La Tentación de Elminster (28 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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Montaban guardia sobre un extremo del puente en forma de arco que unía las habitaciones más altas de la Torre del Maestro con las almenas que la rodeaban. Era una tarea bastante sencilla. Ningún ladrón ni soldado enfurecido en un radio de tres reinos osaría presentarse sin invitación ante Klandaerlas Glymril, Señor de los Wyverns, a los que mantenía bajo el poder de su magia. Casi nunca los dejaba en libertad, por lo que, cuando por fin abandonaban su torre con veloces aleteos, acostumbraban hacerlo hambrientos, osados y de un humor de mil demonios.

Un centinela corrió el riesgo de lanzar una rápida ojeada a lo largo del muro iluminado por la luz de la luna. La sólida torre que encerraba a los wyverns se encontraba, como de costumbre, a oscuras y en silencio. Como el resto de Glymril Gard, el edificio era fruto de la magia de su señor, quien lo había construido con las piedras caídas de un viejo alcázar, allí, en el extremo de una cordillera desde la que se dominaban seis ciudades y la confluencia de dos ríos.

La luna brillaba aquella noche, y la temperatura era espléndidamente cálida incluso en lo alto de las almenas, siempre barridas por la brisa de Glymril Gard; era fácil sumirse en un ensueño de otras noches iluminadas por la luna, sin armadura ni tareas de vigilancia, y...

Curthas se irguió en toda su estatura y volvió la cabeza. ¿Campanas? ¿Qué podría campanillear allí arriba, en los parapetos, a aquellas horas de la noche?

Una sola ojeada le indicó que las murallas estaban desiertas. Halglond estudiaba con atención los muros y los patios situados a sus pies, por si alguien escalaba las murallas o ascendía por las escaleras de la guardia. No, tal vez un halcón huido de alguien, todavía con las pihuelas puestas, se había posado cerca; pero ¿dónde?

El sonido era débil, tenue, pero al mismo tiempo cercano, no en el suelo allá abajo ni en una de las torres. Por todos los dioses amantes de las tormentas, ¿qué podría ser?

Ahora parecía encontrarse justo bajo la nariz de Halglond, como un remolino. E1 guarda distinguió un débil y desigual hilillo de bruma que se enrollaba y serpenteaba por el aire. Lo atravesó con su alabarda, y diminutas motas de luz fueron a reunirse durante unos instantes sobre la curvada hoja antes de desvanecerse... como chispas sin una hoguera.

El campanilleante viento se alejó zigzagueante, a lo largo de las almenas. El centinela intercambió miradas con Curthas, y ambos salieron trotando cautelosamente tras él, contemplando cómo aumentaba en tamaño y brillo. A su espalda sonó un apagado chirrido que indicaba que los postigos de la ventana de su amo en el torreón se abrían. Tal vez fuera uno de sus conjuros, o puede que no, pero lo mejor sería que aun así lo persiguieran. También podría tratarse de una prueba a su diligencia.

Aquella cosa los condujo hasta la Torre de la Proa, al final de la cordillera, donde las rocas descendían casi en paredes verticales bajo los muros del castillo, y allí pareció acelerar sus saltos y giros. Curthas y Halglond se le acercaron con precaución, separándose para llegar hasta ella desde puntos distintos, con las alabardas al frente y bien agachados para no ser arrojados al vacío por encima de las almenas por muy fuerte que se tornara el viento.

El tintineo se convirtió en un sonido fuerte y regular, molesto casi al oído, y la neblina que lo emitía se elevó en forma de espiral hasta adoptar una forma vagamente humana más alta que cualquiera de ellos. Ambos guardias la acuchillaron con las picas, y de improviso la forma se desplomó, para convertirse en una lechosa capa refulgente extendida alrededor de sus botas.

Curthas y Halglond volvieron a intercambiar miradas. Nada encontraron sus golpes de pica, y el tintineo había callado; de modo que se encogieron de hombros, dedicaron una última mirada a las curvadas almenas de la torre, y se dieron la vuelta para regresar a sus puestos. Si su señor quería decirles qué había sido, lo haría; si mantenía silencio al respecto, sería mejor que ellos también lo hicieran, y...

Halglond señaló con el dedo y los dos se quedaron boquiabiertos. A mitad de camino del puesto de guardia que habían abandonado, la neblina danzaba sobre las murallas; y ahora lucía una forma definida: la forma de una mujer, descalza y con holgadas vestiduras; una larga melena ondeaba libremente a su espalda mientras corría, dejando tras de sí un débil tintineo. Los guardas comprobaron que podían ver a través de ella.

Echaron a correr en tácito acuerdo. Si cruzaba el puente que debían custodiar...

Ella lo cruzó hasta el otro lado, y se dirigió hacia las perchas de sujeción y las manchas de sangre de la Torre Ensangrentada, donde —cuando su señor tenía prisioneros que ya no necesitaba— dejaban a veces que los wyverns se alimentaran. El lugar estaba a mucha distancia, y la fantasmal dama no parecía tener prisa; los guardas le ganaron terreno con rapidez.

Una figura cubierta con una túnica oscura cruzaba ya el puente: ¡el amo! Halglond lanzó una maldición, y Curthas se sintió tentado de unirse a él, pero el mago no les prestó la menor atención, y giró para unirse a la persecución por las almenas muy por delante de sus dos centinelas. El hechicero sostenía una varita en una mano.

Los guardas vieron cómo ella se volvía, sacudiendo los cabellos bajo la luz de la luna, en medio de las perchas de sujeción, y realizaba mudas señas al Señor de los Wyverns para que se acercara, con la misma timidez de los amantes que aparecen en las baladas de los juglares. Cuando él se acercó, ella retrocedió dando saltitos hasta el borde de las almenas. Los apresurados centinelas vieron cómo él la seguía con desconfianza, la varita alzada y lista. Glymril volvió la mirada hacia ellos una vez, como si decidiera si debía esperar a que llegaran hasta la torre, y Curthas vio claramente el asombro pintado en su rostro.

Así pues no era una creación de su señor, y, por ende, se trataba de algo inesperado. No aminoraron la velocidad de su ya jadeante carrera, pero, aun así, Curthas sintió el extraño presentimiento que precede inmediatamente a la seguridad de que se va a llegar —sin remedio— demasiado tarde.

La mujer se convirtió en una criatura informe y sinuosa, y los aturdidos centinelas oyeron cómo Klandaerlas Glymril profería un largo y ronco alarido cuando algo reluciente lo envolvió en una veloz espiral que se elevaba hacia el cielo.

Al cabo de un instante, el señor de los Wyverns se convirtió en una rugiente columna de fuego que hendió la noche con su repentina furia. Curthas aferró el brazo de Halglond, y ambos se detuvieron en seco, jadeantes, demasiado cerca del lugar donde las almenas se unían a la Torre Ensangrentada. Se escuchó un fuerte retumbo, y algo salió despedido de la pira, dejando un reguero de llamas en los patios interiores: la varita.

Los guardas se miraron temerosos, se lamieron los resecos labios, y empezaron a retroceder asustados. Sólo habían conseguido dar dos pasos cuando las losas bajo sus pies se ondularon como las olas sobre una playa y empezaron a hundirse y caer.

Se precipitaron al vacío en medio del ensordecedor fragor provocado por Glymril Gard al derrumbarse.

Mientras la luna era mudo testigo de cómo la enorme fortaleza se desmoronaba con gran estrépito para convertirse en la ruina que había sido antes de que los hechizos de Glymril la reconstruyeran, una neblina brillante y triunfal danzó sobre la creciente nube de polvo, su tintineo entremezclado con una fría risa resonante.

El mago de la corte contempló al capitán de la guardia con rostro sombrío y suspiró.

—¿Quién fue esta vez? —inquirió

—Anlavas Jhoavryn, lord Elminster; un comerciante de algún lugar al sur al otro lado del mar. Objetos de cobre, artículos diversos; nada importante, pero sí en gran cantidad. Había ganado muchas monedas aquí durante muchas temporadas. Lo degollaron.

—¿Maethor o uno de los nuevos barones? —preguntó Elminster, con un nuevo suspiro.

—Se... señor, no lo sé, y apenas me atrevo a...

—Dime tus impresiones, fiel Rhoagalow.

El capitán de la guardia miró nerviosamente de un lado a otro; El sonrió malicioso y se inclinó hacia él para acercar el oído a los labios del hombre. «Limmator» musitó el oficial con voz ronca; El asintió y retrocedió. No le sorprendería demasiado que Rhoagalow estuviera en lo cierto; Limmator era el único barón —o hidalgüelo— de Galadorna con un monopolio del soborno, las amenazas y el asesinato por arma blanca mayor aun que el de Maethor el de los Muchos Susurros.

—Ve y cena ahora —indicó al agotado oficial—. Hablaremos más tarde.

Rhoagalow y sus tres soldados se marcharon apresuradamente; El tuvo buen cuidado de no suspirar hasta que la antecámara quedó vacía.

Murmuró algo y movió dos dedos de modo apenas visible, y se escuchó un débil golpe sordo tras una pared, cuando el espía allí agazapado se quedó repentinamente dormido. El dedicó a aquella zona de la pared un sonrisa melancólica y, utilizando la puerta secreta que deseaba mantener secreta durante algún tiempo más, tomó el pasadizo sin luz situado al otro lado para desplazarse hasta una de las habitaciones ocultas, en desuso y polvorientas, de la Casa del Unicornio. Un poco de tiempo en soledad para pensar era un raro tesoro que algunas personas jamás se procuran... y que otras, las realmente desheredadas de esta vida, ni siquiera pueden intentar obtener.

Tres barones habían muerto ya en el curso de un año, uno de ellos con una daga en la garganta a menos de dos pasos de la puerta del salón del trono, y seis —no, siete— lores menores. Galadorna se había convertido en un nido de víboras, que se atacaban unas a otras con los colmillos al descubierto cada vez que se les antojaba, y el mago de la corte no se sentía feliz. Sin amigos, pues todos aquellos con los que trababa amistad no tardaban en aparecer un buen día contemplando el techo con ojos ciegos, no dejaba de escuchar cuchicheos detrás de cada puerta del palacio, y jamás se veían sonrisas sinceras cuando aquellas puertas se abrían. El empezaba a acostumbrarse a la visión de oscuros hililios de sangre deslizándose por debajo de puertas cerradas; tal vez debería promulgar un decreto para ordenar que se retiraran y quemaran todas las puertas de Nethrar.

Era como para echarse a reír. Se estaba transformando en lo que, como bien sabía, lo llamaban a su espalda: «el Bocazas que Vomita Decretos». Los barones e hidalgüelos intentaban constantemente socavar la autoridad real, o incluso robar abiertamente a la corte, y su señora dueña no era de gran ayuda, pues usaba sus hechizos demasiado raramente para conseguir engendrar un temor que engendrara obediencia.

Se escucharon unos débiles arañazos a su izquierda, y Elminster tiró de un pomo. Se abrió un panel, y dos guardas jóvenes escudriñaron la penumbra.

—¿Nos habéis hecho llamar, lord Elminster?

—¿Encontraste los pergaminos, Delver, y...?

—Quemados, y las cenizas en el foso, señor, como ordenasteis, mezcladas con el polvo que me disteis. Lo usé todo.

Elminster asintió y extendió una mano para tocarle la frente.

—Olvídalo todo, fiel guerrero —dijo—, y escapa así al destino que todos tememos.

El guarda que había tocado se estremeció, los ojos en blanco; luego se dio la vuelta y desapareció precipitadamente en la oscuridad, desabrochándose los pantalones mientras se marchaba. Iba de camino a su dormitorio cuando la repentina y urgente necesidad de usar un excusado se había apoderado de él, y lo había conducido hasta el ala abandonada del palacio.

—¿Ingrath? —preguntó el mago de la corte con tranquilidad.

—Encontré el trabajo de la r…, ejem, su trabajo en la Cámara del Escudo Rojo y mezclé en él el polvo blanco hasta que lo dejé de ver. Luego dije las palabras y me fui.

—Tú y Delver os estáis ganando unas buenas recompensas... —murmuró El, y extendió la mano hacia el hombre.

—Que no sea la necesidad de ir a aliviarme, por favor, señor —repuso el guarda con una risita—. Que sea un vagabundeo intentando recordar mis flirteos de juventud por estos lugares, ¿eh?

—Como desees —dijo Elminster con una sonrisa; en cuanto sus dedos tocaron carne, los ojos de Ingrath parpadearon, y el desmemoriado soldado rodeó al silencioso y quieto mago, encontró el panel, y se alejó a buen paso, olvidada de nuevo su colaboración en retrasar las maldades de Dasumia.

Lo que tal vez lo mantendría con vida uno o quizá dos meses más.

Habría sido más seguro si los dos no hubieran sido amigos ni hubieran sabido nada el uno del otro, pero había dado la casualidad de que los mejores guerreros en los que El podía confiar, tras una sutil pero concienzuda lectura mental, eran amigos íntimos. Algo que no debería sorprenderle, supuso.

El mago de la corte paseó por la tenebrosa habitación; su estado de ánimo era lo bastante sombrío para encajar con ella. La orden de Mystra de que sirviera había sido muy clara, pero «servir a su manera» siempre había sido el punto flaco de Elminster; aunque no le importaba si ese defecto significaba su fin. Había cosas a las que un hombre tenía que aferrarse, si quería seguir siendo un hombre.

O a las que una mujer tenía que ser fiel, para ser ella misma. Y existía una dama en Galadorna que hacía justamente lo que le venía en gana. Últimamente la reina Dasumia siempre parecía estarse riendo de él, y desde luego no se preocupaba en absoluto de los deberes de una reina; casi nunca se la encontraba en el trono y ni siquiera en el palacio real, y dejaba que fuera El quien proclamara decretos en su lugar. Galadorna podía sumirse en la guerra y el latrocinio sin que ella se enterara siquiera... y día a día, a medida que más tratantes de esclavos y comerciantes sin escrúpulos hacían irrupción en el territorio, los señores de Laothkund dirigían con mayor atención sus codiciosas miradas hacia el cada vez más acaudalado reino. Si a algo llevaba la anarquía entre comerciantes era a llenar las arcas de los impuestos.

El volvió a suspirar. Lo importante era asegurarse de que, con todo este oro, la anarquía no se extendiera hasta la corona. La dulce Mystra no lo quisiera. ¿Cómo sería la vida en una tierra gobernada por comerciantes?

Todo el mundo hizo caso omiso del estrépito provocado por una mesa al caer y astillarse bajo el peso de dos hombres que blasfemaban y se asestaban mamporros mutuamente, así como de los tintineos y chasquidos de cristales rotos que siguieron cuando varios bebedores cercanos empezaron a arrojar botellas a los combatientes para cambiar las posibilidades de las apuestas que acababan de hacerse. Alguien gritó en otra habitación; un grito de muerte que finalizó en un horrible borboteo, y que fue recibido con embriagados aplausos. Después de todo ya era tarde, y aquello era La Copa de las Tinieblas.

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