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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (28 page)

BOOK: La sombra de la sirena
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Dudó un instante antes de subir el primer grupo de peldaños, sujetándose a la barandilla con las manos heladas. El trampolín rechinó como protestando. En verano, aguantaba hordas enteras de adolescentes ansiosos que subían y bajaban corriendo, pero ahora el viento lo había desgastado tanto que Christian se preguntaba si aguantaría su peso siquiera. Pero no importaba. Tenía que subir.

Subió unos peldaños más. Ahora no le cupo duda, el trampolín se mecía al viento. Se movía como un péndulo y, con él, se movía su cuerpo de un lado a otro. Aun así continuó y al final llegó a la cima. Cerró los ojos un instante, se sentó en la plataforma y respiró. Luego, abrió los ojos.

Allí estaba ella, con el vestido azul. Estaba bailando en el hielo, con la criatura en los brazos, sin dejar huellas en la nieve. Pese a que iba descalza, exactamente igual que aquella noche del solsticio de verano, no parecía tener frío. Y la criatura solo llevaba ropa fina, pantalones blancos y una camiseta, pero sonreía azotada por el viento gélido como si nada le afectase.

Se puso de pie, se le doblaban las piernas. Tenía la mirada firme y fija en ella. Quería gritar para advertirle que el hielo era débil, que no podía cruzarlo, que no podía pisarlo bailando. Vio las grietas, algunas ya abiertas, otras a punto de abrirse. Pero ella seguía bailando con la criatura en los brazos y el vestido aleteándole alrededor de las piernas. Ella reía y saludaba con la cara enmarcada por aquella melena oscura.

El trampolín se balanceaba. Pero él se quedó erguido, haciendo equilibrios con los brazos para impedir el balanceo. Intentó llamarla a gritos, pero lo único que le salía de la garganta eran sonidos secos. Luego la vio, una mano blanca, mojada. Surgió del agua, trataba de agarrarle los pies a la mujer que bailaba, trataba de coger el vestido, quería arrastrarla a las profundidades. Christian vio a la sirena. La vio con la cara blanca intentando estirar el brazo para coger a la mujer y a la criatura, intentando atrapar a aquella a la que él quería.

Pero la mujer no la vio. Continuó bailando, cogió a la criatura de la mano y lo saludó, movía los pies de un lado a otro por la superficie de hielo, a veces a tan solo unos milímetros de la mano blanca que trataba de atraparla.

Un rayo le cruzó la cabeza. Él no podía hacer nada, estaba allí, impotente. Christian se tapó las orejas con las manos y cerró los ojos. Y entonces surgió el grito. Alto y agudo, le subió por la garganta, rebotó en el hielo y en las rocas, le abrió las heridas del pecho. Cuando guardó silencio, se quitó despacio las manos de las orejas. Y abrió los ojos. La mujer y la criatura habían desaparecido. Pero ahora no le cabía duda. Ella no se rendiría hasta haberle arrebatado cuanto poseía.

L
a niña seguía exigiendo mucho. Su madre dedicaba horas a entrenarla, a flexionarle las articulaciones, a practicar con dibujos y música. Una vez que hubo aceptado la realidad, removió cielo y tierra. Alice no estaba bien
.

Pero él ya no se enfadaba tanto. Ya no odiaba a su hermana por todo el tiempo que le exigía a su madre. Porque ya se le había borrado el triunfo de los ojos. La niña era tranquila y silenciosa. Pasaba el tiempo sola, jugando con algo, repitiendo el mismo movimiento durante horas, mirando por la ventana o sencillamente, mirando la pared, viendo algo que solo ella podía ver
.

Aprendía cosas. Primero, a estar sentada. Luego, a gatear. Luego a caminar. Exactamente igual que otros niños. Solo que a Alice le llevó mucho más tiempo
.

De vez en cuando, con Alice en medio, se encontraba con la mirada de su padre. Por un instante, brevísimo, cruzaban la mirada y él veía en los ojos de su padre algo que no sabía interpretar. Pero se daba cuenta de que lo vigilaba, de que vigilaba a Alice. Y él quería decirle que no era necesario. ¿Por qué iba a hacerle daño, con lo buena que era ahora?

No la quería. Él solo quería a su madre. Pero la toleraba. Alice era un elemento en su mundo, una parte minúscula de su realidad, como el rumor de la tele, la cama en la que se acurrucaba por la noche o el crujir de los periódicos que leía su padre. Era un elemento igual de cotidiano y de insignificante
.

En cambio Alice lo adoraba a él. No conseguía entenderlo. ¿Por qué lo había elegido a él, en lugar de a su madre, con lo guapa que era? Se le encendía la cara cuando lo veía y solo él era capaz de hacer que Alice extendiera los brazos para que la cogiera y la abrazara. Por lo demás, no le gustaba que la tocaran. Normalmente, se encogía y se zafaba cuando su madre quería acariciarla y cogerla en brazos. Él no se lo explicaba. Si su madre hubiera querido acariciarlo y cogerlo de aquel modo, él se habría hundido en su regazo, habría cerrado los ojos y no se habría alejado de ella jamás
.

El amor incondicional de Alice lo desconcertaba. Aun así, le proporcionaba cierta satisfacción el hecho de que alguien lo quisiera. A veces ponía a prueba su amor. Los pocos instantes en que su padre se olvidaba de vigilarlos, cuando iba al baño o a la cocina para coger algo, solía comprobar hasta dónde se extendía el amor de su madre, para ver cuánto podía hacerla sufrir antes de que se le extinguiera la luz de los ojos. A veces la pellizcaba, otras veces le tiraba del pelo. En una ocasión le quitó el zapato y le arañó la planta del pie con aquella navaja que se había encontrado y que siempre llevaba en el bolsillo
.

En realidad, a él no le gustaba hacerle daño, pero sabía lo superficial que podía ser el amor, lo fácil que podía esfumarse. Totalmente fascinado, comprobaba que Alice nunca lloraba, ni siquiera se lo reprochaba con la mirada. Simplemente, lo aguantaba. En silencio, con los ojos claros fijos en él
.

Y tampoco reparó nadie en los cardenales y las heridas que le aparecían por el cuerpo. Alice siempre andaba dándose golpes, cayéndose, chocándose con esto o con lo otro y cortándose. Era como si se moviera con unos segundos de retraso y no solía reaccionar hasta que no estaba ya en medio de algún accidente. Pero tampoco entonces lloraba
.

No se le notaba nada por fuera. Hasta él tenía que admitir que parecía un ángel. Cuando su madre salía a la calle con el cochecito —algo para lo que, en realidad, era demasiado mayor, pero que había que hacer, puesto que era tan lenta caminando—, la gente siempre hacía comentarios sobre su físico
.

—¡Qué niña tan bonita! —gorjeaban. Se inclinaban, la miraban con ojos hambrientos, como si quisieran absorber su dulzura. Y él miraba entonces a su madre, para ver cómo irradiaba orgullo durante un segundo, para verla erguirse y asentir
.

El instante se estropeaba al final. Alice extendía los brazos hacia sus admiradores con aquellos movimientos torpes e intentaba decir algo, pero las palabras se distorsionaban y le colgaba un hilillo de saliva de la comisura de los labios. Entonces retrocedían. Miraban a la madre, primero horrorizados y luego compasivos, mientras se le borraba del semblante todo rastro de orgullo
.

A él nunca lo miraban siquiera. Él no era más que alguien que iba detrás de su madre y de Alice, si es que lo dejaban ir con ellas. Una masa obesa y amorfa a la que nadie dedicaba el menor pensamiento. Pero eso a él no le importaba. Era como si el enojo, lo que le ardía en el pecho, hubiera muerto en el instante en que el agua envolvió la cara de Alice. Ni siquiera notaba el olor en la nariz. Aquel aroma dulzón había desaparecido, como si nunca hubiera existido. También había desaparecido con el agua. Quedaba el recuerdo. No como recuerdo de algo real, sino más bien como la sensación de algo pretérito. Él era ya otro. Alguien que sabía que su madre ya no lo quería
.

E
mpezaron temprano. Patrik no había admitido las protestas en contra de la reunión de las siete en punto.

—La verdad, tengo una imagen algo paradójica de quien se encuentra detrás de todo esto —dijo después de haber sintetizado la situación—. Parece que nos enfrentamos a una persona psicológicamente perturbada que, además, es cauta y muy organizada. Se trata de una combinación peligrosa.

—No sabemos si quien mató a Magnus y quien ha enviado las cartas y ha entrado en casa de Kenneth es la misma persona —objetó Martin.

—No, pero tampoco hay nada que lo desmienta. Propongo que, por ahora, partamos de la base de que todo guarda relación. —Patrik se pasó la mano por la cara. Se había pasado la mayor parte de la noche dando vueltas en la cama y estaba más cansado que nunca—. Cuando terminemos aquí llamaré a Pedersen, a ver si nos puede dar la causa definitiva de la muerte de Magnus Kjellner.

—Iba a tardar unos días más —le recordó Paula.

—Sí, pero no nos perjudicará insistir un poco. —Patrik señaló el cuadro de la pared—. Hemos perdido demasiado tiempo. Hace tres meses que desapareció Magnus y hasta ahora no nos hemos enterado de las amenazas contra estas personas.

Todas las miradas se centraron en las fotografías que formaban una hilera, una junto a otra.

—Tenemos cuatro amigos: Magnus Kjellner, Christian Thydell, Kenneth Bengtsson y Erik Lind. Uno está muerto, los demás han recibido cartas con amenazas de alguien que, creemos, es una mujer. Por desgracia, ignoramos si Magnus recibió alguna carta. Cia, su mujer, no parece saberlo, desde luego. Así que, por desgracia, no creo que lo averigüemos nunca.

—Pero ¿por qué esos cuatro amigos, precisamente? —preguntó Paula mirando las fotos con los ojos entornados.

—Si lo supiéramos, también sabríamos quién se encuentra detrás de esto —respondió Patrik—. Annika, ¿has encontrado algo interesante sobre su pasado?

—Pues… no, por ahora no. Ninguna sorpresa sobre Kenneth Bengtsson. Hay bastante acerca de Erik Lind, pero nada relevante para nosotros. La mayoría son sospechas de actividades económicas dudosas y cosas similares.

—Apuesto a que ese tal Erik está involucrado de alguna manera —dijo Mellberg—. Un tipo escurridizo. Circula más de un rumor sobre sus negocios. Además, es un mujeriego. Está claro que es a él a quien tenemos que investigar más de cerca —aseguró dándose con el dedo un golpecito en la nariz.

—Entonces ¿por qué mataron a Magnus? —preguntó Patrik, que recibió la mirada irritada de Annika.

—No he tenido tiempo de investigar a Christian más a fondo —añadió Annika impertérrita—. Pero seguiré en ello y, naturalmente, si encuentro algo útil, lo comunicaré enseguida.

—No olvides que él fue el primero en recibir las cartas. —Paula seguía mirando las fotos—. Empezó a recibirlas hace un año y medio. Y ha recibido más cartas que ninguno. Al mismo tiempo, resulta extraño que los demás se vean involucrados si solo uno es el objetivo. Tengo la clara sensación de que hay algo que los vincula.

—Estoy de acuerdo. Y fue Christian el primero en llamar la atención de esta persona, eso debería tener algún significado. —Patrik volvió a pasarse la mano por la cara. El ambiente era bochornoso, hacía calor en la habitación y le brotaba el sudor de la frente. Se volvió hacia Annika—: Concéntrate en Christian cuando vuelvas a ello.

—Pues yo sigo pensando que deberíamos concentrarnos en Erik —insistió Mellberg. Miró airadamente a Gösta—: ¿Tú qué dices, Flygare? Después de todo, tú y yo somos los que más experiencia tenemos en esta comisaría. ¿No deberíamos dedicarle algo más de atención a Erik Lind?

Gösta se retorció en la silla. A lo largo de toda su carrera como policía, había conseguido funcionar según la regla del mínimo esfuerzo posible. Pero, tras luchar unos segundos consigo mismo, terminó por menear la cabeza:

—Pues no, comprendo a qué te refieres, pero creo que coincido con Hedström, en estos momentos, me parece que Christian Thydell es más interesante.

—Bueno, si queréis perder más tiempo aún, por mí adelante —replicó Mellberg poniéndose de pie con expresión ofendida—. Yo tengo cosas mejores que hacer que quedarme aquí arrojando margaritas a los cerdos. —Dicho esto, se levantó y abandonó la habitación.

Aquellas «cosas mejores» a las que Mellberg aludía eran, seguramente, echar una siestecita de las largas, pero Patrik no pensaba impedírselo. Cuanto más apartado se mantuviera de la investigación, tanto mejor.

—Bien, entonces, céntrate en Christian —confirmó Patrik con un gesto de asentimiento hacia Annika—. ¿Cuándo crees que tendrás algo para mí?

—Creo que para mañana ya me habré forjado una idea más clara de sus antecedentes.

—Estupendo. Martin y Gösta, vosotros iréis a casa de Kenneth y trataréis de obtener más detalles sobre las cartas y sobre el día de ayer. Quizá también deberíamos hablar otra vez con Erik Lind. Yo, entretanto, en cuanto den las ocho llamaré a Pedersen. —Patrik echó una ojeada al reloj. Solo eran las siete y media—. Paula, luego había pensado que tú y yo podríamos ir a casa de Cia.

Paula asintió.

—Avísame cuando estés listo y nos vamos.

—Bien, en ese caso, todos sabemos lo que tenemos que hacer.

Martin levantó la mano.

—¿Sí?

—¿No deberíamos plantearnos ofrecer algún tipo de protección a Christian y a los demás?

—Sí, naturalmente, lo había considerado, pero no tenemos recursos para ello y, en realidad, carecemos de los detalles suficientes para justificarlo, así que esperaremos. ¿Algo más?

Silencio.

—De acuerdo, en ese caso, en marcha. —Volvió a secarse el sudor de la frente. La próxima vez tendrían que dejar una ventana abierta, pese al rigor del invierno, para que entrara algo de oxígeno y aire fresco.

Una vez que todos se hubieron marchado, Patrik se quedó mirando las fotos. Cuatro hombres, cuatro amigos. Uno, muerto.

¿Qué era lo que los vinculaba?

T
enía la sensación de andar siempre como de puntillas a su alrededor. Nunca estuvieron bien, ni siquiera al principio. Le costaba admitirlo, pero Sanna ya no podía cerrar los ojos a la verdad. Él jamás le permitió que entrara en su vida.

Había ido haciendo lo que se esperaba de él, haciendo lo que había que hacer, la había cortejado y le había dicho cumplidos. Pero en realidad, ella no lo creyó, aunque se negó a admitirlo ante sí misma. Porque él era más de lo que ella nunca soñó. Su profesión podía dar la imagen de vejestorio aburrido, pero Christian resultó ser exactamente lo contrario. Inasequible y elegante, con aquella mirada que parecía haberlo visto todo. Y cuando la miraba a los ojos, ella misma llenaba los vacíos. Él nunca la había querido y Sanna comprendía que siempre lo había sabido. Aun así, se había engañado a sí misma. Había visto lo que quería ver y pasado por alto lo que le rechinaba.

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