La taberna (43 page)

Read La taberna Online

Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La taberna
7.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dulcemente, sin lanzar un grito, helada y prudente, la planchadora volvió al cuarto de Lantier, éste se había dormido. Se inclinó murmurándole:

—Todo ha concluido; ha muerto, ha muerto.

—Déjame en paz, acuéstate ¡Qué le vamos a hacer si se ha muerto!

Luego se apoyó sobre un codo, preguntando:

—¿Qué hora es?

—Las tres.

—¡Nada más que las tres! Acuéstate, pues te vas a poner enferma… Cuando se haga de día, ya veremos lo que se hace.

Ella siguió vistiéndose sin escucharle, y él entonces se envolvió en la colcha, de cara a la pared, rezongando por la tozudez de las mujeres. ¿Tanta prisa tenía en anunciar a la gente que había un muerto en la casa? Eso no tenía ninguna gracia a medianoche, y se sentía exasperado de ver interrumpido su sueño por ideas tan fúnebres. No obstante, cuando ella hubo llevado a su cuarto sus cosas, hasta sus horquillas, se sentó, sollozando a su gusto, no temiendo ya que la sorprendieran con el sombrerero. En el fondo quería bien a mamá Coupeau y experimentaba gran pena, después de no haber sentido en el primer momento más que miedo y fastidio por haber escogido tan mal hora para dejar este mundo. Lloraba sola, muy fuerte en el silencio, sin que el plomero dejara de roncar; no oía nada, le había llamado y sacudido, y, por último, ser decidió a dejarle tranquilo, reflexionando que sería un nuevo estorbo si llegara a despertarse. Cuando volvió al lado de la difunta, encontró a Nana, incorporada, que se frotaba los ojos. La pequeña comprendió, alargó el cuello para ver mejor a su abuela con su curiosidad de chicuela viciosa; no decía nada, estaba un poco temblorosa, asombrada y satisfecha en presencia de aquella muerte que esperaba desde hacía dos días, como cosa fea, oculta y prohibida a los niños; y ante aquella máscara blanca, adelgazada en el último momento por la pasión de la vida, sus pupilas de gatita se agrandaban, con ese adormecimiento del lomo que la tenía clavada detrás de los vidrios de la puerta cuando iba a espiar lo que no deben mirar las niñas.

—Vamos, levántate —le dijo su madre en voz baja—. No quiero que te quedes aquí.

Se dejó caer de la cama a disgusto, volviendo la cabeza y sin despegar la vista del cadáver. Gervasia estaba muy atareada con ella, no sabiendo dónde meterla en espera de que pase el día. Se decidió a vestirla cuando Lantier, en pantalón y pantuflas, entró al cuarto; ya no podía dormir y se sentía un poco avergonzado por su conducta anterior. Así que todo se arregló.

—Que se acueste en mi cama —dijo por lo bajo—. Tendrá sitio.

Nana levantó sus grandes ojos claros hacia su madre y hacia Lantier; poniendo cara de boba, cara de niña chica cuando se le dan pastillas de chocolate. No hubo necesidad de impulsarla, no por cierto; apretó a correr, en camisa, con los pies descalzos, sin rozar apenas el suelo; deslizóse como una culebra en la cama, que estaba aún calientita, y allí se mantuvo estirada, hundida, con su cuerpecillo abultando apenas bajo la colcha. Cada vez que su madre entraba, la veía con los ojos relucientes en su semblante mudo, sin dormir, sin moverse, muy arrebatada y como si reflexionase sobre grandes asuntos.

Entretanto Lantier había ayudado a Gervasia a amortajar a mamá Coupeau; cosa no muy fácil, por su peso. Nunca se hubiera creído que esta anciana fuera tan gorda y tan blanca. Le pusieron medias, enaguas blancas, una chambra y una cofia; en fin, su mejor ropa. Coupeau seguía roncando, dando dos notas, una grave que bajaba y otra seca que iba en aumento; parecía la música de iglesia que acompaña las ceremonias del viernes santo. En cuanto la muerta estuvo amortajada y extendida como es debido, sobre la cama, Lantier se echó al coleto un vaso de vino para reponerse, pues no andaba muy católico. Gervasia registraba en la cómoda, buscando un pequeño crucifijo de cobre que trajo de Plassans; pero se acordó de que la misma mamá Coupeau debía haberlo vendido. Encendieron la estufa y pasaron el resto de la noche cabeceando, sentados en sillas, terminando la botella empezada, aburridos y con aire culpable.

Hacia las siete, antes de apuntar el día, se despertó por fin Coupeau. Cuando supo la desgracia, se mantuvo al principio sin derramar una lágrima, tartamudeando, creyendo vagamente que se le hacía objeto de una broma. A continuación se tiró al suelo, fue a caer ante la muerta, la abrazaba, lloraba como un becerro con tan gruesas lágrimas, que humedecía las sábanas al secarse las mejillas. Gervasia se había puesto de nuevo a sollozar, muy conmovida por el dolor de su marido, con quien había hecho las paces; tenía mejor fondo de lo que ella creía. La desesperación de Coupeau se mezclaba con un violento mesarse de cabellos. Pasaba los dedos entre sus pelos, tenía la boca aún pastosa, como los días que seguían a los de borrachera, hallándose aún un poco alumbrado, a pesar de sus diez horas de sueño. ¡Por Dios Santo! ¡Su pobre madre, … a quien tanto quería, se había marchado para siempre! ¡Cómo le dolía el cráneo! ¡Aquello acabaría con él! ¡Sentía que la cabeza le daba vueltas y como si le arrancaran el corazón! ¡No, la suerte no era justa encarnizándose así con un pobre hombre!

—Vamos, valor amigo —dijo Lantier levantándolo—. Hay que sobreponerse.

Le acercó un vaso de vino, pero Coupeau se negó a tomarlo.

—¿Qué es lo que tengo? Tengo cobre en el gaznate… Es mamá; en cuanto la vi, sentí el gusto del cobre. ¡Mamá! ¡Dios mío! ¡Mamá, mamá!…

Se volvió a echar a llorar como un niño. A pesar de todo, se bebió el vaso de vino, para extinguir el fuego que le quemaba el pecho. Lantier se marchó en seguida, con el pretexto de ir a prevenir a la familia y de pasar a la Alcaldía a hacer la declaración. Necesitaba tomar aire. Así es que no se apresuró gran cosa y siguió andando, fumando cigarrillos y saboreando el fresco ambiente de la mañana. Al salir de casa de la señora Lerat entró en una lechería de Batignolles para tomar una taza de café bien calentito. Y allí permaneció una hora larga reflexionando.

A partir de las nueve, estuvo toda la familia reunida en la tienda, cuyas puertas dejaron cerradas. Lorilleux no lloró; además tenía trabajo que corría prisa, y subió casi en seguida a su taller, después de haberse condolido un instante poniendo cara de circunstancias. Tanto la señora Lorilleux como la señora Lerat habían abrazado a los Coupeau y se llevaban el pañuelo a los ojos donde brotaban escasas lágrimas. En cuanto la primera hubo echado una ojeada rápida alrededor de la muerta, alzó bruscamente la voz para decir que no tenía sentido común dejar cerca del cuerpo de la difunta una lámpara encendida; lo que había que poner era una vela. Se envió a Nana a comprar un paquete de las más grandes. ¡Se podía uno morir en casa de la Banban, que ella lo arreglaría de una bonita manera! ¡Qué majadera, no saber ni siquiera atender a un muerto! ¿Acaso no había enterrado a nadie en toda su vida? La señora Lerat tuvo que subir a casa de las vecinas para pedir prestado un crucifijo; trajo uno demasiado grande, una cruz de madera negra, donde estaba clavado un Cristo de cartón pintado, que cubrió todo el pecho de mamá Coupeau, y cuyo peso la aplastaba. En seguida fueron a buscar agua bendita, y como nadie tenía, tuvo que ir Nana corriendo a la iglesia para llenar una botella. En un abrir y cerrar de ojos la habitación tomó otro aspecto; sobre una mesita ardía una vela, al lado de un vaso de agua bendita, en el cual se humedecía una ramita de boj. Si ahora viniera gente encontraría todo arreglado, cuando menos. Se colocaron las sillas alrededor de la tienda para recibir visitas.

Lantier no volvió hasta las once. Había ido a informarse a la oficina de pompas fúnebres.

—El ataúd es de doce francos; si queréis una misa, costará diez francos más; y si, por último, viene el coche, que se paga según los adornos…

—Todo es inútil —murmuró la señora Lorilleux, levantando la cabeza con sorpresa e inquietud—. No con eso se la hará volver, ¿no les parece?… Hay que obrar según el bolsillo.

—Sin duda, eso es lo que yo pienso —repuso el sombrerero—. Únicamente me he informado para gobierno de ustedes… Díganme lo que desean, y después de comer iré a hacer los encargos.

Se hablaba a media voz, entre la escasa claridad que iluminaba la habitación por las rendijas de las maderas. La puerta de la pieza estaba abierta de par en par; y por aquella gran abertura salía el terrible silencio de la muerte. Risas infantiles entraban por el patio; un corro de chicuelos giraba en el pálido sol de invierno. De repente oyeron a Nana, que se había escapado de la casa de los Boche, adonde la enviaron. Mandaba con su voz aguda, dando patadas en el suelo, mientras cantaban con gorjeo de pajarillos:

«Nuestro asno, nuestro asno

Tiene malita la pata.

La señora le ha mandado hacer

Una linda cataplasma,

Y zapatos lila, la, la

Y zapatos lila».

Gervasia esperó para decir a su vez:

—No somos ricos; pero quisiéramos portarnos como es debido. Si mamá Coupeau no nos ha dejado nada, no es una razón para echarla al hoyo como a un perro… Hay que rezarle una misa y ponerle un coche bastante bonito.

—¿Quién pagará? —preguntó furiosa la señora Lorilleux—. No seremos nosotros, que hemos perdido dinero la semana última; ni vosotros tampoco, porque no tenéis ni cinco… ¡Ahora veréis dónde os lleva el tratar de deslumbrar a todo el mundo!

Consultado Coupeau, inició un gesto de profunda indiferencia y se volvió a dormir sobre su silla. La señora Lerat dijo que pagaría su parte. Era del parecer de Gervasia; había que mostrarse decentemente. Entonces las dos calcularon sobre un pedazo de papel: en total aquello ascendería alrededor de noventa francos, porque decidieron, después de largas discusiones, que el coche llevara unos estrechos lambrequinos.

—Somos tres —concluyó diciendo la planchadora—. Daremos treinta francos cada una; eso no hace pobre a nadie.

Pero la señora Lorilleux estalló furiosa:

—¡Pues yo me niego, me niego! No es por los treinta francos. Daría cien mil si los tuviera y si pudieran resucitar a mamá; pero es que no puedo tragar a los orgullosos. Tenéis una tienda y no os gusta más que echárosla de potentados ante el barrio. Pero nosotros no pasamos por eso… Allá vosotros. Poned plumas en el coche, si eso os divierte.

—No os pedimos nada —acabó por contestar Gervasia—. Aunque tuviera que venderme, no quiero tener nada que reprocharme. Sin ti he alimentado a mamá Coupeau, sin ti la enterraré también… Ya te canté las verdades una vez; recojo el reto, no voy a dejar a vuestra madre tirada en cualquier rincón.

Entonces la señora Lorilleux se echó a llorar, y Lantier tuvo que impedir que se marchara. La bronca se hacía tan ruidosa que la señora Lerat, lanzando ¡chis, chis! enérgicos, creyó un deber entrar despacito al cuarto y dirigir a la difunta una mirada enfadada e inquieta, como si temiera encontrarla despierta, escuchando lo que se discutía a su alrededor. En este momento el corro de las chiquillas se dejaba oír de nuevo en el patio, y el hilillo de voz de Nana que dominaba a los otros:

«Nuestro asno, nuestro asno,

está malito del vientre.

la señora le ha mandado hacer

una linda cataplasma,

y zapatos lila, la, la

y zapatos lila».

—¡Dios mío!, ¡qué pesados son esos críos con su canción! —dijo Gervasia a Lantier, estremecida y a punto de llorar de impaciencia y de dolor—. Diles que se callen, y lleva a Nana a casa de la portera, a patadas.

Las señoras Lerat y Lorilleux se fueron a comer, prometiendo volver. Los Coupeau se sentaron a la mesa a comer unas salchichas, sin ganas y sin atreverse apenas a tocar los tenedores. Sentíanse muy contrariados, atontados con aquella pobre mamá Coupeau que les pesaba sobre los hombros y parecía que llenaba todas las piezas. Su vida se había complicado. En el primer momento andaban de un lado para otro sin dar pie con bola; sentían un desmadejamiento como al día siguiente de una francachela. Lantier se marchó en seguida para volver a las pompas fúnebres, llevándose los treinta francos de la señora Lerat y los sesenta que Gervasia había ido a pedir prestados a casa de Goujet, con el cabello despeinado, como una loca. Por la tarde llegaron algunas visitas, vecinas picadas de curiosidad, que se presentaban suspirando y moviendo de un lado a otro los ojos llorosos; entraban en la pieza, mirando a la muerta y haciendo la señal de la cruz y movían la ramita de boj mojada en agua bendita; luego se sentaban en la tienda, donde hablaban de la buena mujer, sin dejar de repetir las mismas frases horas y más horas. La señorita Remanjou se dio cuenta de que el ojo derecho de la difunta se había quedado abierto; la señora Gaudron insistía que para su edad tenía hermosas carnes, y la señora Fauconnier se mostró asombrada, pensando que tres días antes la había visto tomar su café. Estaba visto que se marchaba uno demasiado pronto; así es que ya podían ir engrasando las botas. Hacia la noche los Coupeau empezaron a cansarse de las visitas. La verdad es que resultaba enojoso para una familia tener que guardar un cuerpo tan largo tiempo. El gobierno debía de haber dictado alguna ley sobre el particular. Toda una tarde, toda una noche y toda una mañana, así no se acaba nunca. Cuando se han acabado lágrimas, ¿para qué? La pena se trueca en aburrimiento y acabaría una por ser una mal educada. Mamá Coupeau, muda y rígida en el fondo de la estrecha pieza, iba llenando cada vez más toda la casa, llegando a representar un peso que sofocaba a todo el mundo. La familia, a pesar suyo, continuaba su vida ordinaria perdiendo ya todo respeto.

—Tomaréis un bocado con nosotros —dijo Gervasia a las señoras Lerat y Lorilleux cuando volvieron de nuevo—; estamos demasiado tristes y no nos separaremos.

Pusieron la mesa sobre el mostrador. Todos, al ver los platos, pensaban en las comilonas que allí se habían hecho. Lantier estaba de vuelta y Lorilleux bajó. Un pastelero acababa de traer una torta, pues la planchadora no tenía la cabeza para ocuparse de cocinar. Cuando tomaban asiento, Boche entró a decir que el señor Marescot pedía permiso para pasar; el propietario se presentó muy grave, con su gran condecoración en la levita. Saludó sin decir nada y fue derecho a la pieza donde se arrodilló. Era muy religioso; se puso a rezar con recogimiento de sacerdote, y trazó una cruz en el aire, rociando el cadáver con agua bendita con la rama de boj. Toda la familia, que había dejado la mesa, se mantenía de pie, fuertemente impresionada. Cuando el señor Marescot acabó sus devociones entró en la tienda y dijo a los Coupeau:

Other books

Sweet Harmony by A.M. Evanston
Carnival of Secrets by Melissa Marr
Miser of Mayfair by Beaton, M.C.
Let Me Be Your Star by Rachel Shukert
Hide in Plain Sight by Marta Perry