Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
—Las huestes de otros tiempos, si algo les provocaba pavor —empezó a decir Osama haciendo gala de sus conocimientos castrenses—, huían en desbandada tirando las armas y dejando a sus jefes abandonados a su suerte; eso aunque el adversario fuese inferior en número o fuesen venciendo claramente en la contienda. Ahora los soldados estamos curados de espanto, pero en la antigüedad la sorpresa era un factor ciertamente desequilibrante, sobre todo en tropas poco entrenadas y procedentes de entornos campesinos.
—Estoy de acuerdo con esa tesis —admitió John—, supongamos por un momento que el Arca podía muy bien producir un gran terror, sobre todo en soldados que fuesen cogidos desprevenidos, hasta hacerles abandonar su puesto en la formación. ¿No?
—Exacto —declaró el teniente—, mantener las filas alineadas era vital si se quería ganar cualquier batalla antigua, el desorden era sinónimo de derrota.
John miró a Alí y Marie que, aunque no decían nada, parecían seguir atentamente el desarrollo de la discusión entre el detective y el militar.
—Entonces nos queda saber cómo se infundía ese terror, ese pánico, porque no creo que ver a dos o cuatro hombres con un arcón a cuestas fuese suficiente para ahuyentar a los supuestamente bregados combatientes —manifestó el inglés.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó Marie con algo de sorna porque estaba totalmente segura que John ya tenía preparada alguna hipótesis de antemano.
—Meras suposiciones —reconoció—. Os voy a leer otro par de fragmentos y huelga decir ya de dónde los he sacado.
John cogió de nuevo entre las manos el mismo trozo de papel que había usado antes y donde había apuntado apresuradamente numerosos versículos de la Biblia.
El día que se erigió el tabernáculo, la nube cubrió el tabernáculo, la tienda del testimonio, y desde la tarde hasta la mañana estuvo sobre el tabernáculo como un fuego. Y así era diariamente: la nube lo cubría [de día], y de noche parecía como de fuego. Cada vez que la nube se alzaba de encima del tabernáculo, los hijos de Israel poníanse en marcha; y en el lugar donde se paraba la nube, allí acampaban los hijos de Israel.
(Núm 9, 15-17)
Han sabido que tú, Yahvéh, estás en medio de este pueblo, al que te manifiestas cara a cara; que tú eres Yahvéh, cuya nube se posa encima de ellos, que tú vas delante de ellos, de día en columna de nube y de noche en columna de fuego.
(Núm 14, 14)
John dejó caer el arrugado papel de sus manos. De nuevo el silencio se hizo patente.
—Esta nube —dijo rompiéndolo la pausa— que salía del Arca y acompañaba a los hebreos como muestra fehaciente de que su dios estaba con ellos, bien podría haber causado un efecto de alarma y espanto entre gentes no acostumbradas a presenciar semejante fenómeno sobrenatural.
—Es una explicación bastante plausible —admitió Marie.
—¿Crees que los sacerdotes eran capaces de provocar esa nube? —preguntó Alí. —Sí, creo que eran capaces de eso y de mucho más —contestó el inglés lanzando un suspiro.
—¿A qué te refieres? —interpeló de nuevo el egipcio.
—Bueno… —John titubeó por un momento—, aparte de que la Biblia cuenta cómo con el Arca a cuestas se podían cruzar caudalosos ríos a pie enjuto y cómo se podían derrumbar murallas de ciudades fortificadas…
—¡Podían derrumbar murallas! —exclamó Osama interrumpiendo el hilo de pensamientos de John.
—Sí —reconoció John si bien no quería tocar ese espinoso tema—, pero no sé cómo lo lograban, parece que se ponían a dar vueltas con el Arca alrededor de los muros y éstos se desplomaban por su propio peso al cabo de pocos días y al clamor de las trompetas.
—Pues sí que era poderosa el Arca —supuso Osama que nunca había oído referir semejantes hazañas.
—Eso parece, pero lo que yo quiero hacer notar —dijo el inglés volviendo a retomar su argumento original—, es que aparte del pánico que pudiese provocar una inesperada y densa nube de humo, podría haber algo más, algo notoriamente más peligroso para los soldados enemigos, algo que de verdad les hiciese necesaria la huida si no querían morir.
Marie perdió la paciencia, el café le había reconfortado bastante y casi había olvidado el cansancio del ajetreado día, pero no sabía cuándo iba a ser definitivamente doblegada por el sueño. Aunque seguía atentamente las ilaciones de John, se notaba que estaba un poco espesa, sin ánimo para ejercer el derecho de réplica brioso y contundente que acostumbraba. Quería, en suma, que John abreviase, aunque reconocía que el inglés no tenía toda la culpa, que era Osama quien le entretenía con sus continuas interrupciones.
Marie olvidó los primeros propósitos de calma y autocontención que se había autoimpuesto al principio de la conversación.
—¡Venga John, suéltalo ya! —soltó en forma de exabrupto.
El inglés no hizo mucho caso de la inconveniencia, como hacemos con las salidas de tono de los amigos con los que tenemos gran confianza, pero Alí miró alarmado por un segundo a la francesa, no le gustaban nada esas familiaridades, aunque fuese entre conocidos colegas.
—Está bien, está bien, ya voy —dijo como disculpándose con Marie por su tardanza.
Hizo una pausa para dar adecuado empaque a sus palabras.
—Opino que en el Arca, o en esa nube producida por ella, había algo tóxico o venenoso que podía causar alguna grave enfermedad, o directamente la muerte, a quien entrase en contacto con ella sin estar autorizado o debidamente inmunizado.
Osama se quedó petrificado, no podía creerlo: ¡El Arca era un arma química o bacteriológica! ¡Era un ingenio que lanzaban los judíos contra los enemigos para acabar con ellos! Porque desde luego, él, musulmán aunque poco practicante, no podía pensar que realmente era el propio Dios quien se tomaba personalmente la molestia de ayudar a los israelitas a resolver sus perennes problemas con sus vecinos.
La voz monocorde de John interrumpió la rápida cadena de pensamientos del militar. El inglés había empezado a recitar más fragmentos de las Sagradas Escrituras de judíos, ortodoxos, católicos, protestantes y anglicanos, entre otros.
Al llegar a la era de Nakón, tendió Uzzá la mano hacia el Arca de Dios para sostenerla, porque los bueyes casi la volcaban. Entonces la ira de Yahvéh se encendió contra Uzzá y Dios lo mató por aquella falta. Allí mismo murió junto al Arca de Dios.
(2Sam 6, 6-7)
Pero los hijos de Yekonyá no se alegraron con las gentes de Bet-Sémes cuando vieron el Arca de Yahvéh, por lo que hirió Yahvéh a setenta hombres de entre ellos. El pueblo hizo duelo, por haber herido Yahvéh al pueblo con tan gran castigo.
(1Sam 6, 19)
—Estos fragmentos —comentó el inglés—, aunque sé que alguno me puede criticar que los saco de contexto, muestran que sólo con tocar el Arca, o con mirarla, se podía alcanzar la muerte de manera fulminante. Normalmente sólo los levitas, y no todos, podían transportar y manipular el santificado objeto, así que había algo que la protegía de impuros contactos.
—Realmente John —expresó Marie aparentando neutralidad—, no me parece que tengas unas pruebas muy sólidas, aunque la teoría que has montado para explicar las aseveraciones que hace Sheshonk en esos jeroglíficos reconozco que está bastante bien construida, a mí no se me ocurre otra mejor.
—A mí tampoco —reconoció Alí.
—Si no soy más convincente es porque tal vez haya escogido mal los pasajes, como ya he dicho no me ha dado mucho tiempo a recorrer las Escrituras exhaustivamente; pero, creedme, lo que puedo recordar de la época en la que leí la Biblia es que el Arca es un artefacto de poder tal que si no fuese porque es divino sería descaradamente diabólico.
Osama no decía nada, pero sus ojos enardecidos y la fija mirada que hincaba en John denotaban que a él sí le habían convencido los argumentos del inglés. Se le veía claramente turbado, como cuando le cuentan a un niño un cuento de excesivo terror.
John, que por su posición en la mesa no podía reparar en el semblante del militar si no giraba la cara, siguió escudriñando en su memoria.
—Recuerdo también que los filisteos, un pueblo asentado en Cisjordania, lo que es hoy la franja de Gaza, y enemigo acérrimo de los israelíes desde tiempos remotos, en una ocasión lograron arrebatar el Arca a los hebreos.
—¿Y qué paso?
—Pasó que tuvieron que devolverla al cabo de poco tiempo, a todo el que entraba en contacto con el Arca le brotaban inmediatamente extraños tumores por todo el cuerpo hasta que moría irremisiblemente. Los filisteos devolvieron el receptáculo de Yahvéh espantados. Si queréis puedo buscar el pasaje exacto…
—No, no te molestes John, no hace falta —se apresuró a rogar Marie.
—¿No estarás sugiriendo que el Arca era radiactiva? —propuso Alí mucho más embutido en la conversación que su compañera francesa y sin ningún miedo a exteriorizar especulaciones que llegasen hasta las últimas consecuencias.
—No, eso sería imposible, a no ser que dentro hubiese algún meteorito.
John pensó un poco mejor lo que acababa de decir.
—Y ni aun así —corrigió—, los efectos de la radiación no se sentirían tan rápidamente como se nos cuenta en la Biblia.
Osama había empezado a sudar y eso que la noche era tan fría como todas las que ya habían pasado en el desierto. Se sacó un pañuelo para limpiarse disimuladamente las gotas que ya se deslizaban por su frente.
—Entonces… —requirió impaciente Marie para que John lo soltara de una vez, fuese lo que fuese lo que estaba pensando.
—Bueno —certificó el agente de Scotland Yard—, creo que la declaración de Sheshonk nos proporciona las señales suficientes como para seguir otra conjetura cronológica y sociológicamente más acorde con aquellos lejanos días.
Todos recogieron de la mesa los papeles con la ya olvidada traducción de las palabras del faraón que les había pasado amablemente el inglés. Empezaron a rebuscar algún párrafo que les adelantase alguna suposición.
Si bien a Marie no le hizo falta hacerlo, sólo con mirar la sonrisa que John dibujaba en su cara mientras la miraba fijamente, satisfecho, aunque con evidentes esfuerzos por intentar conducirse de manera más circunspecta, supo cuál sería su próxima parada.
—¡La magia! —gritó Marie dándose una palmada en el muslo y sin poder evitar un espléndido mohín, entre divertido y enfadado, dirigido al inglés.
—Como ya he dicho en alguna ocasión —declaró John—, en los tiempos primigenios magia y religión iban inextricablemente unidas, pero hay una cosa que nos sirve para distinguir a ambas.
—¿Las túnicas de los oficiantes? —preguntó Marie un tanto desconsideradamente.
—Ambas eran ramas de la misma disciplina, la que buscaba manipular la naturaleza para que ésta se plegase a las ambiciones y pretensiones del hombre — dijo John haciendo oídos sordos a la burla de Marie—; pero, si la magia usaba conjuros y fórmulas directas y concretas para obligar a los dioses a cumplir con los deseos del mago, la religión solamente esperaba convencer a la divinidad mediante las plegarias y rezos de sus sacerdotes.
—No veo muy bien la diferencia que pregonas —farfulló Marie.
La francesa no podía evitar perder la calma en cuanto el tema de la magia aparecía en escena, y eso a pesar de que se había propuesto ser más comprensiva habida cuenta de las manifiestas afirmaciones de Sheshonk que, por mucho que las racionalizase su compañero, para ella eran fruto de la más pura superstición e ignorancia.
Como siempre, John no se sintió ofendido por las perennes interrupciones de Marie e intentó contestarla con la paciencia infinita de los tímidos.
—Los magos pensaban que podían dominar a Dios, los sacerdotes solamente aspiraban a persuadirlo —resumió el detective.
—Ya lo entiendo, los hechiceros creían poder variar el curso de los acontecimientos, controlar la naturaleza, someterla, haciendo uso exclusivamente de sus propios saberes y poderes mágicos —propuso Alí saliendo en ayuda del inglés antes que Marie lanzase su siguiente invectiva.
—Sí, algo así —avaló John—. Con la magia el hombre dependía de sus propias fuerzas, de su propia inteligencia para hacer frente a las dificultades y peligros que le amenazan a cada paso que daba; con la religión estas dificultades estaban en manos de seres superiores, divinos y sobrehumanos, contra los que nada podía hacer el ínfimo poder del hombre, que se tenía que conformar únicamente con suplicar a estos entes para que no le hicieran ningún daño ni le causasen ningún problema. Pero, ya he dicho que estas dos facetas estaban antes muy mezcladas, los sacerdotes eran magos y los magos sacerdotes, igual que les rezaban también trataban de engañar y encadenar a los dioses. Sólo posteriormente se separaron ambas ramas.
—¿Cómo se separaron? —martilleó Marie intentando pillar a John en alguna contradicción.
—Bueno —dijo el inglés—, las religiones mayoritarias de todo el mundo son totalmente dóciles y sumisas con respecto a la voluntad de Dios, actualmente están exentas de toda magia, de todo intento de cambiar el orden natural establecido por la divinidad, todo está bien porque así lo quiere Dios.
—Así que la magia ha desaparecido completamente y al final ha ganado la religión —supuso Alí.
—¡No, qué va! —exclamó John alzando las manos sobre su cabeza—. La magia se ha trasformado, pero sigue entre nosotros, ahora se la conoce con otro nombre.
John se calló esperando la pregunta.
—¿Qué nombre? —dijo alguien.
—La ciencia —contestó.
Los ojos de Marie empezaron a lanzar chispas que no llegaban a tocar a John porque éste las esquivaba hábilmente mirando hacia otro lado. Lástima que no pudo sortear también sus diatribas.
—¡Pero de qué estás hablando ahora John! ¡Nos estamos yendo del tema! ¡A qué vienen ahora esas absurdas teorías!
—No te enfades —intentó tranquilizarla el inglés—, tan solo trataba de haceros ver que los sueños de la magia, en cuanto a intentar manipular el orden material y conseguir cosas que estaban reservadas a los dioses, son ahora certeras realidades en la ciencia moderna.
—¡Venga ya, estás desvariando! —zanjó Marie.
Alí no comprendía por qué la francesa se mostraba tan abiertamente hostil con John, aunque había algo raro en esa hostilidad, algo que la desmontaba, que no daba miedo, como una pistola sin balas, o un cohete con la pólvora mojada.
Hacía ya un rato que el conservador del Museo de El Cairo intentaba intercambiar alguna mirada con su compatriota, pero el teniente no podía quitarse de la cabeza la afirmación de que el Arca era un arma poderosa. Esperaba que los científicos le diesen más datos, pero no se atrevía a intervenir en unas especulaciones filosóficas en las que no terminaba de penetrar.