—Permítame que le invite, caballero.
El hombre le tendía un puro que acababa de sacar del sombrero de copa.Carvalho bajó la vista hacia el obsequio, lo cogió, en la etiqueta pregonaba su condición de puro filipino especial, 1884.
—Primero he pensado regalar cohibas, pero fumar cohibas está al alcance de cualquiera. Toda la elite política fuma cohibas.
El hombre sacó ahora una tarjeta de visita y se la tendió a Carvalho.
—Antonio Gomá, manager de multinacional. He cumplido cincuenta años y quisiera que compartieran conmigo mi satisfacción por esta victoria de la voluntad sobre la lógica. Los managers somos personajes solitarios que apenas salimos a la luz pública y me he permitido esta pequeña muestra de exhibicionismo, aquí, un sitio elegido al azar, un sitio para gentes relajadas que pescan, pasean o miran el mar.Muy bonito. Un sitio muy bonito.
—Felicidades.
—Fúmeselo a mi salud.
Siguió el hombre su recorrido en busca de otros posibles obsequiados y Carvalho se fue hacia su coche. El chófer del sedán permanecía con el culo apoyado en él mientras leía un “Mundo Deportivo”.
—¿Tiene muchas salidas como ésta su patrón?
—No es mi patrón. Por mí como si quiere tirar la casa por la ventana.
Yo trabajo para una agencia y me han contratado con el coche hasta el mediodía.
Subió Carvalho al suyo. Lo puso en marcha y avanzó lentamente unos metros junto al manager, que proseguía su sonriente búsqueda con el sobrero de copa bajo el brazo. Advirtió el hombre la maniobra de Carvalho, por lo que le envió una inclinación del cuerpo y un ligero saludo con la mano.Arrancó entonces Carvalho hacia Vallvidrera y, en cuanto entró en el Ensanche, en cada cruce soportó la pretensión de muchachos entre la mendicidad y el servicio social dispuestos a limpiarle el parabrisas. Los conductores, atrapados en la red del semáforo rojo, gesticulaban desde el interior tratando de que los muchachos no les limpiaran el parabrisas, obligándoles a tomar la decisión de pagarles o no pagarles un servicio que no habían pedido. Carvalho permitió tres controles de limpieza, tres semáforos, tres monedas de cinco duros por llegar a Vallvidrera con el parabrisas no tan sucio como antes y la conciencia tranquila porque había contribuido a mantener a tres víctimas de la crisis cíclica. Al pasar ante la casa del crimen la miró como un vecino nuevo e inevitable que le estaría esperando allí, cada día, para siempre, mientras conservara calor de recuerdo. Contó la historia del hombre del sombrero de copa a Charo, pero nada le dijo de su encuentro con el autodidacta. La muchacha seguía teniendo los ojos enrojecidos, pero había puesto cierto orden en las cosas de Carvalho, sobre todo en la cocina, donde cada cosa estaba en un sitio que la lógica o la memoria de Charo había tratado de discernir.
—En seguida me iré.
—No, quédate todo el día. Luego bajamos a comprar, hacemos una cena e invitamos a Fuster. Tengo ganas de contarle mi excursión por Albacete, especialmente el nacimiento del río Mundo.
—Déjalo. Te acompaño a comprar pero luego me voy a casa. Dos días sin trabajar es un riesgo. Tal como están las cosas. La competencia. Las casas de relax. Ya hablamos de esto.
Todo queda en la familia, pensó Carvalho, pero no lo pensaba Charo, divorciada su capacidad de imaginar entre el papel que atribuía a los miembros de su tribu y el papel real.
—Cuelga el teléfono. Unos días.Haz la prueba. Quédate a vivir aquí, Pruébalo.
Charo le miraba desconcertada.
—No necesito que me compadezcas.
—Tenía que decírtelo.
Charo se sentó en la terraza que daba al Vallés. El viento había ayudado a limpiar los filtros de la lejanía y allí estaba la montaña de Montserrat como un capricho visual construido por algún mecenas del modernismo, con la ayuda probablemente de un Gaudí drogado. Charo pensaba y Carvalho también, arrepentido de una oferta que carecía de sentido. Sus cavilaciones las contemplaba Charo, desde la terraza, haciéndole guiños al sol y finalmente en pie, decidida, decidida a marcharse.
—Bájame, Pepiño. O acompáñame al menos hasta el funicular.
—¿Te vas?
—Sí. Cada uno es cada uno. No te sirvo ni para cocinar. Guisas mejor que yo. Dame un beso.
Carvalho la besó.
—No está mal.
La acompañó en coche hasta su casa y luego se fue el detective al despacho, donde sancionó el menú que le propuso Biscuter y le exigió que rebajara los planteamientos porque pretendía preparar una cena sólida para Fuster y no quería recargar su hígado.
—Hablando de hígados, jefe. Le ha llegado una carta del balneario aquel en el que quería meterse.
Era un sobre ilustrado con la reproducción de un edificio noble rodeado de una vegetación diríase que tropical y dentro una carta de respuesta a su amable solicitud de plaza para un proceso depurativo que esperamos sea beneficioso para su salud.
—No sé qué va a buscar ahí, jefe.Si quiere yo le hago un régimen que se queda en los huesos y más sano que un palo, en el caso de que estar como un palo sea sano.
—No es eso, Biscuter, es que me gustaría ir a un balneario antes de morir. Es como ir al monte Athos o a las cataratas del Niágara. Además te dan masajes y baños de fango. Sólo me muevo por cuestiones de trabajo y quiero descansar.
—Me sabe mal que tire el dinero, jefe. Todo eso son saca cuartos.
Dejó Carvalho a Biscuter descontento y se fue a la Boqueria.
Algo le advirtió de que por la escala subía una amenaza y al mirar hacia allí la conmoción del telegrafista le avisó de que su suerte estaba echada. El telegrafista se detuvo al llegar a su altura. Miraba al suelo o al papel que acababa de cortar del télex. Iba a dejar atrás a Ginés, pero se volvió y le tendió el télex.
“Policía española ordena retención a bordo y vigilancia del oficial Ginés Larios Pérez hasta su llegada a Barcelona. Supuesto culpable de homicidio”.
Se lo seguía ofreciendo por si necesitara una segunda lectura, pero Ginés dijo que no con la cabeza.
—Gracias.
—Lo siento, pero…
—Dáselo al capitán. No te vayas a buscar un lío.
Y vio cómo subía escala arriba en pos del puente de mando. Y él se quedó con una mano en la escala y la otra a medio caer, como si el contacto con el télex le hubiera dejado el brazo paralizado en el gesto de retener el destino que se le escapaba. Se sentó en un rollo de cuerdas y esperó a que los hechos se precipitaran. El primero en llegar fue Germán y a su espalda seguían Basora, Martín, dos marineros. Las piernas de Germán en primer término, las otras en una graduada perspectiva hacia popa, y no quería alzar la vista para no ver la cara de Germán, porque de la cara llovían lágrimas que caían redondas y llenas para reventar contara el piso de la cubierta.
—Ginés. Ginesico -se quejaba Germán, y en el simple enunciado del nombre estaba toda su historia en común desde la adolescencia hasta ahora,a toda la memoria compartida-.Ginés. Ginés.
Y se levantó para quedar a la altura de los rostros que no le miraban porque no querían decirle lo que era evidente.
—¿Dónde me encierran?
—Primero el majara ese quiere hablar contigo. ¿Es un error, verdad Ginés?
No, no era un error, contestó la cabeza de Ginés a la pregunta de Basora. Y luego el cuerpo se puso en movimiento camino del puente de mando.
—No. Te espera en su camarote.
Y le seguían sus nuevos guardianes.Germán le había pasado un brazo sobre los hombros, caminaba a su ritmo, le hablaba junto a la oreja.
—¿En qué lío te has metido, Ginesico? En qué mala hora te forcé a volver. ¿Por qué no me lo dijiste?¿Por qué volviste a embarcarte? ¿Qué has hecho Ginés, qué has hecho?
Quería pedirle que no le hiciera más preguntas, que aún tendrían tiempo para hablar, pero de sus labios nada salía, obstinadamente forzaba la marcha para llegar cuanto antes al capitán, y allí estaba al fondo del corredor la puerta entreabierta del camarote y le pareció que una vez abierta aparecería la “Niña de la Venta” con su traje de vocalista antigua y cantando “La Salvaora”, pero la voz del capitán le contuvo en la puerta.
—¡No pase! ¡Quédese ahí!
La voz salía por el intersticio de la puerta entreabierta.
—¡Dígale a sus compañeros que se retiren y quédese usted ante la puerta!
Los oficiales y los marinos dieron la espalda a la escena y sólo Germán quedó a una distancia suficiente como para acudir en auxilio de su amigo.La voz del capitán sonaba cercana cuando pidió:
—¡Acérquese pero sin abrir la puerta!
Ginés topó con la frente contra el tablero barnizado. A escasos centímetros permanecía la respiración afanada del invisible capitán y de nuevo la voz queda, como en un cuchicheo de confesionario:
—Ya es tarde, Ginés. Se lo advertí a tiempo.
Quería preguntarle: ¿qué sabía usted?, ¿cómo lo sabía usted?, pero le pareció un detallismo inútil a añadir a la teatralidad de una situación que se había convertido en un obstáculo más que en un trámite para la definitiva resolución de su propio drama.No dijo nada y la voz del capitán siguió brotando de su escondite, ahogada, sucia, llena de vapores de miedo.
—Ha sido un estúpido. Desde hace muchos meses se está comportando como un estúpido y no ha sabido dejar de serlo cuando aún estaba a tiempo.Dentro de unos años, cuando pueda recordar todo esto con la suficiente distancia, recuerde a su capitán y piense en todo lo que hizo y estuvo dispuesto a hacer por usted. ¿Me promete que lo pensará?
Dijo que sí Ginés con la cabeza, que sí a aquella puerta entreabierta, que sí a aquella voz vergonzante, que sí a aquella presencia que imaginaba acurrucada, a oscuras, como acogiéndose a un secreto de confesión.
—No volveremos a vernos, Ginés.Éste es su último viaje. Pero también el mío. Recuérdeme.
Un breve silencio. Unos pasos sobre el suelo de revestimiento plástico, y cuando el cuerpo invisible del capitán ganó la suficiente distancia su voz se remontó hasta convertirse en una orden.
—¡Germán, Basora, cumplan con su deber! ¡El oficial Larios queda bajo su responsabilidad!
Ginés salió de aquel ámbito acompañado de sus amigos, seguidos a distancia por los dos marinos que no se atrevían a violar el espíritu de la tribu.
—Nos ha dicho primero que te metiéramos en un camarote vacío y sin ventilación que hay junto a la sala de máquinas, donde echan una cabezada los maquinistas que esperan la guardia.Pero Germán un poco más y me lo lisia. Finalmente hemos convenido y le hemos impuesto que te quedes en tu camarote, en teoría con la puerta cerrada por fuera, pero es idiota la cosa, porque no te vas a echar al agua a nadar… Júranos que vas a respetar este pacto y no te vas a tirar al agua a hacer una gilipollez. No me importa, no nos importa lo que has hecho, pero de ésta saldrás, en cambio del Atlántico no saldrás, júranos, Ginés, que no vas a hacer una chorrada y te dejamos el camarote abierto.
Ginés cogió un brazo de Basora y se lo agitó como si tratara de comunicarle una inútil sensación de solidaridad agradecida.
—No, no voy a hacer tonterías, pero cerradme por fuera. He de empezar a entrenarme.
—Vendremos a verte.
—Pero con cuidado, porque ese chalao nos expedienta. ¿Qué te ha dicho, así por lo bajín?
—Casi no le he oído.
Sólo Germán no intervenía en el diálogo, en aquel diálogo al pie del cadalso, diálogo de últimas voluntades, de despedida para un viaje sin retorno.
—De vez en cuando me gustaría pasear por cubierta.
—Te corresponden dos paseos diarios en compañía de vigilancia.
Martín se tomaba la situación al pie del reglamento, de qué reglamento no importaba. En el momento de dejarse encerrar en su camarote, Ginés leyó en la mirada de Germán la promesa de volver, de volver para escarbar en la razón de aquella tragedia que a él le afectaba en su condición de amigo del que se había desconfiado o en el que no se había confiado lo suficiente. Asumió Ginés la soledad de nuevo tipo, diferente a cuantas había experimentado en sus veinte años de marino activo, con más noches y días de aislamiento oceánico que de marinero en tierra, pero ahora la soledad era otra cosa, tal vez más parecida a una cuarentena de la que no saldría en muchos años. De momento tenía a su alcance un mundo de referencias entrañadas en su conciencia, voces amigas al otro lado de la puerta, pero pronto pasaría a un engranaje despersonalizador que empezará por la exigencia de que lo contara todo, como si lo que había hecho pudiera ser explicado, explicado a alguien que no fuera a sí mismo o a la pobre Encarna. Tal vez podía tomarse el interrogatorio de Germán como un entrenamiento para lo que le esperaba al llegar a Barcelona. Allí tenía a Germán, apenas una hora y media después del comienzo de su encierro, el impaciente Germán sentado en el camarote de su amigo prisionero, sin valor para mirarle a la cara, pero con la necesidad vivencial de pedirle explicaciones.
—Maté a Encarna.
—A Encarna. Tenía que ser a Encarna. Pero entonces ¿por qué me dijiste que era imprescindible que volvieras a Barcelona, que era imprescindible volver al encuentro de Encarna?
—Lo era. Y en cierto sentido lo sigue siendo.
—Pero tú sabías que la habías matado.
—Sí.
—Esperabas quizá que no supieran que habías sido tú.
—Sí. Ésa sería la explicación más racional, y es cierto, yo tenía esa idea, pero no siempre. Aunque no hubiera sido así yo habría vuelto igual.No en los momentos de miedo, que han sido muchos. Por ejemplo cuando me fui por ahí y no quería volver al barco. Pero era como llevar la pena a acuestas y llevarla para toda la vida.
—Pero qué has hecho, desgraciado.¿Por qué?
—Fue un mal momento -dijo al comienzo de la letanía de quejas y perplejidades del amigo-. Estaba escrito -llegó a decir, ya con el cansancio a cuestas de devolver aquella pelota que Germán le enviaba con la obstinación de un pelotari gagá-. Estaba escrito. He vuelto a recordar escenas de Águilas, de cuando éramos unos críos y, aunque parezca mentira, Encarna llevaba dentro de sí su propia muerte y yo mi perdición. Sé que te sonará a novela, a cuento chino, pero cuando repaso estos años, tantos años, y me veo, nos veo a los dos, pienso que no podía haber habido otro resultado. Yo le propuse muchas veces dejarlo todo, casarnos, irnos a un rincón del mundo a vivir juntos, pero hubiera sido imposible.
—¿Qué te hizo para que la mataras?