La Rosa de Asturias (5 page)

Read La Rosa de Asturias Online

Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
13.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

Siguió a la niña astur con pasos rígidos y miró en torno cautelosamente. No debía pasar por alto ningún detalle que pudiera resultarle útil durante la huida. Ermengilda la condujo a lo largo de un estrecho pasillo, tras lo cual remontaron una escalera que daba a la sala de Rodrigo. La sala era más amplia que toda la casa de su padre, pero debido a sus desnudas paredes de piedra parecía fría y poco acogedora. Otra escalera daba a la planta superior.

Ermengilda subió e indicó a Maite que la siguiera.

—Mi habitación se encuentra allí detrás, junto a la de mi madre —dijo, porque se enorgullecía de disponer de una estancia para ella sola. Cierto era que en el futuro habría de compartirla con Maite, pero como solo se trataba de una esclava, no le dio importancia.

6

Urraca, la esposa de Rodrigo, estaba escuchando las palabras de Alma, su mayordoma, que se quejaba de la conducta de diversas criadas cuando, a través de la puerta abierta de su aposento, vio que las dos niñas se dirigían a la habitación de su hija.

—Eso no me gusta —se le escapó sin querer.

La mayordoma asintió de inmediato.

—No he dejado de repetir que esas desagradables criaturas han de ser castigadas. Al lavarlo, la torpe de Benita ha estropeado el bonito vestido de seda que siempre lleváis cuando recibimos huéspedes importantes y…

—No me refería a nuestras criadas, sino a la pequeña que ha traído mi marido. No debería haberle regalado esa salvaje a mi hija. Una muchacha de una de nuestras aldeas habría sido una doncella mucho más adecuada para Ermengilda.

—¡No os preocupéis: no tardaré en doblegar a esa mocosa! —replicó Alma, segura de sí misma, porque hasta ese momento todas las criadas se habían sometido a su voluntad—. Si no obedece, no escatimaré los azotes. ¡Eso bastará para domar incluso a una fierecilla vascona!

Alma saludó a su ama con una inclinación de la cabeza y pidió permiso para retirarse. En vez de dirigirse a las habitaciones de las criadas de la planta baja, se acercó a la de Ermengilda. No se fiaba de la esmirriada niña extranjera y quería estar preparada en caso de que causara problemas.

7

La habitación de Ermengilda era sorprendentemente amplia, pero no contenía nada que le gustara a Maite. En el centro había una cama con un jergón de paja forrado de lino y una manta confeccionada con trozos de piel. Dos arcones se apoyaban contra la pared; en el que estaba abierto se veían prendas de vestir cuidadosamente dobladas. Dos imágenes de santos adornaban la pared; Maite supuso que eran santos porque tenían halos dorados alrededor de la cabeza. El párroco de Iruñea, que de vez en cuando acudía a Askaiz para celebrar misa, había dicho que solo los santos cristianos llevaban dichos halos. Una de las imágenes podría ser la del propio Jesucristo, puesto que llevaba una hoja de palma en la mano izquierda y alzaba la derecha en señal de bendición.

Mientras la pequeña vascona contemplaba las imágenes, Ermengilda fue enumerando sus deberes. Intentó hablar como Alma, a quien las criadas siempre obedecían de inmediato y sin rechistar, mientras que a su madre nunca dejaban de irle con excusas para disimular su holgazanería: Ermengilda no pensaba permitir que su nueva esclava se comportara así.

—Bien, cuando te diga que me traigas mi vestido azul, lo sacarás del arcón y lo tratarás con cuidado para que no se arrugue. —Al reparar en que Maite no le prestaba atención, pegó un pisotón en el suelo—. ¡Ven aquí ahora mismo, coge el vestido azul y déjalo en la cama! —Como Maite no reaccionó, le pegó un empellón.

La pequeña se sorbió los mocos, se acercó al arcón e introdujo las manos, pero en vez de apartar cuidadosamente las otras prendas que cubrían la que le habían pedido, se dedicó a revolverlo todo hasta dar con el vestido azul, que arrojó en la cama.

—¡Ahí lo tienes!

Ermengilda palideció de ira.

—Al parecer, además de ser una salvaje de las montañas eres una inútil. Dobla bien todo eso y vuelve a dejarlo en el arcón.

Maite cogió la prenda, la estrujó con furia y la metió en el arcón.

Cuando Ermengilda vio el trato que le daba a su vestido favorito soltó un grito de furia.

—¡Desgraciada! ¡Lo has hecho adrede! —chilló. Se acercó a su esclava y le pegó un sopapo. Hasta ese momento Maite había logrado controlarse, pero entonces perdió los estribos y le devolvió la bofetada.

La joven astur se llevó la mano a la mejilla y soltó otro chillido. Al cabo de un instante, la puerta se abrió con violencia y Alma se precipitó en la habitación, cogió a Maite y la arrojó contra la pared; luego le lanzó una mirada compasiva a Ermengilda.

—¿Qué te pasa, querida? ¿Por qué lloras?

La jovencita se tragó las lágrimas y señaló a Maite.

—Me ha pegado —se lamentó.

El rostro de Alma se tiñó de rojo.

—¿Qué? ¿Una miserable esclava osa alzar la mano contra su ama? ¡Ahora mismo verás lo que te espera! —Agarró a Maite por el pelo y la arrastró fuera de la habitación, seguida de Ermengilda. Al principio esta se alegró de que la recalcitrante pequeña fuera castigada, pero cuando Alma cogió un palo con la derecha y con la izquierda obligó a Maite a inclinarse por encima de la barandilla para azotarla, la hija de Rodrigo se cubrió la boca con las manos, asustada.

Aunque Maite no quería dar a la recia mujer la satisfacción de gritar, no aguantó mucho rato y acabó vociferando a pleno pulmón mientras el palo de Alma le golpeaba la espalda y el trasero.

La mayordoma solo la soltó cuando se le cansó el brazo; después la aferró de los cabellos y la sacudió con tanta violencia que la niña creyó que se los arrancaría.

—¡Cuando haya acabado contigo le lamerás los pies a tu ama como un perro fiel! —gritó la mujer.

El dolor era tan intenso que Maite dejó de pensar con claridad. Solo quería alejarse de esa criatura altanera y de la mujer furibunda, que parecía más que dispuesta a proseguir con lo que había empezado.

—¿No crees que ya es suficiente? Si la dejas tullida, ya no me servirá —objetó Ermengilda.

—¡No te preocupes! ¡Esa gentuza de las montañas lo aguanta todo! —En cuanto se le pasó la ira, se enfadó consigo misma por haberse dejado arrastrar por la cólera. Su joven ama tenía razón: si la dejaba tullida, la esclava carecería de valor alguno—. Espero que hayas comprendido lo que te espera si vuelves a desobedecer a tu ama o la golpeas. Si persistes en tu actitud, serás marcada a fuego y vendida a los sarracenos infieles. Esos te enseñarán un poco de humildad —la amenazó mientras le pegaba un coscorrón al tiempo que guiñaba el ojo a Ermengilda—. Encerraré a esta testaruda en la cabreriza. Allí podrá reflexionar sobre cómo servirte mejor. Además, hoy no comerá nada.

Ermengilda habría preferido que la niña permaneciera en su habitación para hacerse servir por ella, pero luego se dijo que Alma era la que mejor sabía cómo enseñar a obedecer a una esclava.

—¡Muy bien, hazlo! —asintió.

—¡Te prometo que mañana esta salvaje comerá de tu mano!

Alma cogió a Maite del brazo, la arrastró hasta el patio y no se detuvo hasta alcanzar una construcción de piedra sin tallar situada en el rincón más alejado del castillo; abrió la puerta y le pegó un empellón para arrojarla al interior. Tras cerrar la puerta y asegurarla mediante una tranca, se volvió hacia Ermengilda, que las había seguido.

—Aunque su casa de las montañas no debía de ser mucho más cómoda que esta, una noche en la cabreriza enseñará a esa bestia a obedecerte. Pero tú deberías volver a entrar en casa, querida.

—¡Antes de que Maite pueda regresar a mi habitación habrá que volver a lavarla! —exclamó Ermengilda, olfateando y frunciendo la nariz. Dado que en verano las cabras permanecían al aire libre, la cabreriza estaba en desuso, pero en su interior la mugre llegaba hasta los tobillos y el hedor era tal que apenas se podía respirar. Maite pasaría una noche atroz, pero eso le enseñaría a no ser tan tonta la próxima vez y a no resistirse. Ermengilda lanzó una última mirada a la cabreriza antes de dar media vuelta y regresar al edificio principal.

8

Toda aquella suciedad suponía una ventaja: Maite cayó sobre algo blando. El hedor a bosta de cabra no le importaba porque durante los últimos años tuvo que encargarse del ganado de su padre, aunque no cabía duda de que los establos de Askaiz estaban más limpios que ese.

Maite se puso de pie y apretó los dientes. Le dolía todo el cuerpo, pero la paliza de Alma no había logrado quebrantar su voluntad. Su mayor deseo era emprender la huida lo antes posible. Se sentó en un rincón donde había un poco de paja seca y reflexionó. La cabreriza no tenía ventanas, solo un par de agujeros de ventilación, y la luz que penetraba únicamente permitía distinguir contornos borrosos. El techo era de losas de piedra que apenas alcanzaba a rozar con los dedos. Además, resultaba imposible apartar las pesadas losas y escapar a través del hueco.

La puerta también se resistió a sus esfuerzos, así que solo quedaba la pared. Después de tantearla, desprendió una piedra alargada. Primero intentó quitar otras mediante la primera, pero la argamasa era demasiado dura. Cuando estaba a punto de arrojar la piedra a un lado se le ocurrió otra idea. Como el suelo era blando, logró cavar un agujero bastante profundo. Por lo que había observado en su aldea natal, Maite sabía que las paredes de una choza sencilla como esa no tenían cimientos profundos.

Impulsada por la idea de poder largarse de allí con rapidez, hizo caso omiso de su espalda dolorida y de los hilillos de sangre que se derramaban por sus piernas y siguió cavando como una posesa. Para su alivio, casi enseguida se topó con la base de la pared. Es verdad que habían apisonado la tierra al construirla, pero rascó y escarbó con la piedra por debajo del muro y rápidamente alcanzó el exterior. Cuando por fin logró salir al aire libre ya era noche cerrada. Las estrellas brillaban e iluminaban el castillo del conde y los alrededores con un suave resplandor, pero Maite no prestó atención al firmamento, sino que se arrastró fuera del agujero y miró en torno.

Del edificio principal surgían las voces de los hombres medio borrachos que celebraban el éxito junto con el conde. Esos suponían un peligro menor, comparado con la dificultad que presentaba cruzar la puerta de la muralla. Cuando a la luz de una antorcha descubrió a dos guardias apostados ante la puerta, abandonó la idea y se dirigió a una de las escaleras que ascendían al camino de ronda. Subió sigilosamente, se encaramó entre dos almenas, clavó la vista en el precipicio y sintió una punzada en el estómago, pero no estaba dispuesta a desistir. Apretó los dientes, aguantó el dolor de su espalda en carne viva y bajó aferrándose a la muralla con las manos y apoyando los pies en las grietas. Después tomó aire, sostuvo el aliento y se dejó caer.

Chocó contra la tierra dura y rodó ladera abajo, pero logró agarrarse a un arbusto. Abajo, en la aldea, un perro empezó a ladrar y la jauría del castillo le contestó. Inmediatamente después, Maite captó el aullido de un lobo.

Al oír pasos por encima de su cabeza, la pequeña se acurrucó entre las sombras de la muralla. El corazón le latía con fuerza. Uno de los guardias miró hacia abajo, maldiciendo a los perros que no dejaban de ladrar, pero no la vio. Maite apenas osaba respirar. Solo al oír que el guardia se alejaba abandonó su escondrijo y fue deslizándose cuesta abajo a lo largo de la abrupta ladera, que los hombres de Rodrigo consideraban infranqueable.

Al pie de la ladera se volvió por última vez y, al ver que nadie la perseguía, echó a correr en dirección a su hogar hasta dejar atrás el castillo y la aldea.

Oyó el murmullo de un arroyo junto al camino y de pronto se dio cuenta de que estaba sedienta. Como estaba cubierta de bosta de cabra y le asqueaba beber con las manos sucias, inclinó la cabeza y bebió como un animal salvaje. Luego se adentró en el arroyo y se frotó las piernas y los brazos con la arena fina que las aguas habían depositado en la orilla, sin dejar de volver la mirada hacia el este. El camino hasta Askaiz era muy largo, pero juró que se dejaría devorar por los lobos o los osos antes de permitir que los astures volvieran a atraparla y arrastrarla una vez más hasta el castillo.

9

En cuanto despertó, Ermengilda pensó en su nueva esclava. Sin lavarse ni ponerse más que una túnica, salió de la habitación y, descalza, echó a correr por el patio en dirección a la cabreriza. Quería sacar a la niña de allí y ordenarle que se lavara para que después pudiera servirla. Quitó la tranca de la puerta, la abrió y llamó a la joven prisionera, pero no obtuvo respuesta.

—¡Ven ahora mismo, Maite! —ordenó en tono enfadado. Al parecer, la salvaje de las montañas seguía tan obstinada como el día anterior.

«No puedo entrar en esa mugrienta cabreriza y arrastrar fuera a esa bestia», pensó. Cuando se disponía a volverse para llamar a Alma, un grito de furia resonó al otro lado de la cabreriza.

—¿Quién cavó este agujero? ¡Casi he caído dentro! —Una criada había ido al gallinero a por huevos y acababa de doblar por la esquina con la cesta llena en la mano.

Ermengilda se acercó y clavó la mirada en el profundo agujero. Un palo que la igualaba en altura desaparecía hasta la mitad en el agujero. Al principio no quiso creerlo, pero cuando apareció Alma e iluminó el interior de la cabreriza con una antorcha, ya no cupo duda. La pequeña esclava se había abierto paso por la tierra cavando como un tejón y había huido. El rostro de Alma enrojeció: estaba a punto de estallar y chilló hasta reunir a toda la servidumbre.

—¿Dónde está esa condenada mocosa vascona?

Solo cosechó miradas desconcertadas y encogimientos de hombros.

—Si no lo hubiese visto con mis propios ojos, habría dicho que es imposible —dijo Ramiro. El conde Rodrigo, que se aproximó siguiendo a su esposa, parecía aún más perplejo que su lugarteniente.

—¿Cómo es posible? —preguntó doña Urraca—. ¡Pero si solo es una niña pequeña!

—Es una salvaje de las montañas, ¡y esos son capaces de cualquier cosa! —refunfuñó Alma.

Rodrigo indicó a Ramiro que se acercara.

—Elige a un par de hombres y coge los perros. Quiero que vuelvas a atrapar a esa fiera.

El guerrero asintió y se marchó.

Cuando Ramiro regresó tres días más tarde tuvo que confesar que no había descubierto el más mínimo rastro de la niña fugitiva. Habían cabalgado hasta la frontera de la marca, pero no osaron adentrarse en los territorios de los vascones. Aunque Okin de Askaiz había jurado fidelidad al rey Aurelio, ni uno solo de sus hombres hubiera apostado un dirham sarraceno a que los vascones cumplieran con dicho juramento.

Other books

The Flowers of War by Geling Yan
Ready for a Scare? by P.J. Night
Shiloh, 1862 by Winston Groom
The Feast of the Goat by Mario Vargas Llosa
Dead Babies by Martin Amis
El secreto de Chimneys by Agatha Christie
Cupid's Way by Joanne Phillips
Mischief by Fay Weldon
From Doctor...to Daddy by Karen Rose Smith