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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (22 page)

BOOK: La Romana
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Pero el dinero que ganaba de este modo no era tan abundante como podría creerse. Ante todo, no sabía ser tan ávida y tan mercantil como Gisella. Desde luego procuraba que se me pagara, porque no iba con hombres por diversión pero mi misma naturaleza me llevaba a darme más por una especie de exuberancia física que por cálculo y no pensaba en el dinero hasta el momento de hacerme pagar, es decir, demasiado tarde. Siempre me quedaba la oscura convicción de que daba a los hombres una mercadería que no costaba nada y que habitualmente no se pagaba, una sensación de recibir aquel dinero más como regalo que como un salario. Me parecía que el amor no debía pagarse o que nunca era pagado suficientemente, y entre esta modestia y esta presunción me sentía incapaz de fijar un precio que no me pareciera arbitrario.

Así, cuando me daban mucho, lo agradecía excesivamente, y cuando me daban poco, no lograba sentirme defraudada y no protestaba. Sólo más tarde, amaestrada por alguna amarga experiencia, me decidí a imitar a Gisella, que hacía tratos antes de aceptar. Pero en principio siempre me avergonzaba, y no lograba dar una cifra sino entre dientes, de manera que muchos no entendían y tenía que repetirla.

Otro motivo contribuía a hacer insuficiente el dinero ganado. Era el hecho de que, reparando mucho menos en gastos y habiéndome extendido bastante en la compra de algún vestido, perfumes, objetos de tocador y cosas por el estilo que necesitaba por mi profesión, el dinero que recibía de mis amantes no me bastaba, exactamente como el que ganaba antaño haciendo de modelo y ayudando a mi madre en sus trabajos. De este modo me parecía seguir tan pobre como antes, a pesar del sacrificio de mi honor. Como antes y aún más a menudo había días que no teníamos un céntimo en casa. Como antes y aún peor, me angustiaba la inseguridad del mañana.

Soy bastante despreocupada y flemática por naturaleza y esta inquietud nunca llegaba a tener un carácter obsesivo como ocurre en tantas personas menos equilibradas y despreocupadas. Pero quedaba en el fondo de la oscuridad de mi conciencia como una carcoma en las fibras de un mueble viejo, y me advertía continuamente que estaba desprovista de todo y que no podía olvidar aquel estado y descansar, ni mejorarlo definitivamente con la profesión que había escogido.

Quien no sentía o por lo menos no parecía sentir ya inquietud alguna, era mi madre. Yo le había advertido que ya no era necesario que se matara cosiendo todo el día, y ella, como si lo hubiera esperado toda su vida, abandonó de golpe la mayor parte de sus trabajos, limitándose a aceptar poquísimos encargos y aún de mala gana, más por pasatiempo que por interés de ganancia. Era como si el esfuerzo de tantos años, iniciado cuando era niña y servía en la familia de un empleado, se hubiera venido abajo de repente, sin dejar rastro y sin remedio, a la manera de esas viejas casas que se hunden disolviéndose y de las que no queda ni una pared en pie, sino solamente un montón de polvo.

Para una persona como mi madre, el dinero significaba sobre todo comer y descansar hasta la saciedad. Comía más que antes y se concedía aquellas comodidades que distinguían, de acuerdo con sus ideas, a las personas ricas de las pobres. Se levantaba tarde, dormía después de comer y paseaba de vez en cuando. Debo añadir que el efecto de estas novedades en ella era quizás el aspecto menos grato de mi nueva vida. Es probable que quien está acostumbrado a trabajar no debiera dejarlo nunca, pues el ocio y el bienestar lo corrompen y aunque éste no era su caso, tenga unos orígenes buenos y justos.

Cuando mejoraron nuestras condiciones, mi madre engordó o, mejor dicho, dada la rapidez con que desapareció su ansiosa y ajetreada delgadez, se hinchó torpemente, de una forma que se me hacía significativa aunque no llegara a comprender su significado. Las caderas, que en otro tiempo eran huesudas, se le redondearon; los hombros enjutos se le llenaron; las mejillas, que siempre había tenido como tirantes y anhelosas, se le pusieron floridas y de buen ver. Pero el detalle más triste de ese engrosamiento de mi madre eran los ojos, que antes eran grandes y muy abiertos, con expresión siempre abierta y vigilante y ahora parecían pequeños, llenos de no sé qué luz incierta y ambigua. Había engordado, pero sin rejuvenecer ni hacerse más bella. Me parecía que llevaba en la cara, en vez de hacerlo yo, las huellas visibles de nuestro cambio de vida, y me era imposible mirarla sin sentir un cierto penoso remordimiento, mezcla de compasión y repugnancia.

Además, mi madre aumentaba mi malestar cayendo continuamente en actitudes de satisfacción golosa y beatífica. En realidad, le parecía mentira no tener que volver a penar, y sus gastos y actitudes eran los de quien en su vida no había comido ni descansado lo bastante.

Naturalmente, yo no le dejaba adivinar esos sentimientos, porque no quería molestarla y además me daba cuenta de que ciertas cosas debiera decírmelas a mí misma antes que a ella. Pero de vez en cuando se me escapaba algún gesto de disgusto, y creía amarla menos ahora que estaba gorda, hinchada y caminaba balanceando las caderas, que cuando chillaba y corría y se lamentaba todo el día, flaca y desvencijada. A menudo me hacía esta pregunta: «Si yo me hubiera hecho rica por un buen matrimonio, ¿hubiera engordado mi madre de la misma manera?» Hoy pienso que sí, y aquella especie de elemento innoble que me parecía observar en su gordura, lo atribuyo a las miradas que le dirigía yo, cargadas, a mi pesar, de conformidad y de remordimiento.

A Gino no le oculté mucho tiempo mi nueva condición. Más aún, me propuse revelársela pronto, la primera vez que volví a verlo, unos diez días después de haber hecho el amor en la villa. Una mañana, mi madre acudió a despertarme y con una voz cómplice y baja me dijo:

—¿Sabes quién está ahí y quiere hablarte? Gino.

—Hazlo pasar —dije simplemente.

Un poco decepcionada por mi brevedad, abrió la ventana y salió. Al poco tiempo entró Gino e inmediatamente me di cuenta de que estaba turbado y furioso. No me saludó, dio la vuelta alrededor de la cama y vino a ponerse delante de mí, que lo miraba aún tendida y somnolienta. Después preguntó:

—Oye, el otro día, por casualidad, ¿no cogiste equivocadamente un objeto del tocador de la señora?

«Ya está» —pensé. Observé que no experimentaba ningún sentimiento de culpabilidad. En cambio, me producía la misma penosa impresión de siempre el espanto servil de Gino.

—¿Por qué me lo preguntas? —dije.

—Ha desaparecido una polvera de gran valor, de oro con un rubí... La señora ha organizado una escena de mil diablos... y como en cierto modo la villa quedó confiada a mí, no es que lo digan, pero yo comprendo que sospechan de mí. Menos mal que no se ha dado cuenta hasta ayer, al cabo de una semana de su regreso, y así hay también la probabilidad de que lo haya robado una de las doncellas... De lo contrario, ya me habrían echado, denunciado, arrestado, o qué sé yo...

Temí que por mi culpa hubiera pagado algún inocente y pregunté:

—¿Y no les han hecho nada a las doncellas?

—No —contestó bastante nervioso—. Pero ha venido un comisario de la Policía y desde hace dos días es imposible vivir en aquella casa.

Vacilé un momento y dije:

—Yo cogí la polvera.

Gino abrió mucho los ojos, hizo una horrible mueca y exclamó:

—La cogiste tú... ¿Y me lo dices así?

—¿Y cómo iba a decírtelo?

—Pero, eso se llama robar.

—Ya.

Me miró y de pronto se puso furioso. Quizá temía las consecuencias de mi acción o tal vez, de una manera oscura, adivinaba que yo le atribuía la responsabilidad última del robo.

—Pero, ¿en qué estabas pensando? ¿De manera que por eso querías ir a la habitación de la señora...? Ahora comprendo, pero yo, querida, no quiero entrar en el juego... ¡Ladrona! Estaba apañado si llego a casarme contigo... ¡Casarme con una ladrona!

Le dejé desahogarse, observándolo con atención. Ahora me asombraba el haber pensado durante tanto tiempo que era perfecto. Por fin, cuando creí que había agotado todos los reproches, dije:

—¿Por qué te enfureces tanto, Gino? Al fin y al cabo, no te acusan de que la hayas robado tú... Hablarán de eso unos días y después no volverán a pensar en ello... Además, quién sabe cuántas polveras tendrá tu señora...

—¿Pero por qué la has robado? —preguntó. Era evidente que deseaba oír lo que, como ya he dicho, intuía oscuramente.

—Así.

—Así, no es una respuesta.

—Entonces, si realmente quieres saberlo —dije tranquilamente—, no lo he robado porque lo deseara ni por necesidad, sino porque, al fin y al cabo, ahora puedo incluso robar.

—¿Qué quieres decir? No le dejé acabar:

—Cada noche voy por la calle, busco un hombre, lo traigo a casa y después me paga... Comprenderás que si puedo hacer eso, también puedo robar, ¿no?

Gino comprendió y su reacción fue característica:

—De manera que también haces eso... Está bien. ¡Pobre de mí si llegaba a casarme contigo!

—No lo hacía —dije—. Lo hago desde que supe que estás casado y que tienes una hija.

Gino había esperado todo aquel tiempo esta frase y la refutó rápidamente:

—No, querida... Ahora no vengas a echarme a mí la culpa... Sólo se hace puta y ladrona la que quiere serlo.

—Se ve que yo lo era sin saberlo —repuse—, y tú me has dado la ocasión de llegar a serlo.

Por mi calma comprendió que no tenía nada que esperar y cambió de táctica.

—Bueno, lo que eres o lo que haces no me atañe, pero tienes que devolverme la polvera... De lo contrario, tarde o temprano pierdo mi puesto. Tienes que devolvérmela y fingiré haberla encontrado en cualquier sitio, en el jardín, por ejemplo.

—¿Por qué no lo has dicho antes? Si es para que no pierdas tu puesto, puedes cogerla... Está ahí, en el primer cajón del armario.

Inmediatamente, con una prisa impregnada de alivio, fue al armario, abrió el cajón, cogió la polvera y se la metió en el bolsillo. Se volvió a mirarme, con unos ojos que ya eran diferentes, en los que parecía alborear una disposición de ánimo mortificada y conciliadora. Pero no tuve el valor de enfrentarme con la escena embarazosa que anunciaba su mirada.

—¿Tienes el coche abajo? —pregunté.

—Sí.

—Bien, es tarde y no te conviene quedarte. Hablaremos de todo la próxima vez que nos veamos.

—¿Estás enfadada conmigo?

—No, no estoy enfadada contigo.

—Sí lo estás...

—Te repito que no. Suspiró, se inclinó sobre el lecho y dejé que me besara.

—¿Me llamarás por teléfono? —preguntó desde la puerta.

—Puedes estar tranquilo.

Así supo Gino mi nuevo género de vida. Pero el día en que volvimos a vernos no hablamos para nada ni de la polvera ni de mi oficio como si se tratara ya de cosas aceptadas y carentes de interés cuya importancia hubiera consistido solamente en su novedad. En fin de cuentas, se comportó más o menos como mi madre, pero no parecía haber sentido por un solo momento la tristeza de mi madre el primer día que llevé a Giacinti a casa y que todavía creía adivinar de vez en cuando bajo su satisfacción y hasta bajo el aspecto insano de su gordura. El carácter principal de Gino consistía, en cambio, en una cierta astucia no muy inteligente y de cortos horizontes. Creo que después de haber sabido mi cambio de vida a partir de su traición, debió de encogerse de hombros y decir: «¡Bah, dos pájaros de un tiro! Así no puede reprocharme nada y sigo siendo su amante». Hay hombres que consideran una suerte conservar lo que poseen, lo mismo si se trata de dinero o de la mujer como de la vida, aun a costa de su dignidad, y Gino era uno de ésos.

Seguía viéndole porque, como ya he dicho varias veces, a pesar de todo seguía gustándome y no había otro que me gustara tanto como él, y además porque aunque pensara que todo había acabado ya entre nosotros, no deseaba que el fin fuera brusco y desagradable. Nunca me han gustado los cortes en seco, las interrupciones repentinas. Creo que las cosas de la vida mueren por sí mismas, tal como nacieron, por aburrimiento, por indiferencia o hasta por costumbre, que es una especie de aburrimiento fiel, y me gusta sentirlas morir así, naturalmente, sin culpa mía ni de otros, y poco a poco verles ceder el puesto a las demás. Al fin y al cabo, nunca se dan en la vida cambios decididos y netos, y quien quiere cambiar con precipitación corre peligro de ver reaparecer cuando menos lo espera, todavía vivas y tenaces, las viejas costumbres que creía haber extirpado de golpe y de una manera definitiva. Yo deseaba también que las caricias de las manos de Gino me dejaran indiferente igual que sus palabras y temía que, si no daba tiempo al tiempo, podría reaparecer en cada momento en mi vida y obligarme contra mi voluntad a reanudar nuestras antiguas relaciones.

Otra persona que entonces reapareció en mi vida fue Astarita. Con él todo fue más sencillo que con Gino. Gisella lo veía a escondidas y creo que Astarita hacía el amor con ella sólo por tener ocasión de hablar de mí. Como quiera que fuese, Gisella acechaba la ocasión propicia para hablarme de él y cuando le pareció que ya había pasado bastante tiempo y me habría apaciguado, procuró hablar conmigo a solas y me dijo que se había encontrado con Astarita y que le había preguntado por mí.

—No me ha dicho nada en concreto —prosiguió—, pero he entendido que sigue enamorado de ti. Si he de decirte la verdad, me ha dado lástima... Parece realmente desgraciado. Te repito que no me ha dicho nada, pero he adivinado que tiene grandes deseos de volver a verte... Ahora, al fin y al cabo... Pero la interrumpí diciendo:

—Oye, es inútil que sigas hablando así.

—¿Cómo, así?

—Bueno, con tantas precauciones... Vale más que digas claramente que él te manda, que quiere volver a verme y que le has prometido llevarle mi respuesta.

—Supongamos que sea así —admitió, desconcertada—. ¿Y entonces?

—Entonces —repuse tranquilamente—, dile, si quieres, que no me opongo a verlo. Naturalmente, como veo a los demás, sin ningún compromiso, de vez en cuando...

Gisella se quedó realmente asombrada de mi actitud. Estaba convencida de que yo odiaba a Astarita y que por nada del mundo consentiría en volver a verlo. No comprendía que para mí ya no existían ni el odio ni el amor y, como de costumbre, pensó que yo ocultaba una segunda intención.

—Haces bien —dijo al cabo de un rato con aire reflexivo y astuto—. Yo, en tu lugar, haría lo mismo. En ciertos casos, conviene pasar por encima de las antipatías. Astarita te ama de veras y sería capaz de hacer anular su matrimonio y casarse contigo... ¡Vaya, veo que eres lista! ¡Y pensar que te creía una ingenua!

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