La taberna (32 page)

Read La taberna Online

Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La taberna
12.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquello fue un verdadero zafarrancho de tenedores; en la reunión, nadie recordaba haber cargado en su vida la conciencia con una semejante indigestión. Gervasia, hinchada, apoyada en los codos, comía trozos de pechuga como puños, sin decir palabra por miedo a perder un boceado; locamente se avergonzaba un poco ante Goujet, molesta de mostrarse tan glotona como una gata. Goujet, por su parte, disfrutaba contemplándola toda arrebatada por la comida. «¡Estaba tan amable y bonita, a pesar de la gula!». No hablaba, pero se volvía a cada instante para cuidar al tío Bru y ponerle algún exquisito bocado en su plato. Era, incluso, conmovedor, ver a una golosa semejante, quitarse un pedazo de ala de la boca para dársela al viejo, que no aparentaba apreciar bien los manjares, y que comía todo cuanto le ponían, con la cabeza baja, atontado de tanto tragar, cuando hacía tiempo que su buche había perdido hasta el gusto del pan. Los Lorilleux pagaban su rabia con el asado; comieron para dos días, habrían tragado la fuente, la mesa y la tienda con tal de arruinar a la Banban. Todas las señoras habían pedido algo de hueso; la caparazón es el placer favorito de las damas. La señora Lerat, la de Boche y la señora Putois roían huesos, mientras que mamá Coupeau, a quien volvía loca el pescuezo, le sacaba la carne con sus dos últimos dientes. A Virginia le gustaba la piel cuando estaba bien doradita, y cada convidado le cedía su trozo, por galantería; pero Poisson lanzaba a su mujer miradas severas, indicándole que se detuviera, pues tenía bastante: «Ya una vez, por haber comido demasiado pato asado, había tenido que pasarse quince días en la cama, con el vientre hinchado». Pero Coupeau lo llevó a mal y sirvió otro muslo a Virginia, gritando: «¡Rayos y truenos! Si no lo terminaba no era una mujer. ¿Por ventura había hecho el pato daño a alguien alguna vez? Por el contrario, el pato curaba las enfermedades del bazo». Aquello se podía comer sin pan, como si fuera un postre. Por su parte, podría pasarse la noche entera comiendo como si tal cosa, y para hacer alarde se metió un enorme trozo entero en la boca. Clemencia terminaba la rabadilla, chupándola y chasqueando la lengua, retorciéndose de risa en su silla por las indecencias que le decía Boche por lo bajo. «¡Cáspita!». Pues sí que era verdad que se hinchaba el vientre. Pero en la guerra como en la guerra, porque si nos contentásemos con dar un chupetín por aquí, otro por allá, cometeríamos la tontería de no aprovecharnos una vez que se nos presenta la ocasión de forrarnos hasta las orejas. En verdad se veía por momentos cómo se inflaban los vientres. Las señoras parecían embarazadas, y en cuanto a ellos, los muy tragaldabas, estaban a punto de estallar bajo la piel. Con la boca abierta y con la barba embadurnada de grasa, ofrecían cierto parecido con los traseros, y tan rojos, que hubiérase dicho traseros de gente rica, nadando en la abundancia.

Pues, ¿y el vino?, ¡hijos míos! Corría por la mesa como el agua por el Sena. Un verdadero arroyo, como cuando llueve y la tierra tiene sed. Coupeau lo vertía desde gran altura, para ver la espuma que formaba el chorro rojo; y en cuanto una botella se vaciaba, bromeaba poniendo la botella boca abajo y retorciéndola como hacen las mujeres cuando ordeñan a las vacas. «¡Una negra más con el cuello roto!». En un rincón de la tienda, el montón de negras iba en aumento, un cementerio de botellas sobre el que se echaban los desperdicios de la mesa. Como la señora Putois pidiera agua, Coupeau, indignado, retiró las jarras por sí mismo. «¿Acaso las gentes honradas beben agua? ¿Quería criar ranas en el estómago o qué?». Y los vasos se vaciaban en un santiamén, oyéndose el glu glu del líquido al pasar por: la garganta, con ruido de lluvia a lo largo de los tubos de desagüe los días de tormenta. Llovía un vino jaranero, que en principio tenía un gustillo a tonel viejo, pero al que se habituaba uno fácilmente, hasta el punto de llegar a encontrarle gusto a miel. A pesar de lo dicho por los jesuítas, el zumo de uva era un invento famoso. Los invitados reían y aprobaban, pues al fin y al cabo el obrero no podría vivir sin el vino; seguro que papá Noel plantó la viña para los plomeros, los sastres y los herreros. El vino desengrasaba y hacía descansar del trabajo y llevaba fuego al vientre de los holgazanes; luego, si el pícaro os hacía alguna de las suyas, ¡qué demonio!, el rey no era vuestro tío. París entero os pertenecía. Como si el obrero, deslomado, sin un céntimo, despreciado por los burgueses, tuviera grandes motivos de alegría, y como si pudiera reprochársele un exceso de vez en cuando, hecho con el único fin de ver la vida color de rosa. ¡Vaya!, ¿no había quién se burlaba del emperador? Quizás el emperador estuviera también bebido, pero esto no significaba nada seguían mofándose de él y le desafiaban a beber más para ponerse más contentos. «¡Callen los aristócratas!». Coupeau despreciaba el mundo enhoramala. Encontraba a las mujeres de rechupete, se golpeaba en el bolsillo donde se peleaban quince céntimos, riendo de buena gana como si hubiera removido piezas de cinco francos a paladas. Goujet mismo, tan sobrio de costumbre, estaba también un tanto alegre. Los ojos de. Boche se empequeñecían, los de Lorilleux palidecían más y más, mientras que los de Poisson lanzaban miradas cada vez más severas, que entonaban con su cara bronceada de viejo soldado. Estaban ya ebrios como cubas. Las señoras también habían bebido con exceso, por lo que se hallaban con las mejillas al rojo vivo y con unas ganas de desnudarse que las impulsaba a quitarse las toquillas; pero la peor era Clemencia, que comenzaba a estar inconveniente. De repente, Gervasia se acordó de las seis botellas de vino de marca; se le había olvidado servirlas con el pato; las trajo y llenaron los vasos nuevamente. Poisson se levantó y dijo con su vaso en la mano:

—Brindo a la salud de la patrona.

Toda la reunión, con gran ruido de sillas removidas, se puso en pie; extendieron los brazos, y chocaron los vasos con un entusiasta clamoreo.

—¡De aquí a 50 años! —dijo Virginia.

—No, no —contestó Gervasia conmovida y sonriente—; sería demasiado vieja. Llega un día en que ya no tiene uno ganas de vivir.

Entretanto, por la puerta abierta de par en par, el barrio miraba y participaba así del festín. Algunos transeúntes se paraban en el espacio de claridad que se extendía por la acera, y reían de buena gana viendo a estas gentes comer con tanta alegría. Los cocheros, inclinados sobre sus pescantes, azotaban a los jamelgos, echaban una mirada y decían alguna broma: «¿Qué, no convidas a nada? ¡Eh!, ¡la madre embaraza voy por la comadrona!…», y el olor del pato regocijaba a toda la calle; los muchachos de la tienda de comestibles creían estar comiéndolo; la frutera y la tripicallera venían a cada momento a plantarse delante de la tienda para olfatear el aire, relamiéndose los labios. Positivamente, la calle reventaba de indigestión. Las señoras Cudorge, la madre y la hija, las vendedoras de paraguas de al lado, a quienes jamás se veía, atravesaron la calle, una detrás de la otra, mirando de reojo encarnadas, como si hubieran hecho alguna travesura. El pequeño relojero, sentado en su establecimiento, no podía ya trabajar, borracho sólo de haber contado las botellas, muy excitado en medio de sus alegres cuclillos. «¡Vaya, los vecinos se comían el humo!» gritaba Coupeau. ¿A santo de qué había que ocultar la reunión?, lanzada ya no le daba vergüenza mostrarse en la mesa; por el contrario, aquella gente arremolinada y con la boca abierta de glotonería les adulaba y les enardecía; hubieran querido quitar la puerta y empujar la mesa hasta el arroyo, para tomarse allí los postres en las mismas narices del público, entre el movimiento de la calle. El verles no resultaba desagradable, ¿no es cierto?; pues entonces no había por qué encerrarse como egoístas. Coupeau, viendo al relojero escupir sin parar, le mostró desde lejos una botella; y como el otro aceptara con un movimiento de cabeza, le alargó ésta y un vaso. De este modo se estableció fraternidad con la calle. Brindaban a la salud de cualquier transeúnte, y se llamaba a los camaradas que parecían barbianes. La comilona se extendía e iba de unos a otros, de tal modo que el barrio de la Goutte-d'Or, en masa, olía la fiesta y se sujetaba el vientre en una bacanal de todos los diablos. Desde hacía un instante, la señora Vigouroux, la carbonera, pasaba y repasaba por delante de la puerta.

—¡Eh! ¡Señora Vigouroux, señora Vigouroux! —aullaron los concurrentes.

Entró, con una risita estúpida, lavado el rostro, gruesa hasta reventar el corsé. A los hombres les gustaba pellizcarla, porque podían hacerlo por cualquier sitio sin encontrar nunca un hueso. Boche la hizo sentar a su lado, y a continuación, disimuladamente, agarró su rodilla por debajo de la mesa; pero ella, habituada a esto, vaciaba tranquilamente un vaso de vino, diciendo que los vecinos estaban asomados a las ventanas y que había gente en la casa que comenzaba a molestarse.

—Esto es cosa nuestra —dijo la señora Boche—. ¿Acaso no somos nosotros los porteros? Pues bien, nosotros respondemos de la tranquilidad… Que vengan a quejarse y verán cómo los recibimos.

En la habitación interior acababa de librarse una furiosa batalla entre Nana y Agustina, con motivo del asador, que las dos querían rebanar. Durante un cuarto de hora, el asador había estado dando saltos por el suelo. En ese momento, Nana cuidaba al pequeño Víctor, que se había atragantado con un hueso de pato: le metía los dedos en la boca y le obligaba a que se tragara buenos terrones de azúcar a guisa de remedio. Esto no le impedía fijarse en lo que pasaba en la mesa grande, y a cada, momento pedía vino, pan y carne, para Esteban y Paulina.

—¡Toma, toma; revienta! —le decía su madre—. ¡A ver si me dejas en paz!

Los muchachos no podían ya más, pero seguían tragando, golpeando con sus tenedores para cantar una canción, con lo que se excitaban mucho más.

En medio del ruido habíase entablado una conversación entre el tío Bru y mamá Coupeau. El viejo, a quien la buena comida y el vino tenían pálido, hablaba de sus hijos, muertos en Crimea: «¡Ah!, si los pequeños hubieran vivido, no le hubiera faltado el pan». Pero mamá Coupeau, con la lengua un poco estropajosa, se inclinaba y le decía:

—¡Cuánto se sufre con los hijos! Yo tengo aspecto de ser muy feliz, ¿no es cierto? Pues bien, lloro en más de una ocasión… No, no desee usted tener hijos.

El tío Bru bajó la cabeza.

—No me quieren en ningún lado para trabajar —murmuró—. Soy demasiado viejo. Si consigo entrar en algún taller, los jóvenes se chancean y me preguntan si fui yo quien lustró las botas a Enrique IV… Aun el año pasado pude ganar un franco cincuenta diarios pintando un puente; había que estar boca arriba, con el río deslizándose por debajo. Desde entonces no me deja la tos… Hoy, ya todo ha concluido, me ponen en la puerta en todos los sitios. Miró sus pobres manos entorpecidas y añadió:

—Y se comprende, puesto que no sirvo para nada. Tienen razón, lo mismo haría yo con ellos… Vea, la desgracia es que yo no me haya muerto. Sí, es mi culpa. Debía uno acostarse y estallar cuando no se es útil para el trabajo.

—En verdad —dijo Lorilleux, que escuchaba—; no comprendo cómo el gobierno no acude en socorro de los inválidos del trabajo… Esto lo leía yo días atrás en un periódico…

Poisson creyó un deber defender al gobierno.

—Los obreros no son soldados —declaró—. Los inválidos son para los soldados… No hay que pedir cosas imposibles.

Habíanse servido los postres. Pusieron en el centro una torta de Saboya, en forma de templete, con un cimborrio de pedazos de melón; y sobre el cimborrio habían plantado una rosa artificial, sobre la cual se balanceaba una mariposa de papel plateado sujeta por un alambre. Dos gotas de goma, en el centro de la flor, imitaban al rocío. A la izquierda, un pedazo de queso blanco nadaba en un plato sopero, mientras que en otro plato, a la derecha, se amontonaban fresones aplastados, cuyo zumo chorreaba. Aun quedaba la ensalada de anchas hojas de lechuga romana empapadas en aceite.

—Vamos a ver, señora Boche —dijo amablemente Gervasia—, un poco más de ensalada. Si ya sé que es lo que más le gusta.

—No, no; gracias. Estoy hasta aquí —respondió la portera.

Cuando la planchadora se volvía del lado de Virginia, ésta se metía los dedos en la boca, como para ver si tocaba la comida.

—En verdad que estoy llena —dijo por lo bajo—. No hay sitio ya ni para un bocado.

—¡Oh!, si empuja un poquito, siempre queda un agujerito. La ensalada se come sin gana… No va usted a despreciar la lechuga —dijo Gervasia.

—Mañana se la comerá usted aliñada —dijo la señora Lerat—. Es como queda mejor.

Las señoras soplaban contemplando con pena la ensaladera. Clemencia contó que un día se había comido tres manojos de berros en el almuerzo; la señora Putois iba más allá todavía, se tomaba los tronchos de la lechuga sin pelar y se comía la ensalada sin condimento. Todas habrían vivido con ensalada, y a creer sus palabras, se la hubieran comido a montones. Con esta conversación, acabaron con ella.

Trajeron los postres, y aquello fue el disloque. Llegaban un poco tarde, pero no importaba; de todos modos se les iba a tratar con cariño. Aunque hubieran tenido que estallar como bombas, no podían dejarse a un lado las fresas y el pastel. Además, no había por qué apresurarse, tenían mucho tiempo: la noche entera era suya. Llenaron los platos de fresas y de requesón. Los hombres encendieron las pipas; y como las botellas de vino de marca estaban vacías, volvieron a echar mano del corriente, y bebían al par que fumaban. Quisieron que Gervasia cortara inmediatamente el pastel de Saboya. Poisson, muy galante, se levantó para tomar la rosa y ofrecérsela a la patrona entre los aplausos de la concurrencia. Ésta tuvo que prendérsela con un alfiler en el lado izquierdo del pecho, sobre el corazón. Con cada uno de sus movimientos la mariposa revoloteaba.

—Díganme ustedes —exclamó Lorilleux, que acababa de hacer un descubrimiento—, estamos comiendo sobre el banco de trabajo, ¡muy bien! Seguramente nunca se ha trabajado tanto encima como ahora.

Aquella malintencionada broma tuvo un gran éxito. Las alusiones «espirituales» empezaron a llover: Clemencia no tomaba una cucharada de fresas, sin decir que daba un planchazo; la señora Lerat pretendía que el requesón olía a almidón; mientras que la señora Lorilleux, repetía, entre dientes, que era cosa extraña que se hiciera correr tan de prisa el dinero en aquellos útiles que con tanto trabajo se habían ganado. Esto levantó una tempestad de risas y de gritos.

Other books

Kilgannon by Kathleen Givens
Carla by Lawrence Block
Honor Among Thieves by David Chandler
The End of the Alphabet by Cs Richardson
Day of the Shadow by Rob Kidd
Stripped Bare by Lacey Thorn
Lucy Surrenders by Maggie Ryan, Blushing Books