Authors: Fran Ray
—Un lobo solitario, ¿no?
David sonríe, Lejeune no pestañea. No piensa ponérselo tan fácil, pero aquí no queda nada por descubrir.
—Vamos. —Ella se quita los guantes de látex, los guarda en el bolsillo del abrigo, abre la puerta y se topa con la expresión horrorizada de la vecina deportista.
—¿Qué ocurre? —pregunta Lejeune.
La mujer trata de decir algo, pero sólo balbucea sin dejar de señalar una puerta junto al apartamento.
—¿Adónde da? ¿Al sótano?
—Sí —musita—. Quería ir por vino...
—¿Qué hay allí?
El rostro de la mujer se crispa, corre hacia la puerta de su apartamento, pero no llega a tiempo y vomita en el rellano. A Lejeune se le han humedecido las palmas. David hace una mueca nerviosa.
—Vamos —dice, abre la puerta del sótano y le cede el paso.
El olor se vuelve más intenso. Las paredes están recién pintadas y el suelo se limpia con frecuencia. La iluminación es buena, ni siquiera los niños tendrán miedo de bajar a ese sótano. Allí, al final del pasillo cuyas puertas de madera dan a los diversos trasteros, Lejeune distingue algo grande y oscuro que parece un saco colgado de la pared.
—¡Joder! —exclama David en tono ahogado.
Entonces ella comprende que lo que cuelga es un cuerpo humano. Un largo gancho de metal perfora el cuello; debe de atravesar el paladar. Bajo los pies hay un charco de sangre oscura.
Hace media hora que Ethan está despierto. Tomó un somnífero hace doce horas, algo muy poco frecuente en él. Le zumban los oídos y es como si las diversas partes de su cuerpo no encajaran correctamente. Le parece que ha pasado la noche contemplando cómo asesinaban a Sylvie. La veía en el sillón de Méautis y en el laboratorio de Frost, clavada contra la pared. «¡Justicia! —no dejaba de gritar—. ¡Justicia! ¡No hay derecho!»
Se arrastra hasta el baño con paso cansino, su imagen reflejada lo asusta: un rostro sin afeitar, ojos enrojecidos rodeados de manchas oscuras. Se ducha, se seca, se pone tejanos y un jersey.
Ha de tomar algo que le aclare las ideas, café o té. Y agua. Conecta la cafetera y muele el sabroso café de Costa Rica, cuyo aroma le recuerda los fines de semana con Sylvie, cuando en verano ambos desayunaban en la terraza ajardinada, y en la cama si era invierno. ¿Cuándo se produjo la fractura? ¿Tras la muerte de su padre a finales del año pasado? Sylvie heredó ciento cincuenta mil euros. ¿Había esperado una suma mayor, pues su padre era un importante asesor de empresas? Ya debería haber llamado a Mathilde, la madre de Sylvie, que le dejó un mensaje en el contestador.
Añade dos cucharadas de azúcar moreno al café y come una tostada. El azúcar vuelve a poner en marcha su metabolismo. Saca el Notebook del portafolio, que permanece allí desde su partida de Londres, se conecta a Internet y lee varios diarios
on-line.
En
Le Parisien
aparece algo sobre el asesinato del profesor Jérôme Frost; echa un vistazo a la descripción del hallazgo del cadáver que Lejeune ya le ha relatado. Ahora le interesa lo que pone sobre la vida del científico: tiene que tener alguna relación con Sylvie.
Estudios de medicina y biología en París, después un puesto en el departamento de investigación de la industria agroquímica Edenvalley. Luego, profesor de la Université Pierre et Marie Curie de París y miembro de la comisión científica de la EFSA, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria, con sede en Parma. Estaba especializado en antibióticos, su efecto y su tolerancia.
«¿Qué diablos tenía que ver con él Sylvie?» Como él, ella estudió medicina en París, pero no descubre otro vínculo. Tras licenciarse, Sylvie sólo se dedicó a ejercer la medicina clínica. Al parecer, el profesor Frost estaba soltero.
Entonces suena el teléfono.
—¿Ethan?
—¡Pauline! —Reconoce su voz ronca de inmediato, que siempre le recuerda a una roca porosa.
—Se trata de... de Sylvie, Ethan. Es mi...
—¿Te lo han encargado a ti? —¡Eso es imposible! «Disponen de otros médicos forenses. ¿Por qué precisamente a Pauline?» La idea de que sea Pauline quien acaba de hacerle la autopsia a Sylvie hace que se estremezca.
—Lo siento, Ethan... He de decirte algo, pero no por teléfono.
—¿Dónde estás?
—En el Instituto. Pero podemos encontrarnos en otra parte...
—No. Voy para allá. Quiero verla una última vez.
Coge las llaves del coche y su chaqueta de abrigo del armario. Una vez en el ascensor, se pregunta por qué desea exponerse a todo eso. ¿Acaso cree que ahora que sabe más cosas de ella la verá con otros ojos?
La calefacción está al máximo, pero Camille tiene frío. Luden y Annabelle ya se han marchado, sólo ella y Christian están sentados en silencio delante de sus pantallas, la mesa con el escáner y los montones de papeles con los esbozos de un reportaje sobre dopaje en el deporte que ya ha dejado de interesarles. Camille ha dormido mal, su padre se le apareció en sueños con el aspecto de un anciano decrépito mientras su hermana soltaba risitas como una demente. Y no lograba despertarse, volvía a soñar. A las seis, cuando sonó el despertador, se sentía como si su cerebro hubiera pasado por una picadora de carne. Ayer leyó que eso es lo que hacen los investigadores: pasan el cerebro de las salamandras por la picadora y vuelven a injertárselo, y lo asombroso es que los animales conservan sus capacidades hereditarias. Eso es lo que ponía en el artículo, pero le resulta inimaginable.
Con el cerebro hecho picadillo conduce apresuradamente hasta la clínica, pasa media hora con su padre, lo ayuda a tomar el desayuno y después se abre paso hasta el centro entre el tráfico matutino. Ha tomado dos teteras de té verde; en general la reaniman, aunque hoy sólo la han puesto nerviosa, pero bueno, el día casi ha llegado a su fin. Media hora más y después emprenderá el camino a Saint-Louis. ¡No puede dejar solo a su padre en el hospital todo el día! Camille ha enviado la circular, Edenvalley ha dicho que sí y también el científico del Instituto de Plantas Cultivadas. Annabelle ya ha organizado los hoteles y la llegada.
Camille lee el informe que copió en su base de datos titulada «Ecoterrorismo», esta mañana tras navegar por la red.
En agosto de 2007 derribaron y arrancaron plantas de maíz en una superficie de una hectárea. Mediante la acción denominada Movimiento Verde Eufemia, en Portugal ciento cincuenta personas querían indicar los peligros que suponen las semillas genéticamente modificadas. En Francia, los así llamados Faucheurs Volontiers y los Nature's Troops que operan internacionalmente llevan a cabo dichas «liberaciones de campos»; en Alemania, semejantes acciones son obra de la iniciativa llamada «Fuera la basura genética».
A partir de la acción portuguesa, en el Informe de Europol semejantes hechos son clasificados como «terrorismo medioambiental», porque se ha utilizado «violencia con la pretensión de modificar cierta política en una sociedad».
—Terrorismo como expresión de ciudadanos desesperados que se sienten engañados por la democracia —murmura, y bebe el último trago de té medio frío. Un tema candente.
—¡Irás a la cárcel, Camille! —le grita Christian desde su escritorio.
—¿Qué? —Por un momento lo cree posible. Antaño, ellos también imprimieron las caricaturas danesas de Mahoma por solidaridad, y debido a ello fueron denunciados por la Gran Mezquita de París y la Unión de Organizaciones Islámicas. Sólo hace dos meses que el tribunal falló a favor de la libertad de prensa y rechazó la demanda.
Rápidamente procura enumerar artículos que podrían llevarla a la cárcel, pero entonces recuerda que en Francia primero hay que pasar por los tribunales.
—¡Una broma estúpida, Christian!
—¿Desde cuándo eres tan aburrida,
ma chère?
—dice él, y suelta una carcajada.
—Desde que no sé qué hacer con mi padre.
—Pero si tiene dinero suficiente, ¿no? Contrata a alguien que lo cuide día y noche. El apartamento es bastante grande, ¿verdad? Él o ella incluso podrían vivir con él —dice Christian, y se despereza.
Ahora podría preguntarle si le duele la espalda, pero no lo hace.
—¿Un extraño en su casa? ¡No conoces a mi padre! Tolera a la señora de la limpieza porque hace más de diez años que la conoce. ¿Cómo crees que se comportaría con un cuidador? ¡No le quitaría la vista de encima ni un segundo!
—O sea, complicaciones a la vista.
—Bien, ¿qué era eso de la cárcel?
—Creo que deberíamos invitar a un miembro de Nature's Troops. Ven aquí.
Camille se acerca y lee lo que pone en la pantalla:
ECOTERRORISTAS INCENDIAN UN CASTILLO
El incendio de un pequeño castillo de Fontainebleau ha ocasionado daños por valor de cinco millones de euros. El dueño es el importante industrial francés Jean Larnier. La policía cree que se trata de un incendio intencionado. En el lugar de los hechos apareció un grafito y el indicio de que ha sido obra del grupo ecoterrorista Nature's Troops.
Un bombero declaró que descubrieron explosivos en el castillo. La policía francesa no descarta que quizá se tratara de un atentado terrorista y, según un portavoz, ha iniciado una investigación.
Nature's Troops es un grupo organizado que a través de internet opera en todo el mundo, formado por defensores radicales del medioambiente que ya han cometido diversos atentados contra vehículos todoterreno, urbanizaciones de lujo, laboratorios donde se experimenta con animales y «símbolos de la cultura consumista y de derroche».
Ya hace cinco años, Europol ha clasificado el grupo como constitutivo de un «grave peligro terrorista».
—Espera, aquí hay algo más —dice Christian, y continúa clicando.
ECOACTIVISTA MILITANTE HACE ESTALLAR UNA BOMBA
En la actualidad, en Ruán, se celebra un juicio contra la activista Véronique Regnard, miembro de Nature's Troops. Si fuera condenada, pueden caerle diez años de cárcel. Al parecer, en septiembre del año pasado, esta bibliotecaria de treinta y dos años causó un incendio en el tejado de la empresa Agrovit de Ruán. En esa ocasión se produjeron daños por valor de dos millones de euros, y más adelante un bombero falleció a causa de sus heridas. La eco-activista ha alegado que quería llamar la atención sobre el cultivo de plantas genéticamente modificadas.
—Actualmente, ésos son los que realizan las acciones más importantes. Ya lo he investigado. Véronique Regnard está presa en Bonne Nouvelle, en Ruán. Un nombre simpático, ¿verdad?
«Buena Nueva»: ponerle ese nombre a una cárcel es una ocurrencia pérfida. Camille se sienta en el escritorio de Christian y lo contempla.
—¿Por qué no vas tú?
Esa sonrisa torcida y triunfal... A veces la detesta.
—Porque tú eres una mujer y podrás comunicarte mejor con ella. De mujer a mujer, por así decirlo. —Le roza el muslo con el dedo.
«Joder.»
—He de ocuparme de mi padre, Christian —dice, y baja del escritorio para volver a su sitio.
—Lo siento, pero debes ir a Ruán, he de encontrarme con otras seis personas más.
—De acuerdo. Si tú organizas el asunto. —Camille desconecta el ordenador, por fin llegará un poco más temprano al hospital. Guarda el móvil en el bolso y saca las llaves del coche.
—¡Por supuesto,
ma chère!
—dice, y gira la silla hacia ella—. Y dile a tu hermana que se ocupe de vuestro padre; a fin de cuentas, ella heredará la mitad de su fortuna, ¿no?
—Idiota —masculla Camille, enfadada, y se cuelga el bolso del hombro. Sin embargo, Christian tiene razón.
Ethan ya ha atravesado esa puerta varias veces, puesto que en sus novelas suelen aparecer algunos cadáveres. Como escritor, hay que estar familiarizado con el aspecto de esos recintos donde almacenan y diseccionan cadáveres, con la sensación causada por el sonido metálico de los cuchillos y las sierras cortando huesos bajo una luz fría, con el aroma dulzón y picante, con la lucha entre el proceso natural de descomposición y las medidas artificiales que tratan de impedirlo. Y hay que haber hablado con esas personas, las que se desplazan por estos recintos, y mirarlas a los ojos. Sylvie le proporcionó dicho contacto a través de su colega Pauline Fourier.
Pauline mete las manos en los bolsillos de su bata blanca. La mascarilla le cuelga del cuello, parece un amuleto demasiado grande; ha dejado el delantal en otro lugar. La conoció hace dos años, cuando escribía
La última vez,
su primera y de momento única novela policiaca. A partir de entonces ha llamado a Pauline de vez en cuando, porque le sirvió de inspiración para el personaje de una novela y hace seis meses, él y Sylvie la invitaron varias veces a su casa.
—Nunca he tenido que... —Ethan ve que derrama una lágrima—. Hoy le entregaré mi informe a la inspectora Lejeune. Ella ignora que nos conocemos y tampoco sabe que tú estás aquí. En realidad va contra el reglamento. —Pauline carraspea y vacila. ¿Qué quiere decirle?—. Quiero evitar que ambos tengamos problemas, pero considero que tú has de ser el primero en saberlo.
—Claro —dice él, sin saber a qué se refiere—. ¿Puedo verla por última vez?
Pauline asiente con la cabeza y se adelanta. Delante de la puerta le indica que se ponga una mascarilla. Ethan lo hace y entra en el blanco e iluminado recinto. Piensa en el resplandor blanco del que hablan aquellos que han vuelto a la vida: ¿y si sólo se tratara de los focos deslumbrantes de la sala de autopsias?
Sólo en una de las cuatro mesas metálicas hay algo tumbado, un pequeño montículo cubierto con una sábana blanca. ¡Cuán pequeño se vuelve un ser humano cuando está muerto! Según dicen, un muerto pesa veintiún gramos menos, el equivalente al peso del alma. Pauline retira ligeramente la sábana, descubriendo el rostro y el cuello de Sylvie, blanco y pétreo. Los cabellos son del color de los campos de trigo que él y ella atravesaron hace años en bicicleta. ¿Cuánto hace? Una eternidad. Ethan reprime el recuerdo del tacto de su piel, su aroma. «Justicia; no hay derecho, profesor Frost», piensa, aguardando que se produzca otra sensación: ira o decepción... cualquier cosa que no sea esta condenada pena, este dolor, esta herida...
Pauline deja caer la sábana.
—Según el informe, se cortó las venas, bebió alcohol y tomó un somnífero.
—Coñac y Valium —precisa Ethan innecesariamente.