a caminar hacia la puerta. Vázquez fue el único que habló.

—No sabemos nada de él, comisario. He hablado con su madre y se han extrañado que en la Brigada no sepamos adónde está, porque ella pensaba que estaba de servicio. Me parece que hemos asustado a la mujer, habría que hacer algo. Dice que hace una semana que no lo ha visto.

Salgado no dijo nada al respecto. Señalando la puerta por la que minutos antes se habían marchado diego y Candela, preguntó:

—¿Y estos dos adónde van?, si se puede saber.

—Siguen con lo del Chino, comisario —respondió Vázquez.

—Pues que lo dejen inmediatamente. La prioridad es encontrar al Trepa. Ahora mismo me voy a ver a Leandro por si podemos echarle el guante al de Castelldefels. También he hablado con Aurelio; todavía tienen al detenido en la comisaría. Por lo visto no quiere salir hasta que no hayamos encontrado al Trepa y encerrado al inspector porque tiene miedo de que se lo carguen. No le falta razón, él es el único testigo que tenemos del tráfico ilegal de cocaína del que podemos acusar a Soriano.

—Pero Salgado, Diego y Candela ya se han ido. Tendrás que esperar a medio día para contar con ellos. Como ayer por la noche no quedamos en nada…

El comisario dio media vuelta iniciando el camino hacia la puerta; antes de salir se volvió hacia el jefe de grupo.

—Localízame al inspector Romeu y que vaya a verme inmediatamente.

—Lo intentaré, comisario, pero no te prometo nada porque ya lo he buscado y no…

Las últimas palabras resonaron en el vacío de la habitación porque Salgado ya no estaba allí. Vázquez movió la cabeza mientras pensaba que a pesar de lo mucho que apreciaba al jefe de la Brigada, su mal carácter y su intransigencia no eran lo mejor para llevar una brigada tan complicada como la Criminal. Por más que ahora se llamase de Policía Judicial, la brigada seguía siendo la misma y algunos jefes de grupo criticaban abiertamente su gestión.

El día que Salgado despidió sin miramientos a Manel, el inspector se encontraba en una encerrona de la que no sabía cómo iba a salir; su propio amigo parecía ser el artífice de los problemas que se habían cernido sobre su vida; los acontecimientos le habían obligado a renunciar a la música y ahora ponían en peligro su carrera en la policía, además de haberle costado la vida a una mujer joven que confiaba en él. No tenía ninguna alternativa si no era la de actuar por su cuenta, que luego el comisario le viniera con sermones —pensó—, lo que había ocurrido era culpa suya, y no pensaba cruzarse de brazos.

Todavía nervioso por la bronca, Manel se fue directamente a casa de Gabi. El Trepa estaba allí con él.

No tenían intención de abrir la puerta, pero cuando Manel, con la pistola en la mano les advirtió que echaría la puerta abajo de un tiro, cambiaron de opinión. Manel los encañonó obligándolos a retroceder hacia el sofá.

—Espera Manel, no hagas ninguna tontería. Te lo puedo explicar todo —Gabi intentaba, sin éxito, contener la furia de su, hasta aquel momento, amigo.

—Aquí el único que hace tonterías eres tú, Gabi. Ahora mismo me vas a explicar que pintas en todo esto.

—Nada, Manel. Te lo juro. Yo lo único que he hecho es lo mismo que tú, comprar droga a estos colgaos —señaló al Trepa con desprecio.

—Y una mierda —gritó el camello—. Tú me dijiste que le mangase la pipa al poli para meterlo en un lío y que dejase de una puta vez la banda para contratar a tu amigo.

Manel miró a Gabi incrédulo.

—¿Es eso cierto, Gabi?

—Hostia, Manel. Te estabas pasando, ¿sabes? Ya no había cabida para nadie excepto para tu numerito y la cantante. Los demás estábamos convirtiéndonos en comparsas vuestros. ¿Es que no lo ves?

—Y no podías decirlo, no. Era mejor joderme la vida y quitar a la pobre Miriam de la circulación por la vía rápida.

—No, no… Te lo juro que en eso no tengo nada que ver. Yo sólo quería causarte problemas en el trabajo para mantenerte apartado del conjunto un tiempo y que cuando volvieras, ponerte las cosas claras de una vez. No soy el único que está cabreado.

—¿Y por qué nadie dijo nada?

—Porque no, porque tú eres amigo del dueño y, si te da la gana, buscas otros cuatro colgaos de los que hay por ahí en el metro y nos mandas a tomar por culo.

—Y eso que tiene que ver con matar a Miriam.

—Te juro que en eso no tengo nada que ver. Fue el capullo este que…

—¡A mí no me vas a cargar tú el muerto! ¡Se despertó, joder! Estaba allí con el Flaco cogiendo la pistola cuando se despertó.

Manel, una vez más, se dejó llevar por su carácter impulsivo le dio un golpe en la cara al Trepa, que rodó por el suelo escupiendo sangre; Gabi aprovechó el momento para reducir al policía lanzando una patada a Manel en la entrepierna. El dolor le hizo soltar el arma y el Trepa desde el suelo se hizo con ella. Entre los dos amordazaron al Manel con un pañuelo y lo maniataron con sus propias esposas.

—Vamos, rápido —dijo Gabi—. Esto se pondrá de polis hasta arriba cuando menos te lo esperes.

—Que no tío, que nadie sabe nada. Este estaba solo cuando se me escapó tu nombre. Es que me habías dejado tirao, joder; allí estaba yo en el trullo y todo por tu culpa.

—Una mierda por mi culpa. Yo no te dije que te cargaras a la cantante, sino que le limpiases el arma al poli, que no es lo mismo.

—Ya, pero la tía se despertó y me vio con la pistola en la mano.

—Eso te pasa por hacer las cosas a tu manera. Yo te dije que agarrases el arma y salieras por piernas.

—Y eso era lo que íbamos a hacer, pero el jodido poli no se movía ni para mear; decía que no quería dejar allí a la chica, y no se iba. Así que cuando por fin se largó a mear, entré y la cogí, pero no podía salir con ella en la mano, y la dejé debajo de la cama para volver luego. Pasado un rato, nos despedimos, él se metió en el cuartito y nosotros detrás de la barra.

Se quedaron en el bar. Manel no daba crédito a lo que oía. ¿Alcohol? ¿Coca? y mucha mierda, eso era lo que en definitiva le había costado la vida a Miriam, y aunque él no hubiera apretado el gatillo, su responsabilidad como policía dejaba mucho que desear. Ellos se llevaron la nota que él le escribió a Miriam. Por eso no aparecía.

Manel se retorcía en el suelo. Lo único que no le habían bloqueado era el oído, porque mientras ellos hablaban, el Trepa ataba sus piernas con una cuerda.

Como si el asesino leyera sus pensamientos, comenzó a tranquilizar a Gabi.

—Tranquilo, tío, que este muerto se lo carga él. No hay ni rastro tuyo, ni de nadie, porque la nota que escribió la tiré a la basura. ¿Te crees que soy tonto, o qué?

—Desde luego muy espabilao no eres —dijo Gabi—. ¿Por qué coño no te metiste la pistola en el bolsillo y saliste de allí sin más?

—Porque iba con unos vaqueros y una camiseta por dentro. ¿Dónde querías que la escondiese?

—En los huevos. Ahí es dónde tenías que haberla puesto en vez de dejarla debajo de la cama, so gilipollas.

Manel empezaba a desesperar en el suelo. ¿Y ahora qué? Porque esos dos no iban a dejar testigos de sus hazañas, mucho menos en casa de Gabi. ¡Ojala a Candela se le ocurriera hablar con Julia! Creía haber nombrado a Gabi en el breve tiempo que estuvieron juntos en la sala de interrogatorios.

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