En ese instante volvía a creer en la victoria. Pero mientras se aproximaba al carruaje de Ermengilda, las flechas cayeron como el granizo y casi todas dieron en el blanco. Las filas de los escuderos —que no llevaban armadura— y las de los guerreros que procuraban proteger los carros se vieron diezmadas, y Konrad todavía no había visto a un solo enemigo.
Cuando alcanzó el carruaje advirtió que el toldo estaba hecho jirones y halló a Ermengilda acurrucada bajo un escudo, junto a una rueda.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó la joven cuando Konrad se inclinó hacia ella.
—Nos atacan a traición, pero ya nos las arreglaremos. Venid, os llevaré junto a vuestro esposo, hacia la parte delantera —dijo Konrad, quien la cogió del brazo y la protegió con su escudo en el que ya se habían clavado varias flechas.
Entre tanto, los mozos retiraban los heridos de los carros. Pero cuando algunos cayeron bajo las flechas y las piedras, los demás dejaron a los heridos y huyeron. Algunos trataron de ocultarse en el bosque, pero allí los vascones surgían cual sombras y los atravesaban con sus espadas y sus lanzas.
Realmente habían logrado sorprender a los francos. Maite contempló a los hombres que abajo, en el desfiladero, corrían desesperados de un lado a otro, agitó la honda y contó los blancos con satisfacción. Aunque las armaduras y los cascos impedían que el golpe matara a las víctimas, estas caían aturdidas o aullando de dolor, incapaces de seguir combatiendo.
Sin embargo, un grupo junto a los carros no había sido presa del pánico general. Su jefe mantenía el control sobre los hombres y demostró su sagacidad abandonando los carros inútiles y procurando alcanzar la punta del ejército con su gente.
Maite lo buscó con la mirada al tiempo que cargaba una piedra en la honda y, cuando se dispuso a lanzarla, lo reconoció: era Konrad. Al mismo tiempo divisó a Ermengilda, apretujada contra el franco. Durante un instante vaciló y se preguntó si no debería acabar con Konrad, puesto que era un guerrero valiente y significaría la muerte para muchos vascones.
Pero le debía la vida, y eso pesaba más que el destino de sus compatriotas. Soltando un grito de rabia, arrojó la piedra contra otro objetivo, vio que le había dado en la cabeza y soltó una carcajada aguda.
Mientras tanto, los guerreros habían avanzado y atacaban a los francos que trataban de huir al bosque. Maite bajó de la roca y descendió por la ladera. A mitad de camino se topó con un enemigo que había logrado esquivar a los vascones como por milagro y que al verla soltó una maldición y alzó la espada.
Maite dejó que se acercara unos diez pasos, agitó la honda y lanzó la piedra. El franco trató de esquivarla, pero fue en vano, y el proyectil le golpeó en su hombro derecho. Su brazo perdió fuerza y la espada le cayó de la mano. Cuando Maite volvió a cargar la honda, el hombre empezó a suplicar.
—¡Piedad! ¡Este dolor, mi hombro, yo…! —gimió, arrastrándose hacia Maite. Pese a que esta no le quitaba los ojos de encima, el hombre casi logró sorprenderla: desenvainó el puñal con la izquierda y se abalanzó sobre ella. Como Maite no podía lanzar la piedra, le asestó un golpe en la cabeza con ella, el casco se abolló y el hombre se desplomó en silencio.
Solo tras echarle una segunda mirada, Maite comprobó que estaba muerto y se estremeció: era el primer ser humano al que miraba a la cara mientras lo mataba. Cuando lanzaba una piedra con la honda, solo veía a la víctima desde lejos y no sabía si estaba muerta o solo inconsciente. Pero ahora un hombre yacía muerto a sus pies y su rostro aún reflejaba el terror que había sentido cuando lo alcanzó la lluvia de flechas.
Maite se apresuró a darle la espalda y se tragó las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos. Quizás el muerto tenía familia, mujer e hijos que ahora lo esperarían en vano. Maite pateó el suelo: no tenía por qué sentirse tan mal: a fin de cuentas, se había limitado a defenderse.
La idea la tranquilizó. Se encontraba en medio de la guerra por su patria y los francos eran enemigos que la amenazaban a ella y a todos los vascones. No obstante, se sorprendió pensando que tal vez habría sido mejor aguardar en lo alto de las montañas y comprobar si el ataque de los sarracenos había tenido éxito. Consternada porque no lograba dominar sus sentimientos contradictorios, siguió corriendo y poco después alcanzó uno de los carros abandonados. Ninguno de los hombres de Roland que habían formado la retaguardia había logrado abrirse paso hasta allí.
Maite vio que sus compatriotas montaban nuevos parapetos con los carros y algunas ramas, con el fin de que las dos partes del ejército no pudieran volver a unirse.
—¡Hemos acabado con los francos! —gritó uno con voz de falsete. Se trataba de Asier, que encabezaba el grupo de hombres de la tribu de Maite. Invadido por un fervor guerrero y seguido de los hombres, echó a correr hacia donde, a juzgar por el tumulto, Roland y sus bretones ofrecían una considerable resistencia.
Maite se dirigió en dirección opuesta. Al esquivar unos cadáveres cubiertos de sangre, tropezó con dos hombres inmóviles y, asustada, los miró fijamente. Ambos eran guerreros, pero solo uno de ellos llevaba una armadura completa y armas. A ese lo habían derribado varias flechas. El otro, tendido debajo del primero, mantenía la vista clavada en el cielo, pero Maite estaba segura de que acababa de moverse levemente. Desenvainó su puñal para darle muerte pero titubeó, porque le pareció reconocerlo. Volvió a mirarlo y descubrió que se trataba de Philibert y recordó que sufría una herida que no acababa de cicatrizar. Al parecer, su acompañante quiso protegerlo, pero las flechas sarracenas habían acabado con él.
Maite apretó los dientes, se arrodilló junto a Philibert y le tocó el hombro.
—¡Quédate tendido como si estuvieras muerto! Es el único consejo que puedo darte. A lo mejor Dios está de tu parte y te permitirá conservar la vida.
Philibert volvió la cabeza y la contempló. Tenía los ojos brillantes de fiebre, pero logró reconocerla.
—¿Qué ha ocurrido, Maite?
Parecía no comprender que la vascona había participado en el ataque, porque le cogió la mano y trató de animarla.
—¡Ocúpate de Ermengilda! ¡Esos perros no deben cogerla!
—¡No te muevas! Han de darte por muerto, de lo contrario te degollarán —dijo Maite, e hizo girar al muerto de modo que su sangre se derramara por encima de Philibert.
A continuación desordenó la ropa del cadáver para que pareciera que ya había sido víctima de los saqueadores. Al final metió la mano en la sangre y la restregó por el rostro del herido, para que cualquiera que lo viera lo diera por muerto.
—Que Dios te asista, franco. Con esto he pagado la deuda que tenía contigo.
Maite se puso de pie y siguió caminando. Pese a que aún llevaba la honda en la mano, ya no tenía ganas de luchar.
Entre tanto, el combate había arreciado. Una vez que los francos superaron el miedo inicial, se defendieron como leones. Unos penetraron en el bosque para dar caza a los atacantes, otros se atrincheraron tras un muro de escudos y aguardaron a que algún enemigo se pusiera al alcance de sus espadas y lanzas. Maite consideró que aún era demasiado pronto para que sus compatriotas iniciaran la lucha cuerpo a cuerpo. Según el plan de Lupus, los arqueros de Fadl y los que manejaban las hondas debían mantener ocupada a la retaguardia, mientras que el grueso de los guerreros debía caer sobre la parte delantera del ejército.
Pero el joven Eneko, que no quería quedarse detrás del gascón, ya había conducido el ataque de los hombres de su padre contra el grupo de Roland.
Cuando Maite se encaramó a un saliente de roca y miró en torno, comprobó asustada que guerreros de todos los valles y comarcas de Nafarroa se precipitaban ladera abajo rugiendo como salvajes y se abalanzaban sobre los francos. Pronto muchos de ellos compartirían el destino de sus enemigos y sus cadáveres cubrirían la tierra.
Sin embargo sintió escasa compasión, porque esos hombres seguían ciegamente al comandante que habían elegido. Solo lamentó que Okin no fuera uno de ellos: él sí merecía morir bajo la espada afilada de un franco.
Dejó de pensar en ello al acercarse al lugar donde Konrad y un grupo de francos sobrevivientes se defendían de los atacantes. Los habían rodeado unos cuantos gascones y algunos arqueros sarracenos apostados en lo alto no dejaban de dispararles. El escudo de Konrad se asemejaba a un erizo, pero al igual que Ermengilda, parecía estar ileso.
Cuando Maite ya creyó que vería caer a Konrad, Fadl Ibn al Qasi se acercó a la carrera y, dirigiéndose a sus hombres, rugió:
—¡Así solo lograréis matar a la mujer destinada al harén del emir, necios! ¡Si muere, vuestra vida no valdrá ni un condenado dinar!
Así que Ermengilda se convertiría en el botín de Abderramán. Hasta cierto punto, ello supuso un alivio para Maite, porque no quería que la astur muriera. No obstante, ese era precisamente el destino de los francos, y si Konrad perdía la vida allí, la vascona no podría saldar la deuda que tenía con él.
Entonces un grupo de gascones procuró derribarlo, pero Konrad los mantuvo a raya con diestros mandobles, sin dejar de proteger a Ermengilda con su cuerpo.
Dos atacantes se desplomaron chillando y, antes de que los demás pudieran atacar otra vez, Tarter les ordenó que retrocedieran.
—¡Aguardad, estúpidos, hasta que los sarracenos hayan acabado con la mayoría mediante sus flechas!
Los guerreros de Fadl Ibn al Nafzi dispararon sus flechas, pero no osaron atacar a Konrad y a los francos que lo rodeaban.
—De lo demás debéis encargaros vosotros —dijo uno de ellos, tras lo cual indicó a sus camaradas que lo siguieran hasta un lugar donde no se vieran obligados a tener consideración alguna con una mujer.
Al disfrutar de un momento de respiro, Konrad echó un vistazo a los gascones, que se habían retirado tras los árboles del bosque. Con la esperanza de abrirse paso entre los atacantes, indicó a los hombres de su grupo que aún estaban en pie que lo siguieran.
Luego se dirigió a Ermengilda:
—Mantente detrás de mí, pase lo que pase. Me encargaré de que ningún enemigo pueda alcanzarte —dijo. Alzó la espada, cercenó las flechas clavadas en su escudo de un único golpe y echó a correr.
Maite, que observaba los acontecimientos sin participar en ellos, admiró su valor.
Konrad se topó con Tarter, lo obligó a retroceder golpeándolo con el escudo y acometió con la espada, pero Tarter tropezó con una piedra y esquivó el golpe. Un segundo gascón no tuvo tanta suerte: la espada de Konrad le partió el casco y dejó un rastro sangriento en su rostro. Al tiempo que el herido se tambaleaba hacia atrás soltando un alarido, Konrad atacó al siguiente.
Sus compañeros intentaron imitarlo, pero sus bajas eran tan numerosas como las de los gascones, y pronto el pequeño grupo tuvo que formar un círculo en torno a Ermengilda, pálida e inmóvil como una estatua.
Poco después los gascones ya los superaban en número. Konrad y sus hombres se defendían contra los enemigos, que se lanzaban al ataque con violencia cada vez mayor. Del bosque surgían más y más gascones y vascones, pero nadie acudió en ayuda de los francos. Al final, aparte de Konrad, solo Rado y dos guerreros más permanecían en pie.
Tarter volvió a levantarse, alzó el escudo y la espada, y arremetió contra Konrad. Pero cuando solo se encontraba a unos pasos, su mirada se cruzó con la gris y helada del franco, y comprendió que este sabía que iba a morir y quería hacerle pagar un elevado precio por ello.
Una lanza se clavó en el cuerpo de Rado atacado por tres hombres y cuando Konrad vio caer a su fiel escudero, soltó un grito. Antes de que los tres gascones comprendieran lo que ocurría, le partió el cráneo al que había matado a Rado. Los otros dos no corrieron mejor suerte. Sus amigos quisieron intervenir, pero se enfrentaban a un enemigo que ya no tenía nada que perder. La sangre les brotaba de diversas heridas, pero lucharon con la tenacidad de osos enfurecidos. La experiencia hizo que los gascones evitaran la lucha cuerpo a cuerpo y mantuvieron a raya a los francos mediante sus lanzas. Los atacados aún intentaron cubrirse mutuamente las espaldas, pero entonces el primero de ellos recibió un tremendo lanzazo en la cadera. Mientras se desplomaba, Tarter se lanzó sobre él y le clavó la espada. El otro recibió varios lanzazos y también cayó al suelo.
Solo Konrad y Ermengilda permanecían en pie frente a los atacantes. La joven había recogido el escudo de un franco muerto y se cubría a sí misma y también la espalda de Konrad.
Este sonrió. Se imaginó el paisaje ondulado de su tierra natal y oyó el rumor del viento entre los abedules que habían dado nombre a la finca de su padre. ¡Cuánto le habría gustado regresar allí! Pero el destino había decidido algo diferente.
—Adiós, amados padres, y también me despido de ti, hermano. Que luches con más fortuna que yo cuando el rey te llame. —Como habló en el dialecto de su tierra natal, los gascones no comprendieron sus palabras; tampoco Maite, pero sí comprendió el sentido. Konrad estaba preparado para el último combate.
De pronto la joven vascona se abrió paso entre sus compatriotas y agitó la honda.
—¡Alto, ese hombre me pertenece!
Konrad se volvió hacia ella y al verla, se quedó tan boquiabierto que bajó la espada como si de repente le resultara demasiado pesada. Maite apuntó con cuidado y lanzó la piedra.
Konrad vio el proyectil y aún tuvo tiempo de lamentarse de que no fuera una noble espada la que le diera muerte. Entonces la piedra golpeó contra su casco, lo abolló y Konrad cayó al suelo como un árbol talado.
—Bien, ya está. Ahora hemos de apresurarnos a ayudar a nuestros amigos —dijo Tarter con aparente alivio.
Mientras él y la mayoría de los gascones y los vascones corrían en la dirección de la que surgía el fragor de la batalla, Fadl Ibn al Nafzi permaneció junto a sus hombres. El bereber se aproximó a Ermengilda y se dispuso a cogerla del brazo.
Maite vio la mirada espantada de la astur y sintió el impulso de derribar al bereber con la honda, pero se dijo que, al menos de momento, Ermengilda no corría peligro. Estaba destinada a Abderramán, el emir de Córdoba, y ningún sarraceno osaría acercarse a ella.
Mientras el bereber la maniataba con un cordel de seda, con tanta delicadeza como si fuera de fino cristal, Maite se acercó a Konrad y se arrodilló a su lado. Desprendió las hebillas del casco y se lo quitó. Con la derecha, buscó la carótida y al notar un latido débil pero constante bajo los dedos, soltó un suspiro de alivio. De momento, al menos había saldado la deuda a medias; ahora se trataba de zanjar el resto.