Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Isaac Abranavel, antes de intentar ver al canciller en medio de la noche y pese a la oposición absoluta de su esposa Ruth, quiso acercarse al barrio atacado para calibrar de un modo fehaciente la gravedad de los sucesos de los que en aquel momento el emisario le estaba dando cuenta y ver si podía parar todo aquello por sus medios sin necesidad de acudir al palacio del rey.
Salió de su casa rodeado por cuatro aterrorizados servidores y a paso prieto se encaminó hacia la aljama de las Tiendas. Cuando atravesó Zocodover pudo divisar en la lejanía el resplandor rojo amarillento de las llamas y la gran nube de humo negro y de espurnas que cubría el barrio. Y ya más cerca y apagados por la distancia, hasta sus oídos llegaron los gritos de desespero y terror que partían de las gargantas de sus horrorizados hermanos. El gran rabino aceleró el paso urgiendo a sus acompañantes para que hicieran lo propio. Cuando ya embocaba la muralla, un inmenso tablón encendido cayó sobre su cabeza dejándolo yerto y sin conocimiento. Los aterrorizados criados lo recogieron del suelo exánime y, envolviéndolo en su túnica, volvieron sobre sus pasos.
Llegó el Viernes Santo, y Esther aguardó inútilmente apostada en la puerta posterior del huerto por ver si el milagro acaecía.
Aunque no volváis a saber nada más de mí hasta ese día, cuando veáis que por el extremo de la calle asoma un buhonero portando un farolillo rojo, montado en una gran mula castaña con dos grandes alforjas y tirando de otra descabalgada, aunque a causa de mi disfraz no me reconozcáis, salid a la puerta.
Había releído la misiva un millar de veces, pero tras horas de espera se convenció de que todo era inútil y regresó a su dormitorio sabiendo que su amor había abandonado el triste mundo. «Si no lo hago he de estar muerto», había remarcado en su última carta. Pese a lo avanzado de la hora, nadie había reparado en su ausencia; sin embargo, siendo el día que era, no le extrañó. Pensó que todos estaban suficientemente preocupados por los sucesos de las últimas jornadas para reparar en ella, a la que sin duda ignorarían, al haberla dejado el ama en su cámara tras la cena y entrando ya en el
shabbat,
puesto que, por lógica, cada uno estaría a su avío. Deshizo su pequeño hatillo, volviendo a colocar todo en su lugar y, sin poder reprimir las lágrimas, se arregló para acostarse y, echándose sobre el lecho, intentó conciliar el sueño sin conseguirlo.
Ignoraba cuánto rato hacía que se había recogido cuando un ruido inusual la despertó y, sin saber cómo, se encontró sentada en su cama. Los flecos del baldaquín tremolaron cuando se puso en pie, rápidamente obligada por los ruidos que, a aquella desusada hora, se escapaban del piso inferior. Luego de colocarse una mantellina sobre los hombros y calzarse unas babuchas moras, se asomó a la escalera y al ver un hilo de luz que escapaba bajo la puerta del despacho de su padre se atrevió a descender y a escuchar, oculta tras el vano, lo que una voz desconocida comunicaba a su progenitor. Al principio no pudo entender lo que hablaban, pero el tono le indicó que algo muy grave estaba sucediendo y a duras penas tuvo tiempo de retirarse y esconderse tras los gruesos cortinajes cuando ya la puerta se abría y a grandes zancadas salía el rabino seguido por un hombre que hasta aquella noche jamás había visto por la casa. Su padre descendió los peldaños, casi a saltos y con el vuelo de su túnica recogido en su mano diestra, del tramo de escalera que conducía hasta la planta baja, y por el hueco pudo ver cómo su madrastra lo despedía angustiada; y también cómo al rabino y al nocturno mensajero se les sumaban en la entrada varios criados de su casa portando crepitantes antorchas encendidas y algún que otro sospechoso y alargado bulto bajo las capas. Luego de la partida todo quedó en calma, y Esther regresó a su dormitorio silenciosa y desapercibida, pero los acontecimientos de aquella noche le impidieron conciliar el sueño.
No era únicamente ella la que velaba. El grupo regresó a la hora y en cuanto Ruth, desde la ventana del salón, lo vio comparecer, supo que algo muy grave había ocurrido. Efectivamente, su intuición no la había engañado: su querido esposo el gran rabino Isaac Abranavel era conducido de vuelta entre cuatro hombres, en unas improvisadas angarillas formadas con dos capas anudadas por los extremos. La mujer abandonó el salón y se precipitó, demudada, hacia la escalera; el color había desaparecido de su rostro. Entraron al rabino e inmediatamente lo subieron a su dormitorio. Ruth al ver su estado envió a buscar al doctor Díaz Amonedo que, pese a romper el
shabbat,
siendo como era vecino de la aljama de la Blanca y ante la gravedad de la situación, acudió de inmediato. Ruth hizo traer velones y candiles que iluminaran la escena y la estancia se llenó de luz. El rabino yacía en su lecho, perdido el conocimiento, con una inmensa brecha en la frente, un hilillo rojo manando de su oído izquierdo y un gran coágulo de sangre manchando sus ropas. Los criados se hicieron a un lado para dejar el espacio libre al galeno, éste procedió a examinar las heridas del rabí y mientras lo hacía pidió que hirvieran agua y le trajeran una mesilla alta para poder dejar en ella su maletín de cirujano. Ruth, apoyada en Sara, se había retirado a un extremo de la estancia y sin saber qué hacer, como protegiéndose de algo, se había llevado un pañuelo de encaje a la boca y con él contenía el llanto. El examen fue lento y minucioso. El físico, despojado de su túnica y arremangados los puños de su camisa, procedía con método, pero cuando, al palparle la nuca, retiró su mano llena de sangre y observó que ésta procedía del oído izquierdo, llamó a dos criados para que le ayudaran a dar la vuelta al accidentado. Entonces se hizo cargo de lo ocurrido y de la terrible gravedad de la lesión, ayudado por la descripción del percance que le hicieron los servidores que acompañaban al rabino. Éste tenía fracturados dos anillos del rosario de la columna vertebral a la altura del cuello y si sobreviviere quedaría, sin duda, paralítico para el resto de sus días. Ruth, al serle notificado el aterrador diagnóstico, sufrió un vahído del que se repuso cuando el ama acercó a su nariz un pomo de sales que extrajo el médico de su maleta.
—Pero doctor, ¿creéis que recuperará la conciencia?
—Nada se puede decir, sólo cabe esperar. —El doctor Díaz Amonedo era uno de los más renombrados físicos de la ciudad e inclusive, en ocasiones, era requerido a consulta en el Alcázar Real—. Sin embargo pienso que sí, y entonces será cuando podamos calibrar con certeza el alcance de sus lesiones.
Esther había comparecido silenciosa como una sombra y escuchaba desde un rincón las palabras del físico.
Ruth preguntó de nuevo.
—Y, ahora, ¿no podéis adelantar un pronóstico?
Díaz Amonedo no respondió. Se limitó a rebuscar en su maletín y extrajo de él un grueso tubo alargado de madera, que dejó a su lado sobre la mesilla; luego retiró su capuchón y aparecieron en su interior las cabezas de una serie de punzones que iban desde el tamaño de una aguja fina hasta el de un estilete. Después, de su cartera sacó una tablilla de cera donde con un buril dibujó la figura de un hombre echado en la misma posición en la que estaba el rabino y la colocó a su lado. Hecha toda esta preparación, y antes de proceder, habló de nuevo:
—Voy a intentar averiguar hasta dónde alcanza su sensibilidad.
En aquel momento, y cuando el médico tomaba en su mano uno de los estiletes finos, el rabino movió lentamente los labios como si quisiera decir algo. Todo quedó en suspenso. Esther y Ruth se precipitaron hacia la mesa, pero el doctor, con un gesto autoritario, las detuvo; dejó a un lado el punzón e inclinándose de nuevo sobre su valija extrajo dos frascos pequeños de esmerilado tapón y pidiendo una alcuza
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, que le acercó al punto un servidor, mezcló en ella una porción mínima de ambos botellines; un brebaje oscuro de color violeta quedó en el fondo y, entonces, el doctor, apoyando con mucho tiento en su antebrazo izquierdo la cabeza del enfermo, procedió a acercar a sus labios el bebedizo. El rabino, con un movimiento reflejo comenzó a beber. Cuando el doctor comprobó que el rabí había agotado la oscura pócima, depositó, con un cuidado exquisito, su cabeza sobre la almohada y tras dejarlo reposar unos momentos, le habló dulcemente:
—Isaac, ¿podéis oírme?
El rabino abrió los ojos y movió imperceptiblemente los labios.
—Bien, sabemos lo ocurrido, os voy a examinar para conocer el alcance de vuestro mal, vais a decirme qué es lo que sentís cuando yo palpe vuestras extremidades. Caso de que no podáis articular palabra o el hablar os fatigue en demasía, asentid con un movimiento de los párpados.
Un susurro se escapó de los resecos labios del rabino, y el color pareció regresar a su cerúleo y macilento rostro. En tanto que su esposa, sostenida por Sara, permanecía inmóvil en un extremo del dormitorio.
El físico tomó sus agujas y, con la más finas, comenzó a pinchar suavemente las plantas de los pies del rabino en tanto que con el rabillo del ojo vigilaba sus reacciones. Cada vez que investigaba una zona dejaba el estilete sobre la mesa y, tomando la tablilla de cera donde había dibujado el cuerpo desnudo del rabí, hacía una señal en la silueta acompañada de un número árabe que le indicaría posteriormente el resultado de la exploración que estaba llevando a cabo. A medida que iba ascendiendo hacia el tronco, en su rostro se iba reflejando el desánimo que le acometía y que a su vez era interpretado por Ruth y por la angustiada Esther que ya no se preocupaba de disimularse en el rincón que ocupaba. El rabí no daba sensación alguna de sentir nada, el doctor había cambiado los estiletes por unos más gruesos y en algún que otro punto llegaron a hacer sangre que manó fluida sobre la blanca piel del judío sin que por ello su rostro denotara el más mínimo dolor. La expresión del médico era de una concentración absoluta y denotaba una preocupación intensa. Ahora le estaba pinchando, incorporado el enfermo sujeto por dos hombres, en la base del rosario vertebral.
—¿Sentís algo? —indagó el físico observando su rostro.
Un imperceptible hilo de voz salió de los enfebrecidos labios del hombre.
—Nada, nada siento.
El galeno terminó su examen, guardó las agujas en su estuche y, tras ordenar que recostaran al enfermo en el lecho, se retiró a un lado junto a las mujeres y habló:
—El rabino está muy grave, el tablón le ha fracturado, en su caída, las vértebras del cuello que estabilizan la cabeza y le ha afectado la médula espinal. Seguramente no podrá moverse nunca más y mucho menos caminar.
Ruth, mortalmente pálida, intentó indagar:
—Pero, el tiempo y los cuidados, ¿no le mejorarán?
—Mucho me temo que todo sea inútil; si conserva el habla milagro será.
Entonces, el rabino que hasta aquel instante había permanecido con los ojos cerrados, los abrió ligeramente y mirando al vacío emitió un susurro que hizo que todos los presentes se precipitaran a los costados del adoselado lecho donde de nuevo había sido depositado. Ruth y el físico por un lado y Esther y el ama por el otro. La esposa tomó en sus manos la diestra del rabino y Esther, tomando su siniestra, se inclinó con los ojos arrasados por las lágrimas, y depositó un tibio ósculo en el dorso de la mano de su amado padre.
La voz apenas era audible y la respiración entrecortada hacía que pareciera que el sonido saliera de una caverna.
—Esto se acaba y en cuanto Elohim lo disponga partiré, queda poco tiempo. —Las mujeres tenían que echarse casi sobre el rabí acercando la oreja a sus labios, tal era la debilidad de sus palabras, ahora se dirigía a Ruth—. Tenéis que ser fuerte, esposa mía. Vendrán tiempos terribles y es mi deseo, antes de partir, que preparéis las nupcias de mi hija, no quisiera marchar dejando algo tan importante por terminar. —Parecía que le faltaba aire y con un esfuerzo supremo prosiguió, ahora dirigiéndose a su hija—. Recordad hija mía la promesa que me hicisteis, yo he cumplido mi parte y hoy termina el plazo que me demandasteis, quiero que si Dios me lo concede, sean vuestros esponsales la última cosa que recuerde mi mente antes de la partida.
Ambas mujeres rompieron en un llanto silencioso e incontenible, el ama se acercó y se llevó a Esther a un rincón en tanto el galeno se hacía cargo de Ruth.
A la cabeza de la niña acudió la escena que unas semanas antes había tenido lugar en el despacho de su padre.
—¿De manera que esto es lo que pretendéis de mí?
—Únicamente esto padre mío.
—No comprendo vuestro interés en aplazar la boda hasta ese día, pero si eso hace que cumpláis mis deseos más a vuestro gusto me agradará el poder complaceros.
—Pretendo solamente haber cumplido los dieciséis años y eso será luego del Viernes Santo de los cristianos.
—Curioso deseo, ¡a fe mía! Jamás llegaré a comprender el arcano misterio que se esconde en el corazón de las mujeres y cuando son jóvenes todavía menos. Lo que sí haremos será preparar la ceremonia, que en los tiempos que corren será lo más discreta posible, no es conveniente despertar la envidia del pueblo ni llamar la atención de unos y otros. Convocaré a mi buen amigo Samuel Ben Amía para acordar el día en que firmaréis la Ketubá y ajustaremos las condiciones del contrato.
—Haced lo que queráis, me caso por obedeceros, jamás existirá una novia judía más desgraciada que yo.
El rabino se compadeció de su hija.
—Ahora no lo entendéis, cuando pase el tiempo, y las canas adornen vuestra cabellera, yo ya no estaré en este mundo, pero entonces comprenderéis que vuestro padre tenía razón y que solamente vivió para vuestro bien.
Los días pasaban lentos y espesos como aceite de candil. El daño estaba ya hecho y los judíos de Toledo restañaban como podían sus heridas. Toda la aljama de las Tiendas había quedado destruida y las familias que en ella habitaban antes del cataclismo se habían refugiado en casas de parientes y amigos avergonzadas de su ruina y sobre todo de sus hijas y esposas violadas. La desolación era palpable y la rabia contenida ante tamaño desafuero desbordaba los diques de la prudencia. Abdón Mercado, Ismael Caballería y Rafael Antúnez, rabinos jefes de sus respectivas aljamas, habían acudido a palacio para presentar un pliego de agravios al canciller, en nombre de don Isaac Abranavel, para que a través suyo llegara hasta el monarca al tiempo que se excusaba, por no poder acudir en persona al Alcázar. El canciller, apenas supo del grave incidente, se interesó al punto por el estado del rabino y tras atender a los visitantes, prometerles todo tipo de reparaciones y decirles que el rey sabría castigar aquella tropelía, les aseguró que, a lo más tardar un día, habría de acudir a la casa de los Abranavel para interesarse por la salud de tan dilecto y distinguido amigo del monarca.