La Romana (47 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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Con estos pensamientos caminaba apresuradamente por los amplios pasillos del edificio y me daba cuenta de que miraba con desprecio a los empleados con los que me encontraba. Sentía unas enormes ganas de arrancarles las carpetas rojas y verdes que apretaban bajo el brazo y arrojarlas al aire desparramando por todas partes aquellos papelorios repletos de prohibiciones y de iniquidades. Al ujier que en la antesala salió a mi encuentro, le dije con prisa y autoritariamente:

—He de hablar con el doctor Astarita, y pronto. Estoy citada y no puedo esperar.

Me miró con estupor, pero no se atrevió a protestar y fue a anunciarme.

Cuando me vio, Astarita salió a mi encuentro, me besó la mano y me condujo hacia un diván al fondo de la habitación. También me había acogido así la primera vez y pienso que lo mismo hacía con todas las mujeres que aparecían por su despacho. Contuve como pude el impulso de ira que me henchía el pecho y dije:

—Mira, si has hecho arrestar a Mino, haz que lo pongan inmediatamente en libertad... De lo contrario, hazte a la idea de que no volverás a verme.

Vi cómo en su semblante se pintaba una expresión de profundo asombro mezclado con una desagradable reflexión y comprendí que no sabía nada.

—Pero, qué diablos... Espera un momento... ¿De qué Mino me estás hablando? —preguntó tartamudeando.

—Creía que lo sabrías —dije.

Y con la mayor brevedad que me fue posible le conté la historia de mi amor por Mino y cómo había sido detenido en su casa aquella misma tarde. Lo vi cambiar de color cuando dije que amaba a Mino, pero preferí decir la verdad porque temía perjudicar a Mino con una mentira y porque sentía un violento deseo de gritar a todos mi amor. Ahora, después de haber descubierto que Astarita nada tenía que ver con la detención de Mino, la ira que hasta aquel momento me había sostenido decayó y me sentí de nuevo desarmada y débil. Por esto comencé mi relato con voz firme y excitada y acabé en tono casi quejumbroso. Y hasta los ojos se me llenaron de lágrimas cuando dije angustiada:

—Además no sé qué le hacen... Dicen que les pegan.

Astarita me interrumpió inmediatamente:

—Puedes estar tranquila... Si fuera un obrero, pero un estudiante...

—Pero no quiero... no quiero que esté preso —grité con voz de llanto.

Nos callamos los dos. Yo intentaba dominar mi conmoción y Astarita me miraba. Por primera vez no parecía dispuesto a hacerme el favor que le pedía. Pero ahora debía intervenir en su repugnancia a complacerme el saber que yo estaba ya enamorada de otro hombre. Añadí, poniendo una mano sobre la suya:

—Si haces que sea puesto en libertad, te prometo que haré todo lo que quieras.

Me miraba sin llegar a decidirse, y yo, aun sin tener el ánimo dispuesto para ello, me incliné y le ofrecí los labios, diciéndole:

—Entonces, ¿qué? ¿Me haces este favor?

Me miró, dudando entre la tentación de besarme y la conciencia de aquel beso humillante ofrecido por pura lisonja, con el rostro bañado en lágrimas. Después me rechazó, se puso en pie, me dijo que esperara y salió.

Ahora estaba segura de que Astarita haría poner en libertad a Mino. Y en mi inexperiencia de esas cosas, me lo imaginaba llamando por teléfono con tono irritado a un servil comisario y le ordenaba dejar en libertad inmediatamente al estudiante Giacomo Diodati. Conté los minutos impaciente, y cuando Astarita reapareció me puse de pie dispuesta a darle las gracias y marcharme inmediatamente en busca de Mino.

Pero Astarita tenía en el rostro una expresión singular, bastante desagradable, mezcla de decepción y de rabia maliciosa:

—¿Qué es eso de que lo han arrestado? —dijo secamente—. Disparó sobre los agentes y huyó... Uno de los policías está moribundo en el hospital... Ahora, si lo cogen, y puedes dar por cierto que lo cogerán, no puedo hacer nada por él.

Me quedé sin aliento. Recordaba haber quitado las balas del revólver de Mino, pero era verdad que podía haberlo cargado de nuevo sin que yo lo supiera. Después sentí una gran alegría, que nacía de sentimientos muy diversos. Era la alegría de saber a Mino en libertad, pero era también la alegría de saber que había matado a un policía, una acción de la que, en el fondo, le creía incapaz y que modificaba profundamente la idea que hasta entonces me había hecho de él. Me asombró la fuerza vehemente y combativa con que mi ánimo, siempre enemigo de cualquier violencia, aplaudía el gesto desesperado de Mino. Era, en el fondo, la misma irresistible complacencia que había experimentado en su tiempo reconstruyendo con la fantasía el delito de Sonzogno, pero esta vez, acompañada de una especie de justificación moral.

Pensé además que lo encontraría pronto y que huiríamos juntos a escondernos, y a lo mejor íbamos a parar al extranjero, donde sabía que a los refugiados políticos se les acogía bien. Con esto, el corazón se me llenó de esperanza. Pensé que quizás estaba a punto de empezar para mí una nueva vida y me dije que esa renovación de mi existencia se la debía a Mino y a su valor, y sentí cariño y gratitud por él. Entre tanto, Astarita iba de un lado a otro de la habitación, con aire furioso, deteniéndose de vez en cuando a cambiar de sitio algún objeto de su mesa. Dije tranquilamente:

—Se ve que después que lo han detenido se ha envalentonado, ha disparado y ha huido.

Astarita Se detuvo y me miró contrayendo sus facciones en una fea mueca:

—Estás satisfecha, ¿eh?

—Ha hecho bien en matar al agente —dije con sinceridad—. Él quería llevarlo a la cárcel... Tú hubieras hecho lo mismo. Astarita contestó con voz desagradable:

—Yo no me meto en política... El agente no hacía más que cumplir con su deber. Ese hombre tiene mujer e hijos.

—Si él se ocupa de política, debe de tener sus razones... Y el agente debía pensar que un hombre hace cualquier cosa antes que ir a la cárcel... Peor para él.

Me sentía tranquila porque me parecía ver a Mino libre por las calles de la ciudad y saboreaba ya el momento en que me llamaría desde su escondite y podría correr a verlo. Mi calma pareció poner fuera de sí a Astarita.

—Pero lo encontraremos —gritó de pronto—. ¿Crees que no vamos a dar con él?

—No sé nada... Estoy contenta de que haya escapado, eso es todo.

—Lo encontraremos y entonces puede estar seguro de que no va a pasarlo tan bien.

Al cabo de un rato le dije:

—¿Sabes por qué estás tan furioso?

—No estoy furioso.

—Porque esperabas que lo hubiesen arrestado para exhibir tu generosidad conmigo y con él... En cambio se te ha ido de las manos, y eso es lo que te hace rabiar.

Le vi encogerse de hombros con furor. Sonó el teléfono y Astarita, con el alivio de quien encuentra un pretexto para zanjar una discusión embarazosa, descolgó el auricular. A las primeras palabras vi su rostro, como un paisaje al que en un día de tempestad ilumina gradualmente un rayo de sol, pasar de su anterior expresión irritada y oscura a otra más serena, y eso, sin saber por qué, me pareció una señal de mal agüero. La conversación telefónica duró un buen rato, pero Astarita nunca dijo más que «sí» o «no», de manera que no pude saber de qué se trataba.

—Lo siento por ti —dijo después, dejando el teléfono—, pero la primera noticia sobre el arresto de ese estudiante contenía un error... La Policía, para estar más segura, había enviado agentes tanto a su casa como a la tuya con lo que pensaban detenerlo de todas maneras... En realidad lo han arrestado en la casa de la viuda que le tenía alquilada una habitación... En cambio, en tu casa los agentes encontraron a un individuo pequeño y rubio, de acento del Norte, que apenas los vio, en vez de mostrar la documentación como le pedían, sacó la pistola, disparó y escapó... De momento creyeron que se trataba del estudiante... Pero, por lo visto, debía de ser alguien que tenía alguna cuenta pendiente con la Justicia...

Creí que iba a desmayarme. Así Mino estaba en la cárcel y por si esto fuera poco Sonzogno estaría convencido de que yo lo había denunciado. Cualquier otro, al verme desaparecer y ver más tarde llegar a la Policía, habría pensado lo mismo. Mino estaba en la cárcel y Sonzogno me buscaba para vengarse. Quedé tan aturdida que no supe decir más que: «¡Pobre de mí!», dando un paso hacia la puerta.

Debía de haberme puesto muy pálida porque Astarita abandonó en seguida su aire victorioso de sombría satisfacción y se acercó a mí, diciéndome:

—Ahora siéntate y hablemos... No hay nada irreparable.

Moví la cabeza y puse la mano en la puerta. Astarita me detuvo y añadió, tartamudeando:

—Mira... Te prometo que haré todo lo posible... Lo interrogaré yo mismo, y si no hay nada grave, te lo pondré en libertad lo antes posible... ¿Te parece bien?

—Sí, está bien —respondí con voz apagada.

Y añadí, haciendo un esfuerzo:

—Hagas lo que hagas, ya sabes que te lo agradeceré.

Sabía que Astarita haría verdaderamente, como decía, todo lo posible para liberar a Mino, y no tenía más que un deseo: irme, salir lo antes posible de su horrible Ministerio. Pero él, con un escrúpulo policiaco, dijo:

—A propósito, si tienes alguna razón para temer a ese hombre que han encontrado en tu casa, dime su nombre... Eso hará más fácil su captura.

—No sé su nombre —respondí.

—De todos modos —insistió—, no estará de más que vayas espontáneamente a la comisaría y digas lo que sabes... Te dirán que te pongas a su disposición y te dejarán marchar, pero si no vas, será peor para ti.

Contesté que haría lo que él decía y me despedí. Él no cerró inmediatamente la puerta, sino que permaneció mirándome desde el umbral mientras yo me alejaba por la antesala.

Capítulo IX

Fuera del Ministerio, caminé apresuradamente hasta una plaza próxima, como si huyera de alguien. Solamente cuando estuve en el centro de la plaza me di cuenta de que no sabía adónde ir y pensé en qué lugar podría refugiarme. Al principio había pensado en Gisella, pero su casa estaba lejos y, por el agotamiento, las piernas se me doblaban. Por otra parte, no estaba segura de que Gisella me acogiera de buena gana. Quedaba Zelinda, la mujer que alquilaba habitaciones de la que había hablado con mi madre antes de irme. Zelinda era amiga mía y, además, su casa estaba cerca. Por eso decidí acudir a ella.

Vivía en una casa amarilla que daba, entre otros caserones parecidos, a la plaza de la Estación. Esta casa de Zelinda se distinguía, entre otros particulares, por tener una escalera sumergida, incluso en pleno día, en una oscuridad casi impenetrable. No había ascensor y no tenía ventanas. Se subía casi a oscuras tropezando continuamente con sombras de personas que bajaban cogidas al mismo pasamanos. Un olor intenso de cocina impregnaba siempre el aire, pero era como de una cocina que se hubiese apagado hacía años y cuyos perfumes hubieran tenido todo el tiempo posible para descomponerse en aquel aire helado y tenebroso. Subí, casi sin responderme las piernas y con el corazón dominado por una fuerte náusea, aquella misma escalera que otras veces había subido seguida de cerca por algún amante impaciente. A Zelinda, que acudió a abrirme, le dije:

—Necesito un cuarto para esta noche.

La Zelinda era una mujer corpulenta, sólo madura tal vez, pero envejecida prematuramente por la gordura. Enferma de gota, con las mejillas cubiertas de manchas enfermizas y rojas, los ojos azules, empañados y lacrimosos y los pocos cabellos rubios siempre en desorden y caídos en mechones de estopa, pero en el rostro le quedaba aún no sé qué gracia afectuosa, como queda un reflejo de sol en el agua de un charco a la hora del crepúsculo.

—Tengo una habitación —dijo—. ¿Estás sola?

—Sí, sola.

Entré, cerró la puerta y me precedió balanceándose, baja y ancha, envuelta en una vieja bata, con el moño medio suelto y las horquillas sueltas, colgándole todo sobre la espalda. El cuarto era oscuro y frío como la escalera. Pero el olor a cocina era reciente, como de buenas y limpias viandas en plena cocción.

—Estaba preparando la cena —explicó volviéndose y sonriendo.

Aquella Zelinda, que alquilaba habitaciones por horas, me quería y aún no sé por qué. A veces, después de mis habituales visitas, me retenía para charlar y me ofrecía pasteles y licores. Era núbil y nadie debía de haberla amado nunca, pues desde su juventud era deforme por la gordura. La virginidad se le adivinaba en su timidez, en su curiosidad y en la torpeza con que se informaba de mis amores. Carente de envidia y de malicia, creo que debía de lamentar para sus adentros no haber hecho nunca lo que veía hacer en sus habitaciones y que en su oficio de alquilar alcobas había que ver, más que el simple interés crematístico, un deseo quizás inconsciente de no sentirse del todo excluida del paraíso prohibido de las relaciones amorosas.

Al final del pasillo había dos puertas que yo conocía bien. Zelinda abrió la de la izquierda y me precedió en la habitación. Encendió la luz, una lámpara de tres brazos con tulipanes de vidrio, y fue a cerrar los postigos. La estancia era grande y limpia. Pero la limpieza parecía realzar de un modo despiadado la vejez y la pobreza de las cosas: los rasgones de las alfombras, los remiendos de la colcha de algodón, las manchas herrumbrosas de los espejos, los desconchados de la jarra y la palangana. Vino hacia mí y me preguntó, mirándome con atención:

—¿No te encuentras bien?

—Me siento muy bien.

—Pero ¿por qué no duermes en tu casa?

—No tenía ganas.

—Vamos a ver si adivino —dijo con aire astuto y afectuoso—. Tienes algún disgusto... Esperabas a alguien que no ha venido.

—Puede ser.

—Y veamos si tengo razón... Ese alguien debe ser aquel oficial moreno con quien viniste la última vez.

No era la primera vez que Zelinda me hacía esas preguntas. Respondí al azar, con la garganta apretada por la angustia:

—Tienes razón... ¿Y qué?

—Nada... Pero ya ves como te comprendo en seguida... A la primera mirada he adivinado lo que te sucedía... Pero no debes ponerte así... Si no ha venido será por algún motivo... Los militares, ya se sabe, no son libres...

No dije nada. Ella me miró un momento. Después, con un gesto vacilante, afectuoso y lisonjero:

—¿Quieres cenar conmigo? Hay una buena cena.

—No, gracias —contesté en seguida—. Ya he comido.

Volvió a mirarme y me dio, a manera de caricia, un golpecito en una mejilla. Y con la expresión prometedora y misteriosa de ciertas viejas tías cuando hablan a algún sobrino jovenzuelo:

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