La seducción de Marco Antonio (49 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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Cuando Olimpo regresó por fin con su caja de medicinas colgada del hombro, vi que estaba destrozado.
- Bueno, he hecho todo lo que he podido -me dijo-. Pero tiene un aspecto muy desagradable. He tenido que quitar tanta carne que siempre le quedará un hueco… suponiendo que se cure.
- ¿Por eso has tardado tanto?
Los niños habían nacido en mucho menos tiempo.
- ¿Cuánto he tardado? -preguntó, sentándose en un banco-. He perdido la noción del tiempo. Pero con el vino y la mirra hay muchas posibilidades. Y el tubo de drenaje; estoy francamente orgulloso de él. Hipócrates los usaba, pero hoy en día ya no se utilizan. Será interesante ver el resultado.
- ¿Os habéis bebido el vino?
- Yo no -contestó Olimpo-. Antonio se ha pasado el rato haciendo preguntas muy raras.
- ¿Cómo qué?
- Me ha preguntado qué hacíamos de niños, cuándo te conocí y cosas por el estilo. Y cómo eras tú.
- ¡Espero que no se lo hayas dicho!-repliqué, aunque me conmovía su curiosidad.
- Sólo las partes más respetables -contestó Olimpo-. Le he contado algunas de nuestras aventuras, como una vez que fuimos a la tienda del embalsamador y tú te tendiste en la mesa como una momia. Y aquella otra vez que nos escondimos en el pantano y volcamos una pequeña barca de pesca como si fuéramos cocodrilos.
- Ahora que sé algo más de estas cosas -dije-, fue un milagro que no nos tropezáramos con un cocodrilo de verdad.
Olimpo se echó a reír.
- Qué tiempos tan felices aquéllos -suspiró.
Pero yo sabía muy bien que no lo habían sido. Habían sido días peligrosos, pero el peligro que yo había corrido no había sido por culpa de los cocodrilos sino de la corte, donde mis hermanas se habían apoderado de la corona.
Sin embargo es tan grande la valentía de la infancia que podíamos apartar todas aquellas cosas de nuestra mente durante una tarde e irnos a remar a los pantanos, creando con ello unos recuerdos que después perduran a lo largo de toda la vida.
- Sí, me sorprende que me haya preguntado eso -dijo Olimpo.
Pero yo adiviné que estaba contento. Poco a poco Antonio había empezado a ganarse su simpatía. Aunque Olimpo tardara mucho tiempo en capitular por completo, por lo menos ya no pensaría que era un demonio.
Aquella noche Antonio agitó la mano vendada. Era un bulto tan grande que parecía la pata de un oso, y de ella sobresalía una pajita a través de la cual salía un líquido. Aproximadamente cada hora, toda la mano envuelta con el vendaje se tenía que sumergir en un cubo lleno de vino de Falerno de ocho años.
- ¿Te duele? -me atreví a preguntarle.
- Más que el infierno -me contestó alegremente.
- Pero si da resultado habrá merecido la pena -dije.
- Para ti es fácil decirlo. Tú no has tenido que estarte allí sentada mientras él te cortaba la carne -me recordó.
La mano respondió favorablemente, y al cabo de varios días y de múltiples exámenes y cambios de vendajes Olimpo se mostró satisfecho. La hinchazón y el enrojecimiento iniciales se habían reducido y los bordes estaban limpios. Olimpo la seguía limpiando con vino y espolvoreándola con mirra molida. Los puntos que le había aplicado eran tan perfectos como los de los bordados sirios, y así se lo comenté.
- La próxima vez usaré hilo de oro para que resulte más decorativo -comentó.
Había llegado el momento decisivo.
Los mares ya estaban abiertos y se tenía que enviar un mensaje a Roma. Pero ¿qué mensaje?
Antonio me dijo por fin que, tras haberlo pensado mucho, había decidido quitar importancia a las bajas sufridas en la Partia, aunque sin anunciar una clara victoria.
- No será deshonroso mostrarse vago con los detalles -dijo.
- Pero será un engaño -repliqué.
- Prefiero decir «vago» -repitió-. No es un deshonor… -¡Qué preocupado estaba con aquella palabra! Hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa con tal de evitarla- negarse a insistir en el pasado y mirar hacia el futuro. Pondré el acento en la inminente campaña de Armenia.
Eso nos permitiría ganar tiempo para recuperar las pérdidas.
- El hecho de que Octavio no esté en Roma nos será beneficioso -dije.
- Si todavía no se ha ido, no tardará en hacerlo.
Se había corrido la voz de que Octavio había encontrado una ocupación para sus legiones: las utilizaría en la frontera de Iliria.
- ¿Y de veras se pondrá al frente de sus tropas? -pregunté.
- Eso dicen. Necesita demostrarse a sí mismo que es un comandante. Si fuera herido, incluso esto le sería útil -dijo Antonio-. Se ha visto muy claro que si Agripa no combate por él, él jamás consigue nada. -De pronto una expresión de tristeza cruzó fugazmente por su rostro. No era Octavio el que había perdido cuarenta y dos mil legionarios sino él. Y lo más curioso era que Octavio jamás hubiera emprendido semejante campaña-. Si él se va, convendría que yo regresara a Roma -añadió, expresando en voz alta sus pensamientos-. De esta manera podría renovar mis vínculos allí.
¿Con Octavia?
- Si regresas -me apresuré a decirle-, te harán preguntas sobre la Partia y no podrás ocultar lo ocurrido. ¡No vuelvas mientras seas vulnerable!
- Llevo tanto tiempo ausente que temo perder la fuerza que todavía conservo, en la política y en el recuerdo del pueblo. Considero necesaria una visita.
- ¡Si vas en ausencia de Octavio parecerá que le tienes miedo! -dije-. Y si entras subrepticiamente en la ciudad, a su espalda, dirán que no te atreves a enfrentarte con él.
Como es natural, yo sabía muy bien que aquél era el mejor momento para ir porque tendría toda Roma a su disposición. Pero si fuera, correría el peligro de entrar de nuevo en la esfera de Octavio.
«Siempre se dejará gobernar y conducir por la naturaleza más fuerte que tenga más cerca.» Y yo no podía correr aquel riesgo. Tenía que mantenerle apartado de Roma.
- Pues entonces iré y lo convocaré a una reunión -dijo.
- ¡No, no! -contesté-. Deja que se quede en Iliria. Deja que sufra una derrota allí, deja que los ilirios te hagan el trabajo. De lo contrario buscará una excusa para volver, le dejará los combates a Agripa y éste los ganará para su mayor gloria.
- Tienes razón -dijo Antonio, pero yo me di cuenta de que no estaba muy convencido-. Iré más adelante, cuando pueda conducir al rey de Armenia encadenado en un Triunfo.
- Sí, eso deslumbrará a los romanos. Les encantan los Triunfos. Octavio aún no ha conseguido tener ninguno. -Ahora tenía que cambiar de tema-. Me necesitan en Egipto. Pronto tendré que regresar.
- Sí.
- ¿Cuáles son tus planes? ¿Irás conmigo o te quedarás aquí con las tropas?
- Si pudiera reconstruir mis legiones, organizaría el ataque contra Armenia a la mayor rapidez posible. Pero ya estamos a marzo y no me daría tiempo a prepararme para una campaña en esta estación; dura muy poco en las montañas. Y además Sexto anda suelto por ahí con sus tres legiones renegadas. No me atrevo a marchar hacia el este sin tener la espalda protegida.
- O sea que tendrás que perder otro año -dije.
Otro año perdido por culpa de otras personas. Primero le había hecho perder el tiempo Octavio, y ahora se lo estaba haciendo perder Sexto. ¡Qué exasperante resulta verse atrapado en las garras de acontecimientos lejanos cuando uno no los puede superar ni ignorar!
- Hay que acabar con Sexto -repitió Antonio.
Tenía razón. Necesitaba recuperarse de los efectos del año anterior para infundir nuevos bríos a su ejército y también a su espíritu.
- ¿O sea que piensas quedarte aquí?
- Unas cuantas semanas más -contestó-. Después seguramente podré supervisar mis asuntos desde Alejandría.
- Date prisa -le dije-. Tu ciudad te echa de menos.
- Alejandría está dondequiera que tú estés -replicó, tomando mi rostro entre sus manos, una de ellas sana y la otra todavía vendada.
Ya casi había terminado mis preparativos para la partida. Me iría profundamente agradecida a Isis y a los dos dioses de la medicina -Asclepio e Imhotep- por haberle devuelto la mano a Antonio. Se le había curado muy bien y ya le habían quitado el tubo y los puntos.
Fue entonces cuando llegó una carta de Roma anunciando que Octavia se encontraba de camino con ayuda para Antonio: ganado, víveres, los barcos que quedaban de los que Antonio le había prestado a Octavio y dos mil de los mejores soldados romanos, cuidadosamente elegidos entre los hombres de la selecta guardia de Octavio.
El portador de la carta fue un tal Niger, amigo de Antonio y amable mensajero.
Me vi obligada a agasajarle y a hacerle corteses preguntas sobre el viaje, tratando de averiguar exactamente dónde se encontraba Octavia en aquellos momentos. La respuesta fue que se hallaba con su cargamento muy cerca de Atenas, donde esperaría las instrucciones de Antonio.
- ¿Y cuáles serán tus instrucciones? -le pregunté a Antonio mientras nos preparábamos para acostarnos-. Estoy segura de que ella será obediente y hará cualquier cosa que le pidas.
¿Por qué no se habría divorciado todavía de ella? ¿Por qué razón yo no había insistido en que lo hiciera? ¡Qué error tan grande!
- Los soldados no me vendrán nada mal.
- Tiene gracia -dije-. Tus dos esposas vienen a ti, llevándote ayuda y consuelo. Es un milagro que no hayamos chocado en el mar.
- Ella no es mi esposa -me replicó Antonio sin demasiada convicción.
- ¿De veras? ¿Acaso te has divorciado? Recuerda que Roma ignoró por completo el anuncio de nuestra boda. A sus ojos, yo no existo como esposa tuya.
- ¡Ya estoy harto de eso! -dijo Antonio, dejándose caer en la cama.
- ¡Pues termina de una vez! -repliqué. Hubiera deseado añadir: «Lo hubieras tenido que hacer hace tiempo.» Pero en aquellos momentos no me podía poner pesada-. Dile que se vaya.
Hubiera sido un mensaje muy claro.
- Pero los hombres…
- ¡Los hombres son una ofensa! Octavio te debe cuatro legiones y mira lo que hace, te envía este regalito para que piques el anzuelo, o para meterte en cintura. Son un apéndice de Octavia, y por consiguiente te tienes que tragar todo el lote como si fuera un pescado. «Si te portas bien, Antonio, te daré más.» ¡Eso es lo que te está diciendo! ¿Es eso lo que tú quieres, estar a sus órdenes y bailar al son que él toque? ¡Te digo que eso es un insolente desafío! Dos mil hombres cuando te debe veinte mil, y además formando un paquete con su hermana, que es una extensión de su persona. -Le miré enfurecida-. ¡Tú mismo dijiste que era como tener a Octavio en la cama!
- Sí, sí -admitió, mirando al techo.
- Bueno, haz lo que quieras -le dije, hablando completamente en serio. Tenía que decidirlo por sí mismo-. Yo regreso a Alejandría. Tú verás si zarpas rumbo a Atenas o bien a Alejandría. Están en direcciones contrarias.
Me volví de lado y me cubrí los hombros con la manta. Sentí que se me aceleraban los latidos del corazón pero sólo porque, como todas las decisiones irrevocables, era algo que había ocurrido inesperadamente y con excesiva rapidez. Sin embargo, en el fondo me alegraba. Ahora tendría que ocurrir algo: Antonio tendría que zarpar rumbo al norte o rumbo al sur.
Aunque no fuera propio de mí, me abstendría de decir nada que pudiera inclinar su voluntad en uno u otro sentido. La decisión tenía que ser enteramente suya y tenía que surgir de su corazón. De lo contrario no significaría nada.
A la mañana siguiente se recibió una jubilosa carta de Octavia anunciando su llegada a Atenas y firmada con la frase: «Tu fiel esposa.» Al día siguiente, Olimpo y yo zarpamos rumbo a Alejandría.
Tal como había hecho a nuestra llegada, Antonio permaneció solo en la playa mientras nosotros nos alejábamos.
Estaba esperando, aunque naturalmente yo me decía a mí misma que no era cierto. Procuraba distraerme con todo el trabajo que se había acumulado en Egipto en mi ausencia, sobre todo desde que se iniciara de nuevo la estación de la navegación. El comercio, tan gravemente dañado por Sexto, se había recuperado por completo.
- No cabe duda de que Octavio le hizo un favor al mundo librándose de él -dijo Mardo. Sostenía en la mano un informe en el que se especificaba el número de ánforas de aceite enviadas en abril-. Cada vez que alguien unta el pan con aceite, tiene que darle las gracias a Octavio, tanto por el pan como por el aceite. Da igual que Octavio esté en Grecia, en Chipre o en Italia.
No tuve más remedio que darle la razón. Incluso en Alejandría estábamos cosechando los beneficios; ahora nuestros navíos mercantes podían ir a donde quisieran.
- Aquí está la prueba de la expansión comercial -dijo Mardo, sacando algo de una caja. Unas patas y un arrugado cuello se estiraron y se agitaron en el aire-. Dos tortugas de Armenia. Las ha enviado el Rey. Dice que se ha enterado de que tenemos una colección de animales y confía en que aún no tengamos ningún ejemplar de esta especie. -Dio la vuelta a la criatura entre sus manos-. Dice que no se les hiela la sangre y que pueden dormir en la nieve sin sufrir el menor daño.
- ¡A diferencia de los hombres de Antonio!
O sea que el Rey pretendía evitar el castigo mediante aquellos miserables regalos. Debía de ser tonto de remate.
Mardo estaba acariciando la cabeza de la tortuga y parecía que al animalito le gustaba que lo hiciera pues había dejado de agitar las patas.
- Qué tragedia tan grande -dijo-. Y ahora la situación con Octavia…
- Pues sí. Ella está sentada en Atenas con su anzuelo. Seguro que la ha enviado Octavio. La idea no se le puede haber ocurrido a ella.
De eso estaba segura.
- ¿Y tú cómo lo sabes? -me preguntó Mardo, frunciendo el ceño.
- Aunque ella hubiera querido, su hermano jamás se lo hubiera permitido a no ser que fuera algo que favoreciera sus intereses. Y además ella no tiene pensamientos, deseos ni planes propios.
La débil criatura aceptaba casarse cuándo y cómo decidiera su hermano, y servirle como si fuera su esclava. ¿De qué le servía su erudición y su famosa altivez?

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