La secta de las catacumbas (25 page)

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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

BOOK: La secta de las catacumbas
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No dejaba de pensar en las palabras de la negra y mecánicamente se llevó la mano al bolsillo. Palpó un objeto cilíndrico, el estuche que Sans-Peur le había entregado. ¿Qué podía contener de tanta importancia? ¿De verdad la negra quería ayudarle? Le pareció que el corazón se le paraba.

Debió bajar el ritmo porque Jacobus, dándose la vuelta, le gruñó una regañina.

—¿Qué te pasa suizo? ¿Acaso estás dormido?

Apresuró el paso para alcanzarle. No era el momento adecuado para resolver misterios, sobre todo porque de las galerías laterales llegaba un vocerío confuso que se hacía cada vez más intenso.

—Son nuestros talleres —dijo Jacobus, girándose hacia Heinrich.

Recorrían, en efecto, una galería de piedra caliza en la que se abrían huecos iluminados. Una hilera de grutas comunicantes donde algunas viejas trabajaban con tesón alrededor de mesas repletas de retales.

—Vestidos, zapatos, todo lo necesario para cualquier ocasión. Prendas finas, suizo. Aquí no intentamos enredar como hacen los artesanos de allá arriba, en la ciudad… —rio el enano.

—Pero, ¿cuál es su destino? —preguntó Heinrich.

El otro hizo un gesto vago con la mano y se marchó a charlar con una enana que se había deslizado fuera de un agujero, sujetando en el costado una cesta repleta de guantes.

Heinrich aprovechó para curiosear dentro de una de las grutas iluminadas. Sobre aquellas mesas había de todo: montones de chaquetas de terciopelo con el corte de los aldeanos, jubones, camisas, cinturones anchos y de colores, calzones cerrados con una hebilla bajo la rodilla, pantalones de piel de cabra, incluso vestidos de frailes o de monjas. Y además, cestas enormes llenas de medias de colores, montones de sombreros de todos los tamaños. Un joven se estaba probando uno, alto, rígido y redondo, con el ala muy ancha a los lados:

—No me va —le dijo a la vieja que se lo había traído—, quiero uno calabrés, porque tengo que hacer de carretero —explicó. Y la vieja le buscó uno con plumas de gallo, del que caía sobre el hombro una redecilla larga—. Esto es lo que quería —rio el joven, satisfecho. «Todo lo necesario para disfrazarse», pensó Heinrich taciturno.

Más adelante se adentraron en una amplia cueva donde se confeccionaban pelucas. El joven las miró con repugnancia, recordando las palabras de Milady sobre las confecciones con piel humana.

—Los cabellos que utilizamos no vienen solo de los cementerios —rio Jacobus, percatándose de la ansiedad que se leía en el rostro de Heinrich—. A menudo son las propias campesinas quienes los venden. El tinte más solicitado es, naturalmente, el rubio claro.

Sobre una larga mesa, estaban bien a la vista, hileras de mechones de los tintes más variados, trenzas, alfileres con la cabecilla de estaño para las que no estaban casadas.

Heinrich de muy buena gana habría preguntado a Jacobus, pero no se atrevió.

—Todo esto es cuestión de rutina, suizo. Los trabajos extraordinarios son otros. Los que se realizan con motivo del último día de carnaval, por ejemplo…

De hecho, habían entrado en una caverna donde se concentraba una multitud de personas que trabajaba frenéticamente. También aquí se observaban muchos vestidos amontonados: desde los más elegantes, que se habrían adaptado perfectamente a un baile de un palacio romano, hasta las túnicas más rudas, sobre las que se habían cosido cáscaras de limón en vez de botones, y además sombreros decorados con hinojos y cogollos de lechugas, gafas recortadas en la cáscara de una naranja, máscaras con velo negro, chaquetas de arlequín con sonajeros en los hombros, montones de zancos altos como un hombre. Algunas máscaras enormes de teatro: cabezas de unicornios, de monos, de gallos con enormes crestas rojas, de gato Palu…

Inmensas cestas rebosaban de bolitas de yeso rojas y blancas, tan grandes como un guisante.

—Son los confetis que se lanzan a las personas que van en el cortejo. En cambio, los que están amontonados sobre la mesa del fondo son los cirios, de los que la Confraternidad tiene la venta exclusiva aquí en Roma —le explicó de nuevo Jacobus.

—Y estas son máscaras de gasa, para las mujeres, pues allá arriba —levantó el dedo para indicar la ciudad que estaba arriba— han emitido un edicto que obliga a las mujeres en los días de carnaval a taparse el rostro por decoro. Así que nosotros lo aprovechamos: nos vestimos de mujer y podemos pasear sin que nos molesten con el rostro cubierto… Eh, el carnaval romano es una auténtica fiesta. Es una pena, suizo, que tú no puedas verlo…

«¿Qué significa que yo no podré verlo? ¿Nunca me van a dejar libre? ¿Tienen intención de acabar conmigo?» A Heinrich se le puso la piel de gallina.

—Casi hemos llegado —dijo el enano frotándose las manos.

Entraron en una gruta con el techo muy alto, donde algunos hombres estaban ocupados en trabajar con el mortero y el cedazo. Unos viejos cortaban tiras de pergamino, las enrollaban formando un cono y se lo pasaban a otros que con cuidado los llenaban con polvos de colores.

—¿Qué es lo que hacen? —preguntó Heinrich asombrado.

—Son los Girándulos: preparan los fuegos artificiales de carnaval. Cuando los cartuchos están listos para ser utilizados y bien atados, se pegan a los anillos de las girándulas y se prende fuego a la mecha. La girándula está clavada en un palo que puede dar vueltas y así se crean las distintas formas de los fuegos… ¿No se usan en tu país? —se rio el enano.

Un pequeño cilindro oscuro cayó de una mesa y rodando fue a detenerse entre los pies de Heinrich, que lo cogió.

Un hombre se acercó, tendiendo su mano. El joven se lo devolvió.

—¿Para qué sirve? —le preguntó.

—Se mete un cartucho de pólvora, se empuja bien hasta el fondo con un trocito de madera y… —dijo el hombre.

—Y luego, ¡pum! … —se rio Jacobus.

—Eh, que no son juguetes —el hombre miró al enano severamente y sacudió la cabeza—. Es un peligro si explotaran en la mano, o incluso aquí, bajo tierra. Solo pueden encenderse cuando se está fuera, al aire libre. Aquí trabajamos con mil precauciones. Es un trabajo para expertos. Cuando la gente en carnaval aplaude las girándolas de colores, no se imagina cuánto trabajo hay detrás…

El enano tiró de la manga de Heinrich.

—Vamos, suizo, Tomaso te espera —y sin esperarle se movió.

—¿Cuánto queda para el carnaval, Jacobus? —le preguntó angustiado Heinrich, mientras se alejaban.

—Pero si ya ha empezado, querido señorito. Mañana es martes de carnaval, el último día, cuando se celebra la gran carrera de cirios.

—¿La carrera de cirios?
¿
Y dónde?

—Arriba, en la avenida —respondió Jacobus—. Seremos muchos, habrá tanto trabajo por hacer, algo muy divertido, ja, ja… Pero ahora date prisa —añadió volviéndose para observarle—. No tenemos todo el día.

Al final de una de las galerías llenas de humo, excavada en la roca, entraron en una gruta no muy amplia, pero diferente de todas las que Heinrich había podido ver desde que le habían permitido moverse sin venda en los ojos. De hecho, esta parecía mucho más luminosa, porque las paredes desnudas habían sido estucadas y pintadas de un blanco sucio, suficiente para reflejar e intensificar la luz de las antorchas: se calentaba por el fuego de tres grandes braseros equidistantes, que formaban los vértices de un triángulo. En el centro, Tomaso estaba sentado sin compostura en una silla, la barbilla sobre el pecho, con la mirada ciega fija en el suelo. De pie junto a él, Sebastian se frotaba la boca con la palma sucia de la mano, meciéndose sobre un pie y luego sobre el otro, como un golfillo al que acaban de coger in fraganti. Heinrich se detuvo en la entrada: mezclado con el olor a sebo quemado y a humedad, percibió un vago aroma de especias, el perfume dulzón que emanaba de los vestidos de Sans-Peur.

Como si sus sentidos fueran extrañamente agudos, Heinrich escuchó los fragmentos de una conversación:

—¡Qué pena! —comentaba Sebastian.

—Las órdenes son las órdenes… Falta de confianza… —decía Tomaso, con un movimiento de hombros que hizo crujir la silla. Estaba a punto de añadir algo cuando Jacobus anunció con mucho ruido su llegada.

—A buena hora —comentó Tomaso, levantando la barbilla como para observar el techo pintado de blanco.

—Hay un poco de jaleo por ahí —se justificó Jacobus—. Ya sabes, el carnaval…

—Está bien —cortó por lo sano el viejo ciego, agitando una mano como para espantar un insecto.

También el más ingenuo de este mundo se habría percatado del pésimo humor en el que se había sumido. «¿Será que la negra ha traído nuevas órdenes de Milady?» Pensó Heinrich, inclinándose hacia adelante con los hombros torcidos, con prudencia, como si esperara de un momento a otro un golpe de puñal entre las costillas.

Tomaso dirigió una mirada vacía hacia el joven y los labios se doblaron demasiado rápidamente para ser interpretados como una sonrisa sincera.

—Espero que hayas encontrado interesante e instructiva tu estancia entre nosotros.

Heinrich enderezó la espalda recta, preparado para simular todo el entusiasmo y el reconocimiento del que era capaz con tal de irse de allí, pero el viejo le anticipó:

—Milady… es decir, nosotros… hemos pensado que te podría ser útil una visita a la planta de abajo —dijo.

—Pero Tomaso… —se entrometió Jacobus, con una sombra de desconcierto en la voz, al escuchar la decisión que habían tomado en su ausencia. Heinrich era todo oídos, algo inquieto. «Aquí se está jugando mi destino.»

—Creo que nuestro joven artista no ha comprendido todavía bien la grandeza de la Confraternidad —continuó Tomaso tras un profundo respiro—. Después de todo, solo ha escuchado un montón de palabras, bla, bla, bla, y lo hemos dejado a merced de unas pocas personas que han representado para él el papel de miserables. Crees que todo ha sido una bonita broma, ¿eh, suizo?

Heinrich abrió la boca para negar, para jurar sobre lo que más quería que todo lo que había visto y escuchado, allí abajo y en aquellos días, era la pura verdad, que sentiría por la Confraternidad, es más, por todas las confraternidades del mundo, el mayor respeto del que su alma fuera capaz. Pero todavía una vez más el viejo se adelantó.

—Sebastian te acompañará hasta el nivel inferior —continuó—. Allí por fin podrás darte cuenta, no sólo de lo fulgurante que es la luz de nuestro tesoro, sino también de lo potente e indiscutible que es nuestra fuerza. Si piensas que un día las confraternidades podrán ser eliminadas de todas las ciudades y pueblos, como se hace con las malas hierbas, allá abajo te darás cuenta de lo equivocado que estás de una vez por todas.

Heinrich sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, y que las piernas se le doblaban. ¿Por qué no le había dicho simplemente: «Míranos con temor y miedo, pero ahora vete, vuelve a tu mundo y no mires atrás»? Así que querían tenerlo allí para siempre, o si no, matarlo. Sin embargo, él no revelaría jamás nada de la Confraternidad. Y en cuanto al caballero Winckelmann y a lo relacionado con todas las circunstancias de su muerte, serían las contenidas en las actas de las autoridades. Nada de lo que Tomaso y su banda le habían contado saldría de su boca. Seguro. Pero ¿cómo hacérselo entender a ese viejo testarudo? ¿Por qué nadie quería interceder por él ante Milady?

Lanzó una mirada desesperada a Sans-Peur que, desde un rincón, observaba la escena con un rostro imperturbable. ¿De qué parte estaba aquella mujer? Entonces, ¿le había tomado el pelo? Se sintió de repente muy cansado, casi agotado por aquella continua traición de todo, por la inexorable infidelidad de toda unión.

L. DE LA HACIENDA MON REPOS

Trinidad, agosto de 1759

D
E LA HACIENDA MON REPOS, PROPIEDAD DE
Monsieur
Bernard Lavoisin, se comunica que ha escapado una esclava de nombre Avril, conocida como Sans-Peur, de veinticuatro años, ya condenada en 1755 a treinta latigazos y al corte de una oreja tras un intento de fuga, en 1756 a cuarenta latigazos y al corte de la segunda oreja por la reincidencia de un segundo intento de fuga, en 1757 a cincuenta latigazos y a llevar en el tobillo derecho un anillo de hierro de diez libras, por haber fomentado entre las esclavas de Mon Repos la protesta de lavar a sus hijos entre las piernas antes del momento del parto, con la finalidad de reducir a la miseria al susodicho propietario
monsieur
Lavoisin.

En el momento en el que sea capturada, se da la disposición de que le sean cortados los brazos y que inmediatamente sea decapitada, luego, que su cabeza sea clavada en un bastón a la puerta de la mencionada propiedad, como advertencia a los negros maldispuestos y apáticos en sus mansiones.

Se da asimismo disposición a todos los guardianes de que castiguen con penas más severas a cualquier esclavo que infrinja las reglas de la disciplina, con ociosidad o comportamientos insubordinados.

En representación de la asociación de propietarios,

Monsieur
Auguste Peyrot D'Alembert.

LI. «¡VAMOS!», DIJO SEBASTIAN

Roma, febrero de 1772

V
amos! —dijo Sebastian, sujetando a Heinrich por un brazo, y con un empujón lo invitó a encaminarse por el túnel—. Sé buen chico y sígueme.

No le había ordenado que se pusiera la venda otra vez, pero la penumbra era tan cerrada que Heinrich se veía obligado a dejarse llevar por el jorobado. No podía ser de otro modo, porque a menudo el espacio angosto obligaba a Heinrich a rozar el hombro derecho contra la pared de la roca. El joven intentó componer mentalmente el mapa que sus pasos iban trazando, pero ya en la tercera o cuarta curva se sintió perdido. No conseguía ni siquiera calcular cuánto tiempo había pasado —«Quizás sería mejor que contara los pasos»—, cuando Sebastian le ordenó que se detuviera.

—Ahora, con cuidado —le avisó—. Se comienza a bajar… Espera, que aquí está todo muy oscuro.

Heinrich imaginó, más que ver, que se encontraba en lo alto de una rampa de escaleras estrechas y resbaladizas que se adentraba en el corazón de la tierra; y en efecto desde abajo subía una corriente de aire fría y malsana que solo llenaba de nuevos temores su mente.

Mientras tanto, Sebastian se afanaba con un encendedor, y tras unos instantes, por fin la luz de una vela tembló en la oscuridad. El pasaje era demasiado estrecho para que bajara uno al lado del otro, así que el jorobado se le adelantó, teniendo cuidado de agarrarlo bien del borde de la camisa. ¡Cómo si a él se le hubiera pasado por la cabeza escapar!

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