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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (18 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—Creo que dejaré un Wessex en condiciones —oí que le decía al obispo Erkenwald.

—Confío en que pasen muchos años antes de que eso ocurra, mi señor —contestó Erkenwald con unción.

—Eso está en manos de Dios, obispo —dijo Alfredo, dándole una palmada en el hombro.

—Pero Dios escucha las plegarias de su pueblo, mi señor.

—En ese caso, rezad por mi hijo —respondió el rey, al tiempo que se volvía hacia Eduardo, quien, incómodo, ya estaba sentado en la mesa de respeto.

—Siempre lo hago —repuso el obispo.

—Hacedlo ahora, pues —insistió Alfredo, de buen talante—, para que Dios tenga a bien bendecir este banquete.

Erkenwald aguardó a que el rey se sentase en la cabecera de la mesa principal y, en voz alta, recitó una larga oración, pidiendo a su dios que bendijese aquella comida, que se estaba enfriando, y dándole gracias por la paz que tan buen futuro auguraba para Wessex.

Pero su dios no lo escuchaba.

* * *

Fue precisamente durante aquella celebración cuando comenzaron los problemas. Me imagino que los dioses se aburrían con nosotros. Echaron un vistazo a la tierra, repararon en lo contento que parecía Alfredo y, caprichosos como son, decidieron que ya había llegado la hora de jugar un rato a los dados.

Estábamos en el espléndido palacio romano, un edificio de ladrillo y mármol, parcheado aquí y allá con pajas y zarzas sajonas. Había un estrado reservado para el trono en el que, para la ocasión, se había dispuesto un largo caballete cubierto con manteles verdes, que hacía las veces de mesa. Flanqueado por Ælswith, su esposa, y Etelfleda, su hija, Alfredo se sentaba en el centro del lado más largo de aquella mesa improvisada. Aparte de las criadas, eran las únicas mujeres allí presentes. Etelredo estaba sentado a continuación de Etelfleda, y Eduardo, al otro lado de su madre. Los otros seis asientos los ocupaban el obispo Erkenwald, el obispo Asser y los representantes de más alto rango de otros reinos. En uno de los extremos del estrado, acompañándose al arpa, un juglar entonaba un largo himno de alabanza al dios de Alfredo.

En el piso, a los pies del estrado, entre las columnas de la estancia, se habían montado otros cuatro caballetes que sustituían a otras tantas mesas, donde comían los invitados, eclesiásticos y guerreros en confusa mezcolanza. Entre Finan y Steapa, me acomodé en el rincón más apartado del recinto. He de confesar que estaba de muy mal humor. No me cabía la menor duda de que habíamos asistido a una tomadura de pelo por parte de Haesten. El rey, uno de los hombres más prudentes que he conocido en mi vida, sentía debilidad por su dios, y ni se le pasó por la cabeza que las supuestas concesiones del danés respondieran a una calculada estrategia política. Según Alfredo, todo era mucho más sencillo: su dios había obrado un milagro. Tanto por su yerno como por sus propios espías, estaba al corriente de que Haesten ambicionaba el trono de Anglia Oriental, pero no era un asunto que le preocupase en demasía, puesto que ya se había resignado a que ese territorio estuviera en manos danesas. Soñaba con recuperarlo, pero tenía muy clara la diferencia entre lo que era posible y lo que no dejaba de ser sino un deseo inalcanzable. En los últimos años de su vida, Alfredo siempre se refería a sí mismo como rey de los Angelcynn, es decir, rey de los ingleses, entendiendo por tal que su autoridad se extendía sobre todos los territorios britanos donde se hablaban lenguas sajonas. De sobra sabía que tal título era una quimera, no una realidad. Alfredo había afianzado el territorio de Wessex y ejercía su autoridad sobre gran parte de Mercia, pero el resto de los Angelcynn eran súbditos de los daneses, y poco podía hacer para cambiar las cosas. Aun así, se sentía orgulloso de haber hecho de Wessex un reino respetado, capaz de derrotar al gran ejército de Harald y obligar a Haesten a que solicitase el bautismo para los suyos.

Tales eran las cosas que me rondaban por la cabeza, mientras Steapa mascullaba más que hablaba algo que apenas podía oír, y Finan contaba chistes malos, que yo le reía. Lo único que deseaba era salir de allí cuanto antes. Las celebraciones de Alfredo tenían poco de festivas. La cerveza era escasa, y los espectáculos elegidos, siempre de carácter edificante. Tres monjes salmodiaron una larga plegaria en latín; a continuación, un coro de niños interpretó una cancioncilla acerca de si eran los corderos de dios, que bastó para que Alfredo se sintiera casi en éxtasis.

—¡Maravilloso! ¡Realmente precioso! —exclamó cuando los chavales, ataviados con sobadas túnicas, dieron por concluida la marramizada.

Me temí lo peor, que estuviera a punto de pedirles que entonaran otra canción. Pero el obispo Asser se inclinó por detrás de Ælswith y debió de proponer algo que hizo que al rey se le iluminasen los ojos.

—Hermano Godwin —llamó en voz alta al monje ciego—. ¡Hace ya unas cuantas semanas que no nos cantáis nada!

El joven monje pareció sorprendido. Uno de los comensales lo tomó del brazo y lo acompañó hasta el lugar que hasta entonces habían ocupado los niños, que, en aquel instante y al cuidado de una monja, abandonaban el recinto. Allí estaba el hermano Godwin, solo, mientras el arpista arrancaba algunos acordes de las cuerdas de crin de caballo de su instrumento. En ningún momento se me pasó por la cabeza que el monje ciego se pusiera a cantar, pero el caso es que comenzó a echar la cabeza adelante y atrás, mientras la música sonaba más rápida e inquietante. Algunos de los presentes se santiguaron; el fraile empezó a emitir una especie de sordo lamento.

—Está chiflado —le dije a Finan en un susurro.

—No, mi señor —me respondió en el mismo tono, al tiempo que se señalaba la cruz que siempre llevaba al cuello—; está poseído. He visto santones en Irlanda que hacían cosas parecidas —añadió en voz baja.

—El espíritu habla a través de él —intervino Steapa, sobrecogido.

Alfredo debió de escuchar nuestros cuchicheos, porque nos miró con gesto de disgusto. Nos callamos la boca. De repente, Godwin comenzó a retorcerse y profirió un grito que retumbó por las paredes de la estancia. Antes de escaparse por el agujero practicado en el tejado de la villa romana, el humo de los braseros parecía pegársele alrededor del cuerpo.

Mucho tiempo después, me enteré de que había sido el obispo Asser quien había descubierto al hermano Godwin, un joven monje ciego, confinado en una celda del monasterio de Æthelingæg. Así lo había dispuesto el abad, convencido de que el joven estaba como una cabra. Pero el obispo Asser había llegado a la conclusión de que Godwin escuchaba realmente la voz de su dios, y llevó al monje a presencia de Alfredo, quien, al enterarse que procedía del mismo lugar en que había superado el momento más crítico de su reinado, lo recibió con los brazos abiertos.

Godwin comenzó a gemir. Emitía unos sonidos parecidos a los de alguien que está sufriendo lo indecible; el arpista retiró las manos de su instrumento. Desde las oscuras estancias traseras del palacio, unos perros respondieron con aullidos a tales gañidos.

—Es el espíritu santo que desciende —musitó Finan con fervor.

En ese instante, Godwin lanzó un grito estremecedor, como si le estuvieran sacando las tripas.

—Alabado sea Dios —dijo Alfredo.

El rey y su familia no le quitaban los ojos de encima. El monje estaba de pie en la posición de un crucificado; al cabo, bajó los brazos y comenzó a hablar. Se estremecía mientras hablaba; su voz tan pronto se alzaba como se volvía un susurro, tan pronto profería alaridos como se tornaba inaudible. Al principio, sus palabras sonaron incoherentes, como si hablase una lengua desconocida. Poco a poco, sin embargo, en medio de aquella jerigonza, comenzaron a escucharse frases llenas de sentido. Alfredo era el elegido de Dios. Wessex, la tierra prometida, que manaba leche y miel. Las mujeres habían traído el pecado al mundo. Los resplandecientes ángeles de Dios nos guardaban bajo sus alas. El Altísimo es terrible. Las aguas de Israel se habían convertido en sangre. La puta de Babilonia está entre nosotros.

Hizo un alto tras decir esto último. El arpista, que había discernido una cierta cadencia en las frases sincopadas de Godwin, tocaba suavemente, pero las manos dejaron de pulsar las cuerdas de nuevo cuando el monje, con su mirada carente de expresión, recorrió la estancia y compuso un gesto de sorpresa.

—¡La puta! —comenzó a gritar—. ¡La puta, la puta, la ramera está entre nosotros! —al tiempo que emitía una especie de maullido; las piernas le flaquearon y comenzó a sollozar.

Nadie dijo nada. Nadie se movió. Escuché el viento que soplaba por el agujero del tejado; pensé en mis hijos, a quienes había dejado en los aposentos de Etelfleda, y me pregunté si estarían escuchando aquella locura.

—¡La puta! —repitió Godwin, convirtiendo esa palabra en un prolongado y palpitante aullido; se puso en pie de nuevo, y pareció de pronto estar en sus cabales—. La puta se ha instalado entre nosotros, mi señor —le dijo a Alfredo con voz normal.

—¿La ramera? —preguntó el rey, por si había oído mal.

—¡La puta! —gritó Godwin de nuevo, antes de recobrar la cordura—. La puta, mi rey, el gusano de la fruta podrida, la rata que se esconde en el granero como la langosta en el trigal, o la enfermedad en el hijo de Dios. Atribula a Dios, mi señor —añadió, antes de echarse a llorar.

Acaricié el martillo de Thor. Godwin estaba mucho más loco de lo que yo había imaginado, pero los cristianos allí presentes lo miraban arrobados, como si fuera un regalo llovido del cielo.

—¿Dónde está Babilonia? —le pregunté a Finan en un susurro.

—No lo sé, mi señor. Muy lejos de aquí, quién sabe; puede que incluso más lejos que Roma —me contestó en voz baja.

Godwin sollozaba en silencio, pero no decía nada. Con un gesto, Alfredo indicó al músico que se pusiera a tocar.

Pulsó las cuerdas de nuevo, Godwin reaccionó y retomó su cantinela.

—Babilonia, donde reside el demonio —gritó—. La puta es la hija del diablo, la levadura del pan se revendrá. La puta está entre nosotros. La puta murió y el maligno la resucitó. La puta nos destruirá. ¡Detente! —ordenó al músico que, sobrecogido, no dudó en acercar las manos de las cuerdas para que dejasen de vibrar.

—Dios está de nuestra parte. ¿Quién podrá destruirnos? —preguntó Alfredo con voz afable.

—La ramera puede acabar con nosotros —dijo el obispo Asser; no estaba muy seguro, pero pensé que me había mirado a mí, aunque dudo que pudiera verme porque estaba sentado en la penumbra.

—¡La puta, necio! —le gritó el monje a Alfredo—. ¡La puta!

Nadie le reprendió por haber llamado necio al rey.

—¡Dios velará por nosotros! —aseguró el obispo Erkenwald.

—La puta estaba entre nosotros, y la puta murió y Dios la envió al fuego del infierno; el diablo la resucitó, y aquí la tenemos de nuevo —afirmó Godwin con aplomo—. ¡Está aquí! ¡Su hedor corrompe al pueblo elegido de Dios! ¡Debe ser descuartizada y sus pútridos restos arrojados a las profundidades del mar! ¡Así lo manda Dios! ¡Dios, que se lamenta en el cielo porque no obedecéis sus mandamientos, os ordena que matéis a la puta! ¡Dios esta afligido y apesadumbrado! ¡Dios está afligido! ¡Como gotas de fuego, las lágrimas de Dios caerán sobre nosotros! ¡Y es la puta quien le hace llorar!

—¿Quién es la ramera? —preguntó Alfredo.

Finan me apretó el brazo a modo de advertencia.

—Antes se llamaba Gisela —acababa de musitar Godwin.

Al principio, pensé que había oído mal. Pero los hombres me miraban, y Finan me sujetaba el brazo. Estaba seguro de que había entendido mal, pero entonces el monje empezó a canturrear de nuevo.

—Gisela, la gran puta, ahora se llama Skade. ¡Inmundicia con humano disfraz, la puta de la podredumbre, una cagada del diablo con pechos, una puta, esa Gisela! ¡Dios la mató porque era inmunda y ahora ha vuelto a la vida!

—No —me dijo Finan, aunque sin apremio, al ver que me ponía en pie.

—¡Lord Uhtred! —gritó Alfredo. Esbozando una media sonrisa, el obispo Asser no dejaba de mirarme, mientras el monje por él instruido aún se retorcía y gritaba—. ¡Lord Uhtred! —alzó de nuevo la voz el rey, dando un manotazo en la mesa.

Un par de zancadas y ya estaba en mitad de la estancia; agarré a Godwin por los hombros y le obligué a volver sus ciegos ojos hacia mí.

—¡Lord Uhtred! —volvió a decir Alfredo, puesto en pie.

—Mientes, monje —le dije.

—¡Era inmunda! —continuó Godwin, escupiéndome y dándome puñetazos en el pecho—. Vuestra esposa era la puta del diablo, una puta detestada por Dios, y vos sois instrumento del maligno, ¡vos, el marido de una puta, pagano y pecador!

Se armó un alboroto. No me daba cuenta de nada. Sólo atendía a la cólera que me consumía, que estallaba, que inundaba mis oídos con sus aullidos. No llevaba armas. Era una residencia real, y nadie podía llevarlas. Y aquel monje loco me pegaba y me gritaba. Alcé la mano derecha y la descargué sobre él.

Sólo a medias lo alcancé. Presintiendo el golpe antes de recibirlo quizá, dio un paso atrás con rapidez, y sólo acerté a darle en la mandíbula, dislocándosela, de forma que el mentón se le desencajó y comenzó a sangrar por la boca. Escupió un diente y dio un salto salvaje hacia mí.

—¡Basta! —gritó Alfredo.

Los hombres por fin reaccionaron, pero me pareció que se movían con excesiva lentitud, mientras Godwin me lanzaba sanguinolentos esputos.

—¡Amante de una puta! —rezongó, o eso creo que fue lo que dijo.

—¡Basta! ¡Os lo ordeno! —exigió Alfredo.

—¡Marido de una puta! —dijo la boca ensangrentada con toda claridad.

Le golpeé de nuevo, y aquel segundo golpe le partió el cuello.

No pretendía matarlo, sólo hacerle callar, pero oí el crujido del cuello al quebrarse, y cómo, de forma grotesca, se le caía la cabeza hacia un lado; tropezó después con uno de los braseros y sus cabellos cortos y negros se prendieron fuego. Se desplomó sobre los mosaicos rotos que cubrían el suelo, y la estancia se impregnó de un hedor a pelo chamuscado y a carne quemada.

—¡Detenedlo! —gritó el obispo Asser.

—¡Acabad con él! —le secundó el obispo Erkenwald.

Horrorizado, Alfredo no me quitaba los ojos de encima. Su esposa, que siempre me había odiado, gritaba que había llegado la hora de que pagase por mis pecados.

Finan me tomó del brazo y me arrastró hasta la puerta.

—¡A casa, mi señor! —me dijo.

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