La soledad de la reina (29 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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Iban todos a la boîte Van Gogó. Juanito se giraba hacia su mujer:

—¿No te importa, Sofi?

¿Qué iba a decir ella? ¡Tampoco se molestaría en escuchar su respuesta! Sacaba a bailar a María Gabriela, primero un rock and roll: Every limbo boy and girl, all around the limbo world.

Juanito y Ella se cogían con una mano, daban vueltas y con los índices de la otra señalaban el techo gritando: «¡Limbo rock, limbo rock!», y Sofía intentaba esbozar una sonrisa que le costaba lo mismo que si le hicieran enroscar tornillos con los labios.

Pero después era un «lento», y Juanito y Ella continuaban juntos en la pista mejilla contra mejilla, contándose secretos al oído o, todavía peor, en silencio:

Ti voglio tenere, tenere, legata con un raggio di sole, di sole, così col tuo calore, la nebbia svanirà e il tuo cuore riscaldarci potra e mai più freddo sentirai.

Un día Sofía se atrevió a preguntarle a María Gabriela si era verdad que había estado a punto de casarse con el sah de Persia, y la rubia princesa italiana se echó a reír:

—¡Él quería, pero a mí me parecía un viejo!

El sah, que había repudiado a la bellísima Soraya porque no podía darle hijos, se acababa de casar con Farah Diba.

Para Pilar, que era la mayor de todo el grupo y que por eso casi nunca quería salir con ellos, de momento no había sahs ni príncipes, pero en el horizonte de María Gabriela sí había aparecido un millonario, el atractivo Robert de Balkany, y Juanito, que la quería como a una hermana, le aconsejaba:

—No seas tonta… te hará muy feliz… ¡es muy rico!

Robert de Balkany estaba separado, pero Juanito, convertido en un hombre de mundo porque se había casado con una princesa extranjera y además tenía ya la vetusta edad de veinticuatro años, la tranquilizaba:

—No te preocupes; que se divorcie y luego pedís la anulación, pero mientras, ya estáis casados; tu padre acabará entendiéndolo…

No concibo mayor crueldad que el hombre del que estás enamorada te empuje a los brazos de otro porque ya no te quiere, pero María Gabriela lo escuchaba en silencio. Al atardecer los dos iban a dar largos paseos por la playa de Guicho. Antes de salir de casa, Juanito le hacía una carantoña a su mujer, la besaba en el cuello y le decía:

—Compréndelo… no tiene a nadie a quien contar sus penas… volveré pronto.

Sofía paseaba también por el pequeño jardín de Carpe Diem, del magnolio al limonero, del limonero al magnolio, añorando quizás los jardines de su querido Tatoi.

No se encontraba bien y se daba cuenta de que estaba embarazada. Al mismo tiempo, con evidente crueldad, alguien hacía correr el rumor de que Olghina de Robilant amenazaba con presentarse en Estoril con su hija debajo del brazo reclamando Dios sabe qué.

Fueron días de tensión inmisericorde.

Finalmente, Sofía hizo su pequeña maleta y se fue a Atenas.

Sola.

Federica se llevó las manos a la cabeza cuando la vio aparecer sin Juanito y se apresuró a declarar que la basilisa había ido para conmemorar el centenario de la monarquía griega que se celebraba en esos días, y que si había llegado sola era porque su marido tenía que cumplir con sus altas responsabilidades. Qué responsabilidades en la ociosa Estoril, no se explicaban, y, como era lógico, la prensa empezó a hablar de las diferencias de la pareja, se comentó la vida libre del príncipe en Estoril, y también se dijo que Sofía ya estaba arrepentida de haberse casado con él.

No fueron simples rumores de revista de cotilleo que, por otra parte, en aquella época no existían, se planteaban en la prensa más seria y llegaban hasta el Parlamento. El diputado Elías Bredimas incluyó una moción en el orden del día pidiendo que si el matrimonio de la basilisa se había roto, como parecía ser, la dote de nueve millones de dracmas debería devolverse al pueblo griego.

Quizás fue la primera —y casi la única— vez en que las desavenencias en el matrimonio de Sofía y Juanito se publicaron libremente en la prensa.

Rememorando aquel episodio otra vez, la reina se indignaba ante Pilar Urbano por lo que ella definía como una mentira cruel y absurda:

—Fue mi primer encontronazo, mi primera decepción con la prensa… no podía entenderlo.

Pero, como solía comentar Franco, «no hay mal que por bien no venga», y alguna ventaja sacó de esa situación. Su madre le aconsejó llamar a su marido para decirle que su conducta debía ser impecable para no dar lugar a la maledicencia.

Juanito soltó una carcajada, y Sofía se propuso hablar seriamente con él. Se lo planteó sin ambages en cuanto regresó a Estoril:

—Nuestros actos tienen un reflejo sobre la gente, debemos tener cuidado con lo que hacemos… Vivimos en una casa de cristal y lo privado a partir de ahora va a ser público…

¿Me atreveré a decir que Sofía había comprendido que solo estas condiciones de tipo político conseguirían apaciguar el temperamento apasionado de su marido?

¿No se acordaría de que don Juan había moderado su comportamiento, en los tiempos de Greta la Griega, cuando se le hizo ver que Franco no toleraría conductas impropias?

¿No había comentado Franco más de una vez con desprecio la inmoralidad de los Borbones y la afición al alcohol y las mujeres del conde de Barcelona?

Para hundir el cuarto clavo en el ataúd de las conductas impropias, Franco les hizo llegar a sus altezas que, aunque él sabía que su proceder era irreprochable, también debían demostrarlo para no dar pábulo a las murmuraciones.

Quien me lo cuenta me secretea:

—Yo también les recordé que Franco no permitía en sus ministros el menor devaneo a riesgo de apearlos de sus cargos. ¡Pero si cuando corrieron rumores de que Castiella se llevaba mal con su mujer Franco lo dejó en el congelador hasta que él personalmente le aseguró que era mentira que se fuera a separar! ¡Le pasó lo mismo a Carrero Blanco con la suya, Carmen Pichot! Hasta a su cuñado Ramón Serrano Suñer lo apartó de su lado porque tuvo una hija con su amante.

Juanito, más que miedo a ese monstruo de mil ojos que se llama opinión pública, temía al Caudillo. Se lo decía a sus amigos:

—Franco me mira y me acojona, ¡me hace sudar por dentro!

¡Tengo miedo de haber hecho algo malo sin darme cuenta!

Sofía, con machaconería típicamente femenina, volvía a la carga:

—¿Qué hacemos aquí? ¡Tenemos que ir a Madrid!

Sabía que su futuro como reina estaba en España, quizás que su tranquilidad conyugal también, bajo el paraguas protector de aquel hombre pacato y puritano que en toda su existencia adulta había convivido únicamente con su mujer y con el brazo incorrupto de Santa Teresa.

Un Franco que empezaba a comentar con malhumor:

—Yo no voy a insistirles… quedan otros príncipes, como el infante don Alfonso de Borbón Dampierre, que es culto y patriota, ¡podría ser una solución si no se arregla lo de don Juan Carlos!

El general Castañón de Mena, jefe de la casa militar de su excelencia, envió a Estoril un alarmante mensaje por persona interpuesta:

—Si Sofía y él no se instalan en La Zarzuela, el palacio pronto estará ocupado por otro príncipe.

Juanito empalideció, su padre también.

Sofía los observaba a ambos, temblorosa de impaciencia.

Juanito carraspeó y le dijo a su padre sin mirarlo:

—Papá, no tenemos más remedio que irnos a vivir a Madrid.

Juan hundió la cabeza. Aquel titán que llevaba treinta años luchando por el regreso de la monarquía a España besó la lona, como los boxeadores que se entregan en el asalto postrero. No quiso hablar para que no se le rompiera la voz y solo hizo un gesto de rendición con la mano.

Cayó encima de él un remolino de cenizas: los treinta años de lucha, un golpe de aire los esparció por el firmamento. La derrota sabía a polvo.

Sofía, la de los pies alados, ya había volado a su habitación, abría la maleta, sacaba las faldas de tergal del armario y las chaquetas de punto, y en un impulso irresistible se había puesto a bailar estrechando las perchas contra su corazón e imitando la voz cálida de Nico Fidenco: Ti voglio tenere, tenere, legata con un raggio di sole, di sole…

Capítulo 7

Cuando Juanito le enseñó a Sofía el Palacio Real de Madrid, le dijo:

—Mira qué horror, aquí vivían mis abuelos, ¡la comida siempre llegaba fría desde las cocinas!

Se cuenta que Sofía preguntó con ingenuidad:

—Ah, ¿entonces aquí es donde se guardan las joyas de la Corona?

De lo que se deduce que seguían pareciéndole poca cosa las cuatro alhajas —la corona de la Chata, la pulsera de zafiros, el broche— que le había dado la reina Victoria Eugenia.

Sin embargo, el palacio de La Zarzuela, con sus paredes de ladrillo rojo y su tejado de pizarra, era muy distinto del Palacio Real y le gustó enseguida, porque era sobrio como Tatoi. A cinco kilómetros del centro de Madrid, muy cerca de El Pardo, donde vivía el Caudillo, es un lugar idílico en el que solo se oyen los pájaros y los grillos, en medio de un espeso bosque de encinas poblado de ciervos, zorros, gamos, ¡en pleno invierno hasta se ven familias enteras de jabalíes!

Aunque por motivos de seguridad está prohibido sobrevolar la zona e incluso realizar fotografías, hasta hace poco salía en Google Maps. En esta perspectiva puede verse que, aun cuando se nos intenta convencer de que el palacio de La Zarzuela es una finca pequeña, el conjunto de los edificios que albergan en la actualidad las distintas dependencias rodeado de uno de los escasos pulmones verdes de la Comunidad de Madrid es impresionante.

Franco realizó obras por valor de cuarenta millones de pesetas, añadiendo al antiguo pabellón de caza de la familia real, destruido por los bombardeos durante la Guerra Civil, un nuevo piso. Allí se instalaron los dormitorios, el de matrimonio —en los primeros trece años de vida en común la pareja compartiría habitación— y los de los futuros hijos, y se modificaron los cuartos de baño. La zona de cocinas y servicio la dispuso en un semisótano, y mandó arrancar el antiguo papel de las paredes con motivos de caza para pintarlas de color blanco.

Pero todo tenía el aire desolado de las viviendas en las que no habitaba nadie, y el golpetazo de una puerta despertaba eco en los interminables pasillos. Aquí y allá la princesa veía algún severo mueble de madera oscura estilo castellano y también alguna vitrina panzuda muy pompadour, un enorme tapiz de Bayeu y una lámpara de veinte brazos, donde se adivinaba la mano de doña Carmen; quizás eran restos que no había podido aprovechar para El Pardo del botín de sus incursiones en los anticuarios españoles; ¡la temían más que a una plaga de langosta!

El primer día, lo primero que hizo Sofía fue abrir los ventanales.

—Juanito, ¡un ciervo!

Quería que su marido participara de todos sus descubrimientos; era el comienzo de su vida en común, de verdad, con casa propia, y le gustaría que recorrieran el camino juntos.

Juanito mascullaba:

—Si tuviera aquí un arma…

Sofía se ponía a gritar por la ventana, aunque el animal ya había huido:

—¡Go away, Bambi!

Quizás recordaba su habitación de Psychico con los dibujos de Walt Disney.

El silencio era absoluto; allí no llegaba ni siquiera el ruido de la carretera, el aire seco y frío parecía que ensanchaba y limpiaba los pulmones, llenándolos de energía. El césped y las flores estaban quemados por el invierno; un jardinero anticuado había trazado unos caminillos de piedra rocosa, y unos escalones afilados como guillotinas delimitaban tres terrazas, cada una ornada por un anémico surtidor. También había geranios.

Las cañerías e instalación eléctrica eran nuevas; se había añadido calefacción y aire acondicionado. Alguien
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advirtió a sus altezas:

—Se ha aprovechado para poner micrófonos.

A partir de entonces, cuando Sofía y Juanito querían hablar de algún tema delicado, salían al jardín.

Fue en el jardín donde Juan Carlos le contestó a un amigo que le preguntó qué tipo de monarquía
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le gustaría instaurar en España:

—Una monarquía de republicanos.

Sofía recorría las estancias, disponía:

—Aquí pondré el secreter, la mesa tiene que ir aquí, no sé si cabrá el piano en el salón…

Como todas las recién casadas, disfrutaba preparando el nido de la familia que acababa de crear, exclusivamente suya, aunque Juanito le advirtiera:

—No te ilusiones mucho… no sabemos cuánto vamos a durar.

Sofía se negaba a escucharlo, ¡llevaba tantos meses esperando ese momento! ¿Cómo meses? Años, toda su vida de pequeña desterrada sin hogar, desde que jugaba a las casitas con sillas en Sudáfrica, mientras en lo alto se columpiaban los murciélagos.

Llamaba a su madre:

—Mamá, envíame todo; lo primero los baúles de ropa, ¡no, no!

Lo primero los armarios; mejor ponlo todo junto en un container, o dos, o tres —al final se necesitaron tres—. ¿Verdad que harás que me envíen todo lo que me habías comprado para Psychico? ¡El piano también, por favor! ¡Y desmonta mi taller de yacimientos y mandádmelos todos aquí!

¡Acuérdate de la lámpara de cristal! ¡Los sofás! ¡Las vitrinas! Y… y…

Federica anotaba a regañadientes. Se había salido parcialmente con la suya, al menos había conseguido sacarlos de Estoril, «el paraíso triste», como lo llamaba Saint-Exupéry, y de Villa Giralda, de esa casa sin futuro, con los padres exiliados que ya no sonreían nunca, la hija ciega, la hermana mayor que no terminaba de casarse y el recuerdo atroz de Alfonsito en todas las habitaciones.

Sí, ¡ella no había criado a su hija para que se uniese a un perdedor!

Claro que Sofía y Juanito tampoco se habían ido a vivir a Grecia, donde podrían aprovecharse de sus consejos… pero Freddy sabía que, si querían acceder al trono de España, tenían una dura tarea por delante: vivir en España para luchar con uñas y dientes por el trono, lo que incluía desde halagar al Caudillo hasta abjurar de su padre.

Sofía canturreaba de felicidad mientras distribuía los muebles ingleses, lámparas, vajillas, ropa de cama, toallas con la JC y la S mezcladas y una corona arriba, ¡hasta las cortinas y las alfombras las hizo llevar de Grecia! Como regalo de boda había recibido treinta y nueve cuadros, que repartió por todas las paredes, desde un Pancho Cossío hasta un Vázquez Díaz, desde un Zobel hasta un Rueda, pasando por Esplandiu, Macarrón, Reyzábal o María Revenga. La familia Mazuchelli, fervientemente monárquica, les había regalado uno de los once retratos de Alfonso XIII que realizó el pintor Benedito. Estaba en el Ministerio de Agricultura antes de la guerra, y fue adquirido a quien lo incautó por la cantidad de 1.492 pesetas. Sofía lo puso en el vestíbulo.

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