La Romana (38 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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—Pero no creas que estoy contenta por haber robado, y así he decidido devolver la polvera hoy mismo... El pañuelo no puedo devolverlo, pero estoy arrepentida y he decidido no hacerlo más.

Ante estas palabras mías brilló en sus ojos aquella habitual malicia suya. Me miró y se echó a reír. Después me cogió por los hombros, me echó sobre la cama y empezó a darme aquellos estrujones y aquellos pellizcos traidores repitiendo:

—Ladrona... Eres una ladrona... Eres una ladrona, una ladronzuela... Una ladronzuela... Eres una ladronzuela...

Y lo decía con una especie de sarcástico afecto que yo no sabía si tenía que ofenderme o sentirme halagada. Pero su impetuosidad me excitaba en cierto modo y me causaba placer. Siempre era mejor que su acostumbrada y mortal pasividad. Por esto me reía y me contorsionaba porque sufro cosquillas y él me introducía perversamente los dedos bajo las axilas. Pero aun contorsionándome y riéndome hasta llorar, veía que su rostro, encima del mío con una especie de impiedad, seguía cerrado y absorto. Después cesó tan bruscamente como había empezado y, echándose de espaldas, dijo:

—Pues yo en cambio no soy un ladrón, no lo soy, y en esos paquetes no hay nada robado.

Me di cuenta de que tenía un gran deseo de decir lo que contenían los paquetes y comprendí que, al contrario de lo que me ocurría a mí, para él todo era una cuestión de vanidad. Una vanidad no muy distinta, en el fondo, de la que había impulsado a Sonzogno a revelarme su delito. A pesar de todas las diferencias, los hombres tienen muchas cosas en común. Y cuando están con una mujer a la que aman o con la que por lo menos tienen alguna relación amorosa, tienden siempre a demostrar su virilidad bajo el aspecto de acciones enérgicas y peligrosas que han hecho o están a punto de hacer.

—En el fondo —dije con dulzura—, te mueres de ganas de decirme qué hay en esos paquetes.

Se ofendió.

—Eres una estúpida. No tengo ningún empeño en decírtelo, pero debo darte cuenta de lo que contienen para que puedas decir si quieres hacerme ese favor o no... Pues bien, contienen material de propaganda.

—¿Qué quiere decir eso?

—Yo formo parte de un grupo de personas a las que no les gusta, digámoslo así, el actual Gobierno... Lo odian y querrían que se fuera lo antes posible. Esos paquetes contienen folletos impresos clandestinamente en los que explicamos a la gente por qué razones este Gobierno no es bueno y de qué manera podemos echarlo.

Yo no me había ocupado nunca de política. Para mí, como supongo que para otras muchas personas, la cuestión del Gobierno no se había planteado nunca. Pero me acordé de Astarita y de las alusiones que de vez en cuando hacía sobre la política. Y, alarmada, exclamé:

—¡Pero eso está prohibido! ¡Es peligroso!

Me miró con visible satisfacción. Por fin le había dicho algo que le gustaba y halagaba su amor propio. Con una gravedad excesiva y ligeramente enfática confirmó:

—Sí, es peligroso. Ahora te corresponde a ti decidir si me haces este favor o no.

—Pero yo no lo he dicho por mí —repuse con vivacidad—. Lo he dicho por ti. Si es por mí, acepto.

—Ten en cuenta que es peligroso de veras —advirtió nuevamente—. Si te los encuentran, vas a la cárcel.

Lo miré y de pronto sentí una plenitud de afecto irrefrenable, no sé si por él o por alguna otra cosa que ignoraba. Los ojos se me llenaron de lágrimas y balbucí:

—¿No comprendes que no me importa nada? Iré a la cárcel... ¿Y qué?

Moví la cabeza y las lágrimas se me deslizaron por las mejillas. Él preguntó asombrado:

—¿Y por qué lloras ahora?

—Perdona —dije—. Soy una estúpida. Ni siquiera yo lo sé. Tal vez porque querría que tú te dieses cuenta de que te quiero y de que estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por ti.

Yo no había comprendido todavía que no debía hablarle de mi amor. A mis palabras, hizo lo que después le he visto hacer tantas veces: el rostro se le llenó de un vago y distante embarazo, entornó los ojos y dijo apresuradamente:

—Está bien. Dentro de dos días te traeré el paquete, estamos de acuerdo... Y ahora, tengo que marcharme porque es tarde.

Y diciendo esto saltó de la cama y se puso a vestirse aprisa. Yo me quedé donde estaba, en el lecho, con mi conmoción y mis lágrimas, un poco avergonzada, no sabía si por estar desnuda o por haber llorado.

Del suelo, donde habían caído, recogió sus ropas y se vistió. Fue al perchero, descolgó el gabán, se lo puso y se acercó a mí. Con la sonrisa ingenua y graciosa que me gustaba tanto dijo:

—Toca aquí.

Miré y vi que me indicaba uno de los bolsillos del abrigo. Se había acercado a la cama de manera que yo pudiera alargar la mano sin esfuerzo. Noté un objeto duro bajo la tela del gabán.

—¿Qué es? —pregunté sin comprender.

Sonrió satisfecho, metió una mano en el bolsillo y, sin dejar de mirarme, sacó poco a poco, pero no del todo, un revólver grande y negro.

—¡Un revólver! —exclamé—: Pero ¿qué haces con eso?

—No se sabe nunca —contestó—. Siempre puede servir.

Quedé indecisa. No sabía qué pensar ni él me dio tiempo para ello. Volvió a guardar el revólver en el bolsillo, se inclinó, rozó mis labios con los suyos y dijo:

—De acuerdo entonces... Volveré dentro de dos días. Y antes de que me rehiciera de la sorpresa, ya había salido.

Más tarde he vuelto a pensar varias veces en nuestro primer encuentro de amor y me he reprochado acerbamente no haber sabido adivinar los peligros a que lo exponía la pasión política. Es verdad que no tenía ni tuve nunca influencia sobre él, pero si por lo menos hubiera sabido muchas cosas que supe más tarde, habría podido aconsejarle y cuando los consejos ya no sirviesen habría estado a su lado con plena conciencia y decisión. La culpa fue mía, desde luego, o mejor dicho, de mi ignorancia, de la que no tenía culpa realmente y que se debía a mi condición.

Como ya he dicho, nunca me he ocupado de política, de la que nada entendía y que siempre sentí ajena a mi destino, como si sus hechos no ocurrieran a mi alrededor o fueran de otro planeta. Cuando leía un periódico, saltaba la primera página con sus noticias políticas que no me interesaban y me iba a la página de sucesos en la que, por lo menos, ciertos acontecimientos y algunos delitos proporcionaban a mi mente materia de reflexión. En realidad, mi condición se parecía mucho a la de esos animalitos transparentes que, según se dice, viven en el fondo del mar, casi en la oscuridad, y nada saben de lo que ocurre en la superficie, a la luz del sol.

La política, igual que otras muchas cosas a las que los hombres parecen dar mucha importancia, llegaba a mí desde un mundo superior y desconocido, más débil e incomprensible que la luz del día a aquellos animalitos en sus apartados fondos submarinos. Pero la culpa no fue sólo mía y de mi ignorancia, sino también suya, de su ligereza y de su vanidad. De haber notado yo que había en él algo más que la vanidad, como lo había, hubiera obrado de una manera distinta y me habría esforzado, no sé con qué éxito, por comprender todas aquellas cosas que ignoraba. Y en este punto quiero observar otra cosa que desde luego contribuyó a mi conducta despreocupada: el hecho de que siempre parecía representar un papel, en tono semiburlesco, más que actuar seriamente. Parecía haberse hecho, pieza a pieza, un personaje ideal, aunque hasta cierto punto no creyera en él, y que continuamente sólo buscara, casi mecánicamente, acomodar sus acciones a ese personaje.

Esta continua comedia daba la sensación de un juego que él, en cierto modo, dominaba perfectamente, pero, como suele ocurrir en los juegos, quitaba mucha seriedad a cuanto hacía y al mismo tiempo sugería la falsa certeza de que nada era irreparable para él y que, en el último momento, aun en caso de derrota, su adversario en el juego le devolvería las pérdidas de la partida y le tendería la mano. Pero como tantas veces sucede a los muchachos que por un instinto incontenible se sienten inclinados a bromear con todo, Giacomo jugaba de veras. En cambio, su adversario actuaba en serio, como se vio en seguida. Así, cuando acabó la partida, él se encontró desarmado y desprevenido, fuera de juego, en un aprieto mortal.

Estas cosas, y muchas otras desgraciadamente más tristes y no menos razonables, las he pensado más tarde, reflexionando sobre lo ocurrido. Pero entonces, como creo haber dado a entender, ni siquiera me pasó por la mente la idea de que aquel asunto de los paquetes pudiera influir en nuestras relaciones. Estaba contenta de que hubiera vuelto y estaba contenta de poder hacerle un favor y al mismo tiempo de tener una ocasión segura de volver a verlo, y no llegaba más allá de esta doble satisfacción. Recuerdo que, pensando vagamente y como en sueños en el singular favor que me había pedido, moví la cabeza y pensé: «¡Chiquillerías!» y pasé a otra cosa. Por lo demás, me hallaba en un estado de ánimo tan feliz que, aunque lo hubiera querido, no habría podido apuntalar mis pensamientos sobre un tema inquietante.

Capítulo VI

Todo parecía ir de la mejor manera: Giacomo había vuelto y al mismo tiempo yo había encontrado el modo de hacer salir de la cárcel a la camarera injustamente acusada sin verme obligada por ello a ocupar su puesto. Aquel día, después de que Giacomo se hubo marchado, me pasé por lo menos dos horas pensando en mi felicidad, como damos vueltas a una joya o a cualquier otro objeto precioso que acabamos de recibir, asombrados y sin llegar a comprenderlo del todo, aunque con un goce profundo. Las campanadas de la tarde me despertaron de esta voluptuosa contemplación. Me acordé del consejo de Astarita y de la urgencia de salvar a la pobre mujer encarcelada. Me vestí y salí apresuradamente.

Es agradable en invierno cuando los días son breves y una ha estado en casa toda la mañana y las primeras horas de la tarde, sola con los propios pensamientos, salir a caminar por las calles del centro de la ciudad, donde el tráfico es más denso, la gente más numerosa y las tiendas están más iluminadas. En aquel aire puro y frío, entre el ruido, el movimiento y el centelleo de la vida ciudadana, la cabeza se despeja, el ánimo queda más libre y se experimenta una excitación, una embriaguez de alegría, como si todas las dificultades se hubieran allanado de pronto y en realidad no quedara otra cosa que hacer que vagar por entre la muchedumbre, sin ningún pensamiento, ligeros y contentos de poder seguir alguna de la fugaces sensaciones que el espectáculo de la calle sugiere al ocio.

Realmente es como si en este momento y por unos minutos todas nuestras deudas, como dice la plegaria cristiana, hubieran sido condonadas, sin mérito ni contrapartida por nuestra parte, únicamente en virtud de una benevolencia general y misteriosa. Naturalmente, hay que encontrarse en una disposición de ánimo feliz o, por lo menos, de satisfacción, porque, en caso contrario, la vida de la ciudad puede proporcionar el sentimiento angustioso de una agitación vana y absurda. Pero aquel día, como ya he dicho, me sentía feliz, y me di cuenta de que lo era sobre todo cuando, al llegar al centro, empecé a andar por la acera por entre el gentío.

Sabía que tenía que ir a la iglesia a hacer mi confesión. Pero, quizá precisamente porque ya me había propuesto esa meta y estaba contenta de haberlo hecho, no tenía prisa ni pensaba en ello. Caminé así lentamente de una calle a otra, deteniéndome de vez en cuando a mirar las cosas de los escaparates. Quienes me conocían, si me hubieran visto entonces habrían pensado desde luego que me dedicaba a atraer a los que pasaban a mi lado. Pero, en realidad, nada, estaba más lejos de mi mente. Tal vez hubiera podido dejarme detener por algún hombre que me gustara, pero no por dinero, sino por un simple impulso de alegría y de exuberancia vital. Pero los pocos que viéndome quieta ante los escaparates se acercaron a mí con las frases y las ofertas de siempre, no me gustaron. Ni les contesté, ni siquiera los miré, y seguí acera adelante con mi habitual paso majestuoso e indolente como si no hubieran existido.

La aparición de la misma iglesia en que me había confesado al regreso de nuestra excursión a Viterbo, me sorprendió de pronto en aquel estado de ánimo distraído y feliz. Entre los carteles del cine y el escaparate de una tienda de medias, los dos resplandecientes de luz, la fachada barroca, sumida en la oscuridad, dispuesta a manera de biombo en un entrante de la calle, con su elevado frontón coronado por dos ángeles con trompetas y sobre el que caían los reflejos violeta de un anuncio luminoso de una casa contigua, me pareció semejante al rostro oscuro y arrugado de una vieja que estuviera haciéndome gestos confidenciales a la sombra de un viejo chal entre las demás caras iluminadas. Recordé al guapo confesor francés, el padre Elías, y el sentimiento de atracción que había experimentado hacia él; y me pareció que nadie mejor que aquel hombre de mundo, joven e inteligente, tan diferente de los demás sacerdotes, podría realizar el encargo de restituir la polvera. Además, el padre Elías, en cierto sentido, ya me conocía y así yo tendría menos dificultad en confesar las muchas cosas terribles y vergonzosas que me pesaban en el ánimo.

Subí los peldaños, aparté la pesada cortina que cubría la puerta y entré, poniéndome sobre la cabeza un pequeño pañuelo. Mientras mojaba los dedos en el agua bendita, me sorprendió una representación esculpida alrededor de la pila: una mujer desnuda, con los cabellos al viento y los brazos en alto, que corría perseguida por un horrendo dragón erguido como un hombre sobre las patas posteriores. Me pareció reconocerme en aquella mujer y pensé que también yo huía de un dragón como aquél, sólo que, igual que le pasaba a la mujer, mi huida era circular y como corría en redondo, a veces ya no huía sino que seguía con deseo y gozo al feo dragón. Dejando la pila de agua bendita, me volví al interior de la iglesia mientras me santiguaba y me pareció verla en el mismo desorden, en la misma oscuridad y abandono como la había visto la última vez. Como entonces, estaba sumergida en la oscuridad, excepto el altar mayor con todas las velas encendidas y apretadas en torno al crucifijo, en un resplandor confuso de candelabros de bronce y de floreros de plata. La capilla dedicada a la Virgen en la que había rezado con tan profunda y vana convicción, estaba también iluminada. Subidos a unas escaleras de mano, dos sacristanes clavaban en el arquitrabe unos paramentos rojos con franjas doradas.

El confesionario del padre Elías estaba ocupado y fui a arrodillarme ante el altar mayor, sobre una de las desordenadas sillas de paja. No experimentaba ninguna emoción; solamente impaciencia por acabar pronto con el asunto de la polvera. Era una impaciencia especial, alegre, impetuosa, complacida en sí misma y en el fondo no carente de vanidad, como suele experimentarse cuando se va a realizar una buena acción estudiada y acariciada largo tiempo. Y varias veces he observado que esta impaciencia que procede del corazón y parece querer ignorar todo consejo de la inteligencia, acaba comprometiendo la buena acción y a veces hace un daño mayor que cualquier otra conducta más reflexiva.

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