Read La sinagoga de los iconoclastas Online

Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #Fantástico, Otros

La sinagoga de los iconoclastas (3 page)

BOOK: La sinagoga de los iconoclastas
3.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Rosenblum había comenzado por preguntarse: ¿Cuál ha sido el período más feliz de la historia mundial? Considerándose inglés, y como tal depositario de una tradición perfectamente definida, decidió que el período más feliz de la historia había sido el reino de Isabel, bajo la sabia conducción de Lord Burghley. Entre otras cosas, había producido a Shakespeare; entre otras cosas, en aquel período Inglaterra había descubierto América; entre otras cosas, en aquel período la Iglesia Católica había sido derrotada para siempre y obligada a refugiarse en el lejano Mediterráneo. Rosenblum llevaba muchos años siendo miembro de la Alta Iglesia protestante anglicana.

Así que el plan de
Back to Happiness
era el siguiente: devolver el mundo a 1580. Abolir el carbón, las máquinas, los motores, la luz eléctrica, el maíz, el petróleo, el cinematógrafo, las carreteras asfaltadas, los periódicos, los Estados Unidos, los aviones, el vota, el gas, los papagayos, las motocicletas, los Derechos del Hombre, los tomates, los buques de vapor, la industria siderúrgica, la industria farmacéutica, Newton y la gravitación, Milton y Dickens, los pavos, la cirugía, los trenes, el aluminio, los museos: las anilinas, el guano, el celuloide, Bélgica, la dinamita, los fines de semana, el siglo XVII, el siglo XVIII, el siglo XIX y el siglo XX, la enseñanza obligatoria, los puentes de hierro, el tranvía, la artillería ligera, los desinfectantes, el café. El tabaco podía permanecer, dado que Raleigh fumaba.

Viceversa había que reinstaurar: el manicomio para los deudores; la horca para los ladrones; la esclavitud para los negros; la hoguera para las brujas; los diez años de servicio militar obligatorio; la costumbre de abandonar a los recién nacidos en la calle el mismo día del nacimiento; las antorchas y las velas; la costumbre de comer con sombrero y con cuchillo; el uso de la espada, del espadín y del puñal; la caza con arco; el bandidaje en los bosques; la persecución de los hebreos; el estudio del latín; la prohibición a las mujeres de pisar el escenario; los ataques de los bucaneros a los galeones españoles; la utilización del caballo como medio de transporte y del buey como fuerza motriz; la institución del mayorazgo; los caballeros de Malta en Malta; la lógica escolástica; la peste, la viruela y el tifus como medios de control de la población; el respeto a la nobleza; el barro y los lodazales en las calles del centro; las construcciones de madera; la cría de cisnes en el Támesis y de halcones en los castillos; la alquimia como pasatiempo; la astrología como ciencia; la institución del vasallaje; la ordalía en los tribunales; el laúd en las casas y las trompas al aire libre; los torneos, las corazas adamascadas y las cotas de mallas; en suma, el pasado.

Ahora bien, hasta para los ojos de Rosenblum resultaba obvio que la puesta a punto y ordenada realización de dicha utopía, en 1940, exigiría tiempo y paciencia, además de la colaboración entusiasta de la parte más influyente de la opinión pública. Es cierto que Adolfo Hitler parecía dispuesto a facilitar al menos la obtención de algunos de los puntos más comprometidos del proyecto, sobre todo los que se referían a las eliminaciones; pero, en tanto que buen cristiano, Aaron Rosenblum no podía dejar de observar que el jefe de estado alemán se estaba dejando arrastrar excesivamente por tareas a fin de cuentas secundarias, como la supresión de los hebreos, en lugar de ocuparse seriamente de contener a los turcos, por ejemplo, o de organizar torneos, o de difundir la sífilis, o de hacer miniar los misales.

Por otra parte, aunque estuviese tendiéndoles constantemente la mano, Hitler parecía alimentar a escondidas una cierta hostilidad respecto a los ingleses. Rosenblum comprendió que tenía que hacerlo todo por su cuenta; movilizar por su cuenta la opinión pública, solicitar firmas y adhesiones de científicos, sociólogos, ecologistas, escritores, artistas, amantes del pasado en general. Sin embargo, tres meses después de la publicación del libro, el autor fue reclutado por el Servicio Civil de la Guerra como vigilante de un almacén de nula importancia en la zona más deshabitada de la costa de Yorhshire. No disponía ni de un teléfono: su utopía corría el peligro de hundirse en la arena.

Sin embargo, en la arena se hundió él, de manera insólita: mientras paseaba por la playa recogiendo almejas y otros artículos propios del siglo XVI para el desayuno, en el curso de un ataque aéreo realizado evidentemente a título de ejercicio, desapareció lacerado en un agujero y sus fragmentos fueron inmediatamente recubiertos por el mar.

Ya se ha hablado de la vocación mortífera de los utopistas; hasta la bomba que le destruyó respondía a una utopía, no tan dispar a la suya, si bien aparentemente más violenta. En su esencia, el plan de Rosenblum se basaba en el enrarecimiento progresivo del presente. Partiendo no de Birmingham, que era demasiado negra y habría necesitado al menos un siglo de limpieza, sino de un pequeño centro periférico como Pensance, en Cornualles, se trataba simplemente de delimitar una zona —tal vez adquiriéndola con los fondos de la Sixteenth Century Society, aún por fundar— para proceder después a la exclusión en el área de saneamiento, con minucioso valor, de todo y cualquier objeto o costumbre o forma o música o vocablo que se remontara a los siglos incriminados, o sea XVII, XVIII, XIX y XX. La lista bastante completa de los objetos, conceptos, manifestaciones y fenómenos a eliminar llena cuatro capítulos del libro de Rosenblum.

Al mismo tiempo, la sociedad e institución patrocinadora, es decir la Sixteenth Century Society, procedería a insertar todo lo que ya se ha mencionado —bandidos, velas, espadas, burros de carga, y así sucesivamente durante otros cuatro capítulos del libro—, lo que debería bastar para convertir a la colonia naciente en un paraíso, o en algo muy semejante a un paraíso. La gente de Londres acudiría en tropel para sumergirse en el siglo XVI; la suciedad consiguiente comenzaría inmediatamente a operar una primera selección natural, necesaria como mínimo para devolver la población a los niveles de 1580.

Con las aportaciones de los visitantes y de los nuevos inscritos, la Sixteenth Century Society se encontraría capacitada, por consiguiente, para ampliar poco a poco su campo de acción, extendiéndose hasta Londres. Limpiar Londres de cuatro siglos de construcciones y manufacturados de hierro era un problema que había que resolver aparte, convocando tal vez un concurso de proyectos abierto a todos los jóvenes amantes del pasado. Pero algo en este sentido parecía tener ya en la mente el otro utopista, el del otro lado del Canal de la Mancha; en la duda, Rosenblum optaba por el cerco: es posible que un mero cinturón del siglo XVI en torno a la capital bastara para conseguir que todo se derrumbara.

El plan avanzaba después rápidamente hasta cubrir toda Inglaterra y, desde Inglaterra, Europa. En realidad, los dos utopistas tendían por diferentes caminos hacia la misma meta: asegurar la felicidad del género humano. Con el tiempo, la utopía de Hitler ha caído en el descrédito que todos saben. La de Rosenblum, en cambio, reaparece periódicamente, bajo disfraces diferentes: hay quien tiende hacia la Edad Media, quien al Imperio Romano, otros al Estado Natural, y Grünblatt incluso es partidario del retorno al Mono. Si se resta de la población actual del mundo la población presunta del período elegido, se conoce el número de millones de personas, o de homínidos, condenados a desaparecer, según el plan. Estas propuestas prosperan; el espíritu de Rosenblum sigue recorriendo Europa.

CHARLES WENTWORTH LITTLEFIELD

Con la fuerza exclusiva de su voluntad, el cirujano Charles Wentworth Littlefield conseguía hacer cristalizar la sal de cocina en forma de pollo o de otros animales pequeños.

Cierta ocasión en que su hermano se había hecho un feo corte en el pie y perdía bastante sangre, el doctor Littlefield tuvo la idea de recitar un pasaje de la Biblia y la hemorragia se detuvo inmediatamente. Desde aquel día, Littlefield fue capaz de realizar arriesgadas intervenciones de alta cirugía, utilizando como coagulante su poder mental apoyado en el mismo fragmento de la Biblia.

En determinado momento, el doctor decidió estudiar más metódicamente la causa secreta de su poder trombocoagulante. Littlefield sospechaba que la coagulación era provocada por las sales contenidas en la sangre; por consiguiente, disolvió una pizca de sal de cocina en el agua y puso la solución bajo el microscopio. A medida que el agua se evaporaba, el observador repetía a media voz el pasaje quirúrgico del Antiguo Testamento, pensando al mismo tiempo en un pollo. Sorprendido, vio como los diminutos cristales que se iban formando lentamente en el portaobjetos se disponían en forma de pollo.

Repitió el experimento cien veces, siempre con el mismo resultado: si, por ejemplo, pensaba en una pulga, los cristales se disponían en forma de pulga. El relato de lasinvestigaciones se puede leer en el libro del mismo Littlefield
Origen y modo de la vida (The Beginning and Way of Life,
Seattle, 1919). Se trata de un profundo estudio del sutil magnetismo que convierte a los cristales en dóciles al control de la mente humana. En el prefacio, el doctor da las gracias a san Pablo, a san Juan Evangelista y al físico inglés Michael Faraday, que, desde el otro mundo, le han dictado capítulos enteros.

ARAM KUGIUNGIAN

Innumerables han sido los creyentes en la transmigración de las almas; entre ellos, no son pocos los que han demostrado ser capaces de recordar sus encarnaciones anteriores, o, al menos, algunas de ellas. Pero sólo hay uno que sostenga no sólo que ha vivido, sino que vive en ese momento en muchos cuerpos. Previsiblemente, la mayor parte de estos cuerpos pertenecían a personas conocidas, con frecuencia conocidísimas; cosa que le hizo especialmente famoso en los restringidos círculos esotéricos canadienses.

Se llamaba Aram Kugiungian; siendo niño, había escapado de la Armenia turca en compañía de su padre, el cual debía unirse a un hermano más bien acomodado en la Rioja, Argentina, pero que por un fortuito encadenamiento de circunstancias había ido a dar, en cambio con un tío pobrísimo, prácticamente un vagabundo, en los alrededores de Taranta. El tío les había montado encima de un carro de verduras que se dirigía a la ciudad, y, una vez llegado a la ciudad, el padre de Aram había comenzado inmediatamente a hacer de zapatero remendón, lo mismo que en Erzerum.

En aquellas regiones, los zapatos eran tan diferentes del modelo turco, que casi la única cosa del oficio primitivo que le calificaba para ejercerlo también allí era la costumbre de estar sentado delante de un zapato. El señor Kugiungian tenía una idea limitada de las reales dimensiones de América, pero no tardó en cansarse de preguntar qué tren debía tomar para llegar a la Rioja. Ambos aprendieron un simulacro de inglés. Aram quedó desconcertado ante el hecho de que la gente pudiera creerle, al mismo tiempo, hebreo, turco y cristiano. Este estupor, de agnóstico que era en un principio, le llevó hacia la teosofía. La pluralidad que los demás le atribuían echó en él unas raíces que un día germinaron en ramas inesperadas. Mientras tanto, frecuentaba el círculo «La Rueda del Karma» («The Karma Wheel») de Toronto.

En la acera de una calle miserable que descendía hacia el lago Ontario, una tarde de abril de 1949, Aram Kugiungian se dio cuenta por primera vez de que era también otra persona, de que era muchas personas. Entonces tenía veintitrés años, aún no había terminado de aprender el inglés y las chicas ya pretendían que hablase el francés: no cabía duda de que América era un continente adecuado para ser diferentes personas al mismo tiempo.

Su padre sólo conseguía ser su padre, entregado a acumular pequeñas cantidades de dinero en el interior de un viejo fonógrafo de manivela que guardaba bajo la almohada cuando dormía; el tío de su padre, en cambio, había elegido no ser nadie, más exactamente no era nadie, hasta el punto de que en los últimos diez años no se había dejado ver.

En cuanto a él, Aram Kugiungian, la rueda de su karma había comenzado a girar, al parecer sin freno, tal vez para llegar antes al término fijado; el hecho es que aproximadamente cada dos meses Aram nacía de nuevo, sin dejar de seguir viviendo en los otros cuerpos. Es obvio que la aritmética no sirve para los espíritus, un espíritu dividido por mil da siempre mil espíritus enteros, de la misma manera que el Aliento del Creador dividido por tres mil millones da tres mil millones de Alientos del Creador. Aram sabía que era el muchacho armenio a que nos hemos referido: quiso saber quién era además.

Pidió consejo a sus amigos del Karma Club. Aclaró que no se trataba de un caso de doble o múltiple personalidad; él no sabía nada de sus otros yo; sólo que a veces, viendo un nombre o una fotografía en un periódico o en in anuncio publicitario, tenía la clara sensación de ser también aquel otro, quienquiera que fuese. La cosa ya le había sucedido de pasada con una joven actriz, tal vez inglesa, llamada Elizabeth Taylor; con un arzobispo católico de Nueva York de visita en Quebec, con Chang-Kai-Shek, que debía ser un chino. No sabía si ponerse en contacto, aunque sólo fuera epistolar, con aquellas personas, explicarles que eran otras tantas de sus reencarnaciones.

Los amigos estaban bien dispuestos a comprender un caso tal, aunque fuese el primero producido en Toronto. Le escuchaban con interés, con asombro, con el respeto que inspira lo sobrenatural cuando escapa de la habitual rutina de lo sobrenatural cotidiano. Le dijeron que si uno se escribe una carta a sí mismo, corre el peligro de quedarse sin respuesta; le aconsejaron, en cambio, que leyera con más frecuencia los periódicos para ver si descubría su propia identidad en otras personas, y hacer una lista de ellas, que publicarían en el boletín mensual del Club.

El boletín se llamaba igual que el círculo, «La Rueda del Karma»; en el número de octubre de 1949 apareció una nota entusiasta de un tal Alan H. Seaborn sobre la singular velocidad de rotación del espíritu de Kugiungian. La lista de sus anteriores encarnaciones —las siguientes le resultaban poco conocidas, se trataba, evidentemente, de chicos y chicas demasiado jóvenes todavía para la fama— incluía, además de las personas citadas anteriormente: Louis de Broglie, Mossadek, Alfred Krupp, Anna Eleonor Roosevelt, Olivier Eugene Prosper Charles Messiaen, Chaim Weizmann, Lucky Luciano, Ninon Vallin, Stafford Cripps, la madre de Eva Perón, Wladimir D'Ormesson, Lin Piao, Arturo Toscanini, Tyrone Power, Es-Saied Mohammed Idris, Coco Chanel, Vyacheslav Mijailevich Molotov, Ali Khan, Anatole Litvak, Pedro de Yugoslavia, John George Haigh, Yehudi Menuhin, Ellinor Wedel (Miss Dinamarca), Joe Louis y muchísimas otras personas hoy olvidadas (el vampiro John George Haigh había sido mientras tanto ahorcado en Inglaterra).

BOOK: La sinagoga de los iconoclastas
3.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

When We Meet Again by Kristin Harmel
Snakehead by Anthony Horowitz
The Women of Eden by Marilyn Harris
Dead End Job by Ingrid Reinke
Following Ezra by Tom Fields-Meyer
Photo, Snap, Shot by Joanna Campbell Slan