Vattier de Rideaux, jefe de los servicios secretos militares de Nilfgaard, escuchaba la reprimenda imperial con la cabeza gacha.
—Así es —siguió con tono venenoso Emhyr var Emreis—. Una institución que devora tres veces tanto dinero del presupuesto del estado como la educación, la cultura y el arte juntos no es capaz de encontrar a una sola persona. Esta persona, puf, desaparece de pronto, se esconde, aunque yo conceda cifras astronómicas a una institución ante la que no tiene derecho a esconderse. Una persona culpable de traición se burla a plena luz del día de la institución a la que di suficientes privilegios y medios como para que pudiera quitarles el sueño hasta a quienes son inocentes. Oh, puedes creerme, Vattier, cuando la próxima vez se comience a hablar en el consejo de la necesidad de recortar fondos a los servicios secretos, escucharé con gusto. ¡Puedes creerme!
—Vuestra majestad imperial —Vattier de Rideaux carraspeó— tomará, no lo dudo, la decisión adecuada, después de sopesar todos los pros y contras. Tanto los fracasos como los éxitos del servicio secreto. Vuestra majestad también puede estar seguro de que el traidor Cahir aep Ceallach no escapará a su castigo. He emprendido unos intentos...
—No os pago por emprender, sino por el resultado de tales intentos. Hasta ahora estos son míseros. ¡Míseros, Vattier! ¿Qué pasa con Vilgefortz? ¿Dónde diablos está Cirilla? ¿Qué murmuras? ¡Más fuerte!
—Pienso que vuestra majestad debiera casarse con esa muchacha que tenemos custodiada en Darn Rowan, Nos es necesaria esta boda, la legalidad del feudo soberano de Cintra, la pacificación de las islas Skellige y de los rebeldes de Attre, Strept, Mag Turga y Los Taludes. Nos es precisa una amnistía general, tranquilidad en la retaguardia y en las líneas de abastecimiento... Nos es precisa la neutralidad de Esterad Thyssen de Kovir.
—Lo sé. Pero la de Darn Rowan no es la verdadera. No puedo casarme con ella.
—Vuestra majestad imperial me perdone, pero, ¿acaso tiene alguna importancia que no- sea la verdadera? La situación política precisa de unas bodas festivas. Y urgentemente. La novia irá cubierta por un velo. Y cuando por fin encontremos a la verdadera Cirilla, simplemente se... cambia a la desposada.
—¿Te has vuelto loco, Vattier?
—La falsa se ha hecho ver aquí de pasada. A la verdadera no la ha visto nadie en Cintra desde hace cuatro años; al fin y al cabo, se dice que ella pasaba más tiempo en las Skellige que en la propia Cintra. Garantizo que nadie se dará cuenta del cambio.
—¡No!
—Emperador...
—¡No, Vattier! ¡Encuéntrame a la verdadera Ciri! Moved por fin el culo. Encuéntrame a Ciri. Encuéntrame a Cahir. Y a Vilgefortz. Sobre todo a Vilgefortz. Porque él tiene a Ciri, estoy seguro...
—Vuestra majestad imperial...
—¡Te escucho, Vattier! ¡Estoy escuchando todo el tiempo!
—Durante un tiempo tuve la sospecha de que el así llamado asunto Vilgefortz no era más que una provocación común y corriente. Que el hechicero resultó muerto o ha sido capturado y la espectacular y ruidosa persecución sirve a Dijkstra para denigrarnos y justificar una represión sangrienta.
—Yo también tenía la misma sospecha.
—Y sin embargo... En Redania no se hizo público, pero sé por mis agentes que Dijkstra halló uno de los escondites de Vilgefortz y en él pruebas de que el hechicero llevaba a cabo bestiales experimentos en seres humanos. Más concretamente en los fetos de las personas... y en las mujeres embarazadas. Así que si Vilgefortz tenía a Cirilla, entonces me temo que el seguir buscándola...
—¡Calla, diablos!
—Por otro lado —Vattier de Rideaux habló con rapidez al contemplar el rostro iracundo y furioso del emperador—, todo esto también podría ser simple desinformación. Para hacer aborrecer al hechicero. Le pega muy bien a Dijkstra.
—¡Tenéis que encontrar a Vilgefortz y quitarle a Ciri! ¡Voto a bríos! ¡No divaguéis ni hiléis suposiciones! ¡Dónde está Antillo! ¿Todavía en Geso? ¡Pues si al parecer ya ha mirado allí debajo de cada piedra y rebuscado en cada agujero en el suelo! ¡Pues si al parecer la muchacha no está allí ni nunca ha estado! ¡Pues si el astrólogo se equivocó o miente! Todo esto son citas de sus informes. Entonces, ¿qué hace allí?
—El coronel Skellen, me atrevo a advertir, emprende acciones no demasiado claras... Su destacamento, el que vuestra majestad imperial le ordenó organizar, lo recluta en Maecht, en el fuerte Rocayne, donde ha instalado su base. Este destacamento, me permito añadir, es una banda bastante sospechosa. Y aparte de ello, resulta también sumamente grave que el señor Skellen hacia final de agosto contratara a un famoso asesino a sueldo...
—¿Qué?
—Contrató a un esbirro a sueldo con orden de liquidar a una cuadrilla de bandidos que pulula por Geso, cosa en sí digna de alabanza, pero, ¿acaso esto es una tarea propia para un coronel del emperador?
—¿No está hablando la envidia a través de ti, Vattier? ¿Y no es ella la que te aporta ese apasionamiento y ese fervor?
—Afirmo únicamente hechos probados, vuestra majestad.
—Hechos —el emperador se levantó de pronto— son lo que yo quiero ver. Me he cansado ya de oír hablar de ellos.
Había sido un día verdaderamente duro. Vattier de Rideaux estaba cansado. Es verdad que tenía todavía en su programa del día una o dos horas de trabajo de oficina, con el objetivo de evitar que acabara ahogado en el mar de los papeles no resueltos, pero sólo de pensarlo se echaba a temblar. No, pensó, nada a la fuerza. No me pondré a trabajar. Me irá a casa... No, a casa no. Allá estará esperando la mujer. Iré a ver a Cantarella. A la dulce Cantarella, junto a la que se descansa tan bien.
No se lo pensó mucho tiempo. Simplemente se levantó, tomó la capa y salió, deteniendo con un gesto de aversión al secretario que le intentaba colocar una carpeta de guadamecí con documentos urgentes para firmar. ¡Mañana! ¡Mañana será otro día!
Dejó el palacio por una salida trasera, por la parte de los jardines, anduvo a través de un paseo rodeado de cipreses. Pasó junto al estanque en el que vivía una carpa que había alcanzado la provecta edad de ciento treinta y dos años y que había soltado allí el emperador Torres, como atestiguaba una medalla conmemoratoria de oro clavada en las agallas del enorme pez.
—Buenas tardes, vizconde.
Vattier, con un corto movimiento de la muñeca, liberó el estilete que llevaba escondido en la manga. La propia empuñadura se le deslizó en la mano.
—Mucho te arriesgas, Rience —dijo con voz gélida—. Mucho te arriesgas mostrando en Nilfgaard tu cara quemada. Incluso en forma de teleproyección mágica.
—¿Te has dado cuenta? Y Vilgefortz me garantizó que si no lo tocabas no ibas a adivinar que se trataba de una ilusión.
Vattier guardó el estilete. No había adivinado en absoluto que fuera una ilusión. Pero ahora ya lo sabía.
—Eres demasiado cobarde como para mostrar aquí tu propia persona, Rience —dijo—. Sabes muy bien lo que te esperaría en ese caso.
—¿El emperador sigue estando tan enfadado conmigo? ¿Y con mi maestro Vilgefortz?
—Tu descaro me desarma.
—Al diablo, Vattier. Te aseguro que seguimos estando de vuestro lado, yo y Vilgefortz. Bueno, lo reconozco, os engañamos, os dimos a la falsa Cirilla, pero fue de buena fe, que me ahorquen si miento. Vilgefortz pensó que, dado que la verdadera había desaparecido, sería mejor una falsa que ninguna. Pensábamos que os daba igual...
—Tu descaro ha dejado de desarmarme, ahora comienza a insultarme. No tengo intenciones de perder el tiempo de cháchara con un espejismo que me insulta. Cuando te alcance por fin en tu verdadera figura, conversaremos, y bastante tiempo, te lo prometo. Hasta entonces...
Apage,
Rience.
—No te reconozco, Vattier. En otros tiempos, aunque se te apareciera el propio diablo, antes del exorcismo no hubieras omitido investigar si por casualidad no se podía sacar algo de él.
Vattier no le honró a la ilusión con una mirada, en vez de ello observó la carpa envuelta en algas, que agitaba perezosamente el légamo del estanque.
—¿Sacar? —repitió por fin, inflando los labios en gesto de desprecio—. ¿De ti? ¿Y qué me podrás dar? ¿A la verdadera Cirilla? ¿Puede que a tu patrón, Vilgefortz? ¿A Cahir aep Ceallach?
—¡Stop! —La ilusión de Rience alzó una ilusoria mano—. Lo has dicho.
—¿Qué he dicho?
—Cahir. Te daremos la cabeza de Cahir. Yo y mi maestro Vilgefortz...
—Apiádate, Rience —bufó Vattier—. Dale la vuelta a la sucesión.
—Como quieras. Vilgefortz, con mi modesta ayuda, os dará la cabeza de Cahir, hijo de Ceallach. Sabemos dónde está, lo podemos agarrar en un pis pas, a voluntad.
—Si disponéis de tal posibilidad, venga, venga. ¿Tan buenos enchufes tenéis en el ejército de la reina Meve?
—¿Me estás probando? —Rience frunció el ceño—. ¿O de verdad no lo sabes? Creo que esto último. Cahir, mi querido vizconde, está... Nosotros sabemos dónde está. Sabemos adonde se dirige, sabemos en compañía de quién. ¿Quieres su cabeza? La tendrás.
—Una cabeza —Vattier sonrió— que no va a poder contar lo que de verdad sucedió en Thanedd.
—Creo que será mejor así —dijo Rience con cinismo—. ¿Para qué dar a Cahir la posibilidad de hablar? Nuestra tarea es aliviar y no profundizar las animosidades entre Vilgefortz y el emperador. Te proporcionaré la cabeza callada de Cahir aep Ceallach. Lo arreglaremos de tal modo que parecerá un mérito tuyo y solamente tuyo. Entrega en las próximas tres semanas.
La carpa prehistórica del estanque abanicaba el agua con las aletas caudales. El animal, pensó Vattier, tiene que ser muy inteligente. Pero, ¿para qué tanta sabiduría? Todo el tiempo el mismo légamo y los mismos nenúfares.
—¿Tu precio, Rience?
—Una cosilla de nada. ¿Dónde está Stefan Skellen y qué está tramando?
—Le dije lo que quería saber. —Vattier de Rideaux se estiró sobre los almohadones, mientras jugueteaba con un rizo de los dorados cabellos de Carthia van Canten—. Ves, bonita, hay que ocuparse de ciertos asuntos siempre con inteligencia. Y con inteligencia significa conformándose. Si se actúa de otra manera, uno no tiene nada. Sólo agua podrida y légamo en el estanque. ¿Y qué más da si el estanque es de mármol y está a tres pasos del palacio? ¿No tengo razón, bonita?
Carthia van Canten, llamada cariñosamente Cantarella, no respondió. Vattier tampoco esperaba respuesta. La muchacha tenía dieciocho años y —para decirlo con delicadeza— no era precisamente un genio. Sus intereses —por lo menos por el momento— se limitaban a hacer el amor con —por lo menos por el momento— Vattier. En asuntos sexuales era Cantarella todo un talento natural que aunaba pasión y compromiso con técnica y arte. Sin embargo, no era eso lo más importante.
Cantarella hablaba poco y raras veces, a cambio sabía escuchar con gusto. Con Cantarella podía uno hablar lo que se quería, descansar, relajar la mente y regenerar la psiquis.
—En este servicio uno no puede más que esperarse reprimendas —dijo con énfasis Vattier—. ¡Porque no he encontrado a una tal Cirilla! ¿Y el que gracias al trabajo de mis hombres el ejército alcance éxitos es poco? ¿Y el que el estado mayor conozca cada movimiento del enemigo no es nada? ¿Y poco el que esa fortaleza que hubiéramos tenido que cercar durante semanas la abrieran mis agentes para los ejércitos del imperio? Pero no, eso nadie lo alaba. ¡Lo que importa es una tal Cirilla!
Resoplando de rabia, Vattier de Rideaux tomó de las manos de Cantarella una copa llena del estupendo Est Est de Toussaint, vino de una añada que recordaba los tiempos en que el emperador Emhyr var Emreis era pequeño, apartado de los derechos al trono y un muchacho terriblemente herido, y Vattier de Rideaux era un oficial del servicio secreto joven y sin importancia en la jerarquía.
Aquél fue un buen año. Para el vino.
Vattier dio un trago, jugueteó con los bien formados pechos de Cantarella y continuó narrando. Cantarella sabía escuchar.
—Stefan Skellen, bonita —murmuró el jefe de los servicios secretos imperiales— es un chanchullero y un conspirador. Pero yo voy a enterarme de lo que anda maquinando antes de que le alcance Rience... Ya tengo allí a uno de los míos... Muy cerca de Skellen... Muy cerca...
Cantarella desató el cinturón del batín de Vattier, se inclinó. Vattier percibió su respiración y gimió adelantando el placer. Talento, pensó. Y luego los suaves y calientes roces de unos labios de terciopelo le expulsaron de la cabeza todos los pensamientos.
Carthia van Canten despacito, hábilmente y con talento le proporcionó placer a Vattier de Rideaux, jefe de los servicios secretos imperiales. No era en cualquier caso el único talento de Carthia. Pero Vattier de Rideaux no tenía ni idea de ello.
No sabía que, pese a las apariencias, Carthia van Canten disponía de un memoria perfecta y de una inteligencia aguda como una navaja.
Al día siguiente Carthia le transmitió a la hechicera Assir var Anahid todo lo que le había contado Vattier, cada información, cada palabra que pronunciara junto a ella.
Sí, apuesto la cabeza a que en Nilfgaard ya todos habían olvidado a Cahir, incluyendo a su prometida, si es que la tenía.
Pero de ello hablaremos más tarde; de momento retrocederemos hasta el día y el lugar por donde vadeamos el Y oruga. Avanzábamos tan deprisa como era posible hacia el este: queríamos llegar a los alrededores del Bosque Negro, llamado en la Vieja Lengua Caed Dhu. Allí habitaban los druidas que serían capaces de pronosticar el lugar de permanencia de Ciri, quizá augurar tal lugar mediante los extraños sueños que acosaban a Geralt. Cabalgábamos a través de los bosques de los Tras Ríos Altos, llamados también los Ribazos Diestros, un país silvestre y casi despoblado situado entre el Yaruga y un país situado al pie de los Montes de Amell llamado Los Taludes, que lindaba por el oriente con el valle de Dol Angra y por el occidente con una llanura pantanosa de cuyo nombre no quiero acordarme.
Nunca nadie se había interesado en demasía por aquel país, así que tampoco se sabía a ciencia cierta a quién en verdad pertenecía ni quién lo gobernaba. Algo de culpa de ello tenían los señores de Temería, Sodden, Cintra y Rivia, quienes con diversos efectos habían considerado los Ribazos como feudo de la propia corona y quienes en ocasiones habían probado a hacer valer sus razones a fuego y espada. Y luego vinieron los ejércitos nilfgaardianos de detrás de los Montes de Amell y nadie más tuvo nada que decir. Ni duda alguna sobre derechos feudales ni propiedad de la tierra. Todo lo que había al sur del Yaruga pertenecía al imperio. En el momento en el que escribo estas palabras, también pertenecen al imperio ya muchas leguas de tierras al norte del Yaruga. Por falta de informaciones más concretas no sé cuántas ni lo lejos que están situadas hacia el norte.
Volviendo a los Tras Ríos, permíteme, querido lector, una digresión relacionada con los procesos históricos: la historia de cierto territorio a menudo se crea y construye deforma un tanto casual, como un producto colateral de fuerzas externas. La historia de un país dado a menudo es construida por quienes no pertenecen a él. Los forasteros son, de este modo, causa; sin embargo, los efectos los padecen siempre e inalterablemente los lugareños.
A los Tras Ríos tal ley les afectaba en toda su extensión.
Los Tras Ríos tenían su propia población, trasrrieros autóctonos. Aquellas continuas y duraderas guerras y luchas los convirtieron en mendigos y los obligaron a emigrar. Las aldeas y los pueblos ardieron, las ruinas de los jardines y los campos transformados en barbechos fueron devorados por el bosque. El comercio se hundió, las caravanas evitaban las arruinadas sendas y carreteras. Aquellos pocos de los trasrrieros que se quedaron se convirtieron en palurdos asilvestrados. De las raposas y de los osos no se diferenciaban más que en que llevaban pantalones. Al menos algunos. Es decir: algunos los llevaban y algunos se diferenciaban. Eran, en general, gentes ariscas, simples y ordinarias.
Y sin rastro alguno de sentido del humor.