La reina de la Oscuridad (31 page)

Read La reina de la Oscuridad Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La reina de la Oscuridad
5.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Zebulah se detuvo en una de las sombrías callejas y escudriñó el rostro de Goldmoon, antes de consultarle:

—Los culpables fueron castigados pero, ¿por qué los inocentes? ¿Por qué habían de sufrir los seres bondadosos? Se ciñe a tu cuello el medallón de Mishakal, diosa de la curación. ¿Conoces el motivo? ¿Te lo explicó ella?

Goldmoon titubeó, sobresaltada por la pregunta, mientras buscaba en su alma una contestación satisfactoria. Su esposo permanecía a su lado, tan grave y silencioso como siempre, ocultando sus pensamientos.

—Es una cuestión que me he planteado en numerosas ocasiones —declaró al fin la mujer de las Llanuras, a la vez que se acercaba a su amado y posaba la mano en su brazo para asegurarse de su proximidad—. Soñé una noche que se me castigaba por mis dudas, por mi falta de fe, con la pérdida de aquél a quien he entregado mi corazón. —Riverwind la rodeó con su fornido brazo y la apretó contra sí—. Pero cuando me avergüenzo por mi desconfianza, recuerdo que fueron mis preguntas las que me llevaron hasta los antiguos dioses.

Calló unos instantes. Riverwind acarició sus cabellos y ella le dirigió una tierna sonrisa.

—No —admitió frente a Zebulah—, no tengo la respuesta a tan inextricable enigma. Sigo vacilando en mis creencias, enardeciéndome cuando veo el tormento de los inocentes y las injustas recompensas de los culpables. Pero ahora sé que mi ira es como el fuego que alimenta la forja, y que el hierro deforme de mi espíritu se templa en su calor para perfilarse como la brillante vara de acero que cobija mi fe. Esa vara fortalece mi frágil carne.

Zebulah estudió en silencio a Goldmoon erguida entre los restos de Istar, con su melena de oro y plata resplandeciente como el sol que nunca bañaría los desmoronados edificios. Los efectos de las lóbregas sendas recorridas se dibujaban en su bello rostro pero, lejos de desfigurarlo, los surcos del sufrimiento y la desesperación no hacían sino conferirle una hermosura aún más exquisita. Sus ojos irradiaban sabiduría, intensificada ahora por el júbilo que le producía el conocimiento de que una nueva vida palpitaba en su vientre.

La mirada del mago se desvió hacia el fornido luchador que con tanto amor abrazaba a la mujer. También se observaban en su faz las huellas de un largo y tortuoso camino. Aunque se mostraba inmutable y estoico, sus oscuros ojos y su afable actitud reflejaban los hondos sentimientos que le unían a su esposa.

«Quizá cometí un error cuando decidí quedarme bajo las aguas —pensó Zebulah, sintiéndose de pronto viejo y triste—. Quizá habría resultado útil si hubiera regresado a la tierra y transformado mi ira, como esta pareja, en una búsqueda inagotable de respuestas. Sin embargo, permití que la cólera corroyera mi alma hasta que me pareció más fácil ocultarme en las profundidades.»

—No debemos entretenernos —apuntó abruptamente Riverwind—. Caramon no tardará en abandonar su lecho para correr a nuestro encuentro, es posible que ya lo haya hecho.

—Sí —repuso Zebulah aclarándose la garganta—. Tenemos que irnos, aunque dudo que él y su compañera se hayan puesto en marcha. Estaba muy débil...

—¿Herido? —le interrumpió Goldmoon preocupada.

—No en su cuerpo —repuso el mago, a la vez que se dirigía a un ruinoso edificio por una calleja jalonada de escombros—. Es su alma la que ha sido lastimada, lo comprendí antes de que la muchacha me hablase del hermano gemelo.

Una línea oscura apareció con total nitidez en el entrecejo de Goldmoon, que había apretado los labios en una siniestra mueca.

—Discúlpame, Señora de las Llanuras —dijo Zebulah sonriendo—, pero veo arder en tus ojos ese fuego de fragua al que antes aludías.

—Creo haberte mencionado también mi fragilidad —se justificó ella, no sin un cierto rubor—. Debería aceptar a Raistlin y lo que hizo con su hermano como un designio de los dioses del Bien que mi pobre entendimiento no acierta a discernir. Si mi fe fuera firme me abstendría de cuestionar las acciones del hechicero, pero me temo que eso es imposible. Lo único que puedo hacer es rogar a las divinidades que lo mantengan
lejos
de mi camino.

—Yo no comparto esa postura —intervino Riverwind enfurecido—. No, no la comparto —repitió sombríamente.

Caramon estaba reclinado en su lecho, contemplando la negrura. Tika, acurrucada en sus brazos, dormía con placidez. Podía oír los latidos del corazón de la joven tan regulares como las bocanadas de aire que exhalaba. Empezó a acariciar la maraña de bucles pelirrojos que yacían esparcidos sobre su hombro, pero la muchacha se agitó al sentir su contacto y se contuvo, temeroso de despertarla. Tenía que descansar, sólo los dioses sabían cuánto tiempo había permanecido en vela para cuidarle. Nunca se lo revelaría, cuando se lo preguntó se limitó a reírse y reprenderle por sus ronquidos. Sin embargo, un temblor había entrecortado su risa, fue incapaz de mirarle a los ojos.

Caramon le dio una suave palmada en el hombro para calmarla y la acunó con ternura. Se sintió reconfortado al ver que se sumía de nuevo en un profundo sueño, y suspiró mientras pensaba que pocas semanas antes le había advertido que no aceptaría su amor hasta poder entregarse a ella en cuerpo y alma. Casi oía sus palabras: «Debo consagrarme por entero a mi hermano. Yo soy su fuerza.»

Ahora Raistlin se había ido, había hallado su propia fuerza. «Ya no te necesito», le había dicho a Caramon.

«Debería estar pletórico de felicidad. Amo a Tika y ella me corresponde. Somos libres de manifestar nuestros sentimientos, puedo comprometerme. Tendría que ocupar el primer lugar en mis cavilaciones, me da lo mejor de sí misma. Merece ser querida», así pensaba Caramon en la vista perdida en la penumbra.

«No era ése el caso de Raistlin, al menos así lo creían todos. ¡Cuántas veces oí cómo Tanis preguntaba a Sturm, sin percatarse de mi presencia, por qué soportaba sus sarcasmos, sus amargas recriminaciones, sus desabridas órdenes! Les he visto mirarme compasivamente.

Sé que me juzgan torpe comparado con Raistlin, y lo soy. Yo soy el buey que camina cansino, cargado de fardos, sin proferir una queja. Eso piensan de mí. ..

»No lo comprenden porque ellos no me necesitan. Ni siquiera Tika, al menos no del mismo modo que Raistlin. Nunca presenciaron cómo se despertaba, siendo niño, en medio de la noche presa del paroxismo. ¡Nos dejaban solos tan a menudo! No había nadie en la oscuridad, salvo yo dispuesto a tranquilizarle. Nunca recordaba sus pesadillas, pero eran espantosas. Su frágil cuerpo se estremecía de miedo, sus ojos se desorbitaban en la contemplación de horrores que sólo él veía. Se abrazaba a mí, sollozando, y yo le relataba historias o hacía sombras chinescas en la pared para aliviar su pánico. Mira, Raistlin, conejos, le decía mientras levantaba dos dedos y los movía como las orejas de estos animales.

»Pasado un rato, los temblores cedían a la sonrisa. Nunca fue muy dado a las manifestaciones de alegría, ni siquiera en su infancia, pero se relajaba.

»'Quiero dormir, estoy muy cansado —susurraba aferrado a mi mano Tú quédate despierto, Caramon, velando mi sueño. No permitas que se acerquen, que me atrapen.

» Yo le prometía entonces que lo haría, que me encargaría de que nadie lo lastimara. El esbozaba un amago de sonrisa y, exhausto, cerraba los ojos. Cumplía siempre mi palabra, custodiaba su descanso y me decía que quizá tenía el poder de ahuyentar a sus verdugos pues, mientras yo vigilaba, nunca se repetían las pesadillas.

»Incluso en la pubertad se despertaba gritando y estiraba la mano en busca de mi cuerpo. Siempre lo encontraba. ¿Qué va a hacer ahora solo, sin mi protección, cuando le asalte el pavor en la negrura?

»¿Qué haré yo sin él?»

Caramon entornó los ojos y, en silencio para no alertar a Tika, rompió a llorar.

7

Ayuda inesperada.

Y ésta es nuestra historia —concluyó Tanis.

Apoletta le había escuchado con suma atención, clavados sus verdes ojos en el rostro del semielfo. No le había interrumpido y, cuando terminó, permaneció silenciosa con los brazos apoyados en los peldaños más próximos a las tranquilas aguas, al parecer absorta en sus meditaciones.

Tanis no la molestó. La sensación de paz que dimanaba de la laguna lo reconfortaba, y la mera idea de regresar a aquel lejano mundo terrestre presidido por un sol justiciero y una barahúnda de ruidos discordantes se le antojaba pavorosa. ¡Qué fácil sería ignorarlo todo y quedarse bajo el mar, oculto para siempre en el sosiego!

—¿Qué me dices de él? —preguntó, de pronto, la elfa marina, señalando a Berem con un ademán de cabeza.

—Poca cosa, es un auténtico misterio —respondió a la vez que lanzaba a Berem una mirada de soslayo y se encogía de hombros. El Hombre de la Joya Verde contemplaba la penumbra de la caverna sin cesar de mover los labios, como si repitiera un cántico hasta la saciedad.

—Según la Reina de la Oscuridad —prosiguió el semielfo— él es la clave. Afirma que, si lo encuentra, nadie podrá arrebatarle la victoria.

—Siendo tú quien le ha descubierto —declaró Apoletta— se supone que el triunfo está en tus manos.

Tanis pestañeó, sobresaltado por tal aseveración. Rascándose la barba, se dio cuenta de que no se le había ocurrido esta posibilidad.

—Es cierto que está con nosotros —farfulló al fin— pero, ¿qué podemos hacer con él? ¿Qué tiene para que su presencia garantice la victoria de cualquiera de los litigantes?

—¿Acaso él no lo sabe?

—Me ha asegurado que no.

Apoletta estudió a Berem con el ceño fruncido.

—Juraría que miente —dijo tras una breve pausa— pero es humano y desconozco la intrincada mente de las criaturas de esta raza. En cualquier caso, existe una forma de averiguarlo: encaminaos al Templo de la Reina Oscura en Neraka.

—¡Neraka! —repitió Tanis perplejo—. Pero ésa... —Le interrumpió un alarido, tan preñado de pánico que estuvo a punto de arrojarse al agua. Se llevó la mano a la vaina vacía y, pronunciando un reniego, dio media vuelta convencido de tener que enfrentarse nada menos que a una horda de dragones.

Sólo vio a Berem, mirándole con los ojos desorbitados.

—¿Qué ocurre? —preguntó irritado al enigmático personaje—. ¿Has detectado algún peligro?

—No es eso lo que le ha perturbado, semielfo —dijo Apoletta observando a Berem con creciente interés—. Ha reaccionado así cuando he mencionado Neraka.

—¡Neraka! —la interrumpió aquel hombre insondable—. Anida allí un mal terrible. ¡No!

—Es tu patria natal —le recordó Tanis, dando un paso hacia él.

Berem negó con la cabeza.

—Pero si tú mismo nos lo contaste...

—Me equivoqué —susurró él—. No me refería a Neraka sino a... a... ¡Takar!

—Mientes, no cometiste ningún error. ¡Sabes que la Reina de la Oscuridad ha mandado erigir su gran templo en Neraka! —le imprecó Apoletta sin dar opción a una nueva negativa.

—¿De verdad? —Berem la miró con sus azules ojos en actitud inocente—. ¿Tiene la Reina Oscura un templo en Neraka? Allí no hay más que un pueblo, casi una aldea. El lugar donde nací. —De pronto se apretó el vientre con los brazos, como si un punzante dolor se hubiera apoderado de él—. Dejadme en paz —farfulló antes de, doblando el cuerpo, agazaparse en el suelo cerca de la orilla. Se inmovilizó en tan extraña postura mientras su vista se perdía en la oscuridad adyacente.

—¡Berem! —le reprendió Tanis exasperado.

—No me encuentro bien —se lamentó el hombre en tonos apagados.

—¿Cuál es su edad? —preguntó Apoletta.

—Afirma tener más de trescientos años —contestó el semielfo con patente enfado—. Si sólo creemos la mitad de sus palabras hemos de concederle ciento cincuenta, lo cual tampoco parece muy plausible en un humano.

—Verás —explicó la elfa marina—, el templo de Neraka constituye para nosotros un misterio insondable. Apareció de forma repentina después del Cataclismo, si nuestros cálculos son exactos. Y ahora me tropiezo con este hombre cuya historia se remonta al mismo tiempo y lugar.

—Es extraño —reconoció Tanis mirando de nuevo a Berem.

—Sí. Quizá se trata de una coincidencia pero, como dice mi esposo, rastrea las coincidencias hasta su mismo origen y descubrirás sus vínculos con el destino.

—Sea como fuere, no me imagino entrando en el templo de la Reina Oscura para preguntarle por qué revuelve el mundo en busca de un individuo con una joya verde incrustada en el pecho —dijo Tanis desalentado, tomando de nuevo asiento en la ribera.

—Lo comprendo —admitió Apoletta—. De todos modos me resulta difícil concebir que, tal como cuentas, haya adquirido tanto poder. ¿Qué han hecho los Dragones del Bien durante todo este tiempo?

—¡Los Dragones del Bien! —exclamó Tanis atónito—. ¿Quiénes son?

Ahora fue Apoletta quien le miró asombrada.

—Los Dragones Plateados, Dorados y Broncíneos, por supuesto. ¿Tampoco conoces la existencia de las lanzas Dragonlance? Sin duda las huestes argénteas os entregaron cuantas obraban en su poder.

—Insisto en que nunca tuve noticia de tales criaturas, salvo en un antiguo cántico dedicado a Huma. Y lo mismo debo decir de las Dragonlance. Las buscamos tantos meses sin éxito que empezaba a creer que sólo formaban parte de las leyendas.

—No me gusta el cariz que toman los acontecimientos. —La mujer elfa apoyó el mentón en sus manos, revelando un rostro pálido y contraído—. Algo va mal. ¿Dónde están los dragones benignos? ¿Por qué no luchan? Al principio desdeñé los rumores sobre el regreso de los reptiles marinos, pues sabía que los paladines del Bien nunca lo permitirían. Pero si estos últimos han desaparecido, según debo colegir por tus palabras, temo que mi pueblo corra un grave peligro. —Levantó la cabeza y aguzó el oído—. Espléndido, se acerca mi esposo en compañía de tus amigos. Ahora podremos regresar junto a los nuestros y discutir un plan de acción —concluyó, a la vez que se daba impulso para adentrarse en la laguna.

—¡Aguarda ! —la instó Tanis al oír también él ecos de pisadas en la marmórea escalera—. Tienes que mostrarnos la salida, no podemos quedamos en las profundidades.

—No conozco el camino de regreso —protestó Apoletta, trazando círculos en el agua con el fin de mantenerse a flote—. Ni tampoco Zebulah. Nunca nos preocupó.

—Podríamos deambular por estas ruinas durante semanas, o incluso para siempre. No estáis seguros de que algunos náufragos escapen de este lugar, ¿no es cierto? ¡Quizá mueran sin conseguirlo!

Other books

1989 - Seeing Voices by Oliver Sacks
Everyone Lies by D., Garrett, A.
Sherlock Holmes by George Mann
The Revolutions by Gilman, Felix
Pride's Run by Cat Kalen