La senda del perdedor (27 page)

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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

BOOK: La senda del perdedor
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—¡Totalmente de acuerdo!

—Claro.

Tras el Día de Orientación venía aquel en que te apuntabas en las materias que te interesaban. La gente corría arriba y abajo frenéticamente con papeles y cuadernos. Yo había llegado en el tranvía. Cogí el «W» hasta Vermont y luego el «V» en dirección Norte hacia Monroe. No sabía adonde iba toda esa gente ni lo que tenía que hacer yo. Me sentí mareado.

—Perdóname… —pregunté a una chica.

Ella giró la cabeza y siguió andando enérgicamente. Pasó un chico corriendo y le así por el cinturón, deteniéndole.

—Oye, ¿qué demonios estás haciendo? —preguntó.

—Cállate. ¡Quiero saber qué coño pasa! ¡Quiero saber qué tengo que hacer!

—Te lo explicaron todo ayer en Orientación.

—Oh…

Le solté y salió corriendo. Yo no sabía qué hacer. Pensé que sólo tenías que llegar hasta algún sitio y decirle a alguien que querías apuntarte a Periodismo, al curso de Iniciación Periodística, y ellos me darían una tarjeta con mi programa de clases. No era así. Esos tipos sabían lo que tenían que hacer y no hablarían. Me sentí como si estuviera otra vez en la escuela primaria, separado del grupo que sabía más de lo que yo sabía. Me senté en un banco y observé a la gente correr de arriba abajo. Quizás podía inventármelo todo. Les diría a mis padres que iba a la Universidad de la Ciudad de Los Angeles y vendría todos los días a tumbarme en el césped. Entonces vi a ese chico corriendo hacia mí. Era Baldy. Le cogí por el cuello.

—¡Oye, oye, Hank! ¿Qué te pasa?

—¡Te voy a dar para el pelo, gilipollas!

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—¿Cómo coño me apunto a clase? ¿Qué tengo que hacer?

—¡Pensé que lo sabías!

—¿Cómo? ¿Cómo iba a saberlo? ¿Acaso he nacido con ese conocimiento adquirido y etiquetado, listo para consultarlo cada vez que lo necesite?

Le arrastré hasta un banco, sujetándolo aún por el cuello de su camisa.

—Ahora exponme, de forma clara e inteligente, todo lo que hay que hacer y cómo. ¡Explícamelo bien y por ahora no te zurro!

Así Baldy me lo explicó todo. Al instante tuve mi día de Orientación concentrado. Todavía le sujetaba por el cuello.

—Por ahora te voy a dejar. Pero algún día resolveré este asunto. Vas a pagar por andar jodiéndome. No sabrás cuándo, pero caeré sobre ti.

Le dejé ir. Fue corriendo a reunirse con los que ya corrían. Yo no tenía necesidad de inquietarme o darme prisa. Iba a obtener las peores aulas, los peores profesores y el peor horario. Con lentitud fui paseando mientras me apuntaba a mis clases. Parecía que yo era el único estudiante despreocupado de todo el campus. Empecé a sentirme superior.

A las 7 de la mañana tenía clase de Inglés. Eran las 7.30 y yo estaba resacoso mientras permanecía en pie fuera del aula, escuchando junto a la puerta. Mis padres habían pagado mis libros y yo los había vendido para bebérmelos. Me escapé por la ventana del dormitorio la noche anterior y me acerqué al bar del barrio. Tenía una palpitante resaca de cerveza. Aún me sentía borracho. Abrí la puerta y entré. Me quedé de pie. El señor Hamilton, el profesor auxiliar de Inglés, estaba situado frente a la clase cantando. Funcionaba un tocadiscos y la clase cantaba a coro con el señor Hamilton. La canción era de Gilbert y Sullivan:

Ahora soy el gobernante de la Armada de la Reina…

He copiado todas las órdenes con letra redondilla…

Ahora soy el gobernante de la Armada de la Reina…

Permaneced pegados a vuestras mesas y nunca salgáis a la mar…

Y siempre seréis los gobernantes de la Armada de la Reina…

Fui hasta el fondo de la clase y encontré un asiento vacío. Hamilton apagó el tocadiscos. Estaba vestido con un traje blanco y negro y su camisa era naranja chillón. Se parecía a Nelson Eddy. Entonces se quedó mirando a la clase, miró su reloj de pulsera y se dirigió a mí:

—¿Es usted el señor Chinaski?

Asentí con la cabeza.

—Llega usted con treinta minutos de retraso.

—Sí.

—¿Llegaría usted con treinta minutos de retraso a una boda o un funeral?

—No.

—¿Por qué no? Si no le importa explicarnos…

—Bueno, si el funeral fuera el mío, tendría que ser puntual. Si la boda fuera la mía, sería mi funeral. —Siempre fui rápido con la lengua, nunca aprendería.

—Mi querido señor —dijo el señor Hamilton—, hemos estado escuchando a Gilbert y Sullivan para aprender a pronunciar bien. Por favor, levántese.

Me levanté.

—Ahora, cante por favor, «Permaneced pegados a vuestras mesas y no salgáis nunca a la mar y siempre seréis los gobernantes de la Armada de la Reina».

Seguí plantado en mi sitio.

—¡Bien, comience, por favor!

Canté toda la frase y me senté.

—Señor Chinaski, apenas pude oírle. ¿No podría usted cantar con un poco más de energía?

Me levanté de nuevo, aspiré todo un océano de aire y vociferé:

—¡
Si quierres ser el governante de l'armada de la rebina, Pégate ala mesa y nuunca bayas al maarrr
!

La había cantado al revés.

—Señor Chinaski —dijo el señor Hamilton— siéntese, por favor.

Me senté. La culpa la tenía Baldy.

50

Todo el mundo hacía gimnasia a la misma hora. La taquilla de Baldy estaba en la misma fila que la mía y separada por otras cuatro o cinco taquillas. Me acerqué a la mía antes que los demás. Baldy y yo teníamos un problema similar. Odiábamos los pantalones de lana porque picaban terriblemente, pero a nuestros padres les encantaba que lleváramos prendas de lana. Yo había resuelto el problema, para Baldy y para mí, y le había hecho partícipe de mi secreto. Todo lo que tenías que hacer era llevar el pijama bajo los pantalones de lana.

Abrí la taquilla y me desvestí. Me quité los pantalones y el pijama y escondí el pijama en la parte de arriba de la taquilla. Me puse los pantalones de gimnasia justo cuando los otros chicos estaban comenzando a entrar.

Baldy y yo teníamos grandes anécdotas con los pantalones del pijama, pero la de Baldy era la mejor. Había salido con su chica una noche para bailar un poco y a la mitad de un baile su chica preguntó:

—¿Qué es eso?

—¿Qué es qué?

—Hay algo que sobresale de la pernera de tu pantalón.

—¿Qué?

—¡Dios Santo! ¡Llevas el pijama bajo tus pantalones!

—¿Oh? Oh, eso… se me debe de haber olvidado…

—¡Me voy ahora mismo!

Nunca volvió a citarse con Baldy.

Todos los chicos se estaban poniendo la ropa de gimnasia. Entonces Baldy entró y abrió su taquilla.

—¿Cómo te va, compañero? —le pregunté.

—Oh, hola, Hank…

—Tengo clase de Inglés a las 7 de la mañana. Es un buen modo de comenzar el día, sólo que deberían llamarla clase de «apreciación musical».

—Oh, sí, Hamilton. He oído hablar de él. Je, je, je…

Me acerqué a él.

Baldy se había desabrochado los pantalones. Di un tirón y se los bajé. Aparecieron unos pantalones de pijama listados en verde. Intentó subirse los pantalones, pero yo era demasiado fuerte para él.

—¡Mirad, compañeros, mirad! Jesucristo, ¡Aquí tenéis a un tipo que viene a clase en pijama!

Baldy estaba forcejeando. Su rostro estaba cárdeno. Un par de chicos se acercaron a mirar. Entonces yo hice lo peor. Pegué un manotazo a su pijama y lo bajé.

—¡Y ved esto! ¡El cabroncete no es sólo calvo, sino que apenas tiene polla! ¿Qué va a hacer el pobrecito cuando se enfrente a una mujer?

Un chicarrón que estaba cerca de mí dijo:

—Chinaski, ¡eres una basura!

—Sí —dijeron otros dos tipos—. Sí… sí… —oí varias voces más.

Baldy se subió los pantalones. Estaba llorando:

—¡Chinaski también lleva pijama! ¡Fue él quien hizo que yo los llevara! ¡Mirad en su taquilla, sólo mirad en su taquilla!

Baldy corrió hasta mi taquilla y abrió la puerta de par en par. Sacó toda mi ropa pero no aparecieron los pantalones del pijama.

—¡Los ha escondido! ¡Los ha escondido en algún lugar!

Dejé mis ropas en el suelo y salí al campo cuando pasaban lista. Yo estaba en la segunda fila. Hice un par de flexiones y advertí que otro chicarrón estaba detrás de mí. Oí cómo pronunciaban su nombre, Sholom Stodolsky.

—Chinaski —me dijo— eres una basura.

—No te metas conmigo, chaval. Tengo un temperamento muy inquieto.

—Bueno, pues me meto contigo.

—No me piques mucho, gordinflón.

—¿Conoces el sitio que hay entre el edificio de Biológicas y los campos de tenis?

—Lo he visto.

—Te veré allí después de la gimnasia.

—Vale —contesté.

No aparecí. Después de la gimnasia pasé del resto de mis clases y cogí los tranvías necesarios para llegar a la plaza Pershing. Me senté en un banco y esperé ver algo de acción. Tuve que esperar mucho hasta que, finalmente, un ateo y un religioso comenzaron a discutir. No eran muy buenos. Yo era un agnóstico. Los agnósticos no tienen mucho que discutir. Dejé el parque y anduve bajando la Séptima hasta llegar a Broadway. Ese era el centro de la ciudad. No parecía haber gran cosa allí, sólo gente que esperaba que cambiaran los semáforos para que pudieran cruzar la calle. Entonces advertí que me comenzaban a picar las piernas. Me había dejado el pijama escondido en la taquilla. Había sido un día jodidamente estúpido desde el principio al fin. Salté a un tranvía de la línea «W» y me senté en la parte trasera mientras rodaba en dirección a casa.

51

Sólo conocí un estudiante en la Universidad que me gustara: Robert Becker. El quería ser escritor.

—Voy a aprender todo lo que aquí me pueden enseñar sobre el arte de escribir. Va a ser como desmontar completamente un coche y luego montarlo de nuevo.

—Eso parece mucho trabajo —dije.

—Voy a hacerlo.

Becker era dos o tres centímetros más bajo que yo pero era rechoncho y de fuerte complexión, con grandes hombros y brazos.

—Tuve una enfermedad infantil —me dijo—, tuve que estar en cama durante un año apretando dos pelotas de tenis, una en cada mano. Sólo por hacer eso he llegado a ser como soy.

Tenía un trabajo como mensajero nocturno y se pagaba las clases.

—¿Cómo obtuviste tu trabajo?

—Conocí a un tipo que conocía a un tipo.

—Seguro que te puedo dar una tunda.

—Quizás sí, quizás no. Sólo me interesa escribir.

Estábamos sentados en una habitación situada por encima del prado. Dos chicos estaban mirándome.

Uno de ellos habló:

—¡Oye! —me preguntó—. ¿Te importa si te pregunto algo?

—Adelante.

—Bueno, solías ser un mariquita en la escuela elemental, me acuerdo de ti. Y ahora eres un tío duro. ¿Qué pasó?

—No lo sé.

—¿Eres cínico?

—Probablemente.

—¿Eres feliz siendo cínico?

—Sí.

—¡Entonces no eres un cínico, porque los cínicos no son felices!

Los dos chicos ejecutaron unos pasos de vodevil y se fueron riendo.

—Te han hecho quedar mal —dijo Becker.

—No, exageraban demasiado.

—¿Eres cínico?

—Soy infeliz. Si fuera cínico, probablemente me sentiría mucho mejor.

Salimos de la habitación. Las clases se habían terminado. Becker quería guardar sus libros en la taquilla. Nos acercamos hasta ellas y los guardamos. Becker me pasó cinco o seis hojas de papel.

—Toma, lee esto. Es una narración breve.

Nos acercamos de nuevo a mi taquilla, la abrí y le tendí una bolsa de papel.

—Toma un trago…

Era una botella de oporto.

Becker dio un sorbo y yo otro.

—¿Siempre guardas una botella en tu taquilla? —me preguntó.

—Lo intento.

—Escucha, esta noche libro. ¿Por qué no vienes y te presento a algunos de mis amigos?

—La gente no me cae muy bien.

—Estos son tipos diferentes.

—¿Sí? ¿Dónde nos vemos? ¿En tu casa?

—No. Aquí, te escribiré la dirección… —empezó a escribir en un trozo de papel.

—Escucha, Becker, ¿a qué se dedican esos amigos tuyos? —quise saber.

—Beben —dijo Becker.

Me guardé el papel en el bolsillo.

Esa noche después de cenar leí la narración de Becker. Era buena y me sentí celoso. Contaba cómo por la noche llevaba un telegrama en su bicicleta a una mujer hermosa. Su estilo era objetivo y claro y suavemente pudoroso. Becker reconocía estar influenciado por Thomas Wolfe, pero no se lamentaba y exageraba como hacía Wolfe. Su narración tenía sentimiento pero sin estar subrayado en letras de neón. Becker sabía escribir; sabía escribir mejor que yo.

Mis padres me habían conseguido una máquina de escribir y yo había intentado escribir algunas narraciones breves, pero sólo conseguí historias amargas y confusas. No es que fueran muy malas, pero parecían implorar, no tenían vitalidad propia. Mis historias eran más oscuras y extrañas que la de Becker, pero no servían. Bueno, una o dos de ellas me parecían buenas, pero creo que acerté por casualidad en lugar de dirigirlas desde el principio. Becker era claramente mejor. Quizás intentaría dedicarme a la pintura.

Esperé hasta que mis padres se hubieron dormido. Mi padre siempre roncaba fuertemente. Cuando le oí, abrí la ventana del dormitorio y me deslicé fuera cayendo sobre los arbustos de bayas. Al lado tenía el sendero y anduve lentamente en la oscuridad. Luego subí por la calle Longwood hasta la 21ª, torcí a la derecha y subí la colina por Westview hasta donde finalizaba la línea del «W». Pagué mi billete y anduve hasta la trasera del tranvía, me senté y encendí un cigarrillo. Si los amigos de Becker eran tan buenos como la narración que me había dado a leer, entonces iba a ser una noche de órdago.

Becker estaba ya en la dirección de la calle Beacon. Sus amigos estaban desayunando. Fui presentado. Estaba Harry, estaba Lana, estaba Tragón, Apestoso, estaba Pájaro de las Ciénagas, Ellis, Cara de Perro y, finalmente, estaba el Destripador. Todos sentados en torno a una gran mesa de desayuno. Harry tenía un trabajo legítimo en algún lugar, él y Becker eran los únicos que estaban empleados. Lana era la mujer de Harry, Tragón —su hijo— estaba sentado en una alta banqueta. Lana era la única mujer de la reunión. Cuando me la presentaron, miró directamente a mis ojos y sonrió. Todos eran jóvenes, delgados, y fumaban y liaban cigarrillos.

—Becker nos habló de ti —dijo Harry—. Dice que eres un escritor.

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