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Authors: Jean Baudrillard

BOOK: La sociedad de consumo
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El aparato del
múltiple choice
también es un medio masivo, aun cuando en él el juego parece individualizarse. En esta máquina tragaperras, en la que la destreza intelectual se ilumina con luces y señales sonoras —admirable síntesis entre el saber y el aparato electrodoméstico—, lo que programa al jugador es la instancia colectiva. El medio
Computer
es sólo la materialización técnica del medio colectivo, de ese sistema de señales de Mínima Cultura Común que ordena a cada individuo la participación de todos y de cada uno.

Repitámoslo: es inútil y absurdo confrontar y oponer en valor la Cultura erudita y la Cultura mediática. Una tiene una sintaxis compleja, la otra es una combinatoria de elementos que siempre puede disociarse en términos de estímulo/reacción, de pregunta/respuesta. Así es como la cultura mediática encuentra su ilustración más viva en el juego radiofónico. Pero ese mismo esquema rige, mucho más allá de ese espectáculo ritual, el comportamiento del consumidor en cada uno de sus actos, en su conducta generalizada, que se organiza como una sucesión de respuestas a estímulos variados. Gustos, preferencias, necesidades, decisión: tanto en materia de objetos como de relaciones, el consumidor está permanentemente solicitado, está siendo «interrogado» y conminado a responder. En ese contexto, la compra puede asimilarse al juego radiofónico: hoy es menos una decisión original del individuo en procura de la satisfacción concreta de una necesidad, que, sobre todo, la
respuesta a una pregunta
, respuesta que hace participar al individuo en el rito colectivo del consumo. Es un juego, en la medida en que cada objeto se presenta y ofrece siempre dentro de una gama de variantes, entre las cuales el individuo está conminado a elegir: el acto de compra es la elección, es la determinación de una preferencia —exactamente como entre las diversas respuestas propuestas por el
Computer
—. El comprador
juega
, respondiendo a una pregunta que nunca es la directa, la referente a la utilidad del objeto, sino que es la indirecta, la relativa al «juego» de variantes del objeto. Este «juego» y esta elección que lo sanciona caracterizan al comprador/consumidor en oposición al usuario tradicional.

LOS MÍNIMOS COMUNES MÚLTIPLOS

La Mínima Cultura Común de las ondas radiofónicas o de las grandes revistas de la prensa se duplica hoy en una filial artística. Me refiero a la multiplicación de las obras de arte, de la que la Biblia, a su vez multiplicada y entregada a las multitudes en forma de fascículos semanales, ofrece el prototipo milagroso en la célebre multiplicación de los panes y los peces al borde del lago de Tiberíades.

En la Jerusalén celeste de la cultura y del arte, ha soplado un gran viento democrático. El «arte contemporáneo», de Rauschenberg a Picasso, de Vasarely a Chagall y los más jóvenes, hace su inauguración en las grandes tiendas Printemps (es verdad, en el último piso y sin comprometer el departamento de «Decoración» del segundo piso, con sus puertos marítimos y sus atardeceres). La obra de arte escapa a la soledad adonde fue confinada durante siglos, como objeto único y momento privilegiado. Los museos, como es bien sabido, eran además santuarios. Pero ahora, las masas han tomado el sitio del poseedor solitario o del aficionado ilustrado. Y no sólo la reproducción industrial hará las delicias de las masas. La obra de arte misma es a la vez única y colectiva: el Múltiplo. «Iniciativa feliz: Jacques Putman acaba de editar, bajo la égida de las tiendas Prisunic, una colección de estampas originales a un precio muy accesible (100 F)… Ya nadie considera anormal adquirir una litografía o un aguafuerte
al mismo tiempo que un par de medias o un sillón de jardín
. En la galería L'Œil, acaba de exponerse la segunda "Suite Prisunic" y desde entonces está en venta en sus tiendas. No es una promoción ni una revolución (!). La multiplicación de la imagen responde a la multiplicación del público que comporta fatalmente (!) lugares de encuentro con esta imagen. La investigación experimental ya no da por resultado la esclavitud del poderío y del dinero: el aficionado bienhechor cede su lugar al
cliente participante. .
. Cada estampa, numerada y firmada, tiene una tirada de 300 ejemplares… ¿Victoria de la sociedad de consumo? Puede ser. Pero, ¿qué importa mientras la calidad esté a salvo? Quienes hoy no quieren comprender el arte contemporáneo son quienes lo aprecian.»

El arte especulación, basado en la escasez del producto, está acabado. Con los «Múltiplos ilimitados», el arte penetra en la época industrial (aunque se da el caso de que esos múltiplos, al ser limitados en su tirada, se convierten, aquí y allá, en objeto de un mercado negro y de una especulación paralela: astuta ingenuidad de quienes los conciben y los producen). La obra de arte en la tienda de embutidos, la tela abstracta en la fábrica… Deje de decir: El arte, ¿qué es eso? Deje de decir: El arte… algo demasiado caro. Deje de decir: El arte no es para mí. Lea
Las Musas.

Sería demasiado fácil decir que nunca una tela de Picasso exhibida en una fábrica abolirá la división del trabajo y que nunca la multiplicación de los múltiplos, aunque se realice, abolirá la división social y la trascendencia de la cultura. Sin embargo, la ilusión de los ideólogos del Múltiplo (no hablamos de los especuladores conscientes o subconscientes que, artistas y traficantes, son de lejos los más numerosos en el negocio) y, de manera más general, de la difusión o de la promoción cultural, es instructiva. Su noble esfuerzo por democratizar la cultura, o entre los diseñadores, por «crear bellos objetos para la mayor cantidad de gente posible» se resuelve visiblemente en un fracaso o, lo que viene a ser lo mismo, en un éxito comercial tal, que se vuelve sospechoso. Pero esta contradicción es sólo aparente: subsiste porque esas almas bondadosas se obstinan en
tomar la Cultura por un universal, al tiempo que quieren difundirla con la forma de objetos finitos
(independientemente de que sean únicos o multiplicados por mil). Lo que hacen no es más que aplicar la lógica del consumo (es decir, la manipulación de signos) a ciertos contenidos o ciertas actividades simbólicas que, hasta el momento, no estaban sometidas a ella. Multiplicar las obras no implica en sí mismo ninguna «vulgarización» ni «pérdida de calidad»: lo que ocurre es que las obras así multiplicadas, en su condición de objetos en serie, se vuelven efectivamente homogéneas «junto con las medias y los sillones de jardín» y adquieren su sentido en relación con ellos. Ya no se oponen, en cuanto
obra
y sustancia de sentido, en cuanto significación
abierta
, a los demás objetos
finitos
; han llegado a ser en sí mismas objetos finitos y entran en la panoplia, la constelación, de accesorios a través de los cuales se define la posición «sociocultural» del ciudadano medio. Esto, en el mejor de los casos, suponiendo que todos tuvieran realmente acceso a ellos. Por el momento, sin dejar de ser obras, esas seudoobras continúan siendo objetos escasos, económica o «psicológicamente» inaccesibles para la mayoría, y realimentan, como objetos distintivos, un mercado paralelo un poco ampliado de la Cultura.

Tal vez sea más interesante —pero el problema es el mismo— ver qué se consume en las enciclopedias por entregas:
La Biblia, Las Musas, Alpha, El Millón
, en las ediciones musicales y de artes plásticas de gran tirada,
Grandes pintores, Grandes músicos
. Como sabemos, en estos casos, se apunta a un público muy amplio: todas las capas medias escolarizadas (o cuyos hijos están siendo escolarizados) en el nivel secundario o técnico, empleados, personal intermedio.

A estas grandes publicaciones recientes, hay que agregar aquellas que, desde
Ciencia y Vida
hasta
Historia
, etc., alimentan desde hace tiempo la demanda cultural de las «clases promovibles». ¿Qué buscan éstas en la frecuentación de la ciencia, de la historia, de la música, del saber enciclopédico? Es decir, ¿en la frecuentación de disciplinas instituidas, legitimadas, cuyos contenidos, a diferencia de los que difunden los medios de comunicación masiva, tienen un valor específico? ¿Buscan un aprendizaje, una formación cultural real o un signo de promoción? ¿Buscan en la cultura un ejercicio o un bien de apropiación, un saber o una jerarquía? ¿Hay también en este caso un «efecto de panoplia» que, como vimos, designa —como signo entre otros signos— el objeto de consumo?

En el caso de
Ciencia y Vida
(nos referimos aquí a un sondeo realizado por el Centro de Sociología Europea) entre lectores de esa revista, la demanda es ambigua: hay una aspiración camuflada, clandestina, a la cultura «cultivada» a través del acceso a la cultura técnica. La lectura de
Ciencia y Vida
es el resultado de una posición intermedia; aspiración a la cultura privilegiada pero con una contramotivación defensiva que toma la forma de repudio del privilegio (es decir, al mismo tiempo aspiración a la clase superior y reafirmación de la posición de clase). Más precisamente, esta lectura hace las veces de
signo de adhesión
. ¿A qué? A la comunidad abstracta, al colectivo virtual de todos aquellos animados por la misma exigencia ambigua, de todos los que también leen
Ciencia y Vida
(o
Las Musas
, etc.). Acto testigo de orden mitológico, donde el lector sueña con un grupo cuya presencia consume
in abstracto
a través de su lectura: relación irreal,
masiva
, que es precisamente
el efecto de comunicación «de masas»
. Complicidad indiferenciada que, sin embargo, constituye la sustancia profundamente vivida de esta lectura: valor de reconocimiento, de adhesión, de participación mítica (por lo demás, podemos detectar claramente ese mismo proceso entre los lectores del
Nouvel Observateur
: leer ese periódico implica
afiliarse
a los lectores de ese diario, es participar de una actividad «cultural» como emblema de clase).

Por supuesto, la mayor parte de los lectores (aunque habrá que decir de los «adeptos») de esas publicaciones de gran tirada, vehículos de una cultura «subcultivada», dirán, de buena fe, que se adhieren al contenido mismo y que apuntan al saber. Pero este «valor de uso» cultural, esta finalidad objetiva está en alto grado sobredeterminada por el «valor de intercambio» sociológico. El inmenso material «culturalizado» de las revistas, las enciclopedias y las colecciones de bolsillo responde precisamente a esta última demanda, valorada en relación con la competencia de estatus cada vez más viva. Toda esta sustancia cultural se consume en la medida en que su contenido no alimenta una práctica autónoma, sino retórica de la movilidad social, es una demanda que apunta a un
objeto que no es
la cultura o, más exactamente, sólo apunta a la cultura entendida como
elemento codificado de estatus social
. Hay pues una inversión y el contenido propiamente cultural sólo aparece aquí como connotación, como función secundaria. Decimos pues que ese contenido que se consume de la misma manera que la lavadora es objeto de consumo, en el sentido de que ya no es un utensilio, sino un elemento de confort o de prestigio. Sabemos que desde entonces ya no tiene presencia específica y que puede ser sustituido por muchos otros objetos, entre ellos, precisamente, la cultura. La cultura llega a ser objeto de consumo en la medida en que, deslizándose hacia otro discurso, se vuelve sustituible por otros objetos y homogénea de (aunque jerárquicamente superior) otros objetos. Y esto es aplicable, no sólo a
Ciencia y Vida
, sino igualmente a la «alta» cultura, la «gran» pintura, la música clásica, etc. Todo esto puede venderse conjuntamente en el centro comercial o en los quioscos de periódicos. Pero, hablando con propiedad, no se trata de una cuestión de lugar de venta, ni de volumen de la tirada, ni de «nivel cultural» del público. Si todo esto se vende y, por lo tanto, se consume junto, es porque la cultura está sometida a la misma demanda competitiva de signos que cualquier otra categoría de objetos y que
se produce en función de esta demanda.

En ese momento, cae bajo el mismo modo de apropiación que los demás mensajes, objetos, e imágenes que componen el «ambiente» de nuestra vida cotidiana: el modo de la
curiosidad
—que no es necesariamente el de la liviandad o de la desenvoltura, puede ser una curiosidad apasionada, en particular en las categorías en vías de aculturación—, pero que supone la sucesión, el ciclo, la imposición de renovación de moda y sustituye así la práctica exclusiva de la cultura como sistema simbólico de sentido por una práctica lúdica y combinatoria de la cultura como sistema de signos. «¡Beethoven es fantástico!».

Llevada al límite, lo que proporciona a los individuos esta «cultura» —que excluye tanto al autodidacta, héroe marginal de la cultura tradicional, como al hombre cultivado, florón humanístico embalsamado y en vías de desaparición— es un «reciclaje» cultural, un reciclaje estético que es uno de los elementos de la «personalización» generalizada del individuo, de modo a aumentar el valor cultural en una sociedad competitiva y que equivale, salvando las distancias, a la «puesta en valor» del objeto mediante el acondicionamiento. La estética industrial —el diseño— tiene el único propósito de dar a los objetos industriales —fuertemente marcados por la división del trabajo y por su función— esa homogeneidad «estética», esa unidad formal o ese costado lúdico que los uniría en una especie de función secundaria de «entorno», de «ambiente». Lo mismo hacen los «diseñadores culturales», hoy presentes en todas partes: en una sociedad de individuos duramente marcados por la división del trabajo y su tarea parcelaria, procuran «rediseñarlos» mediante la «cultura», integrarlos dentro de un mismo envoltorio formal, facilitar los intercambios bajo el signo de la promoción cultural, poner a las personas en el «ambiente», como hace el diseño con los objetos. Por otra parte, no hay que pasar por alto el hecho de que ese acondicionamiento, ese reciclaje cultural, como la «belleza» que da a los objetos la estética industrial, es «indiscutiblemente un argumento de mercado» como dice Jacques Michel «Hoy es un hecho reconocido que un ambiente agradable, debido a la armonía de las formas y los colores y, por supuesto, a la calidad de los materiales (!), tiene una influencia benéfica en la productividad.» (
he Monde
, 28 de septiembre de 1969). Y es verdad: los hombres acinturados, como los objetos diseñados, se integran mejor social y profesio nalmente, están mejor «sincronizados», son más «compatibles». El funcionalismo de la relación humana encuentra en la promoción cultural uno de sus terrenos predilectos: aquí el
human design
se asemeja a la
human engineering.

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