Ségolène no supo qué responder. Seguía mirando a los ojos penetrantes del genovés.
—¿Te arrepientes de tus pecados y afirmas tu fe en la Iglesia? —siguió DeGrasso.
—Sí. Me arrepiento de todos mis pecados —respondió con voz delicada.
—¿Tomas a Cristo como Salvador en el momento de tu muerte?
Por un instante su lengua pareció anudarse en un llanto contenido que finalmente aplacó para responder:
—Sí, acepto a Cristo en el final de mi vida.
Angelo suspiró con fuerza y un imperceptible alivio se dibujó en su cara, como si hubiera conseguido arrojar un pesado lastre de su interior. Dio media vuelta y subió los escalones de piedra hasta llegar al descansillo donde tomó uno de los botellones de perfume. Tras quitarle el lacre y los hilos regresó junto a la mujer para seguir con el ritual de su oficio.
—Eres muy valiente. Ahora se te ha concedido una última oportunidad, ya no estarás atormentada ni condenada en el Infierno a perpetuidad por tus intentos de suicidio. Te enviaré frente a la misericordia infinita de Dios y vivirás para siempre junto a él.
Tomó la botella y lentamente derramó su contenido sobre la cabeza de la joven. El líquido fue deslizándose por sus cabellos hasta ganar el escote y gotear por sus hombros, su pecho y sus piernas. Su vestido se empapó con la fragancia y el bálsamo exquisito enjugó sus lágrimas. Ségolène, hermosa como siempre, permanecía inmóvil sabiendo que ese era el momento más trascendental de su vida: el perfume la adornaba como si se tratase de una princesa y un hombre la respetaba y admiraba sin forzarla ni abandonarla.
El inquisidor estaba tratando de reparar una vida de pecados y degeneración. Tomó una lámpara de aceite y contempló a Ségolène. Ambos quedaron prisioneros de aquella mirada silenciosa plena de significados, de sensaciones indescriptibles que solo ellos compartieron.
—Abrázame —pidió, y estrechó la muñeca contra su pecho—. Tengo miedo.
Él vio una lágrima trazar su mejilla, tan transparente y sugestiva como el perfume derramado, y con toda la calidez de su sonrisa intentó transmitirle su paz y amor.
—No temas. Hoy mismo verás el amor de verdad en su plenitud y ya nunca más tendrás miedo. Yo te aseguro que todas las noches escucharás mis plegarias elevándose hacia ti, dondequiera que estés.
—Te esperaré siempre —respondió la muchacha ahogada en un llanto agónico.
—Lo sé. —Angelo cerró los ojos y recitó en murmullos una oración final. Al abrirlos, el color bronce de sus pupilas dibujó la llama que ardía ante él en la lámpara.
Ella quedó prendida de sus ojos como una enamorada y la mano del monje dejó caer la lámpara a los pies de la mujer, liberando el aceite que ardía y que de inmediato prendió en el perfume que la bañaba, extremadamente volátil. Las llamas de reflejos amarillos y anaranjados treparon rápidamente por su cuerpo y terminaron por devorar a Ségolène.
Ella mantuvo un instante aquella expresión sosegada de mujer enamorada y sus ojos fijos en Angelo, pero pronto el extremo dolor la obligó a cerrarlos para siempre mientras lanzaba un grito sordo que fue arrebatado de sus labios por una lengua de fuego azul. Se había convertido en una antorcha humana presa de un viaje sin retorno al que solo se accedía a través de la purga y el dolor. Un viaje al que debería ir sola. La mirada intensa de Angelo reflejaba ahora aquella llama que tenía delante, su rostro se iluminaba entre las sombras. Se quedó atrapado en aquella imagen, convencido y satisfecho de haber tomado el camino más difícil y espinoso, el que llevaría a Ségolène directa al Cielo.
Pronto aquel cuerpo en llamas cayó rendido bajo las bóvedas, lentamente el furor del fuego fue cediendo y dejó a la vista a una mujer distinta, llagada e irreconocible, sin cabello, ciega y moribunda, que aún aferraba aquella muñeca de trapo chamuscada y rota, y que alzó su mano al vacío con jadeos entrecortados.
—No tengas miedo. —Sabía que ella podía escucharlo, aunque no responder—. Estoy aquí, no te he abandonado.
Y agarró aquella mano descarnada que se aferró a él con desesperación en el momento final de su agonía. Durante un único instante sus temblores cesaron, su cabeza se movió intentando inútilmente ver, pues sus ojos estaban quemados, mientras respiraba una última vez con dificultad. Entonces falleció.
Angelo la contempló largamente. Poco a poco sus ojos comenzaron a humedecerse. Con sumo cuidado, depositó aquella mano sin vida hasta posarla en la piedra, luego se volvió y prorrumpió en un alarido ronco que salió desde el fondo de sus pulmones y brotó como un trueno hasta acabar en llanto.
Con el rostro sudoroso y febril cayó de rodillas e intentó serenarse, pero sus lágrimas no cesaron. Sabía que Ségolène estaba ahora en presencia de Dios y su alma ya gozaba del beneficio de la piedad. Tomó el cofre con la esfera y se percató de que no podía seguir. Se le habían agotado las fuerzas. Daba tumbos con su cruz y aún no había completado la misión. Arrastrándose, se arrimó al cuerpo de la muchacha, tomó su mano y lloró su muerte.
Así postrado, quedó también a la espera de su propio destino.
Bocanegra entró presuroso en la bodega, su capa y su pelo agitados al descender cada escalón de piedra mientras sus ojos descubrían una escena terrible e inesperada. Tras él iba Darko acompañado de cinco guardias.
—¡Dios mío! —gimió, y se quedó paralizado en la antesala.
Abajo se veían dos cuerpos, uno carbonizado y el otro tendido a su lado. Toda la sala estaba impregnada de un penetrante hedor a cebo perfumado. No supo qué hacer ante aquella lóbrega visión. Un soldado le había informado de que la esfera estaba en la cripta en poder de la francesa y la noticia fue para él como música celestial en sus oídos justo cuando la última fortaleza que gobernaba luchaba contra un incendio que, de forma inexplicable, iba ganando más y más habitaciones dentro de sus dominios. Pero ahora todo parecía de nuevo perdido, y Bocanegra supo sin lugar a ninguna duda que aquel desconocido que yacía en el suelo era el culpable de todo, del incendio y del robo de la reliquia.
—¿Quién sois? ¿De dónde habéis salido? —exclamó airado contra aquel extraño que parecía incendiar todo lo que tocaba mientras descendía el tramo final de escalones.
Angelo no respondió. Solo alcanzaba a respirar pues su estado era deplorable.
—¿Ségolène…? —exclamó el duque al llegar abajo, arrugando la frente al reconocer aquel cadáver chamuscado—. ¡Santo Dios! ¿Ese cuerpo es… Ségolène?
—¿Qué sucede? —preguntó el viejo Darko, que bajaba tras él los escalones con la mirada perdida tratando de entender.
—¡Está muerta y calcinada! —describió el noble.
El Gran Brujo se quedó paralizado. Primero dudó, luego olfateó y dando bastonazos se abrió paso por la cripta. Cuando dio con su cuerpo inerte tiró su bastón y cayó de rodillas junto a ella. Sus dedos tantearon a la mujer llena de llagas y fluidos, sin cabellos y cubierta de costras de piel carbonizada en que se había convertido, deslizó sus dedos huesudos por el rostro del cadáver y con el índice recorrió el arco de aquella nariz.
—¡Ségolène, pequeña mía! —gritó el anciano tras despejar sus dudas. Un segundo lamento no llegó a salir de su boca y terminó en una mueca espantosa. Se volvió hacia el duque y vociferó—: ¡El inquisidor ha quemado en la hoguera a mi última discípula!
Bocanegra volvió la vista hacia el individuo recostado a un lado del cadáver.
—Entonces debe de ser este hombre —señaló.
Darko quedó sin palabras, en su ceguera no podía imaginar que el culpable se hallaba a solo unos cuantos pasos. Sobresaltado, buscó instintivamente el apoyo de los guardias, que le ayudaron a ponerse en pie mientras Bocanegra desenvainaba su espada y la apuntaba hacia el rostro de Angelo.
—¡Describídmelo! —ordenó Darko—. ¡Tengo que saber si se trata de él!
—Tiene la sotana rota y bajo ella percibo una herida en el costado. También lleva un crucifijo sobre el pecho. Sus ojos son de color miel y su rostro es bien parecido aunque lleno de magulladuras y heridas sangrantes.
—¡Es él sin duda! —gritó el viejo—. ¡Es el Gran Inquisidor de Liguria!
De pronto Angelo pareció despertar de su letargo y miró al brujo con un brillo particular en los ojos.
—Es verdad, soy yo —habló incorporándose—. Soy tu señor inquisidor, el que exterminó a tu prole herética y aniquiló tu cizaña con el fuego purificador de la Iglesia.
—¡Pagarás tu atrevimiento! —bramó Darko dando palos al aire con su bastón intentando acertar al monje—. ¡De nada te servirán las quemas, el mal siempre estará en esta tierra y los brujos en ella!
—Ségolène murió en Cristo, se arrepintió de sus pecados en el momento de la muerte. Lo vi en sus ojos.
—¡Mentira! ¡La mataste por odio y venganza!
—Rompí las cadenas diabólicas de su pasado y la ungí con el perfume de su nueva vida. Ella irá al Paraíso. Me esperará entre los árboles, me esperará en el amor.
—¡Majaderías! ¡Ségolène está en el Infierno que tu propia Iglesia enseña!
—Ya no —contradijo Angelo—. En un amanecer como este te juro, Darko, que el mal no ha prevalecido. En el último instante de una vida atormentada ha triunfado la piedad.
Pasquale de Aosta apartó la capa de Angelo con cuidado utilizando la punta de su espada y descubrió bajo ella el cofre que el inquisidor guardaba bajo el brazo.
—¡Es la reliquia! —La esfera era lo único que le importaba en ese momento, era su única salvación ante el inminente ataque de los ejércitos de la Iglesia.
El duque pisó el pecho de Angelo con una bota y posó la punta de la espada en su cuello. Inclinándose levemente sobre él con la otra mano tomó la pequeña argolla del cofre y tiró de ella.
—No lo hagáis, os lo suplico —le rogó DeGrasso—. Yo ya no puedo seguir, solo quedáis vos.
Por un instante el duque prestó atención a las palabras de aquel hombre.
—¿Que no lo haga? —inquirió—. ¿Por qué no habría de hacerlo?
—Sois el último católico que portará la esfera. Después pasará a manos de los brujos y ya solo la poseerán ellos. Por lo que más queráis, no permitáis que se apropien.
—Ya no soy católico —respondió con sorna Pasquale Bocanegra.
—Habéis sido bautizado, no podéis renegar de ese sacramento…
—¡Oh sí! —Rió con gusto—. Yo era muy pequeño cuando me bautizaron, pero he decidido renunciar a mi bautismo y abrazar una nueva religión con la que podré abjurar de Roma y obtener la salvación.
—Fuera de la Iglesia no hay salvación —alentó Angelo—. Solo engaño y dolor.
—¿Dolor? ¡Pobre idiota! —resopló el noble—. ¿Acaso no sabéis que en verdad Dios no existe? Únicamente perdura el oro y todo lo que con él se puede comprar.
—No entreguéis el cofre a la oscuridad, os lo ruego…
—¡No le escuchéis, hacedlo callar! —tronó el brujo—. ¡Ese monje es culpable de la miseria y la calamidad de estas tierras! ¡Es culpable de haber iniciado el fuego en el castillo y de dar muerte a mis discípulos!
Bocanegra aferró fuertemente el cofre y colocó la punta de su espada sobre la nuez del Ángel Negro, como insinuando su pronto final.
—Jamás había visto vuestro rostro —confesó—, y hasta llegué a pensar que erais vos el monje que cayó del tercer piso y nada podía amedrentarme porque estabais muerto. Pero ahora entiendo el temor que todos los brujos os tienen. He oído hablar mucho de vos, he comerciado con vuestra vida y siempre me he preguntado el porqué de tanto interés por vuestra persona. Ahora lo sé, sois el monje obcecado que tendría que haber matado desde un principio y esta es la reliquia que debí entregar a la Iglesia. Sin embargo. —Los ojos verdosos del duque brillaban con euforia—. Ahora os tengo a mis pies, vuestra vida depende de mí y, como veis, inquisidor, en este juego incierto os corresponde el fracaso. Lo habéis apostado todo sin ganar nada y yo tengo el cofre en la mano. Por eso debo acabar ahora con vuestra vida —siguió argumentando amparado por la sonrisa de Darko; bajo su capucha escuchaba con satisfacción las palabras del duque y lo que estas anticipaban—. Permitiros vivir es arriesgarme en vano a perder de nuevo y ya no puedo seguir jugando.
—No vendáis vuestra alma al Diablo —siguió rogando Angelo exhausto—. El hombre puede vivir sin oro, pero jamás sin esperanzas. No dejéis que esa esfera le arrebate al hombre lo último que posee… no dejéis que se marchite su fe.
Durante un pequeñísimo lapso Bocanegra vaciló. No podía entender por qué aquel monje no negociaba por su vida y se permitía aconsejarle en el momento de su ejecución. En aquel momento se preguntó si en su cuerpo no faltaría algún órgano que hiciera posible sentir la fe que parecía guiar a aquel monje moribundo.
—La fiebre os ha robado la cordura. ¿No veis que la fe no tiene sabor ni llena una copa? Es bien cierto que la religión es una enfermedad de necios. Idos pues con Dios y con vuestra fe, yo me quedaré en esta tierra cuidando del oro y sus virtudes. —Levantó la espada para clavarla en su cuello.
—Dejadlo vivir… —le detuvo Darko con un gesto sospechoso en su rostro.
—¿Acaso ya no queréis venganza, viejo brujo? —preguntó el noble intrigado.
—Su misión ha fracasado, no hay mejor tortura que dejar que vea con sus propios ojos la caída de su Iglesia. Todo será culpa suya y ese será el peor tormento que pueda imaginarse. Yo condeno al inquisidor a un suplicio más abrasivo que el fuego y más doloroso que las torturas. Quizá corra entonces hacia un árbol y se cuelgue como Judas.
—No es mala idea… —admitió Bocanegra devolviéndola a su vaina—. La realidad se encargará de nuestra venganza y será mucho más dolorosa, más lenta.
—Nosotros tenemos la esfera, lo único que queremos —le apremió Darko—. Es el momento de apresurarnos en seguir nuestros planes, pues aún queda el último paso.
El duque asió al ciego de su huesudo brazo y, advirtiéndole de cada uno de los escalones que debía ascender, se alejó con él seguido de sus hombres, dejando a Angelo en el suelo, abandonado como una piltrafa junto a un cadáver quemado a quien ya nadie quería.
Las sombras se movieron presurosas en el patio trasero de la fortaleza, el cielo seguía oscuro en aquella mañana saeteada sin cesar por finos copos de nieve. El castillo de Verrés tenía una salida secreta que solo el duque y un puñado de sus oficiales conocían, y fueron estos quienes, sigilosos, cruzaron la blanca explanada a sabiendas de que las tropas de la Iglesia ya habían iniciado un sorpresivo ataque en las puertas principales en dirección al muro trasero de la fortaleza, una construcción alta y sólida edificada con enormes bloques irregulares de piedra encastrada que circundaban todo el peñasco exterior siguiendo los caprichos rocosos naturales y protegida en la cima por troneras y puestos de guardia.