—Acabaste en el baile de tercero con un chico que podría ser tu hijo.
—Eso no es cierto, a menos que te refieras a alguna desdichada jugarreta de la Naturaleza, como el caso de aquella pobre niña en el Perú. ¡Al fin y al cabo, tú y yo tampoco nos llevamos tantos años!
—¡Apenas veinte o treinta! —chillé—. Pero ¿a qué demonios crees que estás jugando, doña Matusalén?
—¡Basta!
—No. No pararé hasta saberlo todo, viuda universitaria. Vamos, empieza por el principio. La única razón por la que me telefoneaste el jueves fue para averiguar si estaría aquí para descubrir tus escarceos con un grupo de chicos a los que doblas en edad. ¿No es cierto?
—No. Lo hice para interesarme por tu…
—Limítate a responder sí o no. Querías venir sólo si estabas segura de que yo no lo descubriría, ¿es cierto o no?
—Sí, pequeño demonio, ¡sí, sí, sí!
—Fue Alex quien te animó a hacerlo, ¿no es cierto?
—Sí —susurró, encantada de tener alguien con quien compartir las culpas.
—De hecho, Alex y tú lleváis coqueteando todo el año, ¿no?
—Si insistes en humillarme de este modo, tendré que irme de tu habitación, Patrick.
—Hazlo. Por mí no te quedes. —Por el ruido y las conversaciones de fuera, supe que los guardias habían llegado a mi piso. La tía Mame no hizo el menor intento de marcharse, así que proseguí—. Alex y tú lleváis toda la primavera haciendo manitas.
—Eso es vulgar e insultante. Lo único que me interesa de él es su inteligencia.
—¡Y un cuerno! Alex carece de inteligencia, y él es el primero en reconocerlo.
—¡Está bien! —gritó—. Tal vez estuviese teniendo un tonto amorío con él. Me parece divertido.
—Así que pensaste que también sería divertido colarte aquí y tontear como las jovencitas universitarias.
—Da la casualidad de que yo también soy universitaria.
—Sin duda lo fuiste: Smith College, Northampton, Massachusetts, summa cum laude, curso de 1917.
—¿Y qué? Iba varios años adelantada en el colegio. Casi era una niña cuando me licencié.
—Seguro —me burlé—, una niña de teta. Y, puesto que el año en que te licenciaste coincide con el año en que nació Alex, pensaste que teníais algo en común…, la excusa ideal para venir a dar gritos y mojar a todo el mundo con tu pistolita de agua.
—¿De qué demonios hablas? —dijo sin demasiado entusiasmo.
—De ti, una Fanny Ward de pacotilla, una niña de cuarenta y cinco años…
—¡Cuarenta y cuatro!
—¡Aja!, una niña de cuarenta y cuatro años, detenida por la poli por empapar a medio campus con una pistola de agua.
—Ojalá la tuviera ahora —dijo apretando los dientes—, llena de ácido sulfúrico.
Llamaron solemnemente a la puerta.
—Abran, abran la puerta. ¡Esto es un registro!
—¡Oh, Dios! —suspiró la tía Mame.
—Tranquila, Lillian Russell
[11]
—dije en tono desagradable—. Al fin y al cabo, no eres más que mi anciana tía, aunque sean las tantas de la noche. —Abrí la puerta de par en par—. ¿Sí? —pregunté.
El viejo Casey, un vigilante nocturno de edad incalculable, estaba plantado tímidamente en el umbral.
—Siento molestarle, señor Dennis, pero tenemos que hacer una inspección general. Ordenes del decano.
—Pase —dije—. Como verá, tengo a una mujer en la habitación, pero no es más que mi tía Mame. Esta tarde me sentía un poco indispuesto y vino de casa del profesor Townsend para cuidarme. Ahora ya me encuentro mucho mejor, por lo que, si quiere usted registrar la habitación, no deje de hacerlo.
El viejo Casey observó bizqueando la habitación y arqueó las cejas canosas y pobladas. El rostro se le iluminó al ver a la tía Mame.
—¡Madre del amor hermoso, pero si es la señorita Dennis! Estos años la he visto a usted mucho por el campus. Y antes también. —Soltó una risita rememorándolo—. Dios, la recuerdo cuando era joven y asistía a todas las fiestas. Debía de ser en el año quince o dieciséis. Era guapísima, y muy alocada. —La tía Mame hizo entre dientes un comentario desagradable—. Dios mío, señorita Mame, qué tiempos aquellos, ¿eh? En fin, el tiempo no perdona. Supongo que habrá venido a acompañar a sus hijas al baile.
La tía Mame se quedó boquiabierta.
—¡Oh, no, Casey! —respondí enseguida—. Las dos hijas de la señora Burnside están casadas y viven en Akron, Ohio; ambas tienen dos niñas. Ahora es abuela. ¿Verdad, tía Mame?
Asintió humillada.
—¡No me diga! —El anciano bedel soltó una risita—. Bueno, eso es lo que hace que el mundo siga girando. En algún momento hay que envejecer. En fin, estoy seguro de que la juerguista que estoy buscando no estará en la misma habitación que una digna dama perteneciente a la sociedad neoyorquina y que ya tiene nietos. Pero, si ven a una pájara de cuenta que responde al nombre de Bubbles, llámenme. Todos los años pasa lo mismo, siempre hay algún chico idiota y desdichado que se deja enredar por una de esas fulanas, disculpe mi lenguaje, señora, y luego tiene que pagar un precio muy alto. Cualquiera pensaría que, con una educación universitaria y demás, tendrían que ser más espabilados. En fin, espero que se encuentre usted mejor. Buenas noches, señora, ha sido un placer verla después de todos estos años. Casi ha hecho usted que vuelva a sentirme joven.
Se marchó tembloroso.
No tuve valor de mirar a la tía Mame. Se quedó en el sofá sin decir nada, sujetando el vaso vacío. Me vestí a toda prisa y dije:
—Vamos, te llevo a casa.
—¿Al hotel?
—¡Ah!, entonces ¿no te alojas en casa de los Townsend?
—No —respondió en voz baja.
—Bueno, de hecho, había pensado llevarte a tu casa de Nueva York.
—Pero mi ropa… —respondió con desánimo.
—Pasaré a recogerla el lunes. Tengo un montón de recados que hacer por el pueblo.
Le eché la capa sobre los hombros y abrí la puerta. Descendimos las escaleras sin hacer ruido.
Bubbles, con su elaborado peinado un tanto enmarañado a pesar de la laca, y su llamativo vestido rojo y dorado desgarrado y muy arrugado, se encontraba en mitad del iluminado vestíbulo con Remington el Repulsivo, vestido sólo con una camiseta y unos calzoncillos. Ambos estaban rodeados por todo un regimiento de vigilantes nocturnos.
—… les juro que este desconocido prácticamente me secuestró. No sabía dónde me encontraba, debió de echarme alguna droga en el ponche. Cuando quise darme cuenta, me metió en su habitación y trató de propasarse. Tienen que creerme, no soy una de ésas.
—Silencio, jovencita —estaba diciendo el viejo Casey—, he visto muchas como usted en los cincuenta años que llevo trabajando aquí. En cuanto a usted, señor Remington, el decano…
—Será mejor que salgamos por la puerta de atrás —dije lacónico, cogiendo del brazo a la tía Mame y acelerando el paso—. Es más rápido.
—¡Ahí está! —chilló Bubbles—. Ése es el caballero que me trajo aquí. ¡Es él! Se llama Dennis, Patrick Dennis. Pat, cariño, diles que tú me invitaste. Cariño, te quiero, siento haber sido tan desagradable en el baile. Cariño, ¿es que no me oyes?
—Cierre el pico, señorita —dijo Casey—, está despertando a todo el edificio. ¿Qué iba a hacer un muchacho como el señor Dennis, que está aquí con su anciana tía, con una pájara como usted?
—¡Cariño! —chilló Bubbles. La puerta se cerró a nuestras espaldas.
—¡Vaya! —dijo la tía Mame con mirada malévola—. ¡Vaya!
—No digas nada y yo tampoco lo haré —respondí en voz baja.
En silencio, volvimos a Nueva York.
Inevitablemente llega un momento en la vida del personaje inolvidable en que el expósito concluye sus estudios en la universidad, se enamora y se casa. ¿Y qué hizo la desdichada solterona? Como es natural, fue un golpe doloroso tener que separarse de la persona que para ella lo era todo en la vida, pero siempre había sido una mujer animosa. Como de costumbre, pensó antes en los demás, se tragó su orgullo, sonrió —aunque se le estuviese partiendo el corazón— y fue a conocer a los padres de la chica y a asegurarse de que todo iba como Dios manda. Típico de ella, ¿no?
La tía Mame también sabía ser típica. De hecho, demasiado. Hizo todo lo que hay que hacer cuando se anuncia un compromiso, y lo hizo con tanto estilo que se las arregló para ser inolvidable, no sólo para mí. Me refiero a que esas cosas o se hacen bien, o más vale no hacerlas. A la tía Mame no le iban las medias tintas.
Al final de mi último año en la facultad, había madurado un poco. Fred Astaire dejó de ser mi ídolo. Incluso me las arreglé para caerle en gracia al decano. Y me enamoré.
El amor, la juventud y la belleza se aunaban en Gloria Upson. Era muy joven —tan sólo tenía diecinueve años— y también muy hermosa, una rubia delgada y escultural con un precioso labio inferior que siempre estaba haciendo mohines. Le escribía a todas horas, la telefoneaba cada noche y pasaba con ella todos los fines de semana. La semana de la ceremonia de graduación le pedí que se casara conmigo.
—Oh, sí, mi amor —susurró recostándose con suavidad contra la tapicería de mi coche—. Sabes que quiero decir sí. Pero ¿cómo vamos a hacerlo? ¿De qué viviremos? Ni siquiera tienes trabajo, y cuando te licencies…
—Pero tengo dinero. No es una gran fortuna, pero tendremos más que suficiente para vivir hasta que encuentre alguna cosa.
—Cariño —suspiró—, eso es maravilloso. En tal caso, claro que podemos. Mi padre seguro que estará de acuerdo y tal vez incluso pueda ayudarnos un poco.
—No necesitamos ayuda de nadie —respondí.
—Ya lo sé, tonto, pero, si se ofrece, tampoco digas que no. Ya sé que el dinero no lo es todo, cariño, pero no quiero ser una carga para ti, al menos hasta que encuentres trabajo.
Todo quedó acordado. No tenía más que recoger mi diploma, entrevistarme con Upson père, comprar una licencia y un anillo.
Mi entrevista con Upson padre se concertó para una cálida noche de junio. Cené con Gloria y su familia en su apartamento de ese feo desfiladero de césped marchito, monóxido de carbono y mala arquitectura conocido como Park Avenue. Los Upson vivían como le gustaría hacerlo a cualquier familia americana: sin nadar en la abundancia, pero con desahogo. Tenían dos cosas de todo: dos casas, el piso en Park y una casa en Connecticut; dos coches, un sedán Buick y una ranchera Ford; dos hijos, un niño y una niña; dos criados, un mayordomo y una doncella; dos clubs, uno en el campo y otro en la ciudad; y dos intereses, el dinero y la posición social.
La señora Upson tenía papada y dos abrigos de pieles. El señor Upson también tenía papada y dos pasiones —el golf y los negocios— y dos aversiones: Roosevelt y los judíos.
Hacía una noche un tanto sofocante, cenamos en una mesa casi Chippendale y la señora Upson dijo tres veces:
—En esta época solemos estar ya en el campo, pero este año ha sido tan húmedo que no he querido mudarme tan pronto. —Tras un postre muy contundente y apenas digerible a base de fruta,
brandy
, mazapán, frutos secos, helado y salsa de caramelo caliente, la señora Upson se excusó en su nombre y en el de Gloria y dijo—: Sé que tenéis cosas de que hablar.
—¿Pasamos a mi despacho, Dennis? —dijo el señor Upson.
Con un escalofrío, me aclaré la garganta y le seguí como un hombre. Cruzamos el salón, donde Gloria y su madre fingían interesarse por las contraportadas de la revista
Town and Country
, entramos en la guarida del señor Upson y él cerró la puerta.
—¿Y bien, muchacho? —preguntó, después de que rechazase el cigarro que me ofrecía.
—Verá, señor, hace ya seis meses que conozco a Gloria, estamos enamorados y queremos casarnos. Siempre, claro, que a usted no le importe.
—Bueno, lo cierto es que sé muy poco sobre usted, Dennis. Por lo que me ha dicho Gloria, parece que es un muchacho recto y honrado, con muchos proyectos, que destacó en sus estudios y tiene buenos modales. Pero el matrimonio cuesta dinero, y Doris y yo hemos acostumbrado a Gloria a tener sólo lo mejor. Y mi niñita no se conformará con otra cosa. Ha vestido siempre la mejor ropa, ha estudiado en los mejores colegios y sólo se ha relacionado con la flor y nata. No la hemos educado para que viva en un apartamento de una sola habitación y tenga que lavar y cocinar, y, lo que es más, no queremos verla llevar ese tipo de vida. A Doris se le partiría el corazón. ¿A qué se dedica usted?
La conversación versó sobre el dinero, los aspectos más espirituales del amor juvenil, el dinero, mis antecedentes familiares, mi tía Mame, los colegios a los que había asistido, el dinero, mis opiniones políticas y religiosas, los seguros, y el dinero.
—En fin, muchacho —dijo tras una hora de interrogatorio—, puedo decir honradamente algo que muy pocos padres pueden: me alegra y enorgullece que te conviertas en el marido de mi niña. Eres un joven con la cabeza en su sitio, de buena familia, con una buena educación, una renta propia…, todo lo que mi pequeña Gloria merece y podría desear.
Con mano firme me empujó hacia el salón, donde Gloria se echó extasiada entre mis brazos y la señora Upson vertió unas lágrimas inapropiadas y me besó humedeciéndome la mejilla. Así nos comprometimos.
Embargado de amor y felicidad, fui a pie desde el piso de los Upson hasta la casa de mi tía en Washington Square. Subí casi levitando por las escaleras y la encontré en su enorme cama dorada clavando chinchetas en un mapa de la Europa en guerra.
—¿Eres tú, cariño? —preguntó.
—Sí, tía Mame —respondí asomándome—. ¿Estás despierta?
—Pues claro que no, cariño —respondió—, siempre acostumbro a dormir sentada con un mapa en el regazo y las luces encendidas. Resulta tan napoleónico…
Entré de puntillas en la habitación y me senté en el borde de la cama.
—Tía Mame, estoy comprometido. Voy a casarme.
Soltó los Balcanes, y las gafas de concha se deslizaron por su nariz untada de crema.
—¡Casarte! —gritó—. ¿Tú? Pero ¡si no eres más que un niño!
—Tengo veintidós años —respondí—. He terminado la universidad, tengo mi propio dinero y estoy enamorado.
—Pero, cariño, esto es tan repentino, como suele decirse. ¿Quién es esa chica? No será la señorita Bubbles, ¿verdad? —preguntó, maliciosa.
—Es una chica a la que conocí las navidades pasadas. Se llama Gloria Upson.
—Caramba, Patrick. Lo dices en serio, ¿verdad, cariño?