La Tentación de Elminster (44 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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De repente el aire frente a la esfera del elfo se llenó de flores azules, que describían círculos mientras descendían hacia el suelo. La boca del elfo se curvó en una sonrisa maliciosa. A juzgar por los sobresaltados juramentos que llegaban a sus oídos, no era aquello lo que debía haber ocurrido; tal vez se había visto enredado en una especie de combate de hechicería que ponía a prueba a una serie de aprendices ineptos. Aguardó educadamente a la espera de lo que fuera a suceder a continuación.

Poco después, parpadeaba con renovado respeto. La tierra se abría con un terrible sonido desgarrador, entre las botas de uno de los magos, y la grieta corría hacia Ilbryn, con sólo un leve zigzagueo mientras avanzaba. Árboles, rocas y todo lo demás que allí había se vio arrojado a un lado en medio del veloz avance de la sima, y el elfo preparó su único hechizo de vuelo, por si acaso. Tendría que calcularlo al segundo, destruir la esfera y saltar al aire más o menos en una misma sucesión de movimientos encadenados.

La sima viró y rugió al pasar por su lado, llevándose con ella los asombrados aullidos de un hechicero que parecía muy asombrado de haberla conjurado. Ilbryn entrecerró los ojos, pensativo. ¿Qué clase de locos eran éstos?

De todos modos ya había malgastado demasiado tiempo y magia con ellos. Lanzó un veloz conjuro propio por el ojo de la cerradura, y se quedó observando mientras el tronco del árbol de sombra que había destrozado, muy por encima de los hechiceros, giraba sobre sí mismo casi con pereza, para luego estrellarse contra el suelo.

Los magos chillaron y empezaron a correr en todas las direcciones; pero, cuando las ramas dejaron de agitarse con un último estremecimiento, un hombre yacía destrozado como un muñeco roto bajo un árbol diez veces más ancho que él.

Ilbryn se arriesgó a proyectar otro hechizo a través del agujero. ¿Por qué no una andanada de proyectiles mágicos? Estos idiotas casi parecían actores desorientados que representaran el papel de magos, no enemigos a los que temer.

Deseó, poco rato después, no haber dado a los dioses una especie de horrible indicación.

—Si Mystra está muerta, ¿qué es lo que ayuda a sus hechizos? —rugió el Hermano Pavoroso Hrelgrath, regresando resollante hasta donde Elryn permanecía inmóvil contemplándolo con una fría mirada.

—Cualquiera que sea el dios de la magia al que recen los elfos, idiota —respondió Daluth, momentos antes de que unas saetas de energía de color blanco azulado salieran disparadas hacia ellos.

—¡Atrás! —ordenó Elryn—. No creo que esas cosas puedan errar el tiro, ¡pero es mejor retroceder de todas formas! ¡Esto nos está costando demasiado!

Las predicciones del sacerdote resultaron correctas; ninguno de los rayos erró el blanco, y los Hechizos Pavorosos gimieron y regresaron tambaleantes por entre los árboles, con la esperanza de que el elfo no se molestara en seguirlos.

—¡Femter! —llamó Elryn en tono rudo.

Se alzó una cabeza.

—Estaré bien, la próxima vez que el poder corra por nuestro interior —respondió Femter en tono lúgubre—. Fue una especie de espada mágica, aunque de todos modos no puedo usar el brazo.

—Y nuestro guía... ¿ha muerto?

—Del todo —repuso Femter categórico, y se escucharon unas cuantas risitas siniestras.

—¿Iyrindyl?

—Caído. Para siempre. La mitad del árbol le acertó de lleno.

Elryn aspiró con fuerza y dejó escapar un ronco suspiro, muy consciente de que los ojos invisibles de la Dama Siniestra Avroana estaban puestos en él.

—Muy bien. Consideremos ese fracaso nuestra primera práctica en el arte de la batalla. No se volverá a saltar de ese modo a una refriega. A partir de ahora, nos arrastraremos por estos bosques como sombras; y, cuando encontremos las ruinas, esperaremos a que el Tejido nos vuelva a alimentar. Luego... y sólo entonces, incluso aunque tardemos toda la noche... avanzaremos. Sólo nos interesa realmente el Elegido, y no pienso dejar que me vuelvan a coger desprevenido.

—Ése es un buen plan —asintió Ilbryn sarcástico, mientras dejaba que su hechizo de audición se esfumara; luego se despidió en silencio de aquellos hechiceros imbéciles y de su cháchara, y conjuró el hechizo guía que lo conduciría hasta las ruinas que ellos buscaban. Le ordenó que buscara piedras tocadas por humanos en cualquier masa mayor que cuatro hombres, lo que sin duda eliminaría lápidas sepulcrales y cosas parecidas.

Casi al instante percibió el tirón de la magia, y el elfo lo siguió obediente, avanzando a buen paso por entre los árboles a lo largo de una invisible pero inquebrantable línea recta. La magia realmente podía ser muy útil a veces.

La mansión Piedraquemada había permanecido helada y oscura durante muchos años. Demasiado helada para los seres vivos.

Un esqueleto echó hacia atrás los postigos de una ventana para dejar entrar la luz del sol y regresó a la mesa donde descansaba el libro de hechizos. Tras sentarse con precaución en la silla más resistente que quedaba en la casa, el esqueleto levantó el tomo, lo abrazó contra su caja torácica rodeándolo con unos brazos huesudos, e invocó el poder del hechizo que había conjurado antes. El poder que le permitiría hablar.

Pronunció sólo tres palabras, pero con tanta energía que resonaron en los oscuros rincones de la habitación: «Mystra, por favor».

Una llamarada blanco azulada surgió rauda del libro, y el esqueleto casi lo soltó sobresaltado; los huesudos dedos se aferraron a las cubiertas, mientras el fuego que no quemaba nada recorría sus huesos, pasando veloz del libro a ella.

Sharindala se estremeció cuando el fuego blanco azulado se deslizó arriba y abajo de sus extremidades, dejando algo tras él. La mujer contempló con asombro sus huesos refulgentes, y luego el libro, mientras sentía que algo le subía por la garganta.

Baerdagh se quedó muy quieto al oír el repentino sonido que surgía por entre los árboles, y a punto estuvo de soltar su bastón. Giró en redondo, para asegurarse sin el menor asomo de duda de que el débil llanto procedía de la oscura y encantada Piedraquemada, donde deambulaba el esqueleto de la hechicera.

Así era. En el corazón mismo de aquella mansión en ruinas, una mujer sollozaba como si jamás pudiera volver a encontrar el aliento necesario para hablar de nuevo.

Baerdagh inició una frenética retirada arrastrando los pies en dirección a la Doncella: donde bebidas potentes, y en grandes cantidades, le estarían aguardando.

—Debería estar por ahí —anunció Beldrune, cuando doblaron la curva y casi chocaron contra un anciano con bastón, que parecía haber decidido que lo suyo era trotar, y resoplaba estrepitosamente para que todo el mundo se enterara—. ¡Ahí! Justo más adelante, a la izquierda: la Hermosa Doncella de Piedras Ondulantes. Podemos conseguir una buena comida allí, y camas decentes unas cuantas puertas más allá, y preguntar en ambos sitios por dónde ha estado Elminster. Sé que le gusta visitar las torres de viejos magos.

—Y también sus tumbas —intervino Tabarast—. Hace algunos años que no he estado aquí, pero el viejo Ralder, si sigue vivo, preparaba un venado bastante decente.

El desaliñado Arpista de cabellos y ojos castaño claro, que cabalgaba entre ambos, asintió con afabilidad.

—Suena bien —fue todo lo que dijo, cuando detuvieron sus monturas ante el desvencijado porche e hicieron sonar el gong para llamar a los mozos de las caballerizas.

Un anciano sentado en un banco situado en una esquina del porche los miró con atención —en especial a Tabarast— mientras pasaban al interior, y al poco rato se levantó y se encaminó al interior de la Doncella siguiendo sus pasos.

Daba la impresión de que Caladaster estaba lo bastante hambriento para tomar una segunda y temprana cena en aquel día. Cuando Baerdagh apareció resollando en la puerta principal de la taberna, Caladaster estaba ya sentado con los tres jinetes.

—Sí, ya lo creo que conozco a este Elminster —decía en aquel momento Caladaster—, aunque hace unos días os habría contestado de modo distinto. Se acercó a pie hasta esta misma taberna. Baerdagh... ¡ah, eh! Éste es Baerdagh; ven siéntate con nosotros, viejo zorro. Ambos estábamos calentando ese banco, donde me visteis hace un momento, y él se presentó ante nosotros y nos pagó la cena, ¡todo un banquete, además!, a cambio de hablarle sobre la mansión Piedraquemada. ¡Por los dioses que comimos como príncipes!

—Nosotros no podemos ser menos —dijo entonces el más joven y con aspecto más mísero de los tres jinetes, pronunciando sus primeras y pausadas palabras desde que había entregado unas monedas al muchacho del establo—. Comed en abundancia, los dos, y volveremos a intercambiar información.

—Oh, ejem, estupendo. Sois muy amables, desde luego —respondió Caladaster en tono cordial mientras contemplaba cómo llegaban hasta la mesa bandejas de humeantes tortugas y caracoles guisados con mantequilla. Alnyskavver incluso le guiñó un ojo cuando depositaron los picheles junto a ellos. Caladaster parpadeó. ¡Dioses, se estaba convirtiendo en una celebridad local!

—Así pues, ¿dónde está la mansión Piedraquemada y qué es? —inquirió Beldrune casi en tono de chanza, levantando una jarra y tomando un buen sorbo. Baerdagh no dejó de observar el rostro que puso el recién llegado al probar la cerveza ni la rapidez con que volvió a dejar el pichel sobre la mesa.

—Una casa en ruinas carretera abajo más o menos —respondió él veloz, decidido a ganarse su parte de la comida—. Pasasteis por su lado al entrar en el pueblo... La carretera describe una curva a su alrededor, justo a este lado del puente.

—Está protegida —indicó en voz baja Caladaster—. Sus señorías son magos, ¿verdad?

Tres pares de ojos se alzaron hacia él en medio de un breve silencio hasta que Tabarast suspiró, tomó un caracol con mantequilla que sin duda le quemó los dedos, y refunfuñó:

—Se nota mucho, ¿no es así?

—Yo fui un mago, hace años —sonrió Caladaster—. Aún lo soy, supongo. Vosotros tenéis ese aire: ojos que ven más allá del siguiente seto. Panzas y arrugas, pero así y todo dedos tan ágiles como los de un juglar. Sin mencionar los hechizos protectores de vuestras alforjas.

—De acuerdo, somos magos —asintió Beldrune, riendo—; dos de nosotros, al menos.

—¿No los tres? —Caladaster enarcó las cejas.

El hombre de ojos pardos y cabellos enmarañados sonrió débilmente y dijo:

—En estos momentos, toco el arpa.

—Ah —repuso Caladaster, teniendo buen cuidado de no echar una mirada a los parroquianos de la Doncella, que estaban sentados casi en los bordes de sus sillas para intentar no perder palabra de la conversación que mantenían los viajeros y los dos viejos bebedores de cerveza. ¡Ahora se trataba de hechiceros! ¡Y la encantada Piedraquemada! No podían perderse esto...

Un Arpista y dos magos, buscando a Elminster. Caladaster se sentía algo mejor ahora en lo referente a contarles cosas, porque ¿no había tenido Elminster algo que ver con la fundación de los Arpistas?

—La mansión Piedraquemada —continuó Caladaster, en voz tan baja que el repentino canturreo de Baerdagh la ocultó e impidió que llegara hasta los oídos de los que estaban sentados en las otras mesas— es el hogar de una hechicera local, una dama llamada Sharindala. Una buena maga, que lleva muerta muchos años. Desde luego, existen las acostumbradas historias sobre que ha sido vista deambulando ante sus ventanas, con el aspecto de un esqueleto y todo eso... pero uno tendría que ser un trepador de árboles condenadamente experto para conseguir llegar al punto desde el que pudiera distinguir una de las ventanas de la casa... ¡y además tendría que poder ver a través de unos postigos cerrados!

Sus palabras fueron acogidas con sonrisas, y continuó:

—Sea lo que sea... Elminster nos preguntó sobre ella, y nosotros le advertimos de la presencia de los hechizos protectores, pero tengo la impresión de que él fue allí e hizo algo. Le pedimos que se pasara por nuestras casas... Baerdagh y yo vivimos en las dos cabañas situadas muy cerca de Piedraquemada, entre aquí y allí... cuando hubiera acabado, y así sabríamos que no le había pasado nada.

—Y no tendríamos que entrar allí a buscar su cadáver —gruñó Baerdagh y reanudó su canturreo. Tabarast y el Arpista intercambiaron divertidas miradas.

Caladaster dedicó a su amigo lo que algunas personas denominarían una mirada asesina y retomó el relato:

—Lo cierto es que sí vino a vernos... y parecía realmente satisfecho, incluso, aunque había un halo de tristeza a su alrededor, como le sucede a la gente cuando recuerda a los amigos que ya no están, o cuando ven antiguas ruinas que recuerdan de cuando estaban relucientes y llenas de gente. Dijo que tenía una tarea que realizar, y que debía dirigirse al este. Le advertimos sobre el Asesino, claro está, pero...

—¿El Asesino? —inquirió el Arpista en voz baja. Algo en el modo en que lo dijo hizo que toda la taberna quedara en silencio, desde la puerta hasta las vigas.

Alnyskavver, el tabernero, se adelantó rápidamente.

—Aquí no lo hemos visto, señores —anunció—, sea lo que sea...

—Sí, estáis a salvo aquí —refunfuñó otra voz.

—¡Oh! ¿Entonces por qué el viejo Thaerlune recogió sus cosas y regresó a...?

—Dijo que iba a ver a su hermana, que estaba enferma y además...

La mano abierta de Caladaster se estrelló con fuerza sobre la mesa.

—Si no os importa —indicó con suavidad en medio del pequeño silencio que siguió y se volvió de nuevo hacia los tres viajeros.

»El Asesino es algo que tiene al gran duque, allí arriba en su castillo en el camino de Manto de Estrellas, muy preocupado. Algo que está matando a todo lo que vive en el bosque, o recorre la carretera de la costa por delante de él, entre el arroyo de Oggle, justo detrás de donde estamos nosotros, y la colina de Rairdrun. Vacas, zorros, bandas enteras de aventureros contratados, y varios de los otros, también; todo. Han empezado a llamar el Paraje Muerto a este trecho de bosque, pero nadie sabe qué es lo que lleva a cabo las muertes. Algunos dicen que los muertos se han quemado de tal modo que sólo quedan huesos, otros dicen cosas diferentes, pero no importa. No sabemos a qué clase de criminal nos enfrentamos, de modo que la gente lo llama el Asesino. —Paseó la mirada por el bar—. ¿Está bien? Lo he contado todo, ¿no?

Hubo varios gruñidos y asentimientos, aunque uno o dos se apresuraron a musitar opiniones discrepantes, y Caladaster esbozó una sonrisa tirante y luego volvió a bajar la voz.

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