La torre de la golondrina (26 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La torre de la golondrina
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—Atrevido eres, abuelete —intervino Angouléme—. Mas la nansa del Ruiseñor son veinte y cuatro buenos mozos, de los cuales ni siquiera un brujo se libra tan ligero, y si de asuntos de espada hablamos, y aunque fuera verdad lo que de los brujos se habla, un hombre solo no resiste a dos docenas. Me has salvado la vida, de modo que yo te pago igualmente. Con una advertencia. Y con ayuda.

—¿Qué diablos es una nansa?

—Aen hanse —explicó Cahir— significa en nuestro idioma banda, pero una a la que unen lazos de amistad...

—¿Compaña?

—Oh, eso mismo. La palabra, por lo que veo, ha entrado en el argot local...

—Una nansa es una hansa —le interrumpió Angouléme—. Y como en mi tierra: cuadrilla o hato. ¿Para qué hablar más? Aviso en serio. Uno solo no tiene ni una posibilidad contra toda la hansa. Y para colmo de males, sin conocer ni al Ruiseñor, ni en general a nadie de Belhaven y alrededores, ni enemigos, ni amigos y aliados. Que no conoce los caminos que conducen a la ciudad, y a la ciudad conducen muy diversos. Yo digo esto: no será capaz el brujo solo. No sé cuáles serán en vuestra tierra las costumbres, mas yo no dejo solo al brujo. Él a mí, como dijo el abuelete Jaskier, alegre y desenfadadamente me aceptó en la vuestra banda, aunque soy una crimínala... Pues todavía me huelen a criminal los pelos, tiempo no hubo de lavarlos... El brujo y no otro me sacó de esa criminalidad hacia la luz del día. Por ello le estoy agradecida. Por eso yo no lo dejaré solo. Lo conduciré a Belhaven, al Ruiseñor y ese medioelfo. Iré junto con él.

—Yo también —dijo de inmediato Cahir.

—¡Y yo igualmente! —dijo Milva con brusquedad.

Jaskier se apretó contra el pecho el tubo con los manuscritos, de los que no se separaba últimamente ni por un momento. Bajó la cabeza. Se veía que luchaba con sus pensamientos. Y que sus pensamientos vencían.

—No medites, poeta—le dijo suave Regis—. Al fin y al cabo no hay de qué avergonzarse. Para luchar en cruentas batallas a espada y puñal eres todavía menos adecuado que yo. No nos han enseñado a mutilar a nuestros semejantes con el acero. Además... Yo, además...

Posó sobre el brujo y Milva unos ojos brillantes.

—Soy un cobarde —reconoció en pocas palabras—. Si no me veo obligado, no quiero vivir otra vez lo que en la barcaza y el puente. Nunca. Por eso pido que se me excluya del grupo de luchadores que ha de ir a Belhaven.

—De los tales barcaza y puente —dijo Milva con voz sorda— me asacastes en tus costillas cuando me atacó la debilidad de los pieces. Si allí habría habido en vez tuyo algún cobarde, hubiéraselas pirado dejándome allá. Mas allá no hubo cobarde alguno. En cambio estabas tú, Regis.

—Bien dicho, abuelilla —dijo Angouléme con convencimiento—. Mal me hago a la idea de qué estáis hablando, mas pienso que bien dicho.

—¡No soy abuela tuya ni las narices! —Los ojos de Milva brillaron amenazadores—. ¡Cuidao, moza! ¡Me llamas otra vez así y ya verás!

—¿Qué veré?

—¡Tranquilas! —aulló alto el brujo—. ¡Basta ya, Angouléme! Vosotros todos también, veo que hay que llamar al orden. Se terminó el viajar a ciegas, hacia un espejismo. Porque resulta que hay algo allá, detrás del espejismo. Ha llegado el momento de acciones concretas. El momento de rebanar pescuezos. Porque por fin hay a quién rebanar. Aquéllos que hasta ahora no lo han entendido, que lo entiendan: tenemos por fin a un enemigo concreto al alcance de la mano. El medioelfo que quiere nuestra muerte es agente de fuerzas enemigas. Gracias a Angouléme estamos preparados, y hombre preparado vale por dos, que dice el proverbio. Tengo que coger a ese medioelfo y sacarle para quién trabaja. ¿Lo has entendido por fin, Jaskier?

—Resulta que entiendo más y mejor que tú —dijo el poeta con serenidad—. Sin ningún atrapamiento ni sacamiento me pienso que el enigmático medioelfo actúa por órdenes de Dijkstra, a quien dejaste lisiado ante mis propios ojos en Thanedd, clavándole un palo en el tobillo. Dijkstra, a juzgar por lo que contó el mariscal Vissegerd, sin duda nos tiene por espías nilfgaardianos. Y después de nuestra huida del corpus de partisanos lyrios, a buen seguro la reina Meve añadió algunos puntos a la lista de nuestros crímenes...

—Te equivocas, Jaskier —se entrometió Regis en voz baja—. No es Dijkstra. Ni Vissegerd. Ni Meve.

—Entonces, ¿quién?

—Todo juicio y toda conclusión serían precipitadas.

—Estoy de acuerdo —le concedió Geralt con voz gélida—. Por eso hay que investigar las cosas a pie de obra. Y extraer las conclusiones de la autopsia.

—Y yo —Jaskier no se resignó— sigo pensando que ésta es una idea idiota y arriesgada. Bien está que se nos haya advertido de la trampa, que sepamos de ella. Si lo sabemos, dejémosla entonces a un lado. Que ese elfo o medioelfo nos esté esperando lo que quiera, nosotros nos apresuraremos a irnos por nuestro camino...

—No —le interrumpió el brujo—. Basta de discursos, queridos míos. Fin de la anarquía. Ha llegado el momento de que nuestra... hansa... tenga por fin un cabecilla.

Todos, sin excluir a Angouléme, le miraron en un silencio expectante.

—Angouléme, Milva y yo —dijo— vamos a Belhaven. Cahir, Regis y Jaskier se separarán de nosotros en el valle de Sansretour e irán a Toussaint.

—No —dijo Jaskier presto, apretando con fuerza su tubo—. Por nada del mundo. Yo no puedo...

—Cállate. Esto no es una discusión. ¡Esto es una orden del caudillo de la hansa! Iréis a Toussaint, tú, Regis y Cahir. Allí nos esperaréis.

—Toussaint significa la muerte para mí —declaró el trovador sin énfasis—. Si me reconocen en Beauclair, en el castillo, se acabó. Tengo que contaros que...

—No tienes —le interrumpió brusco el brujo—. Demasiado tarde. Podrías haberte vuelto, no quisiste. Te quedaste en la banda. Para salvar a Ciri. ¿No es verdad?

—Sí.

—Así que irás con Regis y Cahir por el valle de Sansretour. Nos esperaréis en las montañas, de momento sin cruzar las fronteras de Toussaint. Pero si... si hay necesidad, tenéis que cruzar la frontera. Porque en Toussaint, al parecer, están los druidas, los de Caed Dhu, amigos de Regis. Si hay necesidad, recabaréis información de los druidas e iréis a buscar a Ciri... vosotros solos.

—¿Cómo que solos? ¿Prevés...?

—No preveo nada, considero la posibilidad. El así llamado «por si acaso». El último recurso, si lo prefieres. Puede que todo vaya bien y no tengamos que hacernos ver por Toussaint. Pero en cualquier caso... Lo importante es que a Toussaint no os seguirá ninguna partida de nilfgaardianos.

—Cierto, no os seguirán —introdujo Angouléme—. Raro es, pero Nilfgaard respeta las fronteras de Toussaint. Yo misma una vez me escondí allá. ¡Mas los caballeros de aquellas tierras no mejores son que los Negros! Galanes, corteses en el habla, mas prestos de espada y de puntapiés. Y patrullean la frontera sin descanso. Se llaman «andantes». Cabalgan solos, o de dos en dos o hasta tres. Y combaten el bandolerismo. Es decir: a nosotros. Brujo, se pudiera cambiar una cosa en los tus planes.

-¿Qué? "

—Si hemos de ir hacia Belhaven y vérnoslas con el Ruiseñor, vendréis conmigo tú y don Cahir. Y que con ellos se vaya la abuelilla.

—¿Y eso por qué? —Geralt, con un gesto, retuvo a Milva.

—Para este trabajo hacen falta mozos. ¿Qué te recueces, abuelilla? Yo lo sé, os digo. Si se llega a algo, habrá que actuar más bien con el miedo que con la mera fuerza. Y ninguno de los de la nansa de Ruiseñor se amedrentará con un trío en el que a un mozo le caen dos hembras.

—Milva vendrá con nosotros. —Geralt apretó los dedos sobre la muñeca de la arquera, que estaba rabiosa de verdad—. Milva, no Cahir. No quiero cabalgar con Cahir.

—¿Y eso por qué? —preguntaron casi al mismo tiempo Angouléme y Cahir.

—Precisamente —dijo Regis lentamente—. ¿Por qué?

—Porque no confío en él —anunció rápido el brujo.

El silencio que cayó era desagradable, pesado, viscoso casi. Desde el bosque, al lado del cual estaba acampada una caravana de mercaderes y un grupo de otros viajeros, les alcanzaron unas voces alzadas, unos gritos y unos cantos.

—Aclárate —dijo por fin Cahir.

—Alguien nos ha traicionado —dijo seco el brujo—. Después de la conversación con el prefecto y las revelaciones de Angouléme no hay duda alguna. Y si se piensa bien, uno llega a la conclusión de que el traidor está entre nosotros. Y para adivinar quién es no hay que darle muchas vueltas.

—¿Tú, por lo que me parece —Cahir frunció el ceño—, te has permitido sugerir que ese traidor soy yo?

—No escondo —la voz del brujo era fría— que me ha asaltado tal pensamiento, es verdad. Mucho apunta en esa dirección. Mucho se aclararía así. Muchísimo.

—Geralt —dijo Jaskier—. ¿No vas un poco demasiado lejos?

—Que hable. —Cahir torció la boca—. Que hable. Que no se detenga.

—Os habréis preguntado —Geralt pasó la vista por los rostros de los compañeros— cómo se pudo llegar a ese error en la cuenta. Sabéis de qué hablo. De que somos cinco, no cuatro. Podemos pensar que simplemente alguien se equivocó: el misterioso medioelfo, el bandido Ruiseñor o Angouléme. Pero, ¿y si rechazamos la versión del error? Entonces aparece la siguiente versión: el grupo cuenta con cinco miembros, pero Ruiseñor ha de matar sólo a cuatro. Porque el quinto es un aliado de los atacantes. Alguien que les informa constantemente de los movimientos del grupo. Desde el principio, desde el momento en que después de haber comido la famosa sopa de pescado se formara el grupo. Aceptando en su composición a un nilfgaardiano. Un nilfgaardiano que tiene que atrapar a Ciri y llevársela al emperador Emhyr porque de ello dependen su vida y su carrera,..

—Así que no me he equivocado —dijo despacio Cahir—. Así que soy un traidor. ¿Un falso renegado y vil?

—Geralt —habló de nuevo Regis—. Perdona mi sinceridad, pero tu teoría tiene más agujeros que un colador viejo. Tu pensamiento, ya te he dicho antes, no es muy adecuado.

—Soy un traidor —repitió Cahir, como si no hubiera oído las palabras del vampiro—. Sin embargo, por lo que he entendido, no hay prueba alguna de mi traición, no hay más que turbios indicios e imaginaciones brujeriles. Por lo que entiendo, sobre mí recae el peso de demostrar mi inocencia. Soy yo el que va a tener que demostrar que no soy un felón. ¿No es cierto?

—Sin patetismos, nilfgaardiano —ladró Geralt, poniéndose delante de Cahir y golpeándolo con la mirada—. ¡Si tuviera pruebas de tu culpa no perdería tiempo charloteando, sino que te abriría en dos como a un arenque! ¿Conoces la regla de «cui bono»? Entonces respóndeme: ¿quién, excepto tú, tendría siquiera el más mínimo motivo para traicionar? ¿Quién, excepto tú, ganaría algo traicionando?

Desde el campamento de la caravana de mercaderes les llegó un chasquido fuerte y agudo. Sobre el oscuro cielo estrellado estalló un roncador rojo y amarillo, unos cohetes dispararon un enjambre de abejas doradas que cayeron en una lluvia multicolor.

—No soy un felón —dijo el joven nilfgaardiano con una voz poderosa y sonora—. Por desgracia, no puedo demostrarlo. Puedo hacer otra cosa. Lo que me es propio, lo que estoy obligado a hacer cuando se me insulta y se me denigra, cuando se ensucia mi honor y se escupe sobre mi dignidad.

Su movimiento fue rápido como el rayo, pero pese a ello no hubiera sorprendido al brujo si no hubiera sido por su doloroso movimiento de rodilla, que lo complicaba todo. Así, Geralt no consiguió evitarlo y el puño envuelto en el guante de monta le golpeó en la mandíbula con tanta fuerza que voló hacia atrás y cayó directamente en el fuego, alzando una nube de chispas. Se alzó, otra vez demasiado despacio por culpa del dolor de la rodilla. Cahir ya estaba junto a él. Y esta vez el brujo ni siquiera acertó a inclinarse, el puño le atizó a un lado de la cabeza, y en sus ojos brillaron fuegos artificiales más hermosos incluso que los que habían lanzado los mercaderes. Geralt lanzó una terrible maldición y se echó sobre Cahir, lo aferró por los hombres y lo derribó en tierra, se retorcieron sobre la grava, golpeando con los puños hasta que sonaron truenos.

Y todo esto se desarrollaba bajo la luz fantasmal e innatural de los
fuegos artificiales que salpicaban el cielo.

—¡Dejadlo! —gritó Jaskier—. ¡Dejadlo ya, idiotas de mierda!

Cahir le quitó hábilmente a Geralt la tierra bajo los pies y cuando intentó levantarse le golpeó en los dientes. Y le volvió a dar hasta que sonó como una campana. Geralt se encogió, se distendió y le dio una patada, no le acertó en sus partes bajas, le alcanzó en el muslo. Se engancharon de nuevo, se cayeron, se revolcaron, cada uno atizando al otro donde podía, cegados por los golpes y el polvo y la arena que les llenaban los ojos.

Y de pronto se separaron, se dirigieron hacia lados opuestos, cojeando
y protegiendo la cabeza de los estallidos de los cohetes.

Milva se había quitado de los muslos un grueso cinturón de cuero, lo mantenía agarrado por la hebilla y enrollado alrededor del puño cerrado y se había acercado a los luchadores y había comenzado a darles leña, desde la oreja, con todas sus fuerzas, sin condolerse ni del cinto ni de la mano. El cinturón silbaba y con seco chasquido caía sobre manos, hombros, espaldas y brazos, ya fuera de Cahir, ya de Geralt. Cuando se separaron, Milva saltó de uno a otro como un grillo, todavía azotándolos de justicia, de modo que ninguno recibiera menos ni más que el otro.

—¡Idiotas idiotos! —gritaba, atizándole en la espalda con un chasquido a Geralt—. ¡Tontos tontainas! ¡Os voy a enseñar razones, a los dos!

»¿Ya? —gritó todavía más fuerte, golpeándole a Cahir en las manos con las que se guardaba la cabeza—. ¿Ya sus ha pasado? ¿Sus habéis calmado?

—¡Ya! —gritó el brujo—. ¡Basta!

—¡Basta! —gritó a coro Cahir, que estaba hecho un ovillo—. ¡Suficiente!

—Es suficiente —dijo el vampiro—. De verdad que es suficiente, Milva.

La arquera respiró pesadamente, se limpió la frente con el puño que llevaba envuelto con el cinturón.

—Bravo —habló Angouléme—. Bravo, abuelilla.

Milva se giró sobre sus tacones y la golpeó con todas sus fuerzas en el hombro con el cinturón. Angouléme gritó, se sentó y se puso a llorar.

—Te dije —jadeó Milva— que no me llamaras así. ¡Te lo dije!
—¡No ha pasado nada! —Jaskier, con una voz un tanto trémula, tranquilizó a mercaderes y viajantes que habían acudido -allí desde el fuego vecino—. Sólo un malentendido entre amigos. Una peleílla de compadres.
Ya se pasó.

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