La Romana (4 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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Quería impresionarme con la carrera, pero yo estaba preocupada sobre todo porque tenía que ir a posar y temía que por cualquier accidente el coche hubiera de detenerse en pleno campo. De pronto, frenó, de golpe, paró el motor y se volvió hacia mí.

—¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho —contesté.

—Dieciocho... Creí que tenía más.

Realmente su voz era amanerada y, a veces, para subrayar alguna palabra, bajaba de tono, como si hablara consigo mismo o estuviera confiando un secreto.

—¿Y cómo se llama...?

—Adriana. ¿Y usted?

—Gino.

—¿Y a qué se dedica? —pregunté.

—Soy comerciante —repuso sin vacilar.

—¿Y es suyo este coche?

Miró el coche con una especie de desdén y declaró:

—Sí, es mío.

—No lo creo —repliqué con franqueza.

—No lo cree... ¡Vaya! —repitió sin alterarse, bajando la voz, con un tono asombrado y burlón—. ¡Vaya...!

—¿Y por qué?

—Usted es el chofer.

Demostró aún más su irónico asombro:

—Realmente, me dice usted cosas extraordinarias... Mira, mira, mira... El chofer... ¿Y qué se lo hace pensar?

—Sus manos.

Se miró las manos, sin enrojecer ni confundirse; y dijo:

—Bueno, no puede ocultársele nada a la señorita... ¡Qué mirada tan penetrante! Es verdad, soy el chofer... ¿Y qué? ¿Está bien así?

—No, no está bien —repliqué con dureza—. Y le ruego que me lleve inmediatamente a la ciudad.

—Pero si estaba bromeando... ¿O es que ya no puede uno ni bromear?

—No me gustan esas bromas.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué mal carácter! Y yo que pensaba: «Es posible que esta señorita sea alguna princesa. Si llega a descubrir que yo soy sólo un pobre chofer, no vuelve a mirarme a la cara... Bueno, digámosle que soy un comerciante.»

Estas palabras eran muy astutas porque me halagaban y, al mismo tiempo, me daban a entender sus sentimientos para conmigo. Por otra parte, las pronunció con una gracia tan fatua que acabó conquistándome. Respondí:

—No soy una princesa... Hago de modelo para vivir como usted hace de chofer.

—¿Qué es eso de que hace de modelo?

—Voy a los estudios de los pintores, me desnudo y los pintores pintan o dibujan mi cuerpo.

—¿Y usted tiene madre? —preguntó con énfasis.

—Claro... ¿Por qué?

—¿Y su madre le permite ponerse desnuda delante de unos hombres?

Nunca había pensado que en mi oficio hubiera algo malo, como efectivamente no lo había, pero me gustaba que aquel hombre tuviera aquellos sentimientos que denotaban seriedad y sentido moral. Como ya he dicho, yo deseaba una vida normal, y él, en su falsedad, había intuido perfectamente (aun ahora ignoro cómo pudo comprenderlo) qué cosas debía decirme y cuáles debía callarse. No pude por menos de pensar que cualquier otro se hubiera burlado de mí o hubiese manifestado no sé qué excitación a la idea de mi desnudez. Así, la primera idea que su mentira me había sugerido se me modificó sin darme cuenta y pensé que, al fin y al cabo, debía ser un buen muchacho, serio y honesto, precisamente como en mis sueños veía al hombre que deseaba como marido.

Le dije con sencillez:

—Pues es mi madre quien me ha conseguido este trabajo.

—Esto significa que no la quiere mucho.

—No —protesté—. Mi madre me quiere, pero también ella, de joven, hizo de modelo... Y, además, le aseguro que no hay nada malo en ello... Muchas otras como yo hacen el mismo oficio y son chicas serias.

Movió la cabeza, con un gesto como de imprecación y después, poniendo una mano en la mía, dijo:

—Sepa que me ha gustado mucho conocerla...

—A mí también —dije con ingenuidad.

En aquel momento experimenté una especie de impulso que me llevaba a él y casi esperé que me besara. Estoy segura de que si me hubiese besado, yo no habría protestado pero dijo con voz seria y protectora:

—Desde luego, si dependiera de mí usted no sería modelo.

Me sentí un poco víctima y experimenté un sentimiento de gratitud hacia él.

—Una chica como usted —siguió diciendo— debe estar en casa y si es necesario trabajar... pero un trabajo honesto, que no la ponga nunca en situación de sacrificar su propio honor... una chica como usted debe casarse, poner un hogar, tener hijos y estar con su marido.

Eran precisamente las cosas que pensaba yo y no sé decir lo contenta que estaba de que él pensara, o pareciera pensar, lo mismo.

—Tiene razón —dije—. Pero aun así no debe pensar mal de mi madre... Ha querido que fuera modelo porque me quiere bien.

—Pues nadie lo diría —repuso con una seriedad entre apiadada e indignada.

—Sí, me quiere bien. Usted no puede comprender ciertas cosas.

Seguimos hablando así, sentados tras el cristal del parabrisas en el coche parado en la carretera. Recuerdo que era mayo, con un aire suave y las sombras juguetonas de los plátanos sobre la carretera hasta perderse de vista. No pasaba nadie, excepto algún coche a gran velocidad, de vez en cuando; también estaba desierto el campo en derredor, verde y lleno de sol. Por último, Gino miró el reloj y dijo que iba a llevarme a la ciudad. En todo aquel tiempo no me había tocado más que una mano una vez. Yo había esperado que, por lo menos, intentara besarme, y me sentí al mismo tiempo desilusionada y satisfecha de su discreción. Desilusionada, porque me gustaba y no podía menos de mirar una y otra vez su boca roja y fina, y satisfecha, porque me confirmaba en la idea de que era un joven serio como yo deseaba que fuese.

Me acompañó hasta el estudio y me dijo que a partir de aquel día, si me encontraba a una hora determinada en la parada del tranvía, me acompañaría siempre, pues a aquella hora él no tenía nada que hacer. Acepté de buena gana, y aquel día las largas horas de pose me parecieron ligeras. Me parecía que mi vida había encontrado un centro y estaba contenta de poder pensar en él sin resentimiento ni remordimientos, como en una persona que además de gustarme físicamente poseía las cualidades de carácter que yo consideraba necesarias. No dije nada a mi madre porque temía, y con razón, que no consentiría que me ligara con un hombre pobre y de porvenir modesto.

La mañana siguiente, como me había prometido, pasó a recogerme y aquel día se limitó a acompañarme directamente al estudio. Los días siguientes, cuando el tiempo era bueno, me llevó algunas veces a algún paseo de los barrios suburbanos o a alguna calle apartada y poco frecuentada para hablar a su gusto conmigo, pero siempre de manera respetuosa y con frases honestas y serias, a propósito para gustarme. Yo era entonces muy sentimental y todo lo que supiera a bondad, a virtud, a moralidad o a afectos familiares me conmovía singularmente, incluso hasta provocar unas lágrimas que me brotaban con facilidad infundiéndome una sensación angustiosa y embriagadora a la vez de consuelo, de simpatía y de confianza.

Así, poco a poco, llegué a pensar que aquel hombre era perfecto. Y, en realidad, a veces me sorprendía pensando qué defectos podía tener. Era guapo, joven, inteligente, honesto, serio; no podía reprochársele el menor defecto. Estas reflexiones me asombraban, porque no todos los días se encuentra la perfección, y esto casi me asustaba. «¿Qué hombre es éste —me preguntaba a mí misma—, que por más que lo mire no revela una sola mancha, ninguna falta?» Verdaderamente, sin darme cuenta, me había enamorado de él. Y sabido es que el amor es una lente a través de la cual hasta un monstruo parece fascinante.

Estaba tan enamorada que el día que me besó por primera vez, en el mismo paseo de nuestra primera conversación, experimenté un sentimiento de alivio, como un paso naturalísimo de un deseo ya maduro a su primera satisfacción. Pero la irresistible espontaneidad con que nuestras bocas se encontraron me asustó un poco porque pensé que en lo sucesivo mis actos ya no dependían de mí, sino de aquella fuerza dulcísima y poderosa que con tanta urgencia me empujaba hacia él. Pero me sentí plenamente tranquila cuando al separarnos me dijo que ya debíamos considerarnos prometidos. También entonces tuve que pensar necesariamente que él había leído sin dificultad mis pensamientos más íntimos y había pronunciado exactamente las palabras oportunas. Desvaneció así el temor que me había producido el primer beso y durante todo el tiempo que estuvimos parados en la amplia calle, lo besé sin ninguna reserva, con una sensación de pleno, violento y legítimo abandono.

Desde entonces he dado y he recibido muchos besos, y Dios sabe que los he dado y los he recibido sin ninguna participación no sólo afectiva sino ni siquiera física, como se da y se recibe una moneda que ha pasado ya por mil manos, pero siempre recordaré aquel primer beso por su intensidad casi dolorosa en la que parecía desahogarse mi amor por Gino y la espera de toda mi vida. Recuerdo que experimenté una sensación como si a nuestro alrededor todo el mundo diera vueltas y el cielo estuviera a mis pies y la tierra sobre mi cabeza. En realidad, me había inclinado sólo un poco bajo su boca para prolongar el abrazo. Algo vivo y fresco chocaba y oprimía mis dientes y cuando los entreabrí noté que su lengua, tras haber acariciado tantas veces mi oído con la dulzura de sus palabras, ahora, penetrando en mi boca, me revelaba otra dulzura que yo no conocía. No sabía que pudiera besarse de aquella manera y durante mucho tiempo me quedé sin aliento y tan embriagada que, al fin, cuando nos separamos, me apoyé en el asiento con los ojos cerrados y la mente nublada como si estuviera a punto de perder el sentido.

Así, aquel día descubrí que en el mundo había otros goces además del de pasar una vida tranquila en el seno de una familia. Pero no pensé que aquellos goces excluirían en mi caso aquellos otros más normales a los que hasta entonces había aspirado y, después de la promesa que me había hecho Gino, me sentí segura de poder saborear en el porvenir ambos goces, sin pecado y sin remordimiento.

Estaba tan convencida de la rectitud y la legitimidad de mi conducta que, aquella misma noche, tal vez con excesivo ímpetu y complacencia, se lo conté todo a mi madre. La encontré cosiendo a máquina junto a la ventana, a la luz cegadora de una lámpara sin pantalla. Con la cara llameante, le dije:

—Mamá, me he prometido.

Vi que fruncía la cara en una mueca de contrariedad como quien siente resbalarle por la espalda un hilillo de agua helada.

—¿Y con quién?

—Con un joven que he conocido estos días.

—¿Y en qué trabaja?

—Es chofer.

Quería añadir algo más, pero no tuve tiempo. Mi madre detuvo la máquina, saltó de la silla y me agarró por el pelo.

—Te has prometido... y sin decirme nada... y con un chofer... ¡Pobre de mí, tú vas a ser mi muerte!

Y diciendo todas estas cosas, intentaba abofetearme. Yo me protegía con las manos cuanto me era posible y, por último, pude escapar, pero ella me persiguió. Di la vuelta a la mesa que estaba en el centro de la habitación y ella corrió detrás de mí chillando y desesperándose. Me asustaba mucho su rostro enjuto que se inclinaba hacia mí, con una especie de doloroso furor.

—¡Te mataré! —gritaba—. Esta vez te mataré.

Y parecía que a cada «te mataré» su frenesí aumentara y la amenaza se hiciese más efectiva. Yo me mantenía en la punta de la mesa y estaba atenta a sus gestos porque sabía que en aquellos momentos ella no reflexionaba en absoluto y era capaz, si no de matarme, sí de herirme con el primer objeto que le viniera a las manos. En efecto, en un momento determinado, blandió las grandes tijeras de costurera y apenas tuve tiempo de apartarme cuando las tijeras volaron por el aire y dieron en la pared. Ella se asustó de su propio gesto, y de pronto, se sentó a la mesa con la cabeza entre las manos y rompió en un llanto nervioso mezclado con toses, en el que parecía desahogarse más rabia que dolor.

Decía entre lágrimas:

—¡Y yo que había hecho tantos proyectos para ti, que ya te veía rica con tu belleza... ahora te prometes a un muerto de hambre!

—Pero no es un muerto de hambre —interrumpí tímidamente.

—¡Un chofer! —repitió moviendo los hombros—. ¡Un chofer!

Eres una desgraciada y acabarás como yo.

Dijo estas palabras despacio, como saboreando su amargura. Y al cabo de un rato añadió:

—Te casarás, tendrás que ser su criada, y ser la criada de tus hijos... Ahí tienes cómo acabará todo.

—Nos casaremos cuando tenga bastante dinero para comprarse un coche —dije anunciando uno de los proyectos de Gino.

—Haz lo que quieras, pero no me lo traigas aquí —gritó de pronto, levantando el rostro lleno de lágrimas—. No me lo traigas... no quiero verlo... haz lo que quieras, cítalo fuera... pero no me lo traigas aquí.

Aquella noche me fui a la cama sin cenar, muy triste y desolada. Pero me daba cuenta de que mi madre se comportaba de aquel modo porque me quería y había hecho para mi porvenir no sé qué proyectos y que mi noviazgo con Gino la desconcertaba. Más tarde, aun cuando supe cuáles eran aquellos proyectos, no tuve el valor de condenar a mi madre. A cambio de su vida honesta y laboriosa no había recibido más que amarguras, penalidades y miseria. ¿Qué podía extrañar que deseara para su hija una vida opuesta a la suya?

Debo añadir que, tal vez, más bien que unos planes propiamente dichos, debía de tratarse de unos sueños vagos y relumbrantes que, precisamente por esa vaguedad y ese relumbrón, podían ser acariciados sin demasiado remordimiento. Pero esto no deja de ser una suposición, y quizá mi madre, en el viejo extravío de su conciencia, había decidido realmente dirigirme un día hacia aquel camino que más tarde debía yo, fatalmente, emprender sola. Si digo estas cosas no es por rencor contra mi madre, sino porque todavía hoy tengo mis dudas acerca de lo que ella pensaba entonces y porque sé por experiencia que pueden sentirse y pensarse al mismo tiempo las cosas más diversas sin notar su contradicción y escoger una de ellas con preferencia a las demás.

Ella había jurado que no quería ver a Gino y por algún tiempo respeté su juramento. Pero Gino, después de los primeros besos, parecía ansioso de ponerse en regla, como él decía, y cada día insistía para que lo presentara a mi madre. Yo no me atrevía a decirle que mi madre no quería verlo porque consideraba demasiado humilde su profesión, y así, con diversas excusas, intentaba aplazar el encuentro. Por último, Gino comprendió que yo le ocultaba algo y tanto insistió que me vi obligada a revelarle la verdad:

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