La taberna (52 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La taberna
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—¡Cuidado, la maestra!

Efectivamente, la señorita Titreville, una mujer seca y alta, entró. Por regla general se quedaba en la tienda. Las obreras la temían mucho porque no bromeaba nunca. Dio lentamente la vuelta alrededor del tablero donde se hallaban agachadas todas las cabezas, silenciosas y activas. A una obrera la trató de chapucera, obligándola a rehacer unas margaritas. Luego se fue tan rígida como había venido.

—¡Up, up! —repitió Nana en medio de un gruñido general.

—Chicas… Chicas. Verdaderamente… —dijo la señora Lerat poniéndose muy seria—. Me obligareis a tomar medidas.

Pero no la temían. Se mostraba demasiado tolerante, lisonjeada por aquellas pequeñas a quienes salía la alegría por los ojos, a las que llevaba siempre aparte para sonsacarles las cosas de sus amantes; escribiéndoles las cartas, cuando un extremo del banco quedaba libre. Su piel dura, su osamenta de gendarme, se estremecía con alegría de comadre, en cuanto se llegaba al capítulo de las bagatelas. Se ofendía con las palabras de excesiva crudeza, pero con tal de que no se empleasen expresiones de verde subido, podían decir cuanto quisieran.

De Nana podía decirse que completaba en el taller una linda educación. No le faltaban disposiciones, pero acababa perfeccionándose con el trato de aquel montón de muchachas, ya agotadas de miseria y de vicio. Reuníanse las unas con las otras, corrompiéndose mutuamente; la eterna historia de los cestos de manzanas, cuando hay alguna podrida. Es indudable que ante la gente evitaban parecer demasiado desvergonzadas, ni con expresiones desagradables. Guardaban las apariencias como verdaderas señoritas. Pero allá, en los rincones, al oído, las suciedades andaban a la orden del día; no se podían encontrar dos juntas sin que, en seguida, se desternillaran de risa, diciéndose obscenidades. Se acompañaban por la noche, aquel era el momento de las confidencias, relatos que hacían poner los cabellos de punta y que retrasaban en las aceras a las dos muchachas, enardecidas en medio de los codazos de la gente. Para las muchachas que, como Nana, no estaban corrompidas, se respiraba en el taller un olor de tugurio y de noches poco católicas, llevado allí por las obreras busconas en sus moños mal recogidos y en sus enaguas tan arrugadas que parecían haberse acostado con ellas. Las voluptuosas perezas de los días siguientes a las noches de juerga, los ojos rodeados de aquellos círculos negros que la señora Lerat llamaba honestamente los puñetazos del amor, los desmadejamientos, las voces enronquecidas, exhalaban perversión por encima del tablero, entre la brillantez y fragilidad de las flores artificiales. Nana aspiraba con delicia, se embriagaba cuando sentía a su lado a alguna de estas muchachas que ya habían visto las orejas al lobo. Tiempo hacía que se había colocado junto a Lisa, la gran moza, a quien se creía embarazada, y fijaba sus relucientes miradas en su vecina, como si esperara verla inflarse y estallar de repente. Parecía difícil aprender cosas nuevas; la pícara lo sabía todo, todo lo había aprendido en la calle de la Goutte-d'Or. En el taller simplemente veía hacer, y poco a poco iba sintiendo el deseo y el atrevimiento de querer obrar a su vez.

—Aquí nos ahogamos —murmuró ella, aproximándose a una ventana como para bajar la celosía.

Mas lo que hizo fue inclinarse y mirar de nuevo a derecha e izquierda. Al propio tiempo Leonie, que miraba a un hombre parado en la acera de enfrente, exclamó:

—¿Qué hace allí aquel viejo? Hace un cuarto de hora que está mirando hacia acá.

—Algún moscón —dijo la señora Lerat—. Nana, ven a sentarte. Te he prohibido que estés en la ventana.

Nana volvió a tomar los rabos de violetas que enroscaba, y todo el taller se ocupó de aquel hombre. Era un caballero bien vestido, con gabán, de unos cincuenta años; tenía el rostro pálido, muy serio y muy digno, con barba gris, correctamente cortada. Durante una hora se mantuvo en la puerta de un comercio, con la vista fija en las celosías del taller. Las floristas lanzaban risitas que se ahogaban con el ruido de la calle; se inclinaban muy atareadas, por encima del trabajo, pero sin perder de vista al caballero.

—¡Anda! —hizo notar Leonie—. Lleva monóculo. Es un hombre «chic»… Seguramente espera a Agustina.

Pero Agustina, una rubia alta y fea, respondió agriamente que a ella no le gustaban los viejos. La señora Lerat, moviendo la cabeza, murmuró con sonrisa afectada, llena de segunda intención:

—Te equivocas, querida mía, los viejos son mucho más tiernos.

En aquel momento, la vecina de Leonie, una pequeña y regordeta, le soltó al oído una frase, y Leonie, de repente, se tiró sobre su silla en un acceso de risa, revolcándose, lanzando miradas hacia el señor y riendo más fuerte. Balbuceaba:

—¡Eso es, eso es!… ¡Qué sucia es esa Sofía!

—¿Qué ha dicho, qué ha dicho? —preguntó todo el taller, ardiendo de curiosidad.

Leonie se limpiaba las lágrimas sin responder. Cuando se calmó, volvió a su tarea y dijo:

—No se puede repetir.

Insistían, y ella rechazaba con la cabeza, atacada por accesos de risa. Entonces, Agustina, su vecina de la izquierda, le suplicó que se lo dijera por lo bajo, y Leonie accedió, contándoselo con los labios pegados al oído. Agustina se echó atrás a su vez, retorciéndose. Y ella misma repitió la frase que corrió así de oreja en oreja, en medio de las exclamaciones y de risas ahogadas. Cuando supieron todas la suciedad de Sofía, se miraron y se echaron a reír juntas un tanto coloradas y confusas. Sólo la señora Lerat lo ignoraba, por lo que estaba muy contrariada.

—No es de buena educación lo que estáis haciendo, muchachas —dijo—. No se habla nunca en voz baja, cuando hay gente… Alguna indecencia, ¿no es cierto? Es natural.

No se atrevió, sin embargo, a pedir que se lo repitieran, a pesar de las ganas que tenía. Durante un instante, con la cabeza baja, haciéndose la digna, se estuvo regalando con la conversación de las obreras. Ni una de ellas podía pronunciar una palabra; la palabra más inocente a propósito de su obra, era tomada con una doble intención; retorcían el sentido de las cosas, dándole una significación indecente, poniendo alusiones extraordinarias en simples palabras como ésta: «mis alicates están rajados», o bien: «¿quién ha andado en mi pucherito?». Y todo lo aplicaban al caballero que estaba de plantón en frente, y fuese como fuese, siempre era él el blanco de sus bromas. ¡Debían de zumbarle los oídos! Terminaban por decir tonterías de tanta picardía como querían demostrar, lo que no les impedía encontrar aquel juego muy divertido. Estaban excitadas, con los ojos alocados, subiendo cada vez más el tono. La señora Lerat no tenía por qué incomodarse, pues no decían nada con crudeza. Hasta ella misma les hizo desternillar de risa al preguntar:

—Luisa, mi fuego está apagado, dame el tuyo.

—¡El fuego de la señora Lerat se ha apagado! —gritó todo el taller.

Quiso dar una explicación:

—Cuando tengáis mis años, muchachas…

Pero nadie la escuchaba, se hablaba de llamar al caballero para que reavivase el fuego de la señora Lerat.

En aquel barullo de risa, Nana se regocijaba hasta más no poder. Si se le escapaba alguna palabra de doble sentido, había que escucharla a ella misma soltarlas, apoyándolas con un movimiento de la barbilla. Se encontraba en el vicio como el pez en el agua, y enroscaba muy bien sus rabitos de violeta, sin dejar por ello de moverse en la silla. Los enrollaba con verdadera elegancia en menos tiempo del necesario para liar un cigarrillo; bastaba el ademán de tomar una estrechita tira de papel verde, y ¡ala!, el papel se enrollaba en el alambre; en seguida, una gotita de goma en el extremo para pegarlo, y ya estaba hecho, resultaba una brizna de verdura fresca y delicada, muy a propósito para ser colocada en el seno de las damas; la gracia estaba en los dedos, en aquellos deditos de chiquilla, que parecían deshuesados, flexibles y acariciadores. No había podido aprender más que esto del oficio. Así es que le daban a hacer todos los talles del taller de bien que los hacía.

Entretanto, el caballero de la acera de enfrente se había marchado. El taller se calmaba, trabajando en aquel sofocante calor. Cuando dieron las doce, hora del almuerzo, todas se sacudieron. Nana, que se había precipitado hacia la ventana, les gritó que iba a bajar a hacer los recados si querían. Y Leonie le encargó diez céntimos de langostinos. Agustina un cucurucho de patatas fritas, Lisa un manojo de rábanos. Sofía una salchicha. Después, cuando bajaba, la señora Lerat, a quien extrañaba la predilección de su sobrina por la ventana, le dijo, alcanzándola con sus largas piernas:

—Espera, que voy contigo; me hace falta una cosa.

Mas he aquí que una vez en la calle, vio al caballero, plantado como una vela, guiñándose los ojos con Nana. La pequeña se puso colorada. La tía le cogió el brazo de una sacudida y la hizo trotar por la acera, mientras que el caballero iba paso a paso. ¡Con que el adefesio venía por Nana! Muy bien, a los quince años y medio llevaba así a los hombres tras las faldas. Y la señora Lerat empezó a preguntarla. ¡Ay, Dios mío! Nana no sabía nada; la seguía desde hacía cinco días solamente, y no podía sacar la nariz fuera sin tropezarse con él; ella creía que era comerciante o fabricante de botones de hueso. La señora Lerat se quedó muy impresionada. Se volvió mirando al caballero con el rabillo del ojo.

—Desde luego se ve que es hombre de dinero —murmuró ella—. Escucha, gatita mía, me tienes que contar todo. Ahora ya no tienes nada que temer.

Hablando, anduvieron de tienda en tienda, fueron a casa del salchichero, de la frutera, del repostero. Los encargos, envueltos en sus papeles, se apilaban en sus manos. Pero mostrábanse amables, contoneándose, lanzando risitas y ojeadas detrás de sí. La misma señora Lerat se las echaba de graciosa, haciéndose la jovencita, a causa del fabricante de botones que no dejaba de seguirlas.

—Es muy distinguido —declaró cuando volvían a su calle—. Si llevara intenciones honradas…

A medida que iban subiendo la escalera, pareció acordarse de repente de algo:

—A propósito, dime, pues, lo que tus compañeras se decían al oído; ya sabes, la porquería de Sofía.

Y Nana no se anduvo con ceremonias. Agarró a la señora Lerat por el cuello, la obligó a bajar dos peldaños, porque ni en la escalera podía decirse en alta voz, y le refirió la frase. Era tan gruesa, que la tía tuvo que bajar la cabeza cerrando los ojos y tapándose la boca. Ya lo sabía, y no pasaría curiosidad.

Las floristas comían sobre sus rodillas para no ensuciar la mesa. Se daban prisa en comer, porque se aburrían y preferían emplear la hora de la comida mirando las gentes que pasaban o haciéndose confidencias por los rincones. Aquel día trataron de saber dónde se ocultaría el señor de por la mañana; decididamente había desaparecido. La señora Lerat y Nana cambiaron ojeadas, sin decir nada. Era ya la una y diez minutos y las obreras no parecían muy dispuestas a reanudar el trabajo, cuando Leonie, con un ruido especial de los labios, el ¡prrout! con que se llaman los pintores, señaló la proximidad de la maestra. En seguida se sentaron en sus sillas y se pusieron a trabajar. La señora Titreville entró y dio la vuelta con severidad.

A partir de aquel día la señora Lerat se regocijaba con la primera aventura de su sobrina. No la dejaba ya, la acompañaba tarde y noche, poniendo por delante su responsabilidad. Aquello aburría un poco a Nana; mas la engreía el verse así guardada como un tesoro, y las conversaciones que tenían por la calle, con el fabricante de botones detrás de ellas, la excitaban y le daban cada vez más ganas de dar el salto. Su tía comprendía lo que era el sentimiento del amor. Hasta la enternecía el fabricante de botones, aquel señor viejo y conveniente; pues al fin y al cabo los sentimientos en las personas maduras tienen siempre raíces más profundas. Ella únicamente vigilaba. Antes pasaría él por su cuerpo que llegar a la pequeña. Una noche se acercó al caballero y le dijo a boca de jarro que lo que hacía no estaba bien. Él la saludó cortésmente, sin decir nada, como viejo corrido, habituado a los bufidos de los parientes. En verdad, ella no podía enfadarse, porque él demostraba muy buena educación. Y aquí venían los consejos prácticos sobre el amor, alusiones sobre las cochinadas de los hombres, toda clase de aventuras de muchachuelas de las que habían tenido que arrepentirse. Con todo esto, Nana languidecía con ojos de perversidad en su blanco rostro.

Un día, en la calle del Arrabal Poissonnière, el fabricante de botones se atrevió a meter su nariz entre la tía y la sobrina para susurrar al oído cosas que no eran para dichas. La señora Lerat, espantada y repitiendo que ni por sí misma estaba tranquila, soltó el paquete a su hermano. Entonces todo mudó de aspecto. En casa de los Coupeau hubo peloteras tremendas. Primero el plomero dio una paliza a Nana ¿Quién se lo enseñaba? ¡Aquella busconcilla dedicándose a los viejos! ¡Que se dejara sorprender un día y podía prepararse; le cortaría el pescuezo, sin más ni más! ¡Habráse visto! ¡Una mocosa deshonrando a la familia! Y la sacudía diciendo que anduviera derecha, pues sería él quien la iba a vigilar en adelante. En cuanto entraba, la miraba de frente para adivinar si tenía sonrisas en los ojos, o algún besito de esos que se escurren sin ruido. La olfateaba, le daba la vuelta. Una noche recibió una tunda, porque le encontró un cardenal en el cuello. La pícara se atrevió a decir que aquello no era un chupetón, sino que era un cardenal, sencillamente un cardenal que le había hecho Leonie jugando. Ya le daría él cardenales. La impediría campar por sus respetos; le rompería las patas. Otras veces, cuando estaba de buen humor, se burlaba de ella y le decía tonterías. ¡Lindo bocado para los hombres, un lenguado por lo aplanada, y agréguese a esto los hoyos que tenía en las espaldas donde cabían los puños! Nana, sacudida por las cosas indecentes que no había cometido, arrastrada por la crudeza de las acusaciones abominables de su padre, demostraba la sumisión disimulada, al par que furiosa, de los animales atacados.

—¡Déjala en paz! —repetía Gervasia, más razonable—. Acabarás por meterla en gana, a fuerza de hablarle de ello.

¡Ay, sí por cierto, le entraban grandes deseos! Es decir que le ardía el cuerpo en deseos de marcharse y de entregarse, como decía papá Coupeau. La hacía vivir demasiado en aquella idea con la cual una muchacha decente se habría enardecido. Hasta con su manera de expresarse llegó a enseñarle cosas que aun no sabía, lo que era bien extraño. Entonces, poco a poco fue adquiriendo costumbres muy peregrinas. Una mañana la pescó su padre hurgando en un papel para ponerse algo en la cara. Eran polvos de arroz, con los que tenía el maldito gusto de enyesarse el delicado raso de su piel. Le refregó la cara con el papel hasta desollarle el rostro, llamándola hija de molinero. En otra ocasión, ella trajo unos lazos encarnados para reformar su gorra, aquel viejo sombrero negro que tanto la avergonzaba. Preguntóle furiosamente que de dónde venían aquellas cintas. Seguramente las había ganado echándose de espaldas o las había comprado en la feria de las zorras. Sucia o ladrona, o quizá las dos cosas juntas. En varias ocasiones le vio en las manos baratijas, una sortija de cornalina, un par de puños con su encajito, un guardapelo en dublé de forma de corazón; los «Toque V.» que las muchachas suelen ponerse entre los dos pechos. Coupeau quería romperlo todo; pero ella lo defendía con furor, pertenecía a unas señoras que se lo habían regalado; o bien provenían, de cambios hechos en el taller. El corazón, por ejemplo, se lo había encontrado en la calle Aboukir. Cuando su padre se lo destrozó de una patada, se quedó rígida, blanca y crispada, mientras que una rebelión interior la impulsaba a abalanzarse sobre él para arrancárselo. Desde hacía dos años soñaba con aquel corazón, ¡y su padre se lo aplastaba! Encontraba aquello demasiado fuerte y tendría que concluirse.

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