—No está Dufficey.
—Llamadlo.
—¡Kriel! ¡Duffi Kriel! ¡Al mando, una reunión! ¡A por órdenes importantes! ¡Aprisa!
Dufficey Kriel, jadeando, entró en la choza.
—Todos presentes, señor coronel —anunció Ola Harsheim.
—Dejad la ventana abierta. Aquí apesta a ajo que te mueres. Dejad también abiertas las puertas, para hacer corriente.
Brigden y Kriel, obedientes, abrieron puertas y ventanas. Kenna advirtió de nuevo cómo Antillo habría sido un excelente actor.
—Por favor, señores, acercaos. He recibido del emperador este documento, secreto y de una importancia inaudita. Os pido que atendáis...
—¡Ahora! —gritó Kenna, enviando un fuerte impulso direccional cuya acción sobre el pensamiento era semejante a ser tocado por un rayo.
Ola Harsheim y Dacre Silifant agarraron los cubos y lanzaron la crema al mismo tiempo en el lugar señalado por Kenna. Til Echrade arrojó con brío un corcho de harina que estaba escondida bajo la mesa. En el suelo de la habitación se materializó una forma cremo-harinosa,- al principio irregular-. Pero Bert Brigden vigilaba. Valorando sin error alguno dónde podía estar la cabeza del crepé, llamó con todas sus fuerzas a tal cabeza con ayuda de una sartén de hierro fundido.
Luego todos se echaron sobre el espía cubierto de crema y harina, le quitaron de la cabeza el gorro de la invisibilidad, le agarraron por las manos y los pies. Dieron la vuelta a la mesa, ataron las extremidades del prisionero a las patas de la mesa. Le quitaron las botas y los peales, uno de los peales se lo introdujeron en la boca mientras la abría para gritar.
Para coronar la obra, Dufficey Kriel le asestó con deleite una patada en las costillas al prisionero y el resto contempló con satisfacción cómo al pateado se le desencajaban los ojos.
—Buen trabajo —valoró Antillo, el cual durante aquel corto espacio de tiempo no se había movido del sitio, con las manos cruzadas sobre el pecho—. Bravo. Os felicito. Sobre todo a vos, doña Joanna.
Joder, pensó Kenna. Si esto sigue así, de verdad que me colocan de oficial.
—Señor Brigden —dijo Stefan Skellen con voz fría, de pie junto a los pies del prisionero extendidos y atados a la mesa—, por favor, ponga el hierro al fuego. Señor Echrade, por favor, vigile que en los alrededores de la sala del concejo no haya niños.
Se inclinó, miró al prisionero a los ojos.
—Hace mucho que no te has mostrado, Rience —dijo—. Ya había comenzado a pensar que te había ocurrido alguna desgracia.
Sonó la campana del cuerpo de guardia, la señal del cambio de guardia. Las hermanas Scarra roncaban melodiosamente. LeCoq mascullaba en sueños, aferrando su taburete.
Intentó dárselas de valiente, recordó Kenna, fingió no tener miedo, el Rience aquél. El hechicero Rience, hecho un crepé, atado a las patas de una mesa con los pies desnudos hacia arriba. Intentaba dárselas de valiente. Aunque no engañaba a nadie y a mí la que menos. Antillo me había advertido de que era un hechicero, así que le removí los pensamientos para que no pudiera hacer hechizos ni pedir ayuda mágicamente. De paso lo leí. Defendió la entrada, pero cuando olió el humo del fuego de carbón en el que se estaba calentando el hierro, sus defensas y bloqueos mágicos se abrieron por todos lados como unos calzones viejos y pude leerlo a mi gusto. Sus pensamientos no se diferenciaban para nada de los de otros que había leído en situaciones similares. Pensamientos desvariados, temblorosos, llenos de miedo y desesperación. Pensamientos fríos, viscosos, húmedos y malolientes. Como el interior de un cadáver.
—¡Bueno, venga, Skellen! ¡Me habéis pillado, vuestra es la captura! Te felicito. Me inclino ante la técnica, el saber hacer y la profesionalidad. Es de envidiar, una gente extraordinariamente bien entrenada. Y ahora, por favor, libérame de esta posición tan incómoda.
Antillo se acercó una silla, se sentó sobre ella del revés, apoyando las manos entrelazadas y la barbilla en el respaldo. Miró al prisionero desde arriba. Guardaba silencio.
—Ordena que me suelten, Skellen —repitió Rience—. Y luego pide a tus subordinados que salgan. Lo que tengo que decir está destinado sólo a tus oídos.
—Señor Brigden —preguntó Antillo, sin volver la cabeza—. ¿Qué color tiene el hierro?
—Todavía hay que esperar un poco, señor coronel.
—¿Señora Selborne?
—Se le lee ahora peor. —Kenna se encogió de hombros—. Demasiado miedo tiene, el miedo ahoga todos sus otros pensamientos. Y hay también otros pensamientos que no veas. Y algunos que esconder intenta. Tras de barreras mágicas. Mas esto no es difícil para mí, pudiera...
—No será necesario. Lo intentaremos con el clásico hierro al rojo.
—¡Diablos! —gritó el espía—. ¡Skellen! No tendrás intenciones de...
Antillo se inclinó, el rostro se le transformó ligeramente.
—En primer lugar: señor Skellen —pronunció arrastrando las palabras—. En segundo: sí, tengo intenciones de ordenar que te tuesten las plantas de los pies. Lo haré además con una satisfacción inenarrable. Así que trátalo como expresión de justicia histórica. Me apuesto a que no lo entiendes.
Rience guardaba silencio, así que Skellen continuó.
—Sabes, Rience, yo aconsejé a Vattier de Rideaux que te quemara los talones ya entonces, hace siete años, cuando te arrastraste hasta los servicios secretos imperiales como un perro, suplicando la merced y el privilegio de ser un traidor y un agente doble. Lo volví a decir hace cuatro años, cuando te metiste en el culo de Emhyr sin vaselina, mediando en los contactos con Vilgefortz. Cuando, con ocasión de la caza a la cintriana, ascendiste de mercenario común y corriente a jefecillo casi. Aposté con Vattier a que si te tostábamos nos contarías a quién sirves... No, digo mal. Que nos mencionarías uno por uno todos a los que sirves. Y a todos a los que traicionas. Y entonces, le dije, verás, te vas a asombrar, Vattier, de hasta qué punto coinciden las dos listas. Pero en fin, Vattier de Rideaux no me hizo caso. Y ahora con toda seguridad lo lamenta. Pero nada se ha perdido. Yo no te voy a tostar más que un poquillo, y cuando sepa lo que quiero saber, te pondré a disposición de Vattier. Y él te va a sacar la piel, poco a poco, en pequeños fragmentos.
Antillo sacó un pañuelo y una botellita de perfume del bolsillo. Roció abundantemente el pañuelo y se lo puso en la nariz. El perfume olía agradablemente a almizcle, y sin embargo casi hizo vomitar a Kenna.
—El hierro, señor Brigden.
—¡Os sigo por orden de Vilgefortz! —gritó Rience—. ¡Se trata de la muchacha! ¡Siguiéndoos a vosotros tenía la esperanza de llegar antes a ese cazador de recompensas! ¡Tenía que intentar comprarle la muchacha! ¡A él y no a vosotros! ¡Porque vosotros queréis matarla y a Vilgefortz le es necesaria viva! ¿Qué más queréis saber? ¡Lo diré! ¡Lo diré todo!
—¡Vaya, vaya! —gritó Antillo—. ¡Más despacio! De tanto ruido y abundancia de información hasta le puede a uno doler la cabeza. ¿Os imagináis, señores, lo que pasará cuando se le tueste? ¡Nos va a volver locos a gritos!
Kriel y Silifant se carcajearon a plena voz. Kenna y Neratin Ceka no se unieron a la alegría común. Tampoco se unió a ella Bert Brigden, quien precisamente había sacado del fuego la varilla y la contemplaba críticamente. El hierro estaba tan caliente que parecía transparente, como si no fuera un hierro sino un tubo de cristal relleno de fuego líquido.
Rience lo miró y graznó.
—¡Yo sé cómo encontrar al cazador y a la muchacha! —gritó—. ¡Lo sé! ¡Os lo diré!
—Pues claro.
Kenna, que seguía intentando leer sus pensamientos, hasta frunció el ceño al recibir una ola de rabia desesperada e impotente. En el cerebro de Rience de nuevo se rompió algo, otra barrera más. De tanto miedo que tiene va a decir algo, pensó Kenna, algo que pensaba mantener hasta el final, como carta de triunfo, un as que podría haber superado a otros ases en el último y decisivo palo y la apuesta más alta. Ahora, de puro y duro miedo al dolor, va a echar esa carta sobre el tapete.
De pronto, algo se vertió en su cabeza, sintió calor en las sienes, luego frío repentino.
Y lo supo. Conoció los pensamientos ocultos de Rience.
Por los dioses, pensó. Vaya un embrollo en el que me he metido...
—¡Lo diré! —aulló el hechicero, enrojeciendo y clavando sus ojos desencajados en el rostro del coronel—. ¡Te diré algo verdaderamente importante, Skellen! Vattier de Rideaux...
Kenna escuchó de pronto otra mente, extraña. Vio cómo Neratin Ceka, con la mano en el estilete, se acercaba a la puerta.
Golpeteo de botas. Boreas Mun entró en sala del concejo.
—¡Señor coronel! ¡Deprisa, señor coronel! Han venido... ¡no vais a creer... quiénes!
Skellen, con un gesto, detuvo a Brigden, que se inclinaba con el hierro sobre los talones del espía.
—Debieras jugar a la lotería, Rience —dijo, mirando a la ventana—. No he visto en mi vida a nadie que tenga tanta potra como tú.
Por la ventana se veía gente agrupándose, y en el centro del grupo, una pareja a caballo. Kenna supo de inmediato quiénes eran. Supo quién era aquel delgado gigante de pálidos ojos de pez, que iba en un espigado bayo.
Y quién era la muchacha de cabellos grises montada en una hermosa
yegua mora. Con las manos atadas y una cadena al cuello. Con cardenales
sobre su mejilla hinchada.
Vysogota volvió a la choza con un humor de perros, constipado, silencioso, enfadado incluso. La causa era una charla con un aldeano que había venido en canoa a recoger las pieles. Igual la última vez antes de la primavera, dijo el aldeano. El tiempo peor cada día, una lluvia y un viento que hasta da miedo ir en barca. A la mañana se hielan los charcos, no más que veas que vengan los nevizos, y aluego vendrán los yelos, no más que veas como el río se pare y se yele, ya puedes entonces meterte la canoa en el chozo y sacarte el trineo. Mas en el Pereplut ni con los trineos se puede ir uno, calvero tras calvero...
El labrador tenía razón. Por la tarde el cielo se nubló, se volvió granate y cayeron blancas plaquitas. Un impetuoso viento del oeste derribó los matorrales secos, jugueteó con blancas ráfagas por los lodazales. El frío se hizo penetrante y doloroso.
Pasado mañana, pensó Vysogota, es la fiesta de Saovine. Según el calendario élfico, dentro de tres días será año nuevo. Según el calendario de los humanos habrá que esperar todavía dos meses para el año nuevo.
Kelpa, la yegua mora de Ciri, pateaba y bufaba en el establo.
Cuando entró en la choza, encontró a Ciri que rebuscaba en los cofres. Él se lo había permitido, incluso la había animado. En primer lugar, era una ocupación completamente nueva, después de cabalgar en Kelpa y repasar los libros. En segundo, en las cajas había bastantes cosas de su hija y la muchacha necesitaba ropa más abrigada. Varias mudas de ropa, porque en el frío y la humedad pasaban largos días antes de que las ropas lavadas se secaran finalmente.
Ciri elegía, se probaba, rechazaba, colocaba. Vysogota se sentó a la mesa. Comió dos patatas cocidas y un ala de pollo. Callaba.
—Buena artesanía. —Le mostró un objeto que no había visto desde hacía años y hasta había olvidado que lo tenía—. ¿Pertenecían también a tu hija? ¿Le gustaba patinar?
—Le encantaba. Esperaba con ansia el invierno.
—¿Puedo cogerlos?
—Coge lo que quieras —se encogió de hombros—. A mí no me sirven para nada. Si a ti te sirven y si las botas te vienen bien... Pero, ¿es que estás preparando el equipaje, Ciri? ¿Te preparas para irte?
Ella clavó sus ojos en un montón de ropa.
—Sí, Vysogota —dijo al cabo de un instante de silencio—. Lo he decidido. Porque sabes... No hay tiempo que perder.
—Tus sueños.
—Sí —reconoció al cabo—. He visto en sueños unas cosas poco agradables. No estoy segura de si han tenido ya lugar, o si sólo es el futuro... Pero tengo que irme. Ves, yo, en cierto momento, me quejé de que mis amigos no habían acudido en mi ayuda. Que me dejaron a merced del destino... Y ahora pienso que quizá ellos necesiten mi ayuda. Tengo que ir.
—Se acerca el invierno.
—Precisamente por eso tengo que irme. Si me quedo, me quedaré atascada hasta la primavera... Hasta la primavera me reconcomeré en esta inactividad e inseguridad, perseguida por las pesadillas. Tengo que ir, tengo que ir ahora, intentar encontrar esa Torre de la Golondrina. Ese telepuerto. Tú mismo has calculado que hasta el lago hay quince días de camino. Estaría allí antes de la luna llena de noviembre.
—No puedes dejar ahora tu escondite —murmuró con esfuerzo—. Ahora no. Date cuenta, Ciri... Tus perseguidores están... bastante cerca. No puedes ahora...
Tiró al suelo una blusa, se levantó como impulsada por un muelle.
—Te has enterado de algo —afirmó brusca un hecho—. Del aldeano que vino a por las pieles. Dilo.
—Ciri...
—¡Habla, por favor!
Lo dijo. Y luego se arrepintió.
—El diablo los trajo, señor ermitaño —murmuró el campesino, interrumpiendo por un momento la cuenta de las pieles—. El diablo sería, digo yo. Ende el Igualamiento que andurrean por los montes, no sé qué moza dicen que buscan. Asustaron, gritaron, amenazaron mas luego fuéronse, ni tiempo hubieron pa cansarse de dar voces. Mas agora vinieron con otra maldá: han ido dejando por pueblos y aldeas unos... como se ice... viejolantes o algo así. Y nada de viejos, oh, no, sino tres o cuatro bandidos tunantes comunes y corrientes, no más que pa joder. Paece ser que van a andar haciendo guardia to el invierno, no sea que la moza que buscan saque el hocico del esconderijo suyo y lo meta en el pueblo. Y en tal caso habrán los viejolantes de agarrarla.
—¿Y también los hay en vuestro pueblo?
—No, en nuestro pueblo no, por ventura. Mas en Dun Dáre, a media jornada de nosotros, hay cuatro. Aposentáronse en la posada de los arrabales. Canallas, señor ermitaño, canallas redomados y asquerosos. Se les echaron encima a las mozas, y cuando los mozos les plantaron cara los zurraron, señor ermitaño, sin caridá. Hasta la muerte...
—¿Han matado a gente?
—A dos. Al alcalde y a otro más. ¡Y dígame usté, señor ermitaño, si es que no hay castigo pa tales cabrones! ¿No hay ley? ¡Ni ley ni castigo! Un concejal que vino ende Dun Dáre con la parienta y la cría decía que antaño rumbeaban por esos mundos de los dioses los brujos... Y les arrejustaban las cuentas a to tipo de cabronazos. Falta haría llamar a Dun Dáre a algún brujo pa que echara a esos hideputas...