La torre prohibida (15 page)

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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

BOOK: La torre prohibida
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Jack se puso de pie, ajeno a cualquier cosa que no fuera la visión que tenía ante sí. Levantó con la mirada las imaginarias líneas que ascendían hacia lo alto, hacia las estrellas de la constelación de Orión. Allí estaba, en la posición exacta que marcaban los trazos del dibujo. Ese día, a esa misma hora determinada, exactamente en esa época del año. Y no tuvo más que buscar la que ocupaba el centro del cinturón para hacer lo contrario, proyectándola hacia abajo hasta el valle.

—¿Qué miras, Jack? —le preguntó Amy, sin pensar que le sucediera nada extraño. Creía que tan sólo quería tener otro punto de vista del hermosísimo paraje.

—Las estrellas —contestó él mientras sus ojos seguían la vertical hasta intersectar con el suelo.

Allí era. Estaba seguro. La línea acababa entre las dos mesas grandes trazadas en el dibujo, en una depresión algo más pronunciada del terreno. Incluso parecía que ésta formara una especie de cruz, aunque eso debía de ser producto de su imaginación.

Jack dio unos pasos hacia el frente sin darse cuenta. Amy también se puso de pie.

—¿Te pasa algo, cariño?

—No… Nada…

Al volverse hacia su mujer, Jack tuvo esa fracción de segundo para reaccionar. No quería dar la impresión de estar más perturbado de lo que ya parecía, después de sus episodios de desapariciones y, esa misma tarde, su injustificada alarma con el perro que apareció junto al coche.

—¿No parece eso de ahí abajo una cueva? —dijo, señalando hacia la difusa cruz.

Amy sonrió con dulzura, apaciguada, y siguió la dirección de su índice extendido. Se colocó junto a su hombro como si fuera a usar su brazo de escopeta. Aguzó la mirada y asintió.

—¿Entre las dos montañas? Sí, creo que sí. Pero… No sé. No estoy segura.

—Casi no hay luz —dijo Jack, contemplando de nuevo Orión—. Mañana… me gustaría explorar esa zona.

—¿Qué te crees, que vas a descubrir un tesoro? —exclamó Amy burlona y comprensiva al mismo tiempo.

Jack la atrajo hacia sí y la besó con ternura.

—Puede.

Capítulo 20

J
ack llamó por segunda vez a la puerta. Había dejado pasar un minuto entero desde la primera, pero Julia no contestó ni fue a abrirle. Quizá no se encontraba en su habitación. Si es que ésa era su habitación. Maxwell podía haberse burlado de él dándole un número al azar. Podía ser cualquier otro paciente el que no se hallaba en su cuarto. Estaba decidiendo si marcharse o llamar una tercera vez cuando la puerta se abrió por fin. Julia apareció en el umbral.

Tenía el pelo mojado y revuelto, y sólo una toalla blanca alrededor del cuerpo desnudo. Jack entendía ahora por qué había tardado en contestar. También él querría darse otra ducha. Ese día llevaba ya tres. La granizada había parado tan súbitamente como empezó y, después, el calor parecía haberse redoblado.

—Perdona —dijo Julia—. Estaba duchándome.

—No importa. Perdona tú, por sacarte de la ducha.

—Vale —concedió ella.

Estaba claro que no perdía el tiempo con tontos formalismos. Jack se apiadó del hipotético novio adolescente que Julia pudiera haber tenido a los quince años, por ejemplo. Los imaginó a los dos en una de esas interminables, absurdas y entrañables charlas por teléfono que mantienen a todas horas los jóvenes enamorados. Cuando llegara el siempre temido momento de la despedida, seguro que ella colgaba sin más que un simple «hasta mañana».

—¿De qué te ríes? —preguntó Julia.

Se había puesto a secarse el pelo delante de él, con la misma familiaridad con que había bebido agua de su botella en el comedor. Pero ahora se detuvo para observarle.

—Te estaba imaginando a los quince años, hablando por teléfono con tu novio adolescente.

No se le ocurrió ninguna razón para no contarle la verdad. Julia volvió a restregarse el pelo con la toalla. Su respuesta le llegó amortiguada. Y algo temblorosa, por las sacudidas quizá.

—Nunca tuve novios a esa edad. Odiaba a los hombres.

Él supo que no debía hacer sobre eso ningún comentario ni preguntas inoportunas. Ya había metido la pata una vez. Notó al instante que era una revelación de algo trascendental para Julia. De lo que no se dio cuenta era de su significado. Lo que le había dicho no era una simple aclaración. Era un recuerdo. Un recuerdo recuperado de una amnésica como él.

—Necesito que me ayudes —dijo Jack.

Julia le había hecho pasar a la habitación sin preguntarle qué quería, como habría sido normal. Ella tampoco lo era, se dijo Jack. Y eso, definitivamente, le atraía.

—Me visto en cinco minutos.

—¿No quieres saber para qué necesito tu ayuda?

Julia respondió encogiendo los hombros. Jack ya lo echaba de menos.

—Vamos a cazar fantasmas —dijo.

Se sentía animado. Todo lo contrario de la sensación apática y vacía que le acompañaba el día en que llegó a la clínica. Tener misterios que resolver, absurdos o no, parecía el mejor tratamiento. Al menos para su espíritu, porque no podía decirse lo mismo de su amnesia. Su vida anterior continuaba siendo el mayor misterio de todos. Y estaba también su pesadilla, claro…

Esa noche no había habido ningún avance en ella. No se le añadieron nuevos o más vividos detalles, como había ocurrido desde que despertó en el hospital. Aquella especie de estancamiento podía ser una buena noticia. La promesa de que la pesadilla ya no variaría para, en algún momento, acabar desapareciendo por sí misma. Eso no iba a devolverle la memoria, pero al menos sus noches dejarían de ser una agonía insomne. Jack tenía la sensación de que se avecinaba un cambio, pero no para bien. El relativo respiro de su pesadilla era sólo, intuía, la calma que precede a la tempestad.

—¿Qué piensas? —dijo Julia.

Había vuelto del cuarto de baño, ya vestida. Resultaba curioso que ella, que raramente hacía las preguntas habituales en cada situación, le hubiera preguntado ya en dos ocasiones por lo que estaba pensando. Una el día anterior y otra ahora.

—En nada.

Esta vez Jack sí mintió. No quería darle más vueltas al asunto, ni decir en voz alta que tenía un mal presentimiento.

Julia abrió la puerta que daba al corredor.

—Tú primero. Yo no sé adónde vamos.

Jack tampoco estaba muy seguro. A cualquier sitio menos a la «puerta secreta». Si tenía razón y de verdad existía, ése era el peor momento para acercarse a ella. Podrían toparse con Engels y Kerber, que supuestamente estaban al otro lado. Lo mejor era esperar. Jack pretendía aprovechar la hora de la cena. Lo normal habría sido acudir de madrugada. Pero entonces existiría el riesgo de encontrarse con alguno de los insomnes pacientes de la clínica y levantar sospechas.

—¿Qué fantasmas vamos a cazar? —preguntó Julia—. ¿A ésos que están tirados en el suelo o a los que no dejan de mirar a la pared?

Se refería a varios pacientes que estaban en la sala comunitaria, hasta cuya entrada había acabado llevándolos la indecisión de Jack. No era el calor asfixiante lo que mantenía a todos ellos en esa inactividad doliente, sino algo dentro de sus cabezas. Algo que no funcionaba bien.

—No sé qué decirte —reconoció Jack.

—Ya.

La sala no era muy distinta, ni más alegre, que la de cualquier residencia de ancianos. Había muchos sillones, butacas y sofás. Cada uno de un tipo y un patrón distintos, como si su disposición no se debiera a la voluntad de ningún ser humano. Esparcidas aquí y allá estaban también varias mesas de juego, cubiertas con deslucidos tapetes verdes. Daba igual, porque nadie las usaba. Del mismo modo que nadie se molestaba en encender el arcaico televisor al fondo de la sala, frente a una hilera de sillas vacías con las patas torcidas.

—No funciona —dijo Julia, al ver hacia dónde miraba Jack.

—¿Qué?

—La televisión. No funciona. Que yo sepa, nunca ha funcionado. Y tampoco las cabinas de teléfono.

—Teléfono —repitió él como si oyera la palabra por primera vez.

Quizá porque no tenía a nadie a quien llamar, Jack no había echado en falta los teléfonos hasta ahora. Pero debía ser cierto lo que Julia acababa de decirle sobre las cabinas. Desde que llegó no había oído una sola vez el característico sonido de ningún teléfono, fijo o móvil, ni había visto a nadie utilizar uno. Tampoco en el ala administrativa de la clínica, donde se hallaba el despacho del doctor Engels. Y dudaba mucho que hubiera en alguna parte un ordenador con el que conectarse a Internet. La clínica era como un pedazo de tierra aislado en el océano de los bosques que la rodeaban.

—¿Cómo habláis aquí con las personas de fuera? —preguntó Jack.

—No lo hacemos.

Era justo la respuesta que él imaginaba que iba a darle. No porque le pareciera normal, sino porque se ajustaba a la extraña lógica que parecía regular allí todas las cosas.

—¿Y visitas? Porque tienen que venir visitas…

—Los únicos que vienen de fuera son los nuevos pacientes. —Julia se quedó pensativa un instante—. Menos aquel tipo… Él era de fuera.

Jack no tenía ni idea de quién le hablaba, pero tenía una pregunta mucho más urgente que hacerle.

—¿Me estás diciendo que
nadie
de fuera viene nunca a la clínica?

—No sé, siempre ha sido así. Al menos desde que yo estoy aquí… Le he preguntado al doctor, ¿sabes? Como me preguntaste tú ayer…

Jack sacudió la cabeza. No entendía.

—Ayer te dije que no sabía desde cuándo estoy aquí. Y se lo he preguntado al doctor Engels.

—¿Y?

—Llegué hace tres años.

—¡¿Qué?!

Las preguntas se agolpaban en la mente de Jack. Entró en la sala comunitaria y se acomodó en el primer lugar que encontró libre. Julia le siguió y se sentó a su lado con toda tranquilidad. Los pacientes a su alrededor seguían ignorándolos por completo, sumidos en sus propios mundos.

—A ver… —dijo él.

No sabía ni por dónde empezar.

—Llevas aquí tres años. ¡Tres años! ¿Y dices que en todo ese tiempo nunca ha venido nadie del exterior que no fuera a ingresar como paciente? ¿Y que no han funcionado la televisión ni los teléfonos desde entonces?

—Ni tampoco el aire acondicionado.

Aquello era imposible. Tal vez todos los familiares de Jack estuvieran muertos y quizá no tuviera un solo amigo. Pero era imposible que le ocurriera lo mismo a todas aquellas personas.

—Pero… ¿No te parece extraño? Por favor, no te encojas de hombros esta vez.

—Al principio choca, claro. Pero luego te acostumbras. Supongo que uno acaba acostumbrándose a todo. Por lo menos aquí.

—Eso es como estar muerto… Muerto y olvidado —dijo Jack.

—Muerto y olvidado, sí.

Maxwell entró en ese momento en la sala comunitaria. Era lo que le faltaba a Jack para redondear aquella sarta de insensateces. O de locuras. Julia le atraía, eso lo tenía muy claro. Era preciosa, intrigante y especial. Aunque quizá demasiado especial. ¿Cómo podía saber él que no estaba tan loca como Maxwell? O incluso más. Todo lo que le había contado podría no ser otra cosa que simples desvaríos suyos.

Sabes que dice la verdad.
Otra vez aquella voz molesta dentro de él.

Tenía que hacer algo. Moverse para romper aquella especie de hechizo.
¡Al diablo con esperar a la hora de la cena!

—Vámonos —dijo Jack.

—¿Adónde?

—Con un poco de suerte, a atravesar una pared.

Capítulo 21

L
a noche en Monument Valley estaba siendo más fría de lo que habían imaginado. A pesar de sus gruesos pijamas y sus sacos de dormir de la mejor calidad, dentro de una tienda de campaña que le había costado a Jack el sueldo de un mes, se notaba que la temperatura exterior era muy baja. Jack y Amy colocaron a Dennis entre ellos. El niño dormía plácidamente cuando ellos aún expresaban en susurros su alegría por haber hecho esa acampada en familia, a pesar del frío.

Jack no quiso recordarle a su mujer que se lo había advertido. Otros pensamientos ocupaban su mente. Una parte de ella trabajaba como la maquinaria de un reloj al tiempo que otra, más pequeña, más superficial, era capaz de hablar con Amy mientras ambos iban cayendo en el profundo sueño de un día ajetreado.

El cerebro de Jack fue desconectándose de la conciencia sin que la maquinaria dejara de funcionar, sólo que ahora, en el plano inconsciente, las ideas fluían de otra manera. Eran más simbólicas, menos sujetas a la esclavitud del espacio y del tiempo. Poco a poco se sumergió en imágenes ensortijadas, superpuestas, que parecían surgir en espiral mientras otras se disipaban como humo.

En cierto momento, una de las imágenes cobró fuerza. Se hizo real, sólida como una plancha de metal ascendiendo por un líquido transparente.

¡El perro! Su figura amenazante estaba ahora delante de los ojos cerrados de Jack. Éste se revolvió en su saco y musitó algo ininteligible. Algo parecido a aquellas extrañas palabras que estaban escritas en el dibujo del maletín, los impronunciables nombres navajos de las estrellas de Orión.

Poco a poco, el animal se acercó a la posición etérea que Jack ocupaba en el sueño. No podía moverse. Intentó darse la vuelta, correr para alejarse del peligro. Pero, entonces, el perro adquirió otro color. Los límites de su figura se hicieron difusos. Se transformó paulatinamente en la sombra de un ser humano, que se alzó frente a Jack con los brazos extendidos.

Cuando una luz sobrenatural iluminó el rostro de la sombra, Jack pudo distinguir sus facciones. Y las reconoció al instante: era Pedroche, el indio de Laguna Pueblo. El anciano que siempre se comportaba tan amablemente con Dennis, y que la última vez que lo vio le dijo aquellas enigmáticas frases sobre llaves que abren cerraduras y que las cosas llegan a su debido tiempo.

Pero ¿qué cosas?

—No tengas miedo —dijo el indio
con su
voz profunda, heredera del saber de sus ancestros.

Jack no pudo responder, aunque el sonido de la voz broncínea le sosegó. Sabía que estaba hablando en una lengua que no conocía. Era consciente de ello y, sin embargo, podía entenderle. Pedroche se acercó aún más y siguió hablando.

—Vengo del mundo de los espíritus y los sueños. Soy tu espíritu guía. He venido para ayudarte.

—¿Ayu… darme?

Al fin, Jack pudo articular palabra. Para su sorpresa, también lo hizo en esa misma lengua desconocida.

—Ayudarte a descubrir la verdad. Sacarte del pozo en que se halla tu alma. Elevar tu conciencia y abrirte los ojos para que vean la luz y puedas caminar hacia ella.

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