—Gracias al cielo… —murmuró.
Abrió con dificultad una pequeña rendija suficiente para entrar en el templo. Ségolène seguía sus pasos, y después de que también accediera al corazón de la basílica cerró el portón.
Contemplaron en silencio las primeras imágenes de la catedral, la magia arquitectónica suavizada por el olor dulce y penetrante del incienso. Allí dentro todo era ampuloso, vasto y pétreo. Los ventanales iluminaban el colosal cuerpo central de la nave, los sólidos pilares y los arcos apuntados que se disolvían en una sólida bóveda de crucería. Al fondo, encendidos aún por la escasa luz del atardecer, los ventanales del ábside central, tras el altar mayor, irradiaban un crisol de colores hermosos, de contrastes llamativos y cálidos.
Angelo revisó atentamente toda la catedral, desde el ábside y la bóveda hasta los arcos que la separaban de las naves laterales y las ventanas.
—¿Y ahora? —susurró la francesa.
—«Al cruzar el portal de la luz en su recorrido hallarán la esfera en manos del niño soportando la base del conocimiento. Allí lo pescaréis» —respondió recitando de memoria el final del opúsculo.
—No entiendo esa frase —replicó Ségolène—, ¿cómo puede relacionarse con lo que vemos?
—Estamos en el sitio exacto, debemos buscar, interpretar lo que se esconde aquí.
DeGrasso caminó por la nave central y ella le siguió. Juntos comenzaron a recorrerla escrutando cada pared, cada pilar y cada capitel, revisando frisos y bajorrelieves. En los ojos del maestro brillaba la sospecha que hacía destacar su color miel intenso y mostraba su profundo mundo interior, el saber teológico y la virtud del sentido común. De pronto se detuvo y señaló algo que le pareció significativo.
—¿Qué hay? ¿Qué ves? —preguntó en voz muy baja, profundamente interesada.
Pero el inquisidor no contestó, se quedó contemplando los capiteles que adornaban los pilares facetados de la nave central y las columnas. Todo comenzaba a cobrar sentido.
—Fíjate en ese relieve —señaló el inquisidor—. ¿Lo ves…?
Mía ousía, treîs hypóstaseis
—recitó en griego, propagando un suave eco por el templo.
Ségolène miraba cada capitel que Angelo le mostraba, deteniéndose en cada columna en un intento desesperado por interpretar sus palabras y seguir el ritmo de su erudición.
—Hay un mensaje oculto en ellas —apuntó con pasión—. Una relación directa entre estos capiteles y la frase exterior de la esfera…
—¿Cuál? —preguntó.
—La Constante Trina —explicó exultante mientras señalaba los capiteles que adornaban las columnas de la nave.
Ella lo miró detenidamente intentando interpretar algo que no entendía, entonces Angelo la tomó del brazo y retrocedieron hasta la puerta. Señaló dos capiteles que se encontraban en el reverso del Cristo glorificado que habían visto en el exterior.
—Observa. —Finalmente los ojos de Ségolène descubrieron dos demonios que guardaban, uno a cada lado, el acceso principal—. El Diablo y la víbora y, otra vez, el Demonio y la bestia —indicó en cada extremo del pórtico.
Era cierto. La parte posterior de los capiteles de cada columna de la entrada mostraba una representación de los demonios. Las facciones grotescas de las tallas producían espanto y parecían resurgir del siglo XII, lanzando un mensaje velado.
—El mal existe. Está presente, nos acecha… —continuó—. ¿No te parece que estos demonios a espaldas de quienes entran aquí en busca de algo son un mensaje?
—Puede que sí —admitió confusa.
Angelo DeGrasso la tomó de la mano y avanzó dos columnas hacia el centro de la catedral.
—Contempla ahora… —Y señaló las caras internas de la segunda y tercera columna—. ¿Lo ves aquí?
—Unos demonios… y Cristo —murmuró ella absorta en los capiteles.
—Es Simón el Mago —corrigió el inquisidor—. El hombre que desafió a Pedro y demostró el poder de Satanás en una levitación ante el gentío, retando abiertamente a la Iglesia.
—¿Quiénes están con él?
—El que tiene la llave es Pedro, que contempla al Mago mientras levita —describió—. Detrás de él está Cristo, con la mano posada en su hombro. En este otro capitel —dijo, y señaló al que se encontraba enfrente— vemos la caída del Mago, respaldado ahora por Satanás.
—Pero ¿qué significa todo esto? —siguió ella.
—Observa la mano de Pedro y la de Cristo. ¿Qué ves?
—Sus dedos… sus dedos están marcando…
—… números —concluyó el monje—. Pedro tiene tres dedos extendidos…
—… y Cristo uno —siguió la francesa.
—Exacto. Tres y Uno. Cristo y Pedro en unidad luchando contra el Demonio.
Un escalofrío recorrió la espalda de la mujer, que tras quedarse casi sin aliento aspiraba ahora con lentitud el penetrante perfume del incienso.
—He aquí otro signo solo posible de interpretar para quien venga en pos de una causa: el Mago de Satanás lucha contra la Iglesia y de nuevo aflora la extraña constante bíblica que nos liga a la leyenda de nuestra esfera. —Angelo puso sus manos sobre los hombros de la joven y la hizo girar sobre los talones para mostrarle la tercera columna.
—¿Qué ves allí?, ¿es casualidad? —Se refería a un capitel en el que un hombre portaba un madero sobre los hombros—. Tres campanas en cada lado y dos hombres que hacen sonar una en cada brazo del tronco.
—¡Tres y Una! —exclamó la francesa alborozada, pues por fin entendía los símbolos que Angelo le mostraba—. ¡Sorprendente!
El Ángel Negro caminó hacia una de las naves laterales y por ella se dirigió al crucero. Allí alzó la mano y señaló un capitel que mostraba a un hombre que estaba siendo ahorcado por dos demonios alados. El relieve ilustraba una escena violenta, trascendental en la historia y determinante en la Iglesia apostólica: la muerte de Judas. De nuevo las coincidencias parecían no serlo pues este, con la lengua fuera y las facciones desesperadas, colgaba de un árbol de tres frutos y con su mano mostraba claramente el número tres.
—Tres dedos —dijo Ségolène advirtiendo ahora lo que antes parecía imperceptible.
—Alguien nos está advirtiendo de la realidad oculta, de la antigua pelea del mal contra la Iglesia, de aquellos demonólatras que conspiraron desde siempre contra los sucesores apostólicos… Es como si nos advirtiesen de que el Maligno nos persigue. ¿Tú qué opinas?
—Que si esto es verdad no voy a tardar en salir corriendo de aquí.
Angelo siguió avanzando, atravesó el crucero y, dejando atrás el altar mayor, se dirigió hacia el ábside. Desde allí vociferó, llenando de ecos la bóveda.
—Observa ahora esto —indicó señalando hacia arriba.
Ségolène asumió la verdadera dimensión del mensaje. Era cierto tal cual lo veía: ante ella, en un capitel aparecía de nuevo un gran demonio alado con garras de rapaz y una víbora enroscada que ofrecía a Jesucristo una esfera.
—¡Una esfera! —clamó Ségolène.
Se volvió y se encontró a Angelo tras ella, quien la contemplaba en silencio con la mirada turbada, una mirada que le causó espanto en la penumbra de aquel enorme templo.
—No temas. Estamos cerca —la tranquilizó. Puso una mano en su hombro, pero la atmósfera lúgubre de la basílica no ayudaba a tranquilizarla, ni mucho menos las diabólicas representaciones de los escultores medievales—. Se trata de la tentación de Cristo. Satanás le está ofreciendo una esfera.
La atención de ambos se concentró en ese mensaje que había tardado cuatrocientos años en llegar a su destino.
—¿Recuerdas el final del opúsculo? Recítalo —pidió el inquisidor.
Ségolène tomó aire. Estaba nerviosa, pero sus labios se movieron con armonía.
—«Al cruzar el portal de la luz en su recorrido hallarán la esfera en manos del niño soportando la base del conocimiento. Allí lo pescaréis.»
—Hallarán la esfera en manos del niño —repitió él, y tomando suavemente su mano la condujo a pocos pasos, junto a la columna izquierda del altar principal.
Alzaron la vista a la vez y ella descubrió un extraño capitel que representaba a los tres Reyes Magos durante el sueño revelador. Ségolène ni siquiera lo mencionó ni Angelo lo apuntó, pero otra vez se exhibía la señal Trina, otra vez estaba ante ellos la evidencia de que alguien quería dejar un mensaje: había tres magos, pero solo uno mostraba un brazo, y ante ellos volaba un ángel que nuevamente tenía tres dedos extendidos y un meñique doblado. Tres y Uno, Tres y Uno. Algo estaba claro: el que diseñó la reliquia conocía los capiteles de esa antigua catedral. Los doce papiros apuntaban hacia el templo de San Lázaro y allí mismo, dentro de ella, se abría un mundo similar, un mundo que tendrían que interpretar.
Angelo se volvió, y ambos observaron la columna que antes quedaba a sus espaldas. Sus ojos no pudieron sostener el peso de aquella realidad.
—¡Ahí está! —exclamó la francesa con un potente chorro de voz. Sus rodillas flaquearon y su corazón se aceleró ante aquella visión sorprendente.
—Hemos llegado —proclamó el inquisidor dejando escapar el aire de los pulmones.
Delante de ambos, del maestro y de la discípula, se alzaba un capitel que evidenciaba el paso del tiempo, erosionado y opaco, con el cincelado excelso de un escultor que sabía lo que quería comunicar.
El bajorrelieve mostraba la escena de la Sagrada Familia en su huida a Egipto, cuando Cristo aún era niño, a raíz de la ordenanza de Herodes que tenía como fin asesinar al pequeño Nazareno. Una vez más la alegoría de la persecución satánica dominaba la escena: el capitel mostraba la muía tirada por José, que tenía detrás el mismo árbol del cual Judas había sido ahorcado, un árbol de tres frutos. La muía caminaba con tres patas sobre el suelo y una recogida; sobre ella viajaba sentada María, que llevaba en su falda al Niño Jesús que, a su vez, llevaba en la mano una esfera.
—¡El Niño tiene una esfera en su mano! —exclamó ella—. Esto no es coincidencia, decididamente es…
—El opúsculo —añadió Angelo—. «Hallarán la esfera en manos del niño soportando la base del conocimiento. Allí lo pescaréis.» —Entonces señaló el labrado de la columna y comenzó a recorrer con el dedo la nervadura de piedra que bajaba desde el capitel del Niño hasta la base del pilar—. «Allí lo pescaréis» —repitió.
Y allí estaba: una baldosa desgastada por el paso de los siglos tenía grabado un pequeño signo. Un pez.
Angelo escudriñó con detenimiento la roca erosionada. Sin duda era el sitio que buscaban.
Y no se equivocó.
DeGrasso se acuclilló junto a la baldosa, sacó de entre sus ropas una daga y la acercó al suelo. Ségolène seguía en silencio el procedimiento. Con cuidado, el inquisidor metió la punta del puñal en una juntura de la losa que yacía cubierta de polvo, recorrió con ella el grabado y fue quitando la tierra apelmazada. Luego se puso de rodillas y sopló. Levantó la mirada y percibió que la luz de las ventanas del ábside había menguado en intensidad; la catedral comenzaba su inexorable camino hacia la oscuridad.
—Es lo que buscamos —le confirmó a ella—. Se trata de un
Icthys
, el primer signo cristiano. Cada letra de esta palabra griega esconde un mensaje:
Jésoûs Christós Theoû hYiós Sotér
—murmuró en griego—: «Jesús el Cristo es Dios Hijo y Salvador». Este pez fue un símbolo secreto de los cristianos cuando eran perseguidos por el imperio. Por él se reconocían y localizaban aquellos lugares en los que se encontrarían a salvo.
Clavó la daga con fuerza en la rendija que separaban ambas baldosas y, despacio, comenzó a desencastrarla en una maniobra que no fue precisamente sencilla para no dañarla. El ruido rebotaba en los techos abovedados, inundaba la nave principal y rodeaba las columnas. Angelo sostenía el mango con ambas manos y, por fin, logró un primer movimiento leve de la losa.
—Ayúdame. La baldosa está cediendo…
Ségolène sostuvo la daga e hizo palanca como le habían pedido, y Angelo introdujo sus dedos calzando la piedra y aferrándola hasta que, con gran esfuerzo, apartó la baldosa. Debajo apareció un hueco sombrío. Al dejar caer la daga provocó un sonido metálico que volvió a alcanzar las cúpulas y las manos temblorosas del monje dejaron la losa a un costado. A continuación, miró en el hueco: el escondite parecía pequeño.
—Es nuestro —celebró Angelo. Hundió el brazo izquierdo en el hueco hasta el codo. Sus dedos palparon a tientas el lúgubre escondite hasta dar con un objeto pequeño y frío. Cuando sacó el brazo a la luz sus miradas recayeron en aquel raro objeto: un relicario de bronce que cabía en la palma de la mano.
—¿Es todo? —preguntó ella.
Angelo metió de nuevo el brazo para comprobarlo.
—Es todo —respondió. No tardó en cerrar el puño con fuerza y, sin perder tiempo, dirigirse hasta las vidrieras del ábside para recibir la poca luz que penetraba. Allí examinó detenidamente el objeto.
El cilindro, opaco y oxidado, mostraba una tapa en el extremo sellada con cera. Los ojos buscaron por el altar hasta que encontró un cirio encendido que iba ganando brillo en contraste con la cada vez más espesa oscuridad. Caminó hacia él y puso el extremo sellado del estuche sobre la llama. Lentamente la cera comenzó a derretirse en un goteo escarlata. Angelo retiró el cilindro de bronce y sopló con delicadeza, como dando aliento a un mensaje asfixiado durante años. Forzó la tapa con los dedos que, aun bañada en cera, cedió para desvelar un interior hueco.
—¿Qué hay? —quiso saber Ségolène, que seguía de cerca sus maniobras.
Angelo no contestó, concentrado en colocar el cilindro bajo la luz del cirio. Su expresión fue parca, pues solo levantó una ceja.
—Pero ¿qué es lo contiene? —reiteró la francesa.
Golpeó el cilindro un par de veces contra el mármol del altar y se acercó de nuevo la boca del tubo a los ojos. Con los dedos extrajo un pergamino enrollado que se cobijaba en su interior. Tenía las dimensiones de un dedo tanto o más erosionado que el recipiente que lo protegía.
—Es un mensaje —balbuceó finalmente mientras lo extendía.
Había un mensaje en latín, escrito con una trabajada caligrafía medieval, que no le costó traducir:
Si sois un cofrade y habéis llegado hasta aquí, sabed que no es prudente seguir. Si lo hacéis, procurad que el mal no esté siguiendo vuestros pasos.
Leed con sabiduría:
Nuevamente hallaréis el portal de la luz en su recorrido,
fuera de estas tierras.
Ahí donde descansa el misterio final:
el
Codex Terrenus
.HNO. REMIGIO
Maestre I de la
Corpus CarusFossanova, agosto de 1275