Extender lentamente el brazo, encender la lámpara de la cabecera.
Sentarse suavemente en la cama. Esperar. Levantarse. Ir hasta el escritorio, hasta el teléfono. Volver a sentarse en la silla. Llamar a la ambulancia. ¡No! La ambulancia no. Esperar.
Ir a la cocina. Hacer café. No irse con prisas. No hacer aspiraciones profundas. Respirar lentamente, suavemente, tranquilamente.
Después del café ducharse, afeitarse, lavarse los dientes. Volver a la habitación, vestirse. Esperar ocho horas y no telefonear para llamar una ambulancia, sino un taxi y a mi médico habitual.
Me recibe con carácter urgente. Me ausculta, me hace una radiografía de los pulmones, me examina el corazón, me toma la tensión.
—Vuelva a vestirse.
Ahora estamos uno delante del otro en su despacho.
—¿Continúa fumando? ¿Cuántos cigarrillos? ¿Sigue bebiendo? ¿Qué cantidad?
Respondo sin mentir. A él no le he mentido nunca, me parece. Sé que le tiene completamente sin cuidado tanto mi salud como mi enfermedad.
Escribe cosas en mi ficha, me mira:
—Hace lo posible para destruirse. Es cosa suya. No incumbe a nadie más que a usted. Hace diez años que le prohibí taxativamente que fumara y que bebiera. Pero usted continúa. Si quiere vivir unos años más, convendría que se abstuviera por completo.
Le pregunto:
—¿Qué me pasa?
—Probablemente una angina de pecho. Era previsible. De todos modos, no soy especialista del corazón.
Me tiende una hoja de papel:
—Le recomiendo a un buen cardiólogo. Vaya a verle con esta nota al hospital y le hará un examen concienzudo. Cuanto antes mejor. Entretanto, si aparece dolor, tome estos medicamentos.
Me da una receta. Le pregunto:
—¿Tendrán que operarme?
Él dice:
—Si todavía se está a tiempo...
—¿En caso contrario?
—En cualquier momento puede darle un infarto.
Voy a la farmacia más próxima y compro dos cajas de medicamentos. En una hay calmantes de uso corriente; en la otra leo: «Trinitrina; indicación: angina de pecho; composición: nitroglicerina».
Vuelvo a casa, tomo un comprimido de cada caja, me acuesto en la cama. Los dolores desaparecen rápidamente, me duermo.
Camino por las calles de la ciudad de mi niñez. Es una ciudad muerta, las puertas y ventanas de las casas están cerradas, el silencio es total.
Llego a una calle vieja flanqueada por casas de madera, graneros destartalados. El terreno está cubierto de polvo y me resulta agradable caminar descalzo por el polvo.
Sin embargo, reina una extraña tensión.
Me vuelvo y veo un puma al otro extremo de la calle. Es un animal espléndido, pardo y dorado, con el pelo sedoso y brillante bajo el sol ardiente.
De pronto todo empieza a arder. Las casas, los graneros se encienden y debo continuar mi marcha en esa calle en llamas, ya que el puma también se pone en movimiento y me sigue a distancia con majestuosa lentitud.
¿Dónde puedo refugiarme? No hay salida. Las llamas o los colmillos. ¿Quizá al final de la calle?
Esta calle debe de terminar en alguna parte, todas las calles tienen un final, desembocan en una plaza, en otra calle, en los campos, a campo abierto, salvo cuando se trata de un callejón sin salida, como seguramente debe de ser el caso, un callejón sin salida, sí.
Siento el jadeo del puma detrás de mí, muy cerca de mí. No me atrevo a volverme, ya no puedo avanzar, mis pies han echado raíces en el suelo. Espero aterrado a que el puma, por fin, se abalance sobre mí por la espalda, me desgarre los hombros hasta los muslos, me lacere la cabeza, la cara.
Pero el puma me adelanta, continúa su camino, impasible, para echarse a los pies de un niño que está allí, al final de la calle, un niño que antes no estaba pero que ahora está y que acaricia el puma echado a sus pies.
El niño me dice:
—No es malo, es mío. No hay que tenerle miedo. No se come a la gente, no come carne, sólo come el alma.
Ya no hay llamas, se ha apagado la hoguera, la calle ha quedado convertida en cenizas dulces y frías.
Pregunto al niño:
—Eres mi hermano, ¿verdad? ¿Me esperabas?
El niño niega con la cabeza.
—No, yo no tengo hermano, no tengo a nadie. Soy el guardián de la eterna juventud. El que espera a su hermano está sentado en un banco de la plaza principal. Es muy viejo. A lo mejor te espera a ti.
Encuentro a mi hermano sentado en un banco de la plaza principal. Al verme, se levanta.
—Llegas tarde, démonos prisa.
Subimos al cementerio y nos sentamos en la hierba amarilla. A nuestro alrededor está todo podrido: las cruces, los árboles, los matorrales, las flores. Mi hermano remueve la tierra con el bastón y de ella salen unos gusanos blancos.
Mi hermano dice:
—No todo está muerto. Esas cosas están vivas.
Hay un hervidero de gusanos. Verlos me revuelve el estómago. Digo:
—Si uno piensa, le resulta imposible amar la vida.
Mi hermano, con su bastón, me levanta la barbilla.
—No pienses. ¡Mira! ¿Habías visto nunca un cielo tan hermoso como éste?
Levanto los ojos. El sol se pone sobre la ciudad.
Respondo:
—No, nunca. En ningún sitio.
Caminamos uno al lado del otro hasta llegar al castillo, nos paramos en el patio, al pie de la muralla. Mi hermano se encarama a la muralla y, cuando está arriba, empieza a bailar al son de una música que al parecer procede del sótano. Baila agitando los brazos hacia el cielo, hacia las estrellas, hacia la luna llena que se levanta. Con su delgada silueta, vestida con su largo abrigo negro, avanza por las murallas bailando, mientras yo lo sigo corriendo desde abajo, gritando:
—¡No! ¡No lo hagas! ¡Detente! ¡Baja! ¡Vas a caerte!
Se para sobre mí.
—¿No lo recuerdas? Nos paseábamos por los tejados y nunca teníamos miedo de caer.
—Éramos jóvenes, no teníamos vértigo. ¡Baja de aquí!
Se ríe.
—No tengas miedo, que no me voy a caer, sé volar. Todas las noches planeo sobre la ciudad.
Levanta los brazos, salta, se estrella contra las baldosas del patio, a mis pies. Me agacho sobre él, cojo entre mis manos su cabeza calva, su rostro arrugado, lloro.
El rostro se descompone, los ojos desaparecen y ahora sólo tengo en mis manos un cráneo anónimo y deleznable que se pulveriza entre mis dedos igual que arena fina.
Me despierto llorando. Mi habitación está en la penumbra, he dormido durante gran parte del día. Me cambio la camisa empapada de sudor, me lavo la cara. Al mirarme en el espejo me pregunto cuándo lloré por última vez. No lo recuerdo.
Enciendo un cigarrillo, me siento delante de la ventana, veo cómo la noche cae sobre la ciudad. Debajo de mi ventana hay un jardín vacío, con un solo árbol ya sin hojas. Más lejos, casas, ventanas que van iluminándose cada vez en mayor número. Detrás de las ventanas, vidas. Vidas sosegadas, vidas normales, tranquilas. Matrimonios, niños, familias. Oigo también el ruido lejano de coches. Me pregunto por qué circulan coches, incluso de noche. ¿Dónde van? ¿A qué?
La muerte, pronto, lo borrará todo.
Tengo miedo.
Tengo miedo de morir, pero no iré al hospital.
Pasé la mayor parte de mi niñez en un hospital. Conservo recuerdos muy precisos. Veo de nuevo mi cama entre una veintena de camas más, mi armario en el pasillo, mi silla de ruedas, mis muletas, la sala de tortura con su piscina, sus artilugios. Las alfombras rodantes por las que hay que ir caminando infinitamente, sostenido por una correa; las anillas de las que había que colgarse, las bicicletas estáticas en las que había que seguir pedaleando incluso cuando uno profería alaridos de dolor.
Recuerdo aquel sufrimiento y también los olores, el de los medicamentos mezclado con el de la sangre, del sudor, de la orina, de los excrementos.
También me acuerdo todavía de las inyecciones, de las batas blancas de las enfermeras, de las preguntas sin respuesta y, sobre todo, de la espera. ¿La espera de qué? Probablemente de la curación, pero quizá también de otra cosa.
Más tarde me informaron de que había llegado al hospital en estado comatoso y con una grave enfermedad. Tenía cuatro años, empezaba la guerra.
Lo anterior al hospital no lo recuerdo.
La casa blanca de persianas verdes en una calle tranquila, la cocina donde cantaba mi madre, el patio donde mi padre partía leña. ¿Era una realidad de otra época la felicidad perfecta en la blanca casa o es que yo la había soñado o quizá imaginado durante las largas noches de esos cinco años pasados en el hospital?
¿Y el que estaba acostado en la otra cama de mi habitación y que respiraba al mismo ritmo que yo, ese hermano del que todavía creo saber el nombre, estaba muerto o no ha existido nunca?
Un día cambiamos de hospital. Ese otro se llamaba «Centro de reeducación», pero a pesar de ello era un hospital. Las habitaciones, las camas, los armarios, las enfermeras eran las mismas y continuaban los ejercicios dolorosos.
El Centro estaba rodeado por un inmenso parque. Estábamos autorizados a salir del edificio para chapotear en una piscina de barro. Cuanto más te embadurnabas de barro, más contentas se ponían las enfermeras. También podíamos montar en ponis de pelo largo, que nos paseaban lentamente por el parque montados en su grupa.
A los seis años empecé a ir a la escuela en una salita del hospital. Éramos ocho o doce, según nuestro estado de salud, y seguíamos las clases que nos daba una maestra.
La maestra no llevaba bata blanca, sino faldas cortas y ceñidas, blusas de vivos colores y zapatos de tacón alto. Tampoco llevaba cofia, los cabellos le flotaban sueltos sobre los hombros y eran de un color parecido al de las castañas del parque que en septiembre caían de los árboles.
Yo llevaba los bolsillos llenos de aquellos frutos relucientes. Los utilizaba para bombardear con ellos a enfermeras y vigilantes. Por la noche los arrojaba a la cama de los que gimoteaban o lloraban para así hacerles callar. También los lanzaba a los cristales del invernadero, donde un viejo jardinero cultivaba las lechugas que nos veíamos obligados a comer. Una mañana muy temprano dejé unas veinte de esas castañas en la puerta del despacho de la directora para que se cayera rodando por la escalera, pero se limitó a caer sentada de culo y no se rompió nada.
En esa época ya no me desplazaba en silla de ruedas, sino con muletas. Me decían que hacía muchos progresos.
Iba a clase de ocho a doce de la mañana. Después de comer hacía la siesta pero, en lugar de dormir, leía los libros que me prestaba la maestra o los que sacaba del despacho de la directora cuando ella no estaba. Por la tarde hacía ejercicios físicos como todo el mundo y por la noche me tocaba hacer los deberes.
Los hacía muy rápidamente los deberes y después me dedicaba a escribir cartas. A la maestra. Pero no se las daba nunca. A mis padres, a mi hermano. Pero no se las enviaba nunca. No sabía su dirección.
Así pasaron casi tres años. Ya no tenía necesidad de muletas, ahora podía andar apoyándome en un bastón. Sabía leer, escribir, calcular. No nos ponían notas, pero a menudo me daban una estrella dorada que pegaban al lado del nombre en la pared. El cálculo mental se me daba muy bien.
La maestra tenía una habitación en el hospital, pero no siempre se quedaba a dormir. Por la noche se iba a la ciudad y no volvía hasta la mañana siguiente. Le pregunté si podía llevarme con ella, me respondió que no era posible, que yo no tenía permiso para ausentarme del Centro, pero me prometió que me traería chocolate. Me daba el chocolate en secreto porque no había para todos.
Una noche le dije:
—Ya estoy harto de dormir con chicos. Me gustaría dormir con una mujer.
Se echó a reír.
—¿Quieres dormir en la sala de las niñas?
—No, con las niñas no. Con una mujer.
—¿Con qué mujer?
—Con usted, por ejemplo. Me gustaría dormir en su habitación, en su cama.
Me besó en los ojos.
—Los niños de tu edad tienen que dormir solos.
—¿Usted también duerme sola?
—Sí, yo también.
Una tarde vino a mi escondrijo, que estaba en lo alto de un nogal cuyas ramas formaban una especie de asiento muy cómodo donde yo podía leer y desde donde se veía la ciudad.
La maestra me dijo:
—Esta noche, cuando todos duerman, podrás venir a mi habitación.
No aguardé a que todos estuvieran dormidos. A lo mejor me habría tocado esperar hasta que amaneciera. No se dormían todos al mismo tiempo. Había quien lloraba, quien iba al lavabo diez veces en una noche, estaban los que se metían en la misma cama para hacer marranadas, los que se quedaban charlando hasta el amanecer.
Di los cachetes habituales a los llorones y fui a ver al rubito paralítico que no se mueve ni habla. No hace más que mirar al techo o al cielo cuando lo sacan, sonriendo siempre. Le cogí la mano, la apreté contra mi cara y cogí su rostro entre mis manos. Sonrió sin dejar de mirar al techo.
Salí del dormitorio y fui a la habitación de la maestra. No estaba. Me metí en su cama. Olía bien. Me dormí. Cuando me desperté, ya noche cerrada, estaba acostada a mi lado con los brazos cruzados delante de la cara. Le aparté los brazos y se los puse alrededor de mi cuerpo, me apreté contra ella y me quedé así, despierto, hasta que llegó la mañana.
Algunos recibían cartas que les entregaban las enfermeras o que se las leían si ellos no sabían leer. Más adelante leí yo las cartas a los que no sabían y me pedían que lo hiciera. Por lo general les leía exactamente lo contrario de lo que decían las cartas. El resultado era, por ejemplo, el siguiente: «Querido hijo, no te cures, por lo que más quieras. Estamos estupendamente sin ti. No te encontramos a faltar en absoluto. Ojalá que sigas siempre aquí, porque no tenemos gana ninguna de tener un inválido en casa. Pese a todo, te mandamos un abrazo y procura portarte bien porque esa gente que te cuida tiene mucho mérito. Nosotros no lo haríamos. Tenemos mucha suerte de que haya alguien que haga contigo lo que en realidad tendríamos que hacer nosotros, porque en nuestra familia, donde todos gozamos de buena salud, ya no hay sitio para ti. Tus padres, tus hermanas y tus hermanos».
El chico al que le leía la carta me decía:
—La enfermera me ha leído la carta de otra manera.
Yo decía: