La taberna (62 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La taberna
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Coupeau, entretanto, se quejaba con voz sorda. Parecía sufrir mucho más que el día anterior. Sus quejas entrecortadas dejaban adivinar toda clase de males. Millares de alfileres le pinchaban. Sentía por la piel una cosa pesada; como un animal frío y húmedo que se arrastrara por sus muslos y que le hundía las garras en la carne. Luego era otra clase de animales que se pegaban a sus hombros, arrancándole la espalda a fuerza de arañazos.

—¡Tengo sed, tengo sed! —gruñía continuamente…

El practicante tomó un jarro de limonada de una tabla y se lo dio. Cogió el bote con las dos manos, sobrio glotonamente, tirando la mitad del líquido sobre sí; pero lo escupió todo, con un disgusto furioso gritando:

—¡Qué asco, es aguardiente!

Entonces el practicante, a una señal del médico, quiso hacerle beber agua, sin soltar la botella. Aquella vez se tragó el sorbo, gritando como si hubiera tragado fuego.

—¡Es aguardiente, es aguardiente!

Desde la víspera, cuanto bebía le parecía aguardiente. Aquello redoblaba su sed y no podía ya beber, porque todo le abrasaba. Le habían llevado una sopa, pero decía que trataban de envenenarle, pues la sopa olía a matarratas. El pan estaba agrio y podrido; no había más que veneno a su alrededor. La celda apestaba a azufre. Hasta acusaba a la gente de frotar cerillas bajo su nariz para envenenarle.

El médico acababa de incorporarse y escuchaba a Coupeau, que ahora veía fantasmas en pleno día. ¿Acaso no divisaba en las paredes telas de araña tan grandes como velas de barco? Después, aquellas telas se convertían en redes, con mallas que se estrechaban y se extendían como un gracioso juguete. Bolas negras andaban por las mallas, verdaderas bolas de prestidigitador; primero, gruesas como bolas de billar; después, como bolitas chicas; y se inflaban y se desinflaban para molestarle. De repente gritó:

—¡Las ratas, ya están aquí las ratas!

Las bolas se convertían en ratas. Aquellos sucios animales engordaban, pasaban a través de la red y saltaban por el colchón donde se desvanecían. Había también un mono que salía de la pared, y volvía a entrar en ella, aproximándose tanto a él, que retrocedía por miedo a que le masticara la nariz. Una vez más, volvió a cambiar aquello; las paredes debían moverse, pues él repetía muerto de miedo y de rabia:

—¡Quitadme de aquí!… ¡El bodegón que se cae al suelo!… Sí, tocad las campanas. ¡Un montón de cuervos! ¡Tocad el órgano para que no llame a la guardia!… ¡Han puesto una máquina detrás de la pared esos canallas! La oigo, muy bien, ronca, van a hacernos saltar… ¡Fuego, fuego! Gritan fuego. ¡Eso está en llamas! ¡Todo está en llamas, cómo se aclara! ¡Se quema todo el cielo! Fuegos rojos, fuegos verdes, fuegos amarillos! ¡A mí, socorro, fuego!

Sus gritos se perdían en un estertor. No hablaba más que palabras incoherentes, tenía espuma en la boca, y la barbilla llena de saliva. El médico se frotaba la nariz con la mano, tic que le era sin duda habitual, cuando se encontraba frente a casos graves. Se volvió hacia el practicante y le preguntó a media voz:

—Y la temperatura, ¿siguen los cuarenta grados?

—Sí, señor.

El médico hizo un gesto. Se quedó allí dos minutos más con la vista fija en Coupeau. Después levantó los hombros, añadiendo:

—El mismo tratamiento: caldo, leche, limonada, extracto blando de quina para beber… No le abandone y hágame llamar…

Salió. Gervasia le siguió para preguntarle si no había esperanza. Pero iba tan rígido por el corredor que no se atrevió a abordarlo. Se quedó de pie un instante, dudando si volver a entrar a ver su marido. La sesión le parecía ya demasiado fuerte. Le seguía oyendo gritar que la limonada olía a aguardiente, y entonces se marchó con rapidez, porque ya tenía bastante con haberlo visto una vez más. En las calles, el galope de los caballos y el ruido de los coches, le hicieron creer que todo Santa Ana la seguía. ¡Y aquel médico que la había amenazado! En verdad, ya creía estar enferma.

En la calle de la Goutte-d'Or, los Boche y todos los demás la esperaban. En cuanto apareció por la puerta, la llamaron a la portería:

—¿Vivía todavía el tío Coupeau?

—Sí, todavía vivía.

Boche parecía estupefacto y consternado: había apostado una botella diciendo que el tío Coupeau no llegaría a la noche.

—¡Cómo, y duraba todavía!

Y todos se asombraron, golpeándose en los muslos. «¡Vaya mozo resistente!». La señora Lorilleux calculó las horas: treinta y seis y veinticuatro, sesenta horas.

—¡Caracoles!, ¡sesenta horas ya, jugando con las piernas y aullando!

No se había visto nunca un caso semejante de resistencia. Pero Boche, que se reía entre dientes, a causa de su perdida apuesta, preguntaba a Gervasia con dudas si estaba bien segura de que no había estirado la pata cuando ella volvió. Entonces Boche le rogó que le imitara, para ver.

—¡Sí, sí, un poco! —fue la petición general.

Todos le decían que sería muy amable si lo hacía, pues habían llegado dos vecinas la habían visto el día anterior y que bajaron expresamente para ver la escena. El portero gritaba a la gente que se alinease, y dejaban libre el centro del patio empujándose con el codo con un estremecimiento de curiosidad. Gervasia bajaba la cabeza. Creía ponerse enferma. Deseando que no creyeran que se hacía rogar, comenzó dando dos o tres saltitos; pero sintió algo extraño y se echó para atrás; palabra de honor que no podía. Un murmullo de contrariedad se dejó oír: «Era una lástima, lo imitaba a la perfección».

—¡En fin, si no podía!

Y al marchar Virginia hacia su tienda, olvidáronse pronto del tío Coupeau para hablar del matrimonio Poisson, una verdadera trapisonda; la víspera habían venido los alguaciles; el guardia municipal iba ya a perder la plaza; en cuanto a Lantier rondaba a la hija del dueño del restaurante de al lado, una mujer, magnífica que hablaba de establecerse como tripicallera. «¡Canastos!». Ya veían bromeando a una tripicallera instalada en la tienda; después de las golosinas lo sólido. El cornudo de Poisson tenía una buena cabeza. «¿Cómo diablos un hambre cuyo oficio era el de ser muy avispado se mostraba tan torpe en su casa?». Pero se callaron bruscamente al darse cuenta de que estaba allí Gervasia ensayando ella sola en el fondo de la portería las muecas de Coupeau y haciendo temblar los pies y las manos. «¡Bravo!». Aquello era, no se podía pedir más. Ella se quedó atontada, como si saliera de un sueño. En seguida se marchó.

—¡Buenas noches a todos!

Subía para tratar de dormir.

Al día siguiente, los Boche la vieron marchar a mediodía como los días anteriores. La deseaban buena suerte. Aquel día en Santa Ana, el pasillo temblaba con los chillidos y patadas de Coupeau. Estaba aún en la escalera y oyó aullar:

—¡Cuántas chinches!… ¡Acercaos un poco por aquí para que os aplaste los huesos!… ¡Ay, quieren acabar conmigo! Soy más listo que vosotras… ¡Largo de aquí!

Durante un instante ella se quedó en la puerta. Parecía que se las había con un ejército. Cuando entró, aquello crecía y tomaba desagradables aspectos. Coupeau estaba loco, furioso como un evadido de Charenton. Él se ponía en medio de la celda, alargando sus manos a todos los sitios, sobre él, sobre las paredes, al suelo, dando tumbos, golpeando en el vacío. Quería abrir la ventana, se ocultaba, defendiéndose, llamaba, contestaba solo, con el aspecto exasperado de un hombre mareado por una ola humana. En seguida comprendió Gervasia que creía encontrarse sobre algún tejado, colocando planchas de cinc. Imitaba el soplete con la boca, removía los hierros en el infiernillo, se ponía de rodillas para pasar los dedos por el borde de la alfombra, creyendo que soldaba. Le volvía la afición por su oficio en el momento de morir; y si gritaba tan fuerte, si se movía sobre el tejado, era porque algo raro le impedía ejecutar limpiamente su trabajo. Sobre todos los tejados vecinos había fantasmas que le pinchaban. Además le echaban bandadas de ratas a las piernas.

—¡Ah, las sucias bestias, las seguía viendo!

Buen trabajo tenía con aplastarlas dando con sus pies en el suelo, con todas sus fuerzas; el tejado estaba negro.

—¡Sí también había arañas!

Estrujaba fuertemente su pantalón para matar contra sus muslos, gruesas arañas, que se habían escandido allí.

—¡Diablos coronados! No acabaría en todo el día; se habían propuesto perderle; su patrón iba a enviarle a Mazas.

Entonces creyó que tenía una máquina de vapor en el vientre; con la boca completamente abierta soplaba tan fuerte, que un humo espeso llenaba la celda y salía por la ventana; y él, inclinado, soplando siempre, miraba fuera la cinta de humo subir al cielo donde ocultaba al sol.

—¡Anda! —gritó—. Si es la pandilla de la calzada Clignancourt, disfrazados de osos…

Permaneció acodado en la ventana como si viera un desfile por una calle, desde lo alto de un tejado.

—¡La cabalgata de leones y panteras que hacen muecas!… Hay momias vestidas de perros y gatos… Y está Clemencia, la alta, llena de plumas. ¡Atiza! ¡Da una voltereta y enseña cuanto Dios le dio!… ¡Eh, frescos, animales, dejarla estar!… ¡No tiréis, rayos! ¡No tiréis!…

Su voz ascendía ronca, espantada, y se agachaba vivamente, repitiendo que los pantalones rojos estaban abajo, y hombres que le apuntaban con fusiles. En la pared veía el cañón de una pistola apuntando a su pecho. Venían a robarle a su hija.

—¡No tiréis, en nombre de Dios! ¡No tiréis!…

Luego se hundían las casas, él imitaba el estrépito de un barrio que se derrumba, y todo desaparecía, todo volaba. Pero no tenía tiempo ni de soplar cuando nuevos cuadros pasaban por su cabeza, con una rapidez extraordinaria. Le invadía una necesidad furiosa de hablar, llenándose la boca de palabras que iba soltando sin ilación, con gruñidos de garganta. Seguía alzando la voz.

—¡Anda si eres tú!… ¡Buenos días! No bromees, no me hagas comer tus cabellos.

Se pasaba la mano por la cara y soplaba para apartar los pelos. El interno le interrogó:

—¿A quién ve usted?

—¡Pardiez!, ¡a mi mujer!

Miraba a la pared, volviendo la espalda a Gervasia.

Ella se sobresaltó, y miró también a la pared para ver si se reflejaba allí. Él continuaba hablando.

—Ya lo sabes, no pretendas seducirme… No quiero que me ate… ¡Caramba, qué lindo atavío! ¿Dónde has ganado para eso? ¿Vienes de correrla, zorra? ¡Espera que ya te arreglaré yo! ¡Ah!, ¿conque escondes a tu señor bajo tus faldas? ¿Quién es ése? Agáchate, para que le vea… ¡Truenos, otra vez él!

—¿Qué ve usted? —preguntó el practicante.

—¡Al sombrerero! ¡Al sombrerero! —aulló Coupeau.

Y como el practicante preguntase a Gervasia sobre aquello, ésta no pudo hacer otra cosa que balbucear; pues aquella escena le removía todos los tropiezos de su vida. El plomero alargaba el puño:

—¡Nosotros dos, hermano mayor! ¡Te voy a limpiar por fin! ¿Acaso vienes así para burlarte de mí en público? ¡Voy a estrangularte, sí, sí, yo! ¡Y sin ponerme guantes!… No hagas ruido. ¡Guarda eso!

Daba puñetazos en el vacío. Un loco furor se apoderó de él. Habiendo tropezado con la pared, al recular, creyó que le atacaban por la espalda. Se volvió y la emprendió con el acolchado. Saltaba de un lado a otro, golpeaba con el vientre, con las piernas, con un hombro; rodaba, se levantaba. Sus huesos se ablandaban, sus carnes producían el ruido de la estopa mojada. Y acompañaba aquel juego con frases atroces, gritos guturales y salvajes. Se conocía que la batalla no se desarrollaba muy bien para él, pues su respiración se hacía fatigosa, sus ojos se salían de las órbitas y poco a poco le iba invadiendo una cobardía infantil.

—¡Al asesino! ¡Al asesino! Marchaos los dos… ¡Oh los puercos se burlan! ¡Mírala con las patas al aire esa zorra!… No tiene más remedio que pasar por ello… ¡Ay, el bandido, la mata! La corta una pierna con el cuchillo. La otra pierna está en el suelo, el vientre está partido en dos, está lleno de sangre… ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!…

Y bañado en sudor, con los cabellos revueltos por la frente, espantoso, iba retrocediendo, agitando violentamente los brazos como para rechazar la abominable escena. Lanzó dos quejidos desgarradores y se cayó boca abajo sobre el colchón, en el que se le habían enganchado los pies.

—¡Señor, señor! ¡Está muerto! —dijo Gervasia juntando las manos.

El practicante avanzó y arrastró a Coupeau al medio del colchón. No, no estaba muerto. Lo descalzaron; sus pies desnudos sobresalían del borde y bailaban solos, uno al lado del otro, al compás de un son apresurado y regular.

El médico entró en aquel momento. Llevaba dos colegas, uno delgado y otro grueso, condecorados como él. Los tres se inclinaron, sin decir nada, mirando al hombre sin hablar; a continuación, rápidamente, a media voz cambiaron unas palabras. Descubrieron a Coupeau desde los muslos a los hombros. Gervasia, empinándose, vio a aquel torso desnudo. Era completo, el temblor había bajado de los brazos y subido las piernas; hasta el tronco mismo entraba en danza ahora. Positivamente hasta con el vientre lo hacía aquel polichinela. Eran risitas a lo largo de las costillas, una sofocación del abdomen, que parecía reventar de risa. ¡Y todo se movía que había que ver! Los músculos se retorcían, la piel vibraba como un tambor, el vello valsaba saludándose. En fin, aquello debía ser el último gran zafarrancho, quizá el golpe final. Como cuando apuntando ya el día, todos los bailarines se cogen de las manos y golpean con el talón en el suelo.

—Duerme —murmuró el médico jefe.

Les hizo observar la cara del hombre a los otros dos. Coupeau, con los párpados cerrados, tenía pequeñas sacudidas nerviosas que le contraían toda la cara. Estaba más horrible todavía, así, aplastado con la mandíbula saliente como máscara deformada de un muerto que hubiera tenido mareos. Pero los médicos, al observar los pies, pusiéronse a examinarlos de cerca con profundo interés. Seguían bailando. Coupeau podía dormir tranquilo, pero sus pies no le dejarían en paz. Su amo podía roncar, que a ellos no les importaba, continuaban en movimiento sin apresurarse y sin cesar. Verdaderos pies mecánicos, pies que se entregaban a su diversión donde la encontraban.

Viendo Gervasia que los médicos ponían sus manos sobre el cuerpo de su marido, quiso tocarlo también ella. Se acercó despacio y le aplicó la mano sobre el hombro. La dejó allí durante un minuto. ¿Qué pasaba allí dentro, Dios mío? Hasta el fondo de la carne bailaba y hasta los huesos debían saltar. Se percibían lejanos estremecimientos, ondulaciones que corrían semejantes a un río bajo la piel. Cuando apretaba un poco, oía los gritos de sufrimiento de la médula. A simple vista, se veían pequeñas olas que abrían hoyuelos como en la superficie de un torbellino; pero en el interior debía haber gran estrago. ¡Maldita tarea de topo! Era el matarratas de la taberna que daba golpes de pico allí dentro. El cuerpo entero estaba empapado de él. Preciso era que aquel trabajo acabara, llevándose a Coupeau con el temblor general y continuo en todo su armazón.

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