La sombra (36 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: La sombra
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Walter Robinson se volvió hacia él.

—Es una obra bonita —comentó.

—Seguro que no esperabas que tuviera algo así.

—Pues no.

—Mi mujer estudiaba arte hace un par de siglos, es decir, antes de los niños, las hipotecas y todo eso, y lo compró en un viaje a Haití. No he entendido nunca por qué alguien puede querer ir allí de vacaciones, ¿sabes? Sólo hay un montón de gente más pobre a cada segundo que pasa. Es por eso que no cejan en intentar venir aquí.

—Una patrulla de la Guardia Costera interceptó otra embarcación delante de cayo Vizcaíno el otro día —indicó Robinson.

—Pues eso, lo que te decía. El caso es que mi mujer cargaba con este trasto dondequiera que fuera, diciendo siempre que algún día valdría algo. ¿Y sabes qué? Ahora debe de valer diez mil, o puede que quince mil. Es la mejor inversión que hemos hecho, aunque quede un poco raro aquí colgado. Tengo que asegurarlo. Yo preferiría una nueva lancha de seis metros. Pero, qué coño, uno se acostumbra a todo.

—Supongo que sí.

—Resulta irónico, ¿no crees?

—¿Porqué?

—Bueno, verás, algún pobre desgraciado pintó este cuadro y quizá le dieron unos dólares por él, a lo mejor lo bastante para una comida, para comprarse un pollo, un bidón de gasolina o algo. Pero nada más. Y su cuadro, bueno, viaja hasta aquí, a Estados Unidos, sin ningún problema, no necesita papeles. Es probable que él estuviera dispuesto a morir para venir aquí, como muchos de esos pobres desgraciados. Y el jodido cuadro vale más de lo que él valdrá nunca. ¿Es irónico o no?

—Pues sí, desde luego.

—Joder, puedes apostarte lo que quieras a que estos cuadros no cruzan el mar en una embarcación renqueante que tiene más probabilidades de hundirse a ochenta kilómetros de la costa que de llegar a Miami Beach. —El Leñador se giró y se sentó con cuidado en una butaca—. ¿Eres aficionado al arte, Walter?

—Me interesa.

—A mí nunca me gustó demasiado. Pero bueno, mi mujer me llevaba a exposiciones y demás. Aprendí a tener la boca cerrada. Estaba allí, asentía, bebía agua con gas importada y comía entremeses. Estaba de acuerdo con todo el mundo. Así es más fácil, sobre todo si no tienes ni puñetera idea.

Todavía llevaba el brazo escayolado hasta el cuello. El yeso se lo inmovilizaba a noventa grados del cuerpo, de modo que el Leñador tenía el aspecto de un pájaro desgarbado que iba dando saltitos con un ala rota.

Hizo una mueca al cambiar de postura.

—Todavía me duele el muy cabrón —masculló.

—¿Qué te han dicho?

—Ya no tienen que operarme más, gracias a Dios. Cuatro meses sujeto como una jodida marioneta, y después de seis a ocho meses de rehabilitación. Luego, tal vez, sólo tal vez, pueda volver al trabajo. Pero no es seguro, ¿sabes? Nadie sabe qué hará en realidad el maldito brazo hasta que intentemos comprobarlo.

—¿Y cómo estás?

—Mi mujer se está volviendo loca conmigo en casa. Los niños también empiezan a cansarse. ¿Sabes qué pasa? Soy como un crío más, coño. No puedo conducir, no puedo hacer casi nada. Ver mucha televisión, sólo eso. ¿Qué diablos encuentra la gente en las telenovelas?

Robinson no contestó, y el Leñador sonrió.

—Yo también me estoy volviendo un poco loco —añadió. Se recostó en la butaca y retorció el cuerpo—. No consigo estar cómodo —explicó. Después de unos segundos cambiando de postura, miró a su amigo con una ceja arqueada—. Dime, Walter, ¿has venido hasta aquí sólo para oírme protestar? Entiéndeme, habría estado bien de ser así pero, vamos, tampoco es que fuéramos amigos íntimos ni nada, así que estoy pensando que tiene que haber otra razón, ¿verdad?

Robinson asintió con la cabeza y en ese momento la mujer entró en el salón.

—El pequeño está durmiendo —dijo—. Gracias a Dios, estará más o menos una hora sin hacer ruido. —Se quedó mirando a Robinson como si esperara que empezara a cantar o bailar.

—Hay un problema en el caso de Leroy Jefferson. Sólo quería que te enteraras por mí y no por otra persona.

—¿Problema? —preguntó la mujer.

—¿Qué clase de problema? —soltó el Leñador con aspereza.

—Se ha probado la inocencia de Jefferson en el asesinato de esa anciana. Y puede aportar información importante sobre el caso, y quizá sobre dos homicidios más. Información muy importante.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que le ofrecerán un trato.

—¡Joder! ¿Qué clase de trato? ¡Ya te diré yo el trato que tendrían que ofrecerle a ese hijoputa! Me gustaría meterle el revólver por el culo y apretar el gatillo. Este es el trato que yo le daría a ese cabrón.

—Vas a despertar al niño —le advirtió la mujer.

El Leñador la miró fijamente. Abrió la boca, pero se detuvo antes de hablar. Se volvió hacia Robinson con los ojos entrecerrados.

—A ver, ¿qué quieres decir?

—Quiero decir que puede quedar libre a cambio de su cooperación.

El Leñador se echó hacia atrás en la butaca, y Robinson imaginó que este movimiento debió de provocarle punzadas de dolor en todo el brazo. El policía gruñó como un perro amenazador.

—¿Me ha disparado y va a quedar impune?

—Estamos intentando presionarlo. Vamos a ofrecerle reducciones de cargos, a ver si cumple algo de condena en la cárcel... —Robinson se detuvo cuando vio la mirada fulminante que le dirigía el Leñador—. Ya conoces lo que es un trato, conoces las prioridades. Sabes cómo funcionan estas cosas.

—Sí. Pero no me imaginé que el puteado sería yo, joder. —El Leñador soltó el aire despacio—. No me gusta nada. Y no creo que vaya a sentarle nada bien al resto del departamento. Me refiero a que, por lo general, a los policías no nos hace ni puñetera gracia que disparen a otros policías, ¿verdad, Walter? No creo que el resto del departamento vaya a estar muy satisfecho cuando el tirador se largue por cortesía del jodido fiscal del condado.

—Va a resolver un homicidio. Nos va a ayudar a sacar de las calles a un hombre realmente malvado.

—Sí, y vais a soltar a otro —replicó el Leñador.

A Robinson le incomodó esta respuesta. Porque era básicamente cierta.

—Lo siento —se disculpó—. Creí que preferirías saberlo por mí.

—Sí, coño, muchísimas gracias. —El Leñador se volvió un momento y giró la cabeza deprisa para mirar con dureza a Robinson—. ¿Lo del trato es cosa tuya, Walter? ¿Tuviste tú la idea?

Robinson no contestó de inmediato. Pensó en el rabino y Frieda Kroner y entonces, de repente, tuvo una visión escalofriante de la Sombra, acechándoles. Y después, con la misma rapidez, pensó en Espy Martínez, y supo que no quería que cargara con la ira y el resentimiento del Leñador, así que apretó los dientes y contestó:

—Sí, por supuesto. El trato es cosa mía.

—Vas a resolver algunos casos, ¿eh? Puede que así escales algunas posiciones. Que te concedan una de esas distinciones del departamento, quizás un ascenso, ¿verdad? El inspector con más casos resueltos. Puede que hasta publiquen cosas sobre ti en los periódicos, coño. La nueva estrella negra de South Beach, ¿no es eso?

—No —respondió Robinson, e intentó pasar por alto el comentario racial—. Tal vez pueda evitar que alguien asesine otra vez. Eso es lo que pretendo.

—Claro —soltó el Leñador con sarcasmo—. Y te importa una mierda que te sirva para promocionarte.

—Estás equivocado.

—Seguro que sí. Me costó nueve años de uniforme conseguir la placa dorada de inspector, y después me han tenido tres años en Robos y Hurtos. ¿No te parece un buen ejemplo de discriminación positiva? ¿Cuánto tardaste tú, Walter? Fuiste directamente a Homicidios, joder. Un ascenso de cojones. No tuviste que pasar tiempo en las trincheras, ¿eh? Y ahora es posible que no vuelva a trabajar nunca más, muchas gracias.

Los dos se quedaron callados. El Leñador parecía estar dándole vueltas a algo.

—Haz lo que tengas que hacer —dijo—. Forma parte del juego. Lo entiendo. Haz lo que tengas que hacer.

Robinson se levantó.

—Muy bien —dijo—. Gracias.

—Y yo haré lo que tenga que hacer —respondió el Leñador.

—¿Qué quieres decir?

—Nada, coño. No he querido decir nada. Y ahora vete.

—¿Qué has querido decir?

—Ya te he dicho que nada. Ya sabes dónde está la puerta.

Robinson quiso decir algo más, pero no pudo. Salió del salón y se dirigió hacia la puerta. Cuando la abría, la mujer lo alcanzó.

—¿Inspector? —dijo en voz baja.

—Sí.

—La detención en la que accedió participar era suya. Usted la organizó, y casi logra que lo maten. Puede haber quedado incapacitado de por vida gracias a usted. ¿Y ahora va a dejar que el desgraciado que le hizo eso salga libre? Espero que se pudra en el infierno, inspector.

Dijo «inspector», pero, por la rabia que vio en sus ojos, Robinson sospechó que tenía una palabra totalmente distinta en mente. Se preguntó por qué no la habría usado.

—Salga de mi casa... —soltó la mujer.

A Robinson le pareció oír una n al final de la frase, como si hubiese estado a punto de soltarle un insulto racial. Pero pensó que quizá se equivocaba, a lo mejor sólo estaba furiosa y no tenía intención de insultarlo. Quizá no se había percatado nunca de que vivía en un mundo tan segregado y tan asustado de los negros como cualquier plantación anterior a la guerra de Secesión. Quizá, pero lo dudaba. Pensó que Miami era así; un lugar donde la gente piensa «negrata cabrón» pero no lo dice en voz alta. Sintió un imperioso deseo de marcharse, de volver a su trabajo. Se limitó a asentir, y dejó atrás el frescor del aire acondicionado para sumergirse en el calor implacable de un mediodía de verano, sintiéndose como si de algún modo hubiera llenado de pisadas un hogar inmaculado. Cuando la mujer cerró de golpe la puerta tras él, oyó el clamor del pequeño, que se había despertado llorando.

Espy Martínez no podía soportar el regocijo que Tommy Alter era incapaz de ocultar en su voz.

—Sabía que entraríais en razón, Espy —dijo.

—No te confundas, Tommy. Es por conveniencia. No tiene nada que ver con la razón.

Los dos estaban sentados en la cafetería del Palacio de Justicia. Un par de cafés intactos humeaban en sus tazas delante de ellos. Otros fiscales y abogados ocupaban otras mesas, rara vez mezclados, y cuando se reunían en una, generalmente era para intercambiar insultos y desafíos, o para cerrar un acuerdo, como Martínez y Alter estaban haciendo. Los demás abogados los miraban de vez en cuando, pero debido a una norma tácita de la profesión, nadie se sentó en las mesas más próximas, con lo que se creó una zona de aislamiento a su alrededor.

—Bueno, como quieras llamarlo. ¿Cuál es la oferta?

—Tiene que cumplir condena en la cárcel, Tommy. No puede disparar a un agente de policía y quedar impune.

—¿Por qué no? La policía fue a detenerlo por algo que no había hecho. Son ellos quienes le echaron la puerta abajo y entraron en su casa armados. Tuvo suerte de que no le dispararan entonces. Tuvo suerte de que tú no lo mataras por algo que no había hecho. A mi entender, tendríais que pedirle disculpas.

—Presenció un asesinato y a continuación robó a la víctima. No sé por qué, pero diría que pedirle disculpas no sería muy apropiado.

—Bueno, nada de condena en la cárcel; ésta es nuestra postura. Aceptará un período de libertad condicional, si queréis. Presentad cargos menores. Allanamiento de morada o agresión. Pero no irá a la cárcel. No después de ayudaros a encontrar a un asesino. Puede que incluso a detenerlo antes de que vuelva a matar.

—¿Qué quieres decir, Tommy? —Espy Martínez inspiró hondo—. ¿Volver a matar? ¿Qué te ha contado? ¿Sabes algo?

—¿He puesto el dedo en la llaga, Espy? No, no puedo decir que sepa nada con certeza. Sólo estaba especulando, ¿sabes? Imagina que hubiera alguna razón por la que esa anciana fue asesinada y que, quizás, esa misma razón pueda aplicarse a alguien más. Es sólo una suposición.

Ella vaciló y Alter sonrió.

—Vais a tener lo que queréis, Espy. Un testigo presencial. Puede que no sea el mejor acuerdo del mundo, pero tampoco es el peor que se haya hecho nunca en este edificio.

—Debe cooperar plenamente, hacer una declaración completa y una descripción. Trabajar con el dibujante. Hacer todo lo que Walter Robinson le pida que haga, y después ir a juicio y declarar toda la verdad cuando lo llamen. ¿Entendido? Cualquier incomparecencia, cualquier reticencia, cualquier declaración falsa o engañosa, cualquier ausencia inexplicada, cualquier lapsus, y se va a prisión por una temporada muy larga, ¿entendido, Tommy?

—Me parece aceptable. ¿Cerramos el acuerdo con un apretón de manos?

—No quiero darte la mano, Tommy.

—No sé por qué, pero lo imaginaba —sonrió el abogado—. Relájate, Espy. Piensa que mi cliente te ayudará a detener a tu hombre y que te convertirás en una heroína. Tenlo presente cuando comparezcamos ante el juez. Me aseguraré de que esté en su lista de causas de mañana por la mañana. Pueden ir a buscar a Jefferson temprano; acaban de pasarlo a una silla de ruedas.

—Quiero hacerlo durante su lista regular, lo más discretamente posible. Una vista rápida y se va con el inspector.

—Claro —aseguró Alter, que sonrió y se levantó—. Me parece lógico.

—Tenemos que mantener la integridad de la investigación.

—Qué bonita e importante suena esa frase. Claro que sí.

—No me hagas enfadar más de lo que ya estoy, Tommy.

—Y ¿por qué iba a querer hacer eso?

Sin esperar respuesta, se volvió y se marchó de la cafetería. Espy vio cómo cerraba el puño y lo movía en el aire para expresar satisfacción. Trató de recordar a los dos ancianos de South Beach y procuró convencerse de que lo que estaba haciendo era casi una medida terapéutica: los mantendría vivos.

Un adolescente larguirucho parecía tener un poco más de velocidad e impulso, y cuando tenía la pelota, daba la impresión de moverse sin esfuerzo hacia la canasta. Desde su posición, sentado en un banco situado delante de la valla con reja metálica, Simon Winter observaba cómo el adolescente dominaba el juego y superaba a jugadores más corpulentos que él.

«Yo era así antes», pensó.

Y con una sonrisa, intentó imaginar qué habría hecho para detener a aquel adolescente. Dejarse llevar por esos pensamientos era como satisfacer la necesidad de golosinas de un niño; no era algo realmente necesario para vivir, pero le proporcionaba un placer efímero. Examinó con atención al adolescente. Era alto; rondaba el metro noventa y cinco, lo que seguía dando a Simon una ligera ventaja en cuanto a la altura. Se dijo que lo primero sería privarle de la pelota. Avanzaría hacia él en ese punto donde le gustaba recibir el pase y no lo dejaría volverse para intentar encestar. Haría que recibiera la pelota en la banda, donde tenía menor margen de maniobra. Lo obligaría a usar la mano izquierda, ya que parecía menos seguro con ella, y cuando tomaba impulso para saltar no se elevaba con la misma potencia. Le cerraría la línea de fondo, para que no pudiera recorrerla por la derecha. Winter concluyó que debería presionarlo para que pudiera practicar aquel lanzamiento en suspensión hacia atrás. Encestaría algunas, pero fallaría la mayoría. Tendría que mover los pies y hacerle trabajar mucho cada vez que recibiera la pelota, hasta hacerle bajar el ritmo y buscar el pase, y cuando esto sucediera, sabría que había hecho bien su trabajo.

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