De pie, la tía María Bonaparte competía con la condesa de Barcelona, ambas cámara en mano, para ver quién de las dos tomaba las mejores vistas:
—Yo, María, he tomado una foto del monte Olimpo que parece una postal.
Pero María de Borbón dejó de lo más planchada a María Bonaparte contestándole:
—Pues yo, tía María, prefiero dedicarme a hacer fotografías que no salen en las postales.
Ingrid y Federico, Pablo y Freddy.
Como en el poema de John Donne: «¡Todo era verano!».
El tío Ali y la tía Bee hablaban con Eduardo de Kent del accidente de aviación que le costó la vida a su padre y que a él lo convirtió en duque a los seis años. Ellos también habían perdido a su hijo Alfonso, que era aviador del bando nacional, luchando en la guerra civil. Bee, que era prima de la reina Victoria Eugenia y se había casado con un primo de Alfonso XIII, Alfonso de Orleans, se dirigió al príncipe heredero Olav de Noruega, que estaba escuchando la conversación mientras con sus anteojos se dedicaba no a mirar la puesta de sol, sino a sorprender a alguna pasajera en actitud descuidada:
—Es una pena vivir sin padre, ¿no te parece?
Olav suspiró dejando los gemelos a un lado, ¡lo contrario también puede ser una pena!, ¡que vivan demasiado! Olav tenía cincuenta y dos años y seguía siendo príncipe heredero. Cuando oía que los noruegos le gritaban a su padre, de ochenta y cinco años, ¡viva el rey!, suspiraba y se decía amargamente, que sí, vale, tenían razón, pero ¿era preciso que viviera tanto tiempo?
Humberto de Saboya y don Juan tomaban su enésimo whisky. Ambos residían en Estoril, pero a don Juan no le gustaba Humberto, lo encontraba «afeminado», y Humberto se aburría con Juan, con el que no podía compartir sus dos pasiones, la filatelia y la numismática.
La mirada de Juanito, distraída, se posó por primera vez de forma consciente en la hija de sus anfitriones. Iba con una fresca blusa de cuadritos, y hablaba con semblante serio con uno de sus aburridos parientes alemanes. Era Sofía, claro. Bueno, en el barco la llamaban Sophie.
Sofi para Juanito. Ya para siempre Sofi.
Sí, la había saludado cuando habían llegado, por supuesto, pero ¡no era de su estilo! Jorge de Hannover, su tío, le estaba reprochando que no pensase continuar sus estudios en Salem:
—Cuatro años más, Sofía, y podrías tener un título universitario y una formación académica importante, ¡no va a ser tu tía María la única intelectual de la familia!
Juanito se rió para sus adentros, ¿para qué diablos querría una princesa, encima en activo, tener una carrera importante? El tío Ali se burlaba con voz no lo suficientemente baja:
—¡Qué más da que sea inventora o papa de Roma! ¡Lo importante es que tenga un buen lote de hijos!
Por encima de la voz del tío Ali, Sofía, de forma amable pero contundente, ya estaba contestando:
—No, tío Jorge, lo he pensado muy bien, cuando termine el bachillerato regresaré a Grecia, ¡después sería demasiado mayor para volver con gusto! Ya me he apuntado en una escuela de puericultura, me gustaría mucho ser enfermera.
—¿Enfermera? —las erres prusianas de su tío resonaron tanto que pareció que el barco se iba a pique.
—Sí… no me gustaría ser solo una princesa para ir a fiestas y ponerme vestidos bonitos…
Las hijas del conde de París la miraron horrorizadas por encima del Vogue, ¡pero si es lo que hacían ellas!, ¡y lo que pensaban seguir haciendo hasta el día del Juicio Final! Imperturbable, Sofía prosiguió:
—Ya ha pasado la época de los cuentos de hadas… Quiero ayudar a mis padres y hacer algo por mi país, y además, después de las tristes experiencias que hemos tenido todos, no está de más aprender un oficio…
La tía María, que siempre decía lo que pensaba, por algo era psicoanalista, la apoyó:
—¡Claro! Mira tu padre, gracias a que sabía hacer de mecánico pudo trabajar en la fábrica de automóviles en Inglaterra cuando lo botaron de Grecia y no necesitó vivir de la caridad de sus parientes.
Doña María ya iba a salir con lo de sus pretensiones de hacer de cocinera en el Beau Rivage cuando su marido, al que los nobles españoles pasaban una cantidad a fin de mes, se dio por aludido y exclamó acaloradamente:
—Hombre, tía María, aunque yo esté en el exilio sigo trabajando por mi país… por la dinastía… de la mañana a la noche… sin cesar… sin descanso…
Humberto masculló melancólicamente:
—A mí sí me hubiera gustado ser jardinero… pero mi padre se habría reído de mí…
La tía María prosiguió, inflexible:
—Haces muy bien, Sofía. —Y echó una mirada a su alrededor—. Aún recuerdo a tu abuela diciendo: prefiero ser gobernada por un león bien nacido que por cientos de ratas vulgares. Hoy día el que piense así tiene los días contados… Pedro, mi hijo, dice que nuestro fin natural es que nos guillotinen…
—¡Pues qué bien! —respondió María, muy entretenida ahora haciendo una labor de crochet y sin prestar mucha atención a la conversación.
Sofía, mientras hablaba, apoyada en la barandilla, estaba haciendo extraños ejercicios de piernas. Juanito, intrigado por aquella muchachita que tenía unas ideas tan distintas a las suyas y a las de sus amigas, le preguntó acercándose mucho:
—¿Eso que bailas es el syrtos, Sofi?
Ella, muy ufana por haber logrado su atención, levantó una pierna y dio una fuerte patada al aire:
—¿Esto? Es judo, un arte marcial… He dado clases en Salem con un maestro japonés.
El príncipe, que llegaba de dos de las culturas más machistas del mundo, la española y la portuguesa, se rió burlonamente:
—Con un hombre no te servirá de mucho eso, ¿no?
Sin pronunciar palabra, Sofía le cogió la mano, le retorció el brazo y lo tiró al suelo. El príncipe se quedó en una postura cómica, con los brazos en cruz, pero repentinamente agarró un tobillo de Sofía y la hizo caer con gran revuelo de faldas, risas y gorro sarakatsano.
Esta es la versión oficial
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que nos ha llegado. Yo voy a aventurar la mía: Juanito, que solo con diecisiete años ya había tenido larga experiencia con las chicas, se dejó caer para, en el barullo de cuerpos mezclados, intentar la obligación de todo varón en edad de merecer, el viejo y conocido «meter mano». Intentarlo con aquella princesita tan recatada no dejaba de ser un desafío.
Pero yo supongo que Sofía, con los músculos endurecidos por el deporte y amurallada por una virtud a toda prueba, se le resistió bravamente, y don Juanito volvió a los acogedores brazos de su Ella, que, copa de cóctel en mano, había contemplado toda la escena con divertida condescendencia.
Otra espectadora, la reina Federica, se había dado cuenta de todo y se preguntaba qué significaban aquellos rodetes sonrojados en las mejillas de su hija. ¿Sofía y Juanito? ¿En qué cabeza cabe?
Con un gesto apartó ese descabellado pensamiento de su mente, ¡no podían ser más distintos!
—No me sacó a bailar ni una sola vez —se lamentó años más tarde doña Sofía, que, soñadora, también evocó—: Era un juerguista.
Y también, con una punta de reproche:
—Él se lo pasó muy bien…
Don Juan Carlos, por su parte, interrogado al respecto, comentó de forma distraída:
—¿En el Agamemnon, Sofi? Estaba, ¿no? ¡La verdad es que yo no me fijé en ella!
Juanito se lo pasaría muy bien, pero estuvo a punto de terminar muy mal. En el viaje de vuelta, que hicieron en el Saltillo, a la altura de Tánger tuvo un ataque de apendicitis que estuvo a punto de acabar con su vida. Fue operado de urgencia en el mismo Tánger por el doctor Alfonso de la Peña, quien dijo que:
—Si llegan a tardar una hora más, el príncipe se muere.
Si bien el Agamemnon abrió Grecia al mundo, no consiguió del todo sus propósitos casamenteros. Las únicas bodas que salieron del crucero fueron las de María Pía de Saboya y Alejandro de Yugoslavia y, mucho más tarde, Diana de Francia y Karl Wurtenberg.
Pilar no encontró novio; Sofía tampoco.
Y segundo a segundo, como disminuye el día cuando va entrando en el invierno, el sol de Federica se encaminó lentamente hacia su inevitable ocaso. Sus éxitos empezaron a pasarle factura.
Nadie habló del impulso para el turismo que había significado el crucero, pero la oposición empezó a criticar la imagen de ese barco lleno de ricachones y reyes, en su mayoría destronados por los regímenes democráticos de sus países, y culparon a la reina, «la alemana», lo que nos demuestra cuán efímeros son los afectos de los pueblos.
Pero todavía era difícil advertir la grieta entre la familia real y sus súbditos, y Sofía pudo emprender su vida de basilisa con entusiasmo. Y con dolor, ya que estrenó su vida pública con un terremoto de escala 8 que se cebó en las islas Jónicas cobrándose centenares de víctimas.
Federica preparó su botiquín de campaña, se puso zapatos bajos, un grueso abrigo, y cuando salía llevando ella misma un maletín, vio la expresión anhelante de su hija y le preguntó:
—¿Quieres venir? Piensa que será duro. Dormiremos en el Polimitsis, y en algunos sitios estarán enfadados con nosotros, aunque ellos saben que no tenemos ninguna culpa.
Sofía se limitó a desabrocharse el abrigo. Debajo llevaba el uniforme de enfermera que utilizaba en Mitera.
Otra vez el caballo iracundo pateó el planeta.
Los relojes, desde el suelo, marcaban tercamente la hora del terremoto.
Así recuerda el poeta Pablo Neruda la catástrofe que golpeó su ciudad, Valparaíso, porque todos los terremotos se parecen en su afán destructivo y fatal. Sofía no se dejó amilanar por la magnitud de esta tragedia y empezó por lo pequeño. ¡Los niños, que lloraban en las puertas que ya no existían de sus casas que tampoco existían! Hay una foto de ella en esos días. Muy sobria, lejos de las posturas melodramáticas con las que suele obsequiarnos su madre. Sobre el uniforme lleva lo que entonces se llamaba un chaquetón «de existencialista» con trabillas de cuero en su parte delantera. Por el cuello del abrigo le asoma un collarcito de perlas. Ya se la ve con el peinado que no abandonaría en la vida, pelo corto, muy hueco, ondulado, algo rígido. Está curando con algodón y un frasco la pierna de un niño con la cabeza pelada, al que su madre, enlutada, sujeta con aprensión y angustia. Sofía está concentrada en su tarea, las cejas, muy negras y bien dibujadas, sombrean unos ojos graves, tan absortos que casi dan miedo. El niño mira a la cámara
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. Su madre, a la princesa.
Después de dos semanas de recorrer pueblos devastados con olor a indigencia y harapos, de cerrar los ojos de muchos cadáveres, de dormir apenas, de olvidarse de comer, de tener los párpados quemados por las lágrimas, en Zenta, donde solo quedaba en pie el campanario de una iglesia, Sofía se agachó e hizo resbalar la tierra por entre sus dedos. Querría hundir el rostro en ese barro y respirar Grecia.
En Mitera las clases duraban todo el día, el curso de enfermera dos años más un tercero haciendo prácticas en un hospital. Las otras alumnas se quedaban en régimen de internado, pero sus padres no se lo consintieron a Sofía por motivos de seguridad y porque tenía que cumplir con sus deberes como princesa. Se levantaba a las seis, cogía su «escarabajo» de color azul e iba a la escuela, donde trabajaba mañana y tarde y también en horarios nocturnos.
Un día Federica, que tenía un ojo muy crítico para advertir el más leve cambio en el físico de sus hijas y además odiaba la gordura, le dijo horrorizada:
—¡Sofía! ¿Qué pasa? ¿Qué haces, hija, con esas caderas?
Sofía no pudo menos que bajar la cabeza, humillada. Era cierto, devoraba las papillas sobrantes de los niños, hechas con Pelargón, dulces y riquísimas. El resultado fueron unos kilos de más que su madre le obligó a perder rápidamente. Sofía, en esa época, tenía tendencia a engordar, cosa que le preocupaba, y se desesperaba porque creía que sus piernas eran demasiado gruesas. ¡María Gabriela tenía los tobillos tan esbeltos!
Una noche estaba tranquilamente preparando unas inyecciones en el dispensario, cuando vio asomar por la ventana una cabeza. Esta se acercó y en tono jocoso dijo imitando la voz de Nursi:
—Mira, Sofía, el asno de Alejandría.
Tino se echó a reír:
—Es que no acababa de fiarme de que vinieras aquí en lugar de irte a bailar, ¡mamá te da demasiada libertad!
La idea era tan absurda que Sofía ni siquiera se enfadó con la falta de confianza de su hermano.
En Mitera tenían acogidos a huérfanos o niños de familias rotas o muy pobres. Las alumnas primero aprendían con muñecos de plástico y después pasaban a los niños de verdad. Cuentan las crónicas que el primer día en que tuvo que limpiar «caca humana», como hubiera dicho Tino, lo hizo sin ninguna muestra de repugnancia y con absoluta profesionalidad. Le cogió mucho cariño a un huérfano que se llamaba Bunny y buscó para él una buena familia finlandesa.
Y luego, nueve meses después de que pasara por Atenas la VI Flota Norteamericana, nació el negrito Joe. Sofía también consiguió para él una familia: un médico norteamericano negro casado con una griega. A Bunny y a Joe, Sofía los llamaba «mis niños».
Sus profesores destacaban siempre en la basilisa su disciplina y lo responsable que era. Ni en Salem ni en Mitera se señaló que fuera una alumna popular entre sus compañeras; yo creo que si se omitió esa característica en esas referencias llenas de elogios es porque Sofía no resultaba demasiado sociable. Seguía siendo muy reservada y silenciosa.
Una vez más, los cronistas solo hablan de una amiga de aquella época, Joanna Ravanni, a la que continuó viendo después de casada, ya que se la llevó a España para que cuidara a sus hijos, lo que da buena cuenta de la naturaleza de esta «amistad». Sus principales amigos seguían siendo sus hermanos y su prima Tatiana.
Los fines de semana los dedicaba a excavar con su profesora Teofanos Arvanitopoulos y con Irene, que había ido creciendo y había dejado de ser el último «monito», como la llamaba su madre, de la casa. La afición común igualaba a las dos hermanas, que se dedicaban a llenar la casa de cacharros; ¡eran capaces de estar varias horas inclinadas sobre un trozo de cerámica que el resto de la humanidad hubiera tirado tranquilamente a la basura! Incluso escribieron dos libritos, Miscelánea arqueológica y La cerámica de Decelia, que la madre regalaba, orgullosa, a las visitas. También fue a Sofía a la que se le ocurrió que sus excompañeros de Salem podrían ir en verano a ayudar a reconstruir los tesoros arqueológicos destruidos por el terremoto, y también «militariza» a las guías helenas y a los boy scouts con el mismo fin.