La Semilla del Diablo (23 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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La señorita Lark miró a su reloj.

—Tiene que marcharse a las cinco —declaró—, y ahí está la señora Byron... —alzó la vista para mirar a una señora que estaba sentada leyendo y luego sonrió a Rosemary—. Pero estoy segura de que querrá verla. Siéntese. En cuanto esté desocupado, le diré que está usted aquí.

—Gracias —contestó Rosemary.

Dejó la maleta al lado de la silla más cercana y se sentó. El charol blanco del asa de su bolso de mano estaba húmedo. Lo abrió, sacó un pañuelo y se secó las palmas y luego el labio superior y las sienes. El corazón le latía aceleradamente.

—¿Qué temperatura hace ahí fuera? —le preguntó la señorita Lark.

—Terrible —contestó Rosemary—. Treinta y cuatro grados.

La señorita Lark hizo un gesto de horror.

Una mujer salió del despacho del doctor Sapirstein; una mujer en su quinto o sexto mes, que Rosemary había visto ya antes. Ambas se saludaron con un gesto de cabeza. La señorita Lark entró.

—¿Usted ya está a punto de dar a luz? —le preguntó la señora que esperaba junto al escritorio de la enfermera.

—El martes —contestó Rosemary.

—Buena suerte —le deseó la señora—. Menos mal que usted habrá acabado antes de julio y agosto.

La señorita Lark volvió a salir.

—Señora Byron —dijo—. Después sigue usted —agregó dirigiéndose a Rosemary.

—Gracias —contestó Rosemary.

La señora Byron entró en el despacho del doctor Sapirstein y cerró la puerta. La señora que estaba junto al escritorio habló con la señorita Lark acerca de otra cita y luego se marchó, diciendo adiós a Rosemary y volviéndole a desear buena suerte.

La señorita Lark escribió algo. Rosemary tomó un ejemplar del
Time
que tenía al alcance de la mano.
¿Ha muerto Dios?
leyó en letras rojas sobre fondo negro. Buscó el índice y miró las páginas de espectáculos. Había un artículo sobre Bárbara Streisand. Trató de leerlo.

—Qué bien huele —dijo la señorita Lark, oliendo en dirección a Rosemary—. ¿Qué es?

—Un perfume que se llama «Detchema» —contestó Rosemary.

—Pues ha mejorado mucho sobre el de antes, si no le importa que se lo diga.

—Aquello no era colonia —explicó Rosemary— sino un amuleto de la suerte. Lo he tirado.

—Bien hecho —dijo la señorita Lark—. Ojalá el doctor siguiera su ejemplo.

Rosemary, al cabo de un momento, preguntó:

—¿El doctor Sapirstein?

La señorita Lark contestó:

—¡Uf! Él tiene una loción para después del afeitado, claro. Pero también tiene un amuleto de la suerte. Claro que él no es supersticioso. O al menos yo no creo que lo sea. Bueno, pues tiene ese olor de vez en cuando, y, cuando lo tiene, no puedo acercarme a cinco pasos de él. ¿No se ha dado usted cuenta nunca?

—No —contestó Rosemary.

—Será porque habrá venido en los días en que no lo tiene —dijo la señorita Lark—. O quizá pensó que el olor venía del suyo propio. ¿Qué es eso? ¿Un producto químico?

Rosemary se levantó, soltó el
Time
y cogió su maleta.

—Mi esposo está ahí fuera; tengo que decirle algo —le dijo—. Vuelvo en seguida.

—Puede dejar su maleta —dijo la señorita Lark.

Rosemary se la llevó junto con sus pensamientos.

20

Fue andando Park Avenue arriba y luego por la calle Ochenta y Cinco, donde halló una cabina telefónica de paredes de cristal. Llamó al doctor Hill. Hacía mucho calor en la cabina.

Contestó una telefonista de servicio. Rosemary le dio su nombre y el número del teléfono.

—Por favor, dígale que me llame ahora mismo —dijo ella—. Es un caso urgente y estoy en una cabina telefónica.

—Muy bien —contestó la mujer, y cortó.

Rosemary colgó también, pero luego alzó el auricular, apoyando un dedo en el soporte. Mantuvo el auricular en su oído, como si estuviera escuchando, así que si venía alguien no le pidiera que le dejara el teléfono. El bebé dio un puntapié y se retorció dentro de ella. Estaba sudando. «Rápido, por favor, doctor Hill. Llámeme. Sálveme.»

Todos ellos. Todos ellos. Todos estaban metidos en esto. Guy, el doctor Sapirstein, Minnie y Roman. Todos ellos brujos.
Todos ellos brujos.
Utilizándola para que trajera al mundo un bebé para ellos, un bebé del que pudieran apoderarse y... «No te preocupes Andy-o-Jenny, ¡te mataré antes de que ellos te toquen!»

Sonó el teléfono. Ella levantó el teléfono inmediatamente del soporte.

—¿Sí?

—¿Es la señora Woodhouse? —era la telefonista de nuevo.

—¿Dónde está el doctor Hill? —preguntó ella.

—¿He tomado bien su nombre? —preguntó la mujer—. ¿Es usted Rosemary Woodhouse?

—¡Sí!

—¿Es usted paciente del doctor Hill?

Ella explicó lo de la visita que le había hecho en otoño.

—¡Por favor! —le dijo—. ¡Tengo que hablar con él! ¡Es importante! Es... Por favor, dígale que me llame.

—Muy bien —contestó la mujer.

Sujetando de nuevo el soporte, Rosemary se secó la frente con el dorso de su mano. «Por favor, doctor Hill.» Abrió la puerta para que entrara un poco de aire y luego la volvió a cerrar de nuevo cuando una mujer se acercó y esperó.

—¡Oh! No sabía eso —dijo Rosemary al auricular, siguiendo con el dedo en el soporte—. ¿De veras? ¿Y qué más te dijo?

El sudor le corría por la espalda y los brazos. El bebé se volvió y se encogió.

Había sido un error utilizar un teléfono tan cerca del consultorio del doctor Sapirstein. Debía haber ido a las avenidas Madison o Lexington.

—Es magnífico —dijo—. ¿Y no te contó nada más?

En ese mismo instante podía haber salido y estar buscándola, y ¿no sería en el teléfono más próximo donde él miraría primero? Debió de haberse metido inmediatamente en un taxi y alejarse. Y se volvió de espaldas lo más que pudo en la dirección por la que él vendría. La mujer que estaba fuera se había ido, gracias a Dios.

Y ahora, también, Guy habría ido a casa. Habría visto que no estaba la maleta y telefoneado al doctor Sapirstein, pensando que ella estaba en el hospital. Y pronto ambos estarían buscándola. Y los otros, los Wee, los...

—¿Sí? —dijo a mitad del timbrazo.

—¿Señora Woodhouse?

Era el doctor Hill, el doctor Salvador-Rescatador-Kildare-Maravilloso-Hill.

—Gracias —le dijo—. Gracias por llamarme.

—Pensé que estaba usted en California —contestó él.

—No —dijo ella—. Fui a otro médico, a uno al que me mandaron otros amigos y no es bueno, doctor Hill. Me ha estado mintiendo y dándome unas bebidas y cápsulas muy raras. El bebé ha de nacer el martes, recuerde, usted me lo dijo, «el veintiocho de junio». Y quiero que sea usted quien me asista en el parto. Le pagaré lo que me pida, igual que si hubiera estado tratándome todo este tiempo.

—Señora Woodhouse...

—Por favor, déjeme que le hable —le dijo, adivinando la negativa—. Déjeme que vaya y le explique lo que ha pasado. No puedo estar más rato en el sitio en que estoy. Mi esposo y ese doctor, y las personas que me enviaron a él, todos han estado mezclados en... bueno una conjura; ya sé que eso suena como si estuviera chiflada doctor y usted estará probablemente pensando: «¡Dios mío, esta pobre chica ha perdido completamente el seso!»; pero no estoy loca, doctor. Se lo juro por todos los santos que no lo estoy. De vez en cuando hay conjuras contra las personas, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí —contestó él.

—Pues hay una contra mí y mi bebé —dijo ella—. Y si usted me deja que le hable se lo contaré. Y no voy a pedirle que haga nada fuera de lo normal o malo, ni nada de eso. Lo único que quiero es que me lleve a un hospital y me asista en el parto.

Él dijo:

—Venga a mi despacho mañana, después de...

—No —contestó ella—. Ahora Ahora mismo. Están buscándome.

—Señora Woodhouse —repuso él—. Ahora no estoy en mi despacho, estoy en mi casa. Llevo levantado desde ayer por la mañana y...

—Se lo suplico —dijo ella—. Se lo suplico.

Hubo un silencio.

Ella prosiguió:

—Iré y se lo explicaré. No puedo estar aquí.

—En mi despacho a las ocho —dijo él—. ¿Le parece bien?

—Sí —contestó ella—. Sí. Gracias. ¿Doctor Hill?

—¿Qué?

—Si mi esposo le llama y le pregunta si he telefoneado...

—No hablaré con nadie —contestó el doctor—; voy a descabezar un sueño.

—¿Quiere comunicárselo a su servicio? ¿Que no digan a nadie que he llamado? ¿Doctor?

—Muy bien, se lo diré.

—Gracias —dijo ella.

—A las ocho.

—Sí. Gracias.

Un hombre que estaba de espaldas a la cabina se volvió cuando ella sali
ó; pero no era el doctor Sapirs
tein.

* * *

Fue andando hasta la avenida Lexington y luego subió por la calle Ochenta y Seis, donde entró en un cine. Fue al lavabo de señoras y, luego, entumecida, buscó una butaca en la segura y fresca oscuridad de la sala, mirando una película en colores. Al cabo de un rato se levantó y fue con su maleta a una cabina telefónica, desde donde pidió una conferencia con su hermano Rian. No obtuvo respuesta. Volvió con su maleta y se sentó en un asiento diferente. El bebé estaba quieto, durmiendo. Ahora proyectaban una película protagonizada por Keenan Wynn.

A las ocho menos veinte salió del cine y tomó un taxi hasta el consultorio del doctor Hill, en la calle Setenta y dos Oeste. Pensó que estaría más segura si entraba; estarían vigilando los domicilios de Joan, Hugh y Elise; pero no el consultorio del doctor Hill a las ocho de la tarde, si su servicio había dicho que ella no había llamado. Sin embargo, para estar más segura, pidió al taxista que esperara a que ella entrara. Nadie la detuvo. El propio doctor Hill abrió la puerta, más amablemente de lo que ella había esperado tras la desgana que había mostrado por teléfono. Se había dejado crecer un bigote, rubio y apenas visible; pero seguía pareciéndose al doctor Kildare. Llevaba una camisa deportiva azul y amarilla.

Entraron en su sala de consulta, que era cuatro veces más pequeña que la del doctor Sapirstein, y, una vez allí, Rosemary le contó su historia. Se sentó con sus manos sobre los brazos del sillón y los tobillos cruzados y habló despacio y con calma, sabiendo que el menor detalle de histeria haría que él no la creyese y que pensase que estaba loca. Ella le contó lo de Adrián Marcato y lo de Minnie y Roman; lo de los meses de dolor que había sufrido y las infusiones de hierbas y los pastelillos blancos; lo de Hutch y
Todos ellos brujos
, y las entradas para
The Fantasticks
, las velas negras y la corbata de Donald Baumgart. Trató de que todo pareciera coherente, pero no pudo. Contó todo ello sin ponerse histérica; habló del magnetófono del doctor Shand y contó que Guy le tiró el libro, y que la señorita Lark le había hecho inconscientemente la revelación final.

—Puede que el coma y la ceguera fueran sólo coincidencias —dijo ella—, o puede que ellos tengan de veras un medio para hacer daño a la gente. Pero eso es lo menos importante. Lo importante es que quieren el bebé. Estoy segura de que lo quieren.

—Eso parece —convino el doctor Hill—. Sobre todo en vista del interés que se han tomado desde el principio.

Rosemary cerró los ojos y estuvo a punto de llorar. Él la creía. No pensaba que estaba loca. Abrió los ojos y se quedó mirándole, manteniendo su calma y compostura. Él estaba escribiendo algo. ¿Lo amarían todas sus pacientes? Las palmas de sus manos se las notaba húmedas, las apartó de los brazos de la silla y las apoyó sobre su vestido.

—Dice usted que ese doctor se llama Shand, ¿verdad? —preguntó el doctor Hill.

—No, el doctor Shand es uno de los del grupo —explicó Rosemary—. Uno del aquelarre. El doctor se llama Sapirstein.

—¿Abraham Sapirstein?

—Sí —contestó Rosemary, inquieta—. ¿Lo conoce usted?

—Lo he visto un par de veces —dijo el doctor Hill, mientras hacía otras anotaciones.

—Al verlo, o hablando con él, nadie diría...

—Nunca en la vida —corroboró el doctor Hill, soltando su pluma—. Por eso se nos dice que no juzguemos nunca por las apariencias. ¿Le gustaría ir ahora, esta misma tarde, al Hospital Mount Sinaí?

Rosemary sonrió:

—Me encantaría —dijo—. ¿Es posible?

—Habrá que hacer algunas gestiones —repuso el doctor Hill.

Se levantó y fue hacia la puerta abierta de su sala de exámenes.

—Quiero que se eche y descanse un poco —dijo, dejando la habitación en penumbra; parpadeó ante la luz fluorescente azulada—. Veré lo que puedo hacer y luego se lo diré.

Rosemary se levantó y fue con su bolso de mano a la sala de exámenes.

—Ellos tienen de todo —dijo ella—. Hasta una alacena para guardar las escobas.

—Estoy seguro de que nosotros conseguiremos algo mejor —dijo el doctor Hill.

Entró tras ella y puso en marcha el acondicionador de aire que había en la ventana de cortinas azules. Era muy ruidoso.

—¿He de desvestirme? —preguntó Rosemary.

—No, aún no —dijo el doctor Hill—. Esto va a requerir media hora de enérgicas llamadas telefónicas. Quédese echada y descanse.

Salió y cerró la puerta

Rosemary se dirigió hacia el sofá-cama situado en un extremo de la habitación y se sentó pesadamente en su blandura recubierta de azul. Puso su bolso de mano sobre una silla.

«¡Dios bendiga al doctor Hill!»

Se quitó las sandalias y se recostó, agradecida. El acondicionador de aire le envió una pequeña corriente de frescor; el bebé se volvió lenta y perezosamente, como si la sintiera.

«Todo va bien ahora, Andy-o-Jenny. Estaremos en una bonita y limpia cama en el Mount Sinaí, sin visitantes y...»

Dinero. Se incorporó, abrió su bolso de mano y encontró el dinero que le había quitado a Guy. Había ciento ochenta dólares. Más dieciséis y algo de cambio que eran suyos. Serían suficientes, sin embargo, porque sólo tendría que pagar los adelantos, y si necesitaba más, Brian se lo podía enviar por giro telegráfico, o Hugh y Elise se lo prestarían. O Joan. O Grace Cardiff. Tenía muchas personas a quienes dirigirse.

Sacó las cápsulas, volvió a meter el dinero, y cerró el bolso de mano; y se echó de nuevo en el sofá cama, con el bolso de mano y el frasco de cápsulas en la silla al lado de ella. Daría las cápsulas al doctor Hill: éste las analizaría y se aseguraría de que no tenían nada dañino. No podía ser. Ellos querrían que el bebé fuera sano, ¿verdad?, para sus insanos rituales.

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