—¿Dónde está Kalendorff? —preguntó a su esposo—. Quiero decir, ¿dónde está el señor Jones?
Henry dejó su maletín en el sofá.
—Es de lo más exasperante —mascullo indignado—. No vino.
—¿Qué?
—En el avión no había más que un maldito ayuda de campo —informó Henry mientras se desabrochaba el impermeable—. Lo primero que hizo fue dar media vuelta y volver por donde había venido.
—¿Pero para qué?
—¿Cómo puedo saberlo? Parecía sospechar algo. ¿Pero qué iba a sospechar? ¡Bah, quién sabe!
—¿Y sir John? —preguntó Clarissa, mientras le quitaba el sombrero.
—Eso es lo peor —gruñó Henry—. No pude avisarle a tiempo, y llegará en cualquier momento, supongo —Consultó el reloj—. Por supuesto llamé a Downing Street inmediatamente después de ir al aeródromo, pero ya había salido. ¡Todo este asunto ha sido un espantoso fiasco! —exclamó, dejándose caer con un suspiro en el sofá.
En ese instante sonó el teléfono.
—Ya lo cojo yo —dijo Clarissa—. Podría ser la policía.
—¿La policía?
—Sí. ¿Diga? Aquí Copplestone Court. Sí… sí, aquí está —dijo, mirando a Henry—. Es para ti, cariño. Del aeródromo de Bindley Heath.
Henry se precipitó hacia el teléfono, pero a medio camino se detuvo y adoptó un paso digno.
—¿Sí?
Clarissa se llevó el sombrero y el impermeable de su marido al vestíbulo y volvió al salón de inmediato.
—Sí, yo mismo —decía Henry—. ¿Qué? ¿Diez minutos de retraso? ¿Debo…? Sí… Sí, sí… No… No, no. ¿Sí? Ya veo. Sí. Muy bien. —Henry colgó—. ¡Clarissa! —gritó—. ¡Ah! —exclamó al descubrir que estaba justo detrás de él—. Aquí estás. Parece que el avión de Kalendorff llegó diez minutos después del primero.
—El señor Jones, quieres decir.
—Es verdad, querida. Toda precaución es poca. Sí, parece que el primer avión era una medida de seguridad. La verdad es que es imposible averiguar cómo funciona la mente de esta gente. En fin, el caso es que han enviado a… al señor Jones hacia aquí con una escolta. Llegará en quince minutos. Vamos a ver, ¿está todo bien? ¿Todo en orden? —Miró la mesa de bridge—. Guarda esas cartas, ¿quieres?
Ella se apresuró a retirar la baraja mientras Henry cogía la bandeja de canapés y el plato de mousse con expresión de sorpresa.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó.
Clarissa le arrebató los cacharros de la mano.
—Pippa estaba comiendo —explicó—. Trae, que me lo llevo todo. Iré a preparar más canapés.
—Espera un momento. Esas sillas están fuera de su sitio —dijo su marido, con tono de reproche—. Pensaba que ibas a tenerlo todo listo. ¿Qué has estado haciendo toda la tarde? —preguntó mientras se llevaba la mesa de bridge a la biblioteca.
—Ay, Henry —replicó ella, colocando las sillas—, ha sido una tarde de lo más emocionante. Verás, poco después de que te marcharas vine al salón con los canapés, y lo primero que hago es tropezar con un cadáver. Estaba ahí —señaló—, detrás del sofá.
—Sí, sí, cariño —murmuró Henry, distraído, ayudándola a llevar una silla a su sitio—. Tus historias son siempre encantadoras, pero ahora no tenemos tiempo.
—¡Pero es verdad, Henry! Y eso es sólo el principio. Luego vino la policía y fue una cosa detrás de otra. Había una red de narcotráfico, y la señorita Peake no es la señorita Peake sino la señora Brown, y Jeremy resultó ser el asesino y pretendía robar un sello que vale catorce mil libras.
—¡Hmmm! Debe de ser otro sueco amarillo —comentó Henry con tono indulgente, sin prestar atención.
—¡Sí, eso creo que era! —exclamó ella.
—Mira que tienes imaginación, Clarissa —Henry colocó la mesita entre dos butacas, y sacudió las migas con su pañuelo.
—No me lo he inventado, cariño. ¿Cómo iba a inventarme una cosa así?
Henry comenzó a ahuecar los cojines del sofá mientras Clarissa seguía intentando llamar su atención.
—Es increíble —comentó—. En toda mi vida nunca me ha pasado nada, y esta tarde lo he vivido todo de golpe. Asesinato, policía, drogadictos, tinta invisible, escritura secreta, casi me detienen por asesinato y casi me matan —Hizo una pausa mirando a Henry—. ¿Sabes, querido? Es casi demasiado para una sola tarde.
—Anda, ve a preparar café —replicó él—. Ya me contarás mañana todo este lío tan encantador.
—¿Pero no te das cuenta, Henry? ¡Esta tarde han estado a punto de matarme!
Henry consultó el reloj.
—Tanto sir John como el señor Jones pueden llegar en cualquier momento —observó nervioso.
—¡Lo que he pasado esta tarde! —insistió ella—. Me recuerda a sir Walter Scott.
—¿El qué? —preguntó él con vaguedad, mirando en torno a la sala para asegurarse de que todo estaba ya en su sitio.
—Mi tía me obligaba a aprendérmelo de memoria. «Ah, la enmarañada telaraña que tejemos al comenzar a practicar la mentira.»
Henry la rodeó con los brazos.
—¡Mi encantadora araña!
—¿Tú sabes lo que hacen las arañas? Se comen a sus maridos —dijo ella rascándole el cuello.
—Hay más posibilidades de que te coma yo a ti —replicó él con pasión.
De pronto sonó el timbre.
—¡Sir John! —resollaron los dos a la vez.
—Ve tú a abrir —dijo ella—. Yo dejaré el café y los canapés en el vestíbulo, para que los toméis cuando os apetezca. Ha llegado el momento de las conversaciones de altura —Le sopló un beso con la mano—. Buena suerte, cariño.
—Buena suerte —replicó él—. Quiero decir, gracias. A ver quién de los dos ha llegado antes —Se abrochó apresuradamente la chaqueta, se alisó la corbata y se precipitó hacia la puerta.
Clarissa recogió los platos al tiempo que oía la voz de Henry en la puerta:
—Buenas noches, sir John.
Vaciló un instante, pero enseguida se acercó a las estanterías y activó la palanca del panel. En cuanto se abrió la cámara secreta, se metió en ella.
—Clarissa desaparece misteriosamente —declamó en un teatral susurro un instante antes de que Henry hiciera pasar al primer ministro al salón.
DAME AGATHA CHRISTIE, Torquay, (1891-1976). Novelista y dramaturga, ha sido considerada como una de las grandes escritoras del género detectivesco. La estructura de sus tramas, basada en la tradición del enigma por descubrir, es siempre similar, y su desarrollo está en función de la observación psicológica. Con el seudónimo de Mary Westmacott creó varias novelas de corte más psicológico. Agatha Christie fue también una autora teatral de éxito, con obras como La ratonera o Testigo de cargo. La primera, estrenada en 1952, se representó en Londres ininterrumpidamente durante más de veinticinco años, y la segunda fue llevada al cine en 1957 en una magnífica versión dirigida por Billy Wilder.