Authors: Fran Ray
La excursión por el Ganges hasta Benarés debía ser el punto culminante del viaje a las raíces, pero se convierte en el final. Nunca comprenderá por qué su madre tuvo que morir allí, aplastada por una multitud presa del pánico.
No logra desprenderse del hedor a carne podrida, plantas en descomposición, restos de comida, humo de hogueras, sudor y excrementos.
Se precipita al cuarto de baño, agarra el perfume y rocía todas las habitaciones y su propio cuerpo, hasta vaciar el envase.
«Muy pronto, el Planeta Azul podrá volver a respirar, muy pronto.»
Ahora es de tarde en San Antonio, Tejas. Puede que Ted aún esté en el despacho, quizás ambos ya estén jugando al golf. Ella lo llama al móvil, que, al igual que el suyo, está registrado bajo otro nombre.
—Todo bien. Hace buen tiempo. —Es el código que significa: «El atentado en la central europea ha sido un éxito.» Cualquier otra acción violenta contra la empresa será adjudicada a sus adversarios. Las informaciones de prensa se desarrollan convenientemente.
—Bien —contesta Ted—. La maleta ya se encuentra en el destacamento militar.
«La maleta que cambiará unas cuantas cosas», piensa ella.
—¿Quién la entregará? —pregunta Ted—. ¿Quieres que uno de los empleados de la empresa de seguridad...?
—No; tengo otro plan. Una periodista...
—Estupendo. Así que una terrorista, una ecologista fanática...
—Sí.
—Perfecto.
—Respecto a mi nombramiento...
—Está acordado. No te preocupes.
—No lo hago. He tomado las medidas oportunas.
—Lo sabemos. No habrá problemas.
—Bien.
—El avión aterrizará según lo planeado. —Un Transall C-160 de la Blackman East Defense.
—Sí, la carga ya se encuentra en el aeropuerto. —Oficialmente: semillas para la NAT de la isla de Ellesmere—. ¿Qué pasa con la tripulación?
—Tenemos un hombre en la sección de carga.
—¿Podemos confiar en él?
—Tenemos a su hija. No le queda más remedio que hacer lo que debe hacer. —Ted sonríe, ella lo sabe. Ha comprobado que esas cosas le agradan.
—¿Y más adelante? —pregunta ella, aunque está segura de que también ha reflexionado al respecto. Ted no deja ningún cabo al azar.
—El hombre cree que se trata de una exigencia de los ecologistas.
—Bien. Nos veremos allí. Responsabilizarán a Nature's Troops y a sus aliados de todo aquello.
—Exacto.
«Guerra astuta», lo denominó Ted en aquel entonces, en el taxi de Johanesburgo; Océane lo recuerda muy bien. Y durante la reunión con James en Ginebra, Ted y Bob procuraron que no se notara que hacía tiempo que habían cambiado de bando, que por fin habían comprendido que James carecía de la visión del mundo y la fuerza visionaria necesaria para pertenecer al exclusivo club de The Three Poles, para dirigir el mundo.
«El nuevo orden mundial...»
Océane saca su bolso de viaje del armario y roza el nuevo traje térmico blanco con los dedos. Hará frío en la isla de Ellesmere.
París
Christian Brousse. Otro de esos engreídos descarados que, pese a haber cumplido los treinta, sigue dependiendo del dinero de papá y se siente superior a todos. La revista tiene una deuda de doscientos ochenta mil euros y el seguro está a nombre de Christian Brousse. Hace cuatro meses que es el propietario de la revista, que le traspasó su padre. Al principio, Lejeune creyó que encargarle a alguien que destruyera el mobiliario y los equipos para después comprar otra con el dinero del seguro no tenía sentido. Parecía más verosímil que
Tout Menti!
hubiera vuelto a invertir dinero, pero entonces algo salió a la luz, algo descubierto por David, tenía que reconocer.
Christian Brousse había puesto a buen recaudo los caros ordenadores y pantallas, y en su lugar había instalado unos anticuados en la redacción. El individuo que cumplió con el encargo de retirar los nuevos aparatos, derramar ácido encima de los viejos y garabatear esas palabras en la pared acababa de ser arrestado en su apartamento: un ex jugador de fútbol cuya carrera se vio bruscamente interrumpida por una lesión medular y que luego sucumbió al juego y las drogas, acabó en la cárcel y después aceptaba trabajos sucios para pagar sus deudas.
—No —dijo la inspectora cuando Christian pidió una taza de café—. Primero firme su confesión. —Y le pasó el documento apoyado en el escritorio.
Él se pasa la mano por el pelo, que parece no haberse peinado en días, y relee el texto. Cuando vuelve a alzar la vista, su mirada expresa cierto desamparo y desesperación, pero no la conmueve. Su propia desesperación le impide tener en cuenta la ajena.
Cuán felices fueron ella y Roland antaño. ¿Cómo puede haberse ido al traste esa relación?
—¿Cuántos me caerán? —La voz resignada de él interrumpe sus pensamientos.
Ella se encoge de hombros. Le interesa muy poco el destino de ese hombre.
—Eso depende del juez, y de su abogado, Monsieur Brousse. —Lejeune coge la hoja, y al guardarla en la carpeta y cerrarla se le ocurre una pregunta quizá más importante que todas las demás—: Dígame, ¿por qué arriesgó tan temerariamente todo lo que ha conseguido en la vida? Pero si incluso le habían ofrecido un nuevo empleo...
Él se mesa los cabellos revueltos, vacila, la contempla y sopesa su respuesta.
—Quiero entenderlo, Monsieur Brousse —insiste ella, y se inclina hacia delante. Sabe que ese gesto provoca confianza.
Él asiente lentamente. En su mayoría, las personas se sienten agradecidas y aliviadas cuando uno se interesa por sus motivos.
—¿Tiene idea de lo que supone verte permanentemente obligado a pedirle dinero a tu padre para pagar los plazos del
leasing?
No sólo eso, sino también los del coche. ¿Y tener que rogarle que cuando se toma vacaciones se lleve a los niños, porque de lo contrario no las tendrías, o pedirle tres mil euros para pagar el dentista de tu mujer?
—Así que lo hizo impulsado por el dinero. ¿O por el deseo de venganza?
—¿Por qué sólo lo describe como algo negativo?
Ella pasa por alto el comentario.
—¿Por qué no trató de encontrar otro modo de financiarse? —pregunta. Sí, es un niño mimado, duro de mollera, engreído y presuntuoso.
Él la observa.
—A él también le dolió, ¿comprende?
—¿A su padre?
—Sí —dice, apretando los labios—. Lo martirizaba tener un hijo tan incapaz. —Luego sonríe.
Ella vuelve a cerrar la carpeta. Así que se ha tratado de una venganza.
—¿Ahora podré tomar un café? —insiste él.
—La máquina está estropeada —contesta ella con frialdad.
Más tarde, cuando vuelve a estar sentada en el coche, Lejeune enciende la radio. Las noticias. Cuando se dispone a cambiar de emisora, oye lo siguiente:
«En los
chips
de maíz de la marca Chipmax han sido descubiertos rastros de un tipo de maíz del que se sospecha que afecta a las neuronas y causa esterilidad entre las ratas. El
Brain Network
europeo ha confirmado que, en el caso de las muertes ocurridas en Hamburgo y Berlín, se trata de una enfermedad causada por priones, similar a la variante Creutzfeldt-Jakob. Según informaciones no confirmadas, en Uganda también hubo muertes debido al BDP: el cerebro de los enfermos se disolvía literalmente. Los priones se asimilan a través de alimentos que contienen albúmina, pero también se transmiten a través de la sangre. Las especulaciones y afirmaciones de que los alimentos transgénicos incorporan el prion patógeno han sido rechazadas por todos los fabricantes de alimentos afectados. El fabricante Latté inculpa a los movimientos ecologistas de haber manipulado las investigaciones y rechaza toda responsabilidad. Tanto en Berlín como en Fráncfort y Hamburgo, los padres de los niños que enfermaron o murieron a causa de la degeneración cerebral denominada BDP han anunciado medidas judiciales contra Latté. Ésta, por su parte, los ha acusado de iniciar una campaña de calumnias de dimensiones hasta ahora desconocidas y ya ha mencionado que exigirá indemnizaciones por valor de miles de millones...»
Esta noche, mientras Lejeune recorre el camino a casa, el mismo camino de siempre, le parece que todo ha cambiado. Los semáforos brillan más, y los rótulos luminosos de los cafés, restaurantes y tiendas del Boulevard Saint-Germain parecen más alegres y multicolores. ¿Cuántas veces ha recorrido esta calle sin notar su belleza, su vivacidad y su variedad?
¿Y si de pronto su cerebro sólo fuera... una masa informe? ¿O el de los niños... y el de Roland? Todos han comido
chips
de maíz marca Chipmax, por supuesto. Y maíz en lata. Todos comieron palomitas, hace un mes, cuando los cuatro fueron al cine. ¿Tacos? Sí, también estaban en la mesa. Porque a los niños les encanta esa especialidad mexicana que se come sin cubiertos. Anteayer comieron tacos... de harina de maíz.
Se lo dirá a Roland, le dirá que tal vez todos ellos ya han contraído esa horrorosa enfermedad, que puede que su cerebro ya haya empezado a deteriorarse. Vista así, su vida parece completamente diferente. Quizá sólo les quedan unos días o semanas para estar juntos... ¿Acaso un divorcio no es un absoluto disparate, dadas las circunstancias? Eso es lo que le dirá a Roland, justo eso. Quizá puedan ir todos juntos a Bretaña, a la casa de fin de semana de su prima. Hace dos años que tienen ganas de pasar un par de semanas allí. Siempre surgía algún imprevisto. El semáforo se pone en rojo, por un instante considera frenar pero después pisa el acelerador. Tal vez no sea demasiado tarde para modificar su vida...
Ethan vuelve a echar un vistazo a la hora. La manifestación bloquea la Place de la Concorde: «¡Fuera la basura transgénica!», ponen los carteles, y «¡No les creas!».
—No estaba anunciada —dice el taxista, y golpea el volante—. ¡Todos ésos no son más que extremistas!
Ethan calcula que está cerca de los cuarenta, un individuo rollizo con mejillas flácidas y media calva. Un reaccionario, un nacionalista, uno que está a favor de la mano dura. Uno que renuncia voluntariamente a los derechos civiles conquistados...
Faltan tres horas para el despegue del vuelo de Air Canadá de las 11.30. Por la tarde, poco antes de las dos hora local, llegarán al aeropuerto internacional Pearson de Toronto. Si las condiciones meteorológicas lo permiten, llegarán a la isla de Cornwallis por la noche, la última parada antes de la isla Ellesmere. De algún modo, Camille se las ingenió para conseguirle una acreditación de periodista.
El taxista ha subido el volumen de la radio.
«Verdes, izquierdistas y contrarios a la globalización han convocado marchas de protesta contra los alimentos transgénicos. Según sus afirmaciones, la degeneración cerebral denominada BDP está causada por los alimentos transgénicos. El BDP ya ha provocado ciento veintitrés muertes en toda Europa. Anoche la manifestación no autorizada de Berlín fue violentamente reprimida y hubo más de trescientos manifestantes detenidos, además de ciento cincuenta heridos. También en París, la policía reprime a los manifestantes...»
—¡Me gustaría verlo! —comenta el taxista, y toca el claxon, furioso.
Ethan le echa un vistazo a Camille. Parece ausente. Desde ayer, cuando abandonaron el apartamento de ella y se refugiaron en casa de Sarah, casi no le ha dirigido la palabra. Su repentino cambio de opinión, su propuesta de abandonar juntos, lo han desconcertado. Él la consideraba una periodista ambiciosa y dura, carente de escrúpulos para alcanzar su objetivo. Y ahora parece que se ha equivocado. ¿De verdad siente algo por él, o lo único que la impulsa a arrojarse en sus brazos es el miedo? Esta mañana se enteró de que Christian había traicionado y destruido
Tout Menti!
Ahora Camille parece haberlo perdido todo.
Antes le daba pena, pero últimamente ha dejado de sentir compasión por nadie: si quiere alcanzar su objetivo, Ethan no se puede dar ese lujo.
«Los gobiernos europeos, primero el francés y después el alemán, han decretado leyes y declarado el estado de emergencia para garantizar la seguridad pública —dice el locutor—. Antiguos miembros del movimiento ecologista Nature's Troops han sido detenidos. El portal de internet de Greenpeace, y otros movimientos antiglobalización y ecologistas han sido momentáneamente clausurados. "No podemos permitir que un pequeño grupo como el movimiento ecologista aterrorice a Europa", declaró el primer ministro francés esta mañana, durante la reunión en París con empresas agroquímicas y farmacéuticas. Los científicos confirman que en el caso del BDP, al parecer se trata de una enfermedad autoinmune trasmitida a través de la sangre...»
El taxista le lanza una mirada por el retrovisor.
—¿Usted no cree que esa enfermedad es causada por los alimentos? —pregunta Ethan.
—¡Qué tontería! —replica—. Es algo parecido al sida, lo dicen los especialistas. Hay demasiadas cosas tóxicas en el medioambiente, y el estrés. El cuerpo no aguanta. —Se detiene ante un semáforo y añade—: La ecoindustria es gigantesca. Todo cuesta cuatro o cinco veces más. ¿Quién se puede dar ese lujo? Esos extremistas le pincharon los cuatro neumáticos de su nuevo Mercedes a mi cuñado. ¿Tiene idea de lo caro que sale un neumático? A ésos les importa una mierda. Y mi cuñado trabaja duro. Ayer le prendieron fuego al taxi de un colega, durante una de esas manis. ¡Eh, ahí está la policía! ¡Ya era hora! —exclama, y toca el claxon.
Una columna de vehículos de policía blindados ha bloqueado la manifestación. Se abren las puertas deslizantes y surgen cientos de policías con trajes protectores, escudos y porras. Empujan a los manifestantes hacia atrás, de repente un chorro de agua golpea la multitud y suenan disparos. Pero la multitud vuelve a reunirse, a formarse una vez más, y se acerca a los policías.
—¡Vámonos! —Ethan coge al taxista por el hombro—. ¡Sáquenos de aquí de inmediato! —«Si los acontecimientos se desbordan, también habrá controles en el aeropuerto.»
—¡Tranquilo, no hay prisa! —dice el taxista, pero ya ha puesto la marcha atrás. Retrocede, se sale de la fila, sube a la acera, toma la siguiente calle lateral, se abre paso entre dos filas de coches aparcados hasta que por fin encuentra una calle despejada.
—Esto le costará un extra —dice, sonriendo por el retrovisor.
Ethan lanza un suspiro de alivio. Ahora sólo le queda esperar que no descubran el arma de plástico en su maleta.
No se la ha mencionado a Camille.