La sociedad de consumo (5 page)

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Authors: Jean Baudrillard

BOOK: La sociedad de consumo
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Esta relación parece dar cuenta de la esencia misma del acto de consumir: es un agotamiento recíproco del que consume y de lo que es consumido. La necesidad y el deseo se agotan en este acto ya que no hay límites al consumir. Es igualmente una definición paradójica: mientras el consumidor debería sacar gozo y bienestar, por el contrario, se extenúa puesto que está atrapado en un sistema de signos que le agotan en tanto que consumidor. Es el individuo el que se agota en tanto que sujeto en una relación con necesidades y deseos que se mueven y huyen sin cesar. El acto de agotamiento podría ser representado como una forma de alienación, pero no por lo que falta (lógica de la economía medieval), sino por lo que satisface, creando a la vez insatisfacción. El consumo nunca será una lógica de lo lleno y del demasiado, sino una lógica de la carencia pues ésta está ligada al sistema de producción y de manipulación de los significantes sociales que engendran esa insatisfacción crónica: «El consumo es un mito, es un relato de la sociedad contemporánea sobre ella misma, es la forma en la que nuestra sociedad se habla. […] Nuestra sociedad se piensa y se habla como sociedad de consumo. Al menos mientras consume, se consume como idea de sociedad de consumo».
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. El consumo se entiende, por tanto, como un proceso de significación y comunicación, que según las palabras del propio Baudrillard, reorganiza el nivel primario de las necesidades en la forma de una lengua. Los objetos, las mercancías, los bienes, los cuerpos, los servicios, incluso los mismos actos de compra, se convierten en lenguaje.

Por lo tanto, el consumo es un fenómeno social que comprende dos lógicas que van unidas y que la incomprensión de una supone la incomprensión de la otra. Por un lado la lógica de la comunicación, que está ligada inseparablemente al valor signo que presentan o tienen todos los objetos, bienes, servicios y actos de consumo; en definitiva, las prácticas de consumo que se inscriben en un código que las dota de sentido. Por el otro, la lógica de la diferenciación que viene ligada al valor signo que tiene cada objeto, bien y mercancía (que son diferentes entre sí por su misma función comunicadora). Pero la diferenciación viene dada por el hecho de que las mercancías implican fundamentalmente valores de estatus jerárquico. El valor signo no sólo actúa como rejilla de clasificación social, lógica de la diferencia y diferenciación social, sino que actúa, fundamentalmente, como motor del propio desarrollo del consumo. Necesita justamente afianzarse en la diferencia para cobrar sentido. El objeto que se consume en este tipo de sociedad no es el objeto por sí mismo, por su valor de uso, sino que lo es en función de un sistema de signos, que está codificado como un lenguaje y éste es el que le confiere su estatus de objeto (es el valor signo). Esta sumisión del objeto al signo es el elemento central del consumo puesto que los signos se manipulan por la publicidad y tienen una coherencia lógica que es el no satisfacer nunca completamente la necesidad y dejar abierto permanentemente el deseo. Hablando estrictamente, el consumidor es tomado en un sistema de significantes cuyos signos no tienen límite: hay un umbral de saturación de las necesidades mientras que no lo hay al nivel del signo. Si los consumidores se limitasen a consumir según sus necesidades reales, consumirían menos y en consecuencia se produciría menos también. Habría una determinación razonable de las necesidades necesarias para la simple satisfacción. El consumidor es, pues, el que no se para en la satisfacción de sus necesidades reales, sino que aspira, por la mediación del signo, a satisfacer sin parar necesidades imaginarias, necesidades estimuladas por la publicidad e incitadas por el sistema de retribuciones simbólicas. Es el hombre que consume imaginario ya en su propia acción, pues está sometido al signo del consumo, como la sociedad del consumo está asimismo sometida, no sólo al signo, sino a la realidad de la producción de la realidad misma. El cebo, tanto de la publicidad como del «sistema de objetos», consiste en esconder al consumidor que es, de hecho y ante todo, un productor, pero un productor que está más allá del valor de cambio, es el productor de una «plusvalía simbólica» que encierra todo sentido, esto es, el sentido de la constante reproducción del sistema de signos: «La sociedad de consumo no se designa solamente por la profusión de bienes y servicios, sino por el hecho más importante de que todo es servicio, que lo que está dado para consumir no se ofrece como producto puro, sino como servicio personal, como gratificación.»
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La sociedad de consumo que teoriza Baudrillard se funda en un sistema de signos que no tiene valor racional y objetivo, que no tiene realidad. El mundo del consumo es un mundo de creencia y esperanza sobre los productos, objetos, cuerpos y bienes. Es un pensamiento mágico en el sentido en que el mito triunfa sobre lo racional, la creencia sobre el hecho, la ilusión sobre la verdad. El fundamento de esta creencia es esa capacidad de ceder a los signos, que son todopoderosos y captan en beneficio propio las necesidades y deseos reales, que tan sólo raramente son planteados en términos de realidad y verdad. Cuando había tormenta, los primitivos creían en la cólera divina (proyectaban en un sistema de signos) para conjurar el miedo, porque no se explicaban racionalmente la tormenta mediante sus mecanismos naturales. La creencia, de los actuales consumidores, consiste igualmente en adherirse plenamente a los signos, cuyo significado subyacente es el remedio contra el miedo: el bienestar perpetuo y la felicidad por la profusión de bienes. Signos como «bienestar», «confort», «sexo» o «felicidad» se manifiestan por todas partes puesto que rigen nuestro imaginario. Todos los fantasmas y todas las proyecciones, todos los deseos y todas las necesidades, todas las imágenes y todas las palabras aspiran a ser integradas en él y a perpetuar en el imaginario la consecución del goce anticipándose siempre a lo real. El sentido fundamental del consumo consiste en comprender que hay un auténtico terrorismo del signo que funciona de manera totalitaria. En el sentido de que es él y sólo él el que tiene eficacia: «Las necesidades y las satisfacciones de los consumidores son fuerzas productivas, hoy tan forzadas y racionalizadas como las otras.»
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Baudrillard acaba pasando, pues, la sociedad de consumo por tres grandes tópicos de la tradición estructuralista: lo imaginario, el mito y el inconsciente. La sociedad de consumo podría definirse, así, como la forma global que tienen los hombres y la sociedad de vivir en un «imaginario colectivo». Toda la realidad de los objetos, de la cultura y de las sociedades es captada dentro de este imaginario omnipresente a través de sus signos y sus símbolos. De manera que las características lógicas de este imaginario son la desconfianza y la ocultación de lo real y de la historia. En un mundo de pulsiones y de fantasmas manipulados por los signos, lo real no puede llegar a su propia realidad y a su verdad. La práctica del consumo consiste en una negación esencial del acontecimiento, del enfrentamiento y de la exigencia de la realidad y la verdad. Del mismo modo que los primitivos ignoraban la historia con sus contradicciones y sus dramas porque su pensamiento era mítico, la sociedad de consumo, por la omnipresencia del imaginario colectivo, ya no hace historia y no la reconoce. Lo real no es aprehendido en su trascendencia, está totalmente sumergido en el sistema de signos que se comporta como una pantalla ante la percepción de la realidad. En un universo imaginario no pasa nada, nada se crea ni llega a existir en sí mismo.

Consumir es, pues, huir de la historia en sus contradicciones y de lo real en su verdad. Atrapada constantemente en una proyección indefinida de fantasmas individuales y colectivos, la dimensión de lo real y de la historia se encuentra excluida en beneficio de un gozo inmediato y a corto plazo. Sociedad sin rumbo ni voluntad común, en la que la política no puede llegar más que en forma de fantasmas. Nuestra sociedad es fantasmal y una fantasmagoría (puesta en escena de situaciones y de personajes del imaginario), sociedad ahistórica en el sentido en que Freud habla de la dimensión ahistórica del inconsciente. La psique del consumidor en el fondo no es más que un escaparate o un catálogo: «Las necesidades no son otra cosa que la forma más avanzada de la sistematización racional de las fuerzas productivas en el nivel individual, donde "el consumo" toma el relevo lógico y necesario a la producción.»
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. Se trata así, según sus palabras, de salir de la trampa sociológica, según la cual, queriendo despegarse del economicismo, se ha volcado el análisis hacia un idealismo social, haciendo del consumo un hecho cultural, pero dentro de una misma perspectiva positivista y materialista. Ahora bien, el consumo no puede reducirse a los meros hechos observables por muy reales que sean. Baudrillard propone el análisis de la génesis de la ideología del consumo en sí misma, la lógica que le es propia, es decir, su coherencia lingüística y su racionalidad discursiva; por ello tratará de dar cuenta de una sociedad en la que la conducta de los consumidores se ha convertido en el centro teórico, cognitivo y (a)moral de toda la vida social, el gran integra- dor de lo social. A partir de aquí se puede comprender una vida centrada en lo efímero y la falta de toda sustancia o referencia, siguiendo aleatoriamente el dictado simbólico del mercado. En la típica concepción moderna del hombre y la historia, la idea del autor —de acción y producción— encontraba todo su sentido, en la sociedad de consumo es el acto de consunción (en la inquietante polisemia de sus sentidos) la única práctica que confiere en adelante sentido a las acciones y los objetos. Para la postmodernidad, la centralidad del consumo es un auténtico dogma y el sentido de los objetos crea a sus consumidores, una explosión indomable de signos dota a todo lo demás de significado.

LA DERIVA HACIA EL NIHILISMO POSTMODERNO

Si en este primer período encontramos en Baudrillard un fuerte influjo de autores como Roland Barthes, Claude Lévi-Strauss, Henri Lefebvre o, incluso, clásicos como Ferdinand de Saussure, Friedrich Nietzsche y, sobre todo, Marcel Mauss —en donde hace una revisión critica, pero fundada, de Marx y de su teoría de las necesidades—, en d siguiente paso, que abrirá una segunda época en su obra, va a suponer un intento, mucho más desmedido, de acabar con cualquier lectura materialista —y aquí ya se puede decir que marxista— de la sociedad y de la cultura. La producción, el trabajo, el valor, todo lo que se ha tratado de mostrar como objetivo es, según nuestro autor, un espejo imaginario, la fantasía que trata de imponer orden y disciplina donde sólo hay irracionalidad y simulación
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. Luego, se va a aplicar el mismo rasero teórico al núcleo central de la economía: el intercambio —pieza base de la lógica económica— deja de tener referencias consistentes de cualquier tipo; es la muerte no sólo de cualquier racionalidad, sino de cualquier sentido. El intercambio simbólico desapareció como lenguaje, con sentido mítico, con la desaparición de las sociedades primitivas; el intercambio mercantil ha quedado subsumido y dominado por el orden de los mensajes simbólicos en los cuales también están escritos los elementos de su destrucción; el consumo se ha convertido en el factor determinante y, a la vez, explosivo y descontrolador de la propia disciplina económica, sustituyendo la producción y el trabajo. Ello hace que la teoría de Marx, según Baudrillard, no sólo quede obsoleta, sino que cualquier optimismo en las fuerzas económicas —hasta incluso para su revolución— es ingenuo y desenfocado. Los avances tecnológicos auguran una carrera sin sentido, un final tétrico, provocado por una explosión interna ante la falta de referencias a la que está sometido el hombre moderno. Dios ha muerto, Marx ha muerto, el hombre ha muerto, la economía ha muerto, sólo prevalece el caos de las apariencias
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Como ha señalado, pertinentemente, David Clarke
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, el elemento teórico fundamental de arranque de los argumentos de Baudrillard, sobre el intercambio simbólico como estrategia forzosamente destructiva y catastrófica, es la noción de «parte maldita» del escritor francés Georges Bataille. En el propio Bataille la noción descansa en la idea del dominio, en una paradójica «economía general» como principio de regulación social —expansión, a su vez, de una lectura fundamentalmente irracional y diametralmente opuesta a la que realizó Lévi- Strauss de la lógica del don de Marcel Mauss—; «economía general» radicalmente antieconómica, fundamentalmente destructiva, derrochadoramente violenta. La mirada de Bataille se acaba concentrando en la terrible noción de «la parte maldita». El concepto se refiere a un excedente, a un exceso, a un gasto radical que la cultura occidental ha manipulado cuidadosamente, o reprimido, para preservar el mito de la razón como la esencia del progreso económico, pero esta energía no siempre es posible mantenerla contenida, y se disipa. Detrás del mismo hecho de cultura, parcialmente oculto, pero siempre operando potentemente, aparece la dionisíaca visión de una virulenta energía destructiva ligada a situaciones caracterizadas por puro gasto, pérdida o despilfarro: sacrificio, muerte, o, incluso, la pérdida de la identidad en el éxtasis sexual extremo. Pulsión pura, descarga, violencia, muerte ritual, el exceso gratuito, a la vez, excluido y sustentado, como base fundante de lo económico y de lo social
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Las resonancias de este planteamiento en la obra de Baudrillard son evidentes. El nihilismo energético y carnal de Bataille se convierte en un estilismo frío, sofisticado y virtual en Baudrillard que, por este camino, ha eliminado ya toda intención crítica, porque cree estar en un punto sin retorno, en el que no queda otra cosa que la ironía como estrategia frente a la seducción de un mundo que no hace más que expandirse enloquecidamente. En este punto el contacto de Baudrillard, por él rechazado, pero mil veces dictaminado con el movimiento postmoderno
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, es evidente; la larga trayectoria intelectual de nuestro autor se puebla de espacios virtuales sin sujetos y de juegos de lenguaje sobre la inutilidad de la crítica. La deriva hacia el nihilismo y el incremento de la fascinación por la seducción de los objetos como depositarios del poder de los deseos se ha ido haciendo así omnipresente a lo largo de la obra de Baudrillard, estando sus trabajos de la década de los ochenta y primeros noventa en primera línea de interés de la reelaboración postmoderna de la creación artística y la vida cultural postmoderna. En esta época de su obra aparece un enorme culto al objeto que acaba siendo el que controla el poder y el verdadero sujeto absoluto de la civilización contemporánea, porque es el sujeto absoluto sobre el que todos los deseos se vuelcan; éste era ya el argumento central de Baudrillard en su libro sobre la seducción
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y, a partir de ahí, sólo tiende a reforzarse y sofisticarse. Sociedad entonces sin sujetos, viviendo en un mundo infinito de apariencias, sin unidad ni razón, totalmente fragmentada y que se reproduce por una especie de metástasis permanente; no es que la sociedad se dirija hacia el abismo, es que vive y vivirá en el abismo permanentemente. La salida irónica es el hi- perconformismo destructor, aquel que hace que las estrategias fatales del sistema avancen, se autodestruyan y autoconsuman, en una especie de fagocitación del sentido y la razón. No hay más esperanza que la desesperanza de vivir en el consumo, como una especie de seductora enfermedad terminal: son las estrategias fatales donde la metáfora del cáncer es la más próxima para describir la sociedad de consumo
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. Más tarde, la celebración del Apocalipsis sin fin ha continuado, avisándonos de la disolución de todos los signos duros de la historia y la cultura occidental, la sociedad occidental ha muerto por sobredosis de comunicación. Uno de los artículos más difundidos de Jean Baudrillard es el de «El éxtasis de la comunicación», y en él se lee que todas las funciones sociales quedan subsumidas en una única dimensión, la de la comunicación, y ésta pronto tiende hacia la orgía y el éxtasis, así como todos los acontecimientos, los espacios y las memorias son subsumidos en la única dimensión de la información que llega pronto a su límite tendencial: la obscenidad, puesto que la obscenidad ya no está ni en lo oculto, lo oscuro o lo reprimido, sino en lo visible, lo demasiado visible. Es la obscenidad de lo que ya no tiene secreto, de lo que es enteramente expuesto por la información y la comunicación
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. Y esto es lo mismo que lleva a un prodigioso atasco de los sistemas, a un desarreglo por hipertelia, por exceso de funcionalidad por saturación
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