La taberna (47 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La taberna
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—Las floristas —murmuró Lorilleux— son todas unas busconas.

—¿Y yo? —repuso la viuda con los labios fruncidos—. ¡Sí que está galante! Pues yo no soy ninguna perra, ya lo sabe; ¡no soy de esas que se ponen patas arriba en cuanto oyen silbar!

Todos la hicieron callar, diciendo:

—¡Señora Lerat, señora Lerat!

Y le indicaban con el rabillo del ojo a las dos niñas, que metían las narices en los vasos para no echarse a reír. Hasta los hombres, por respeto a las conveniencias, habían estado escogiendo las mejores palabras Pero la señora Lerat no aceptó la lección. Lo que acababa de decir lo había oído a gente muy buena. Y además se enorgullecía de hablar a su modo; a menudo la alababan por la manera que tenía de hablar de todo, hasta delante de niños, sin herir nunca la decencia.

—¡Hay mujeres muy decentes entre las floristas, para que lo sepan! —gritó—. Están hechas como las demás mujeres; no tienen piel por todos los sitios, sólo que saben contenerse y escogen con gusto cuando cometen una falta… Sí, esto les viene de las flores. Para mí ha sido mi defensa…

—¡Válgame Dios! —interrumpió Gervasia—; no siento ninguna repugnancia por las flores. Lo que hace falta es que le guste a Nana; no hay que contrariar la vocación en los niños… Veamos, Nana, no te hagas la tonta, contesta: ¿Te gusta ese oficio?

La pequeña, inclinada encima de su plato, recogía con su dedo húmedo miguitas de pastel, que se comía en seguida. No se dio ninguna prisa. Tenía una sonrisilla viciosa.

—Sí, mamá, me gusta —terminó por declarar.

Entonces el asunto quedó pronto arreglado. Coupeau quiso que la señora Lerat llevase a la niña a su taller de la calle del Cairo, desde el día siguiente. Y todos se pusieron a hablar de los deberes de la vida. Boche decía que Nana y Paulina eran mujercitas, desde que habían comulgado. Poisson añadía que tenían que aprender a cocinar, a zurcir los calcetines y saber llevar una casa. Se habló incluso de sus matrimonios y de los hijos que podrían tener un día. Las muchachitas escuchaban y se divertían para sus adentros, codeándose muy satisfechas de ser ya mujeres, coloradas e inquietas en sus vestidos blancos. Pero lo que más las halagó fue cuando Lantier, bromeando, les preguntó si no tenían ya sus mariditos. Y Nana tuvo que confesar que quería mucho a Víctor Fauconnier, el hijo de la patrona de su madre.

—Pues bien —dijo la señora Lorilleux delante de los Boche, cuando se retiraban—; es nuestra ahijada, pero desde el momento en que la quieren hacer florista no queremos oír hablar más de ella. Una trotera más… Ya les dará que hacer antes de seis meses.

Al subir a acostarse, los Coupeau convinieron en que todo había estado muy bien y que los Poisson no eran mala gente. Gervasia hasta encontraba la tienda bien arreglada. Había pensado pasar muy mal rato al transcurrir la velada en su antigua vivienda, donde otros se lucían ahora, y estaba maravillada de no haber renegado ni un segundo. Nana, que se estaba desnudando, preguntó a su madre si el vestido de la señorita del segundo, que se había casado el mes último, era de muselina como el suyo.

Este fue el último día agradable del matrimonio. Transcurrieron dos años, durante los cuales se fueron hundiendo cada vez más. Los inviernos sobre todo, les dejaban sin nada. Si comían pan en el buen tiempo, las abstinencias llegaban con las lluvias y el frío, los paseos ante la despensa, las comidas de fantasía en la pequeña Siberia que era su tugurio. El malvado de diciembre entraba en su casa por debajo de las puertas y traía todos los males, el paro de los talleres, las holganzas aumentadas por las heladas, la negra miseria del tiempo húmedo. El primer invierno encendieron fuego alguna vez, agrupándose alrededor del fogón, prefiriendo tener calor a comer; el segundo ni siquiera se limpió la herrumbre; antes parecía que helaba más la habitación con su lúgubre aspecto de mojón de hierro. Y lo que más les privaba de todo, lo que acababa con ellos, era el tener que pagar el alquiler. ¡Oh!, el alquiler de enero, cuando no había ni un rábano en casa y se presentaba el tío Boche con el recibo. Y como un viento de muerte, como una tempestad del norte era la llegada del señor Marescot el primer sábado, cubierto con su buen gabán y con sus garras metidas en guantes de lana; tenía constantemente la palabra expulsión en la boca, mientras fuera caía la nieve, como si les estuviera preparando un mullido lecho sobre la acera, con sábanas blancas. Para pagar el alquiler hubieran vendido su carne. Eso era lo que vaciaba la despensa y apagaba la estufa. En la casa entera había lamentaciones. Lloraban en todos los pisos, un concierto de desventuras se extendía por todos los pasillos. Si hubiera tenido cada uno un difunto en su casa no habría habido semejante ruido de órgano. Era aquello un verdadero día del juicio final, el fin de los fines, la vida imposible, el aplastamiento del pobre mundo. La mujer del tercero iba a ser llevada por ocho días a la cárcel. Un obrero, el albañil del quinto, había robado en casa de su patrón…

Sin duda, los Coupeau no podían echar la culpa a nadie sino a ellos. Por muy dura que fuese la existencia, sale uno a salvo de ella con orden y economía, y si no, bien podían decirlo los Lorilleux, que pagaban su cuarto regularmente, envuelto el dinero en pedazos de papel sucio; pero, en realidad, llevaban una vida de arañas, capaz de hacer aborrecer el trabajo. Nana no ganaba nada todavía con las flores y gastaba más de lo justo en su persona. Gervasia, en casa de la patrona, acabó por estar mal mirada. Su obra desmerecía más cada día. Estropeaba las prendas hasta el punto de que la patrona le había rebajado el jornal a dos francos, lo que ganaba una principiante. Además era muy susceptible y orgullosa, tirando a la cara de todo el mundo su antigua posición de mujer establecida. Faltaba días enteros, abandonaba el taller cuando se le ponía en la cabeza; así, una vez se encontró tan vejada al ver que la señora Fauconnier había tomado a la señora Putois y que tenía que trabajar codo con codo con su antigua obrera, que no volvía a aparecer en quince días. Después de estas ventoleras la volvía a tomar por lástima, lo que la agriaba más todavía. Lógicamente, al cabo de la semana, el jornal no era muy grande, y decía amargamente que acabaría un sábado por tener que pagar ella misma al ama. En cuanto a Coupeau, trabajaba quizás, pero seguramente hacía regalo de su trabajo al gobierno, pues Gervasia, después de lo de Étampes, no había vuelto a ver el color de la moneda. Los días de cobro ni le miraba las manos al llegar. Volvía con los brazos colgando, los bolsillos vacíos y, muy a menudo, sin pañuelo. ¡Caramba! Parecía que lo había perdido o que algún bigardón de compañero se lo había quitado. Las primeras veces daba sus cuentas, inventando mil embustes, diez francos que había tenido que dar para una suscripción, veinte francos que se le habían escurrido por un agujero del bolsillo, cincuenta francos con los que pagaba deudas imaginarias. Más adelante ni aun eso decía. El dinero se evaporaba, eso era todo. No lo tenía ya en el bolsillo, lo tenía en el vientre, otra manera no muy divertida de llevárselo a su mujer. La planchadora, siguiendo los consejos de la señora Boche, iba a veces a esperar a su hombre a la salida del taller, para atrapar el huevo acabadito de poner; pero con aquello no adelantaba nada, los compañeros avisaban a Coupeau y el dinero se escondía en los zapatos o en otro sitio menos limpio todavía. La señora Boche estaba más avispada sobre el particular, porque Boche le escamoteaba monedas de diez francos para correr sus juerguecitas con señoras de su conocimiento; registraba los más escondidos rincones de su ropa y encontraba generalmente la moneda que faltaba a la llamada, en la visera de la gorra, entre el cuero y la tela. No era el plomero el que escondía entre sus harapos el oro. Lo metía en la carne. Así que Gervasia no podía tomar sus tijeras y descoserle el vientre.

Culpa era del matrimonio, si cada vez se hundían más. Pero son cosas que no se dicen nunca, sobre todo cuando se está enfangado. Acusaban a su mala suerte y achacaban la culpa a Dios. La casa era un infierno. Se pasaban el día entero insultándose. Pero, a pesar de ello, aún no habían llegado a las manos; apenas si alguna bofetada escapada en el ardor de la disputa. Lo más triste era que habían abierto la jaula del cariño y los sentimientos se habían volado como pajarillos. El calorcillo de padres, madres e hijos, cuando se mantienen en apretado haz, se apartaba de ellos, los dejaba tiritando, cada uno por su lado. Los tres, Coupeau, Gervasia y Nana, estaban siempre de punta, comiéndose por cualquier cosa, con los ojos llenos de odio; parecía que algo se había roto en la familia, el mecanismo que, entre las gentes felices, hace latir los corazones al unísono. Lo que era ahora, Gervasia no se emocionaba como otras veces cuando veía a Coupeau en el borde de los aleros, a doce o quince metros de la acera. Ella no le hubiera empujado, pero si se hubiera caído de por sí, se habría desembarazado la superficie de la tierra de una bien pequeña cosa. Los días en que el ambiente andaba caldeado, ella le gritaba que cuándo llegaría el día en que le trajeran en una camilla. Ella esperaba esto, sería su felicidad verlo así. ¿Para qué servía ese borracho? Para hacerla llorar, para comerle todo, para empujarla al mal. Los hombres tan poco útiles debían echarlos lo más pronto posible al hoyo, para danzar sobre ellos la polka de la libertad. Y cuando la madre decía: «¡Mátate!» la hija respondía: «¡Aplástate!». Nana leía en los periódicos los accidentes, y hacía reflexiones de hija desnaturalizada. Su padre tenía tal suerte que un ómnibus lo había atropellado sin haberle quitado ni la borrachera. ¿Cuándo reventará semejante burro?

En medio de aquella existencia enfurecida por la miseria, Gervasia sufría por su hambre y por la de los que oía estertorar a su alrededor. Aquel rincón de la casa era el de los piojosos, donde tres o cuatro matrimonios parecían haberse puesto de acuerdo para no tener pan todos los días. Ya podían abrirse las puertas, que no dejaban escapar ningún olor a cocina. A todo lo largo del pasillo había un silencio de muerte, y las paredes sonaban a hueco, como vientres vacíos. De vez en cuando se oían palizas, llantos de mujer, alaridos de pequeñuelos hambrientos, familias que parecían devorarse unas a otras para engañar sus estómagos. Vivíase en un continuo calambre de los gaznates y oíanse los bostezos de todas aquellas abiertas bocas. Con sólo respirar aquel aire enrarecido, donde los moscardones no podían vivir a falta de cosas que comer, los pechos se hundían. Pero lo que más pena daba a Gervasia era el tío Bru, en su hueco, bajo la escalera. Se retiraba a él como una marmota, haciéndose una bola para tener menos frío; estaba días enteros sin moverse, sobre montón de paja. Ni el hambre era suficiente para hacerle salir, pues consideraba inútil ir en busca de apetito, cuando nadie le había invitado a comer fuera de casa. Si no aparecía en tres o cuatro días, los vecinos empujaban la puerta y miraban al interior, por miedo a que se hubiera muerto. Pero aun vivía, no mucho, pero algo, con un ojo sombríamente ¡hasta la muerte le olvidaba! Cuando Gervasia tenía pan, le echaba cortezas. Si se hacía mala y detestaba a los hombres, a causa de su marido, se compadecía siempre, en cambio, de los animales; y el tío Bru, aquel pobre viejo que dejaban morir porque ya no podía ser útil, era para ella como un perro, como un animal inútil, cuya piel y grasa no querrían ya ni los descuartizadores. Sentía un peso en el corazón cada vez que se acordaba de que permanecía allí, al otro lado del pasillo; abandonado de Dios y de los hombres, alimentándose únicamente de sí mismo, reduciéndose a la talla de un niño, arrugándose y apergaminándose como las naranjas que se contraen en las chimeneas.

También la hacía sufrir la vecindad del tío Bazouge, el sepulturero. Un simple tabique muy delgado separaba los dos cuartos. No podía hacer ningún movimiento sin que ella se enterara. Desde que entraba por la noche, seguía, a su pesar, todos sus movimientos: el sombrero de piel negra, que sonaba sordamente sobre la cómoda, como una paletada de tierra; la capa negra, colgada y rozando la pared con ruido de alas de ave nocturna, y toda la ropa negra, tirada en medio del cuarto, dándole la apariencia de escaparate de duelo. Oíale andar de acá para allá, inquietándose si tropezaba con algún mueble o si atropellaba su vajilla. Aquel borrachín era su constante preocupación, tenía un miedo sordo, mezclado a una gana de saber. Él, alegre, con una «merluza» diaria, con la cabeza trastornada, tosía, escupía, cantaba
La tía Godichon
, soltaba palabrotas, chocaba con las cuatro paredes antes de encontrar la cama. Y Gervasia se quedaba pálida pensando qué negocios se traería entre manos; tenía delirios atroces, se le metía en la cabeza que debía haber llevado un muerto y que lo colocaba bajo su cama. ¡Dios mío! Los periódicos habían publicado un acontecimiento referente a un empleado de pompas fúnebres que coleccionaba en su casa los ataúdes de los niños, con objeto de no hacer más que un viaje al cementerio. Desde luego que en cuanto llegaba Bazouge, se extendía el olor a muerte a través del tabique. Podía uno creer que estaba alojado frente al Père-Lachaise, en pleno reino de los topos. Era espantoso aquel animal, riéndose continuamente solo, como si su profesión le divirtiese. Incluso cuando había terminado su alboroto y caía de espaldas, roncaba de una manera extraordinaria que cortaba la respiración a la planchadora. Se pasaba las horas muertas con el oído en tensión, imaginándose que en la habitación del vecino había procesión de entierros,.

Sí, lo peor era que con sus terrores, Gervasia se sentía atraída de tal manera que llegaba a pegar el oído en la pared, para mejor darse cuenta. Bazouge le hacía el mismo efecto que los hombres guapos a las mujeres honradas; querrían gustar de ellos, pero no se atreven; la buena educación se lo impide. Y si el miedo no la hubiera contenido, habría querido tocar la muerte; para ver cómo estaba construida. A veces estaba sin aliento, atenta, esperando la palabra que había de revelarle el secreto a cualquier movimiento de Bazouge, hasta que Coupeau le preguntaba en broma si tenía capricho por el sacamuertos de al lado. Ella se enfadaba y hablaba de mudarse; tanto le repugnaba aquella vecindad; y, a pesar suyo, en cuanto el viejo llegaba con su olor a cementerio, volvía a sus reflexiones, con el aire encendido y temeroso de una esposa que piensa en engañar a su marido. ¿No le había ofrecido dos veces embalarla, llevársela con él a un sitio, donde el goce del sueño es tan fuerte que se olvidan de golpe todas las miserias? ¡Quién sabe si aquello, en efecto, era bueno! Poco a poco, una tentación de probar se iba apoderando de ella. Hubiera deseado probar por quince días, un mes, ¡Oh! ¡dormir un mes, sobre todo en invierno, el mes del alquiler, cuando las molestias de la vida la saturaban! Pero no era posible; había que dormir para siempre si se empezaba por hacerlo una hora; y este pensamiento la helaba, su capricho por la muerte se esfumaba ante la eterna y severa amistad que exigía la tierra.

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