La reina de los condenados (22 page)

BOOK: La reina de los condenados
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La pareja se quedó paralizada. Luego, de improviso, uno se levantó de la mesa y ambos soltaron un espontáneo grito horroroso. El fuego lo cegó como cegó a los mortales que lo empujaban en su súbita estampida hacia la calle. Los bebedores de sangre ardían en llamas, morían atrapados en una escalofriante danza de brazos y piernas retorcidos. La misma casa estaba en llamas, las vigas humeaban, las botellas de cristal explotaban, y chispas anaranjadas se disparaban hacia el cielo nocturno.

¿Lo había hecho él? ¿Era la muerte para los demás, tanto si era su voluntad como si no?

Lágrimas sanguinolentas se precipitaron por su rostro blanco y cayeron al pecho de su camisa almidonada. Levantó un brazo y, con la capa, se cubrió el rostro. Era un gesto de respeto por el horror que tenía lugar ante él, por los bebedores de sangre muriendo en el interior.

No, no podía haberlo hecho él, no podía. Dejó que los mortales lo empujaran, que lo apartaran del camino. Las sirenas hirieron sus oídos. Parpadeó intentando ver a pesar de las luces relampagueantes.

Y luego, en un momento de brusca comprensión, supo que no lo había hecho él. ¡Porque vio al ser que lo había hecho! Allí estaba, envuelta en una capa de lana gris y medio oculta en un callejón oscuro, en silencio, observándolo.

Y cuando sus ojos se encontraron, ella susurró suavemente su nombre:

—Khayman, mi Khayman…

Le quedó la mente en blanco. Completamente vacía. Fue como si una luz blanca hubiera descendido sobre él, quemando todos los detalles. Durante un sereno momento, no sintió nada. No oyó el rugido del fuego arrasador, nada de los que aún lo empujaban en su precipitada carrera.

Simplemente contemplaba aquel ser, aquel bellísimo y delicado ser, exquisito como siempre había sido. Un horror insoportable lo dominó. Lo recordó todo, todo lo que había visto, sido, sabido.

Los siglos se abrieron ante él. Los milenios se extendieron, remontándose hasta el mismo principio.
Primera Generación.
Lo sabía todo. Temblaba, lloraba. Se oyó a sí mismo decir con todo el rencor de una acusación:

— ¡Vos!

De súbito, en un gran relámpago fulminante sintió la plena fuerza del auténtico poder de ella. El calor lo fustigó en el pecho, y sintió que retrocedía y se tambaleaba.

«¿Vosotros, dioses, también me mataréis, a mí?» Pero ella no podía oír sus pensamientos. El estaba aplastado contra una pared encalada. Un agudísimo dolor se concentró en su cabeza.

Sin embargo, ¡continuaba viendo, sintiendo, pensando! Y los latidos de su corazón eran tan regulares como siempre. ¡No estaba ardiendo!

Y luego, con repentino cálculo, reunió todas sus fuerzas y contraatacó aquella energía invisible disparando violentamente la suya propia.

—¡Ah, de nuevo es malevolencia, mi soberana! —gritó en la antigua lengua. ¡Qué humana había sonado su voz!

Pero todo había terminado. El callejón estaba vacío. Ella había desaparecido.

O, con más exactitud, había emprendido el vuelo, subiendo arriba en vertical, igual que él mismo hacía a menudo, y tan deprisa que la vista no la pudo seguir. Sí, percibió que aquella presencia se alejaba. Levantó la cabeza y la localizó sin esfuerzo: un minúsculo punto, que se desplazaba hacia el poniente por encima de las pálidas nubes.

Sonidos ásperos lo sorprendieron: sirenas, voces, el estrépito de las últimas vigas que caían en la casa incendiada. La estrecha callejuela estaba abarrotada de gente; la ululante música del resto de las tabernas no se había parado. Se retiró, se alejó del lugar, llorando, dedicando una última mirada al dominio de los bebedores de sangre, muertos. ¡Ah, cuántos miles de años, imposibles de contar, y sin embargo continuaba la misma guerra!

Deambuló durante horas por las oscuras calles retiradas.

El silencio se apoderaba de Atenas. La gente dormía detrás de paredes de madera. La calzada relucía en la niebla, que se hizo tan espesa como la lluvia. Su historia era como el caparazón de un caracol gigante, una espiral inmensa en sus hombros, aplastándolo contra la tierra con su peso imposible.

Subió a una colina y entró en el fresco y lujoso bar de un gran hotel de acero y cristal. El lugar era blanco y negro, como él, con su pista de baile a cuadros blancos y negros, sus mesas negras, sus sofás de piel negra.

Pasó inadvertido y se sentó en un sofá en la parpadeante semioscuridad y dio rienda suelta a las lágrimas. Lloró como un tonto, con la frente apoyada en el brazo.

La locura no lo alcanzaba; tampoco el olvido. Vagaba por los siglos, volviendo a visitar los lugares que había conocido con tierna intimidad. Lloraba por todos los que había conocido y amado.

Pero lo que lo hería por encima de todo era la implacable sensación de asfixia del principio, del auténtico principio, antes incluso del lejano día en que se había tendido en su casa junto al Nilo, en la quietud del mediodía, sabiendo que por la noche tendría que ir al palacio.

El auténtico principio había tenido lugar un año antes, cuando el Rey le había dicho: «De no ser por el amor que profeso a mi Reina, tomaría placer en esas dos mujeres. Demostraría que no son brujas de temer. Tú lo harás en mi lugar.»

Era tan real como el momento presente; la inquieta Corte reunida, mirando; hombres y mujeres de ojos negros, con preciosas túnicas de lino, y pelo negro de peinado elaborado; unos rondando tras las columnas esculpidas; otros, orgullosamente cerca del trono. Y las gemelas pelirrojas ante él, las bellas prisioneras que había llegado a amar en su cautiverio. «No puedo hacerlo.» Pero lo había hecho. Mientras la Corte y la Reina aguardaban, el Rey le colocaba su collar con el medallón de oro, para actuar en su nombre. Y había descendido los peldaños del estrado, mientras las gemelas lo miraban fijamente, y las había ultrajado, una tras otra.

Seguro que aquel dolor no podía durar eternamente.

Se habría hundido hasta el seno de la Tierra, si hubiese tenido fuerza para ello. Bendita ignorancia, cómo la deseaba. Ve a Delfos, vaga por la alta y dulcemente perfumada hierba verde. Coge las diminutas flores silvestres. ¡Ah!, ¿se abrirían para él, como por la luz del sol, si las sostenía bajo la lámpara?

Pero ahora no quería olvidarlo de ningún modo. Algo había cambiado; algo hacía que aquel momento presente no tuviese igual. ¡Ella se había levantado de su largo sueño! ¡La había visto con sus ojos en una calle de Atenas! El pasado y el presente se habían fundido en un solo momento.

Mientras se secaban sus lágrimas, se inclinó pensativo hacia atrás en el sofá.

Jóvenes que bailaban se retorcían en el tablero de ajedrez iluminado ante él. Las mujeres le sonreían. ¿Era para ellas un bello Pierrot de porcelana, con su rostro blanco y mejillas ligeramente rosadas? Levantó los ojos a la palpitante y resplandeciente pantalla de vídeo, situada en lo alto de la sala. Sus pensamientos se fortalecían como sus poderes físicos.

Esto tenía lugar en el mes de octubre, en los últimos años del siglo veinte después del nacimiento de Cristo. ¡Y sólo unas pocas noches atrás, había visto a las gemelas en sueños! No. No había retirada. Para él la verdadera agonía acababa de empezar; pero no importaba. Estaba más vivo que nunca.

Despacio, frotó su cara con un pequeño pañuelo de hilo. Se limpió los dedos en la copa de vino que tenía ante él, como si los fuera a consagrar. Y volvió a mirar a la alta pantalla de vídeo donde El Vampiro Lestat cantaba su trágica canción.

Demonio de ojos azules, de pelo amarillo flotando en torno a su cabeza, de poderosos brazos y pecho joven. Irregulares pero elegantes sus movimientos, labios seductores, voz llena de dolor calculadamente modulado.

«Y todo este tiempo me lo has estado contando, ¿no? ¡Llamándome! ¡Invocando mi nombre!»

La imagen del vídeo parecía estar devolviéndole la mirada, parecía responderle, cantar para él, cuando evidentemente no podía verlo en absoluto.
¡Los Que Deben Ser Guardados! Mi Rey y mi Reina.
Pero escuchaba con toda atención cada sílaba articulada con perfecta precisión, articulada por encima del estrépito de las trompetas y de la palpitante batería.

Sólo cuando el sonido y la imagen se desvanecieron, se levantó y salió del bar. Y echó a andar; a ciegas recorrió los pasillos del hotel y penetró en la oscuridad del exterior.

Oyó voces que lo llamaban, voces de bebedores de sangre del mundo entero, haciendo señales. Voces que siempre habían estado allí. Hablaban de calamidades, de reunirse para prevenir un desastre horripilante. «La Madre anda.» Hablaban de los sueños de las gemelas como si no los comprendieran. ¡Y él había sido sordo y ciego a todo aquello!

—¡Qué poco comprendes, Lestat! —murmuró.

Subió a un promontorio oscuro y contempló la Alta Ciudad de los templos, muy a lo lejos, mármol blanco roto brillando bajo las débiles estrellas.

—¡Maldita seáis, mi soberana! —murmuró—. ¡Maldita seáis en el infierno por todo lo que nos hicisteis a todos! —«Y pensar que, aún en este mundo de acero y gasolina, de estruendosas sinfonías electrónicas y silenciosos y centelleantes circuitos de ordenadores, continuamos errando.»

Pero le vino a la memoria otra maldición, mucho más grave que la que había pronunciado. Se le había ocurrido un año después del atroz momento en que había violado a las dos mujeres: una maldición clamada en el patio del palacio, bajo un cielo nocturno tan distante como indiferente.

—Pongo a los espíritus por testigos, porque ellos saben el futuro (tanto de lo que puede ser como de lo que seré yo): ¡Sois la Reina de los Condenados! El mal es vuestro único destino. Pero, en vuestra hora más grandiosa, seré yo quien os derrote. Mirad bien mi rostro. Seré yo quien os aplaste.

¿Cuántas veces, durante aquellos primeros siglos, había recordado aquellas palabras? ¿En cuántos lugares del desierto, de las montañas, de los fértiles valles, había buscado a las dos hermanas pelirrojas? Entre los beduinos que les habían dado cobijo, entre los cazadores que aún vestían pieles y entre la gente de Jericó, la ciudad más antigua del mundo. Ya eran una leyenda.

Y la bendita locura había descendido; él había perdido todo conocimiento, rencor, dolor. Era Khayman; se había llenado de amor por todo lo que veía en su entorno, un ser que entendía la palabra «alegría».

¡Ah, qué pensamiento más brillante y más sobrecogedor, que se reunieran los de la Primera Generación, que la Primera Generación conociera finalmente la victoria!

Pero, con una sonrisa amarga, pensó en la humana sed de heroísmo de El Vampiro Lestat. «Sí, hermano mío, perdona mi burla. Yo también las quiero; la bondad, la gloria. Pero probablemente no hay destino ni redención. Sólo hay lo que contemplo ante mí desde este antiguo y embrutecido paisaje: sólo nacimiento y muerte, y horrores que nos aguardan a todos.»

Echó un último vistazo a la ciudad dormida, al feísimo y asqueado lugar moderno donde le había satisfecho tanto deambular por incontables viejas tumbas.

Y luego se elevó, llegando en segundos a las más altas nubes. Ahora pondría su magnífico don a la más grande prueba; ¡y cómo amaba la súbita sensación de tener un objetivo, por más ilusorio que fuera! Viajó hacia el poniente, hacia El Vampiro Lestat y hacia las voces que suplicaban por comprender el sueño de las gemelas. Emprendió el viaje hacia el oeste, como ella había hecho antes que él.

Su capa se extendió como si de unas alas tersas y brillantes se tratara, y el delicioso aire frío lo azotó y lo hizo reír, como si por un momento volviera a ser el tontucio feliz de siempre.

6. LA HISTORIA DE JESSE, LA GRAN FAMILIA Y LA TALAMASCA

i.

Los muertos no comparten.

Aunque extienden su mano hacia nosotros

desde la tumba

(juro que lo hacen),

no te tienden sus corazones.

Tienden sus cabezas,

la parte que mira.

STAN RICE

de «Su parte»

Cuerpo de trabajo
(1983)

ii.

Cubrid su rostro; me deslumbra; ha muerto joven.

JOHN WEBSTER

iii.

LA TALAMASCA

Investigadores de lo paranormal.

Observamos

y siempre estamos aquí.

Londres Ámsterdam Roma

Jesse gimoteaba en su sueño. Era una mujer delicada de treinta y cinco años, de largo y rizado pelo rojo. Yacía hundida  en un informe colchón de plumas, en una cama de madera que se mecía colgada del techo con cuatro cadenas oxidadas. En algún lugar de la inmensa casa laberíntica, un reloj dio la hora. Debía levantarse. Quedaban dos horas antes del concierto de El Vampiro Lestat. Pero ahora no podía dejar a las gemelas.

Aquello era nuevo para ella, aquella parte que se revelaba tan rápidamente, en especial en un sueño de confusión enloquecedora, como habían sido todos los sueños de las gemelas. Ahora sabía que las gemelas volvían a estar en el reino del desierto. La turba que las rodeaba era peligrosa. Y las gemelas, ¡qué aspecto tan diferente tenían, qué pálidas estaban! Quizás aquel brillo fosforescente fuera una ilusión, pero en realidad parecía que resplandecían en la semioscuridad, y sus movimientos eran lánguidos, como si estuvieran atrapadas en el ritmo de una danza. Mientras estaban abrazadas les lanzaban antorchas; pero mira, hay algo que está mal, muy mal. Una de ellas es ahora ciega.

Sus párpados estaban cerrados, con la tierna piel arrugada y hundida. Sí, le habían arrancado los ojos. Y la otra, ¿por qué hacía aquellos terribles sonidos? «Cálmate, no luches más», decía la ciega en el viejo lenguaje siempre comprensible de los sueños. Y de la otra gemela salió un gemido hórrido, gutural. No podía hablar. ¡Le habían cortado la lengua!

«No quiero ver nada más, quiero despertarme.» Pero los soldados se abrían camino a empujones por entre la masa, algo espantoso iba a ocurrir, y las gemelas se quedaron muy quietas. Los soldados las cogen, y las separan, a rastras.

«¡No las separéis! ¿No sabéis lo que significa para ellas? Apartad las antorchas. ¡No las queméis! No queméis su pelo rojo.»

La gemela ciega extendió las manos buscando a su hermana, chillando su nombre: «¡Mekare!» y Mekare, la muda, la que no podía responder, rugió como una bestia herida.

La muchedumbre abría un corredor, haciendo un paso para dos inmensos ataúdes de piedra, cada uno transportado en unas grandes y pesadas andas. Los sarcófagos eran toscos; pero las tapas tenían la forma aproximada de cuerpos humanos, de rostros humanos, de miembros humanos. «¿Qué han hecho las gemelas para que las pongan en los ataúdes? No puedo soportarlo.» Depositan las andas en el suelo, arrastran a las gemelas hacia los ataúdes, levantan las toscas tapas de roca. «¡No lo hagáis!» La ciega está luchando como si viera, pero la dominan, la levantan y la depositan dentro del receptáculo de piedra. Muda y aterrorizada, Mekare observa, pero también a ella la arrastran hacia el otro ataúd. «¡No bajéis la tapa, o gritaré por Mekare! ¡Por ambas…!»

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