—No me dieron la preferencia, me tuteaban, ¡cruzaban la puerta antes que yo!
Aunque Federica estaba pero no estaba. «¿Quién dormirá en nuestra cama?», «Corazón, te amo», y también «No puedo vivir sin ti… si no te veo, me moriré…», le escribía a su marido en cartas interminables y melancólicas a las que él contestaba cuando podía:
«Freddy, si supieras lo que me entristece que hayas tenido que pasar todo eso, pensar que cuando me casé contigo mi mayor deseo había sido hacerte feliz». La tinta azul con la que Pablo escribía las cartas intrigaba a Sofía, que le preguntaba incesantemente a Nursi siguiendo las letras con el dedo:
—¿Qué es, Nursi?
—¿Pues qué va a ser? ¡Tinta!
Pablo viajaba incesantemente buscando voluntarios, fondos, el apoyo de sus parientes europeos a su pobre pueblo despedazado.
Y Federica cogía aviones, barcos, helicópteros, en viajes interminables para ir a reunirse con él. ¿Cuántas veces hizo la ruta desde Ciudad del Cabo a Jartum en el pequeño Dakota del general Smuts, tan ligero que a través de las tablas del suelo podía verse la tierra? ¿Cuántos kilómetros hizo en esos cinco años para ver a su marido un día? ¿Cuántas horas, de las 43.800 que tienen esos cinco años, las pasó viajando?
Ella misma se contestaba: «¡Qué más da! ¡Era joven y estaba enamorada!».
Pablo había desplazado de la vida de ella sus otros afectos. Se olvidó completamente de sus cuñadas. Irene había dejado de ser la efímera reina de Croacia, al retirarse los italianos de la guerra, e incluso había llegado a tener un hijo, Amadeo, pero la tragedia se había cernido sobre ella. ¡Inesperadamente los nazis la detuvieron y la internaron en un campo de concentración, en Sartirana, y su rastro se había perdido y sus hermanos temían que fuera a parar a un campo alemán o a las cámaras de gas! ¿No habían ingresado en el terrible campo de concentración de Buchenwald a la princesa Mafalda de Italia, que cantaba el Dúo de las flores con Helena en los lejanos días de Florencia?
En su correspondencia, Federica no le dedicó ningún recuerdo, ni a Mafalda ni a su cuñada Irene.
Tampoco Alejandra mereció su atención. Una Alejandra que dijo que si no la dejaban casarse con Pedro de Yugoslavia se suicidaría. No le hicieron caso y la desgraciada princesa intentó cortarse las venas con el cristal roto de un vaso.
A su boda fueron media docena de personas, y de estas personas no había ni una sola, incluida su madre, que pensara que aquel podía ser un matrimonio feliz.
Pedro, el hijo de la tía María, el antropólogo, se empeñó en llevar a la boda a su mujer, Irina; y cuando el rey Jorge le dijo que era mejor que no lo hiciera, levantó el puño en dirección a Pablo y profirió:
—Mi mujer no es peor que las vuestras.
Aspasia intentaba disculpar en voz baja durante la ceremonia el difícil carácter de su hija:
—El sufrimiento la ha convertido en una anciana amargada.
Cuando el rey Jorge arguyó que Alejandra solo tenía veintitrés años, Aspasia contestó:
—¿Y?
Tampoco Federica tuvo para ellas un recuerdo ni en su correspondencia ni en sus Memorias. Pero todavía es más grave que Federica olvidara a sus propios padres o hermanos, que sobrevivían en el centro más duro del conflicto. Se lo confiesa a su marido sin ambages: «Como siempre estoy pensando en ti y echándote de menos, no tengo tiempo de preocuparme de ellos». Acerca de sus hijos, sin embargo, sí sentía a veces la vaga necesidad de justificarse: «No sufro por los niños… sé que están bien… en Sudáfrica no corren peligro…». Y es cierto; están con Catalina, con Eugenia y Dominic, con la tía María y el tío Jacob, ¡sobre todo con Nursi!, pero alguna añoranza sentiría el corazoncito de Sofía, porque un día su madre, antes de irse al Congo Belga a hacerle una visita a su marido, le ofreció dos fotos suyas, y la princesita escogió una en la que Federica miraba de frente. Cuando su madre le preguntó:
—¿Por qué has escogido esta y no esta otra en la que estoy mirando a lo alto?
La niña, algo ceñuda, rechazó la foto contestando:
—¡No, esa no la quiero! ¡Porque estás mirando a papá!
Sofía, que había crecido con bombas, sirenas, llantos y miseria, ya no le temía a nada. Seguramente incluso se había acostumbrado a que sus padres no estuvieran, ¡otra cosa sería que le faltase su Nursi del alma! Los cuatro niños, Tatiana, Tino, Irene, Sofía, picados por los mosquitos, mal alimentados, sin saber qué iba a ser de sus vidas, hacían casitas debajo de las camas, cogían una silla y construían una carretilla, con piedras y maderas trazaban caminos, cocinaban con yerbajos y con barro reseco hacían chocolate, ¡incluso se untaban la cara con él para parecerse a los nativos!
Sofía hacía el payaso para sus hermanos; ¡hasta que no se reían no quedaba contenta! ¡De pronto parecía la mamá severa y regañona que su madre no era, y un instante después deslumbraba con una risa loca de chiquilla! Se bañaban en pozas, no tenían horarios ni disciplina, se criaban de forma salvaje, rodeados de animales. Así la reina doña Sofía pudo rememorar con pasión aquel tiempo luminoso:
—¡Cinco años de absoluta felicidad! ¡De juegos constantes!
¡De libertad!
¿Es posible que dijera eso? ¿Que lo pensara?
¿Por qué no? ¿No tituló el director Jaime Camino Las largas vacaciones del 36 la película en la que contaba su infancia en la terrible guerra civil española? No queda bien decirlo, pero en las guerras ¡los niños se divierten! En 1944 regresaron a Egipto. A Alejandría. A una casa tan pequeña que la llamaban Caja de Cerillas Palace y que se caía a trozos, literalmente: un día estaban en el comedor y empezó a resquebrajarse el techo, salieron corriendo al jardín y así evitaron que cayera sobre sus cabezas. ¡Se salvaron de milagro! ¡Federica apretó su cruz con más fuerza que nunca!
Los niños enfermaron de varicela, sarampión, y se tuvieron que vacunar de peste bubónica. Claro que no había que preocuparse, ¡su madre no lo hacía! El recuento de las enfermedades de sus hijos apenas ocupa un par de líneas en las Memorias de Federica, sin embargo dedica varias páginas a hablar de una indisposición de riñón de su Palo adorado.
En Alejandría también había bombardeos. Los niños escuchaban las sirenas tranquilamente acostados. Solo Tino lloraba, y Sofía se pasaba a su cama para consolarlo. Federica le reñía:
—Tino, cuando se tienen cinco años no se llora por una cosa tan boba como las sirenas.
Y el pobre Tino contestaba dignamente desasiéndose de su hermana:
—Yo no tengo miedo, ¡el que está asustado es mi estómago!
Allí también había ratas, y un burro asomaba la cabeza por la ventana, y había cucarachas que se subían por las paredes y mosquitos que se achicharraban en las bujías y que producían un crepitar que Sofía no olvidará nunca.
Un día pasaron delante de una casa vecina y oyeron llorar a unas mujeres a gritos. A través de la ventana vieron a un hombre tendido en una cama, muerto. ¿Se asustaron? La verdad es que no. Miraron con curiosidad y después preguntaron por qué lloraban tanto las mujeres. Les contestaron:
—Son plañideras profesionales.
Las últimas Navidades que pasaron en el exilio, de nuevo en el hotel Mina House de El Cairo, Tino y Sofía se metieron en un armario y vieron disfrazarse a Catalina de Papá Noel, ¡y también vieron los juguetes escondidos debajo de la escalera! Pero, como todos los niños del mundo, fingieron que no lo sabían para no desilusionar a sus padres, lo que nos reafirma en la vieja creencia de que son los padres los que creen en Papá Noel y no al revés.
Y es que se podía celebrar la Navidad y hasta acudir a una escuelita inglesa, donde Sofía era muy mala estudiante, ¡no estaba acostumbrada a la disciplina! Porque la guerra mundial se iba terminando, Hitler y Mussolini eran los grandes derrotados y la familia real griega estaba perdiendo el sello de maldita, incluso Inglaterra se había puesto, con tibieza, eso sí, a su lado. Pero con tanta tibieza que la pobre Irene, liberada del campo de concentración de Hirschegg por los aliados, cuando intentó regresar a Italia se encontró con todos sus bienes requisados. Ninguno de sus parientes pudo ayudarla, y su marido, Aimon, tuvo que emigrar a Buenos Aires para intentar salir del agujero. ¡No tenían ni para comer! Los ingleses tampoco quisieron ayudar a su hermana Helena y a su hijo Miguel, al que los soviéticos amenazaban con pegar un tiro o sacarlo a patadas del trono de Rumanía, dependiendo del humor del militar ruso que ese día estuviera al mando.
Pablo y Federica jugaron trabajosamente sus escasos triunfos.
¡Parecía que a Faruk ahora le caían bien! El rey de Egipto, magnánimamente, los recibió en palacio y les enseñó su garaje con los treinta y cinco Rolls Royce Phanton IV y Silver Shadow que había comprado de golpe, especialmente diseñados para él, con salpicaderos en plaqué de oro, alfombras de piel y botiquines empotrados. Las garrafas de cristal tallado y los estuches de maquillaje iban de serie.
Sofía se hizo muy amiga de sus hijas Ferial, Fawzia y Fadia, y juntas volaban cometas y se metían en los establos para admirar el centenar de caballos árabes con orejeras ribeteadas de brillantes, bocados de oro y mantas de cashmere que se alojaban en ellos, cada uno con su nombre escrito sobre una placa de porcelana. Mientras, las madres, Federica y Farida, tomaban té helado y hablaban debajo de los árboles de cosas de mujeres.
Quizás Federica contara que Alejandra y Pedro habían tenido un hijo que se llamaría Alejandro y que había nacido en el hotel Claridge de Londres, al que Winston Churchill había convertido por un día en territorio yugoslavo para conservar los derechos dinásticos del recién nacido al trono de Yugoslavia. Tal vez Federica profiriera una de sus carcajadas características y dijera lo que todos pensaban:
—¡Como si alguien imaginara que Yugoslavia va a volver a tener un rey algún día!
Viendo el desconcierto de sus interlocutores, quizás se había apresurado a aclarar que:
—El tema de Grecia es completamente distinto.
—Claro, claro —contestarían sus nuevas amigas.
Si estaba la tía María, comentaría entre risas que su ahijado Felipe ya había sido invitado varias veces en Windsor:
—Pica alto, el muchacho; ¡al final pescará a Isabel, que ya sabéis que va a ser reina pronto, porque su padre está enfermo! ¡Espero que nos agradezca la educación que le hemos dado!
Y aquí Freddy replicaría cerrando el puño:
—Sí, pero ni aun así los ingleses están dispuestos del todo a ayudarnos.
En este punto quizás la reina Farida aprovecharía para explicar con tristeza el último capricho de su marido, cuyas debilidades conocía muy bien: Faruk quiso encargarle a su amante una botella gigante de Chanel número 5. Cuando su chambelán, Antonio Pulli, le argumentó que faltaban siete horas para que abrieran las tiendas en Egipto, Faruk le dijo:
—¡Vete a París a buscarlo!
Las reuniones bajo las espigas rosadas de los tamarindos y con el aroma turbio de la flor de heliotropo se prolongaban hasta muy tarde; cuando la noche iba cayendo clavaban antorchas en el suelo y ponían música de Cole Porter en la radiogramola. A veces se reunía con ellas la hermana de Faruk, Fawzia, que se hizo muy amiga de la tía María, porque Fawzia, a pesar de su aspecto indolentemente oriental, era feminista y luchaba por el voto femenino en los países árabes.
—¡Pero si aquí no pueden votar ni los hombres ni las mujeres!
—Objetaba Federica, y la tía María y Fawzia la miraban con hostilidad, porque en realidad ellas consideraban que este era un pequeño detalle a punto de solventarse cuando se terminara la maldita guerra.
Sofía no se cansaba de mirar a Fawzia, que solía vestir lánguidos vestidos de gasa color rosa albaricoque y era tan bella que la llamaban «la Venus de Asia», y hasta había sido portada de la revista Life, cosa que le daba bastante envidia a Federica, que nunca había conseguido que la revista norteamericana publicara ni una foto suya. La princesa egipcia estaba casada con el sah de Persia y tampoco era feliz. ¡Su marido le pegaba y la tenía encerrada en palacio! Es de figurar que Federica, que no brillaba por su tacto, hablaría sin cesar de las virtudes que lucía Pablo, del que solía decir:
—¡Es el más perfecto de los maridos y el más dulce de los hombres! ¡Si una bomba cayera sobre él, yo me pondría debajo para salvarle! ¡Su existencia es necesaria y la mía no!
En esos momentos estoy segura de que tanto Farida como Fawzia hubieran recibido alegremente cualquier proyectil que estuviera dirigido a borrar de la faz de la tierra a su simpática amiga.
Se terminó la guerra mundial, pero en Grecia estalló otra guerra peor, porque era entre hermanos. Una guerra civil. Un año y medio, cuatrocientas mil vidas de griegos; muchos de ellos no pudieron ser enterrados y fueron devorados por las alimañas.
Un año y medio más que Federica, Pablo y sus hijos debieron esperar angustiados por la falta de dinero y la incertidumbre de su destino. ¡Quién sabe si alguien necesitará un rey en Grecia!
Me gustaría introducir en este punto un tema de reflexión que creo viene bien a esta altura del relato: cuando durante tantos años se nos ha hablado tanto y tan largo sobre los sufrimientos de la familia real española en el exilio en París, Roma, las neutrales Suiza y Portugal, ¡siempre viviendo en buenos hoteles y elegantes residencias, utilizando coches de lujo, jugando al golf, con una cuadra de caballos digna de un rey, navegando y degustando cócteles! Cuando tantos libros se han dedicado a su sacrificio por la patria, cuyas miserias únicamente han compartido a través de los periódicos.
¿Qué deberíamos decir entonces de la infancia de doña Sofía? ¿De esa época en que se forja la personalidad y se templa el carácter?
Ruido, furia, el fragor de la guerra, muerte, bombas, violencia.
Hambre, chinches, ratas, pulgas, hambre, desprecios. Hambre. No, ¡a mí que no me hablen más de la dura infancia de don Juanito!
Finalmente, en 1946, los griegos votaron la restauración de la monarquía. De repente, aquel pequeño grupo familiar al que nadie daba mucha importancia iba a ponerse a la cabeza de un país que formaba parte de la nueva Europa que estaba saliendo de sus ruinas. El gobierno de Atenas envió un destructor al puerto de Alejandría, aviones británicos trazaban tirabuzones en el aire para despedirlos y oficiales de la armada egipcia esperaban, en perfecta formación, al pie del barco. Nursi vistió a los niños con sus mejores ropas, aun así Sofía llevaba un abrigo que le quedaba corto y Tino se movía con incomodidad en sus zapatones nuevos. Irene, en brazos de María, la doncella, se chupaba el dedo. Federica trataba de caminar con aire majestuoso y paso seguro, no quería que nadie advirtiera las heridas que habían infligido a su orgullo estos largos años de exilio y desprecios, ni sus tacones torcidos.