La Regenta (98 page)

Read La Regenta Online

Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
10.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Quién sabe.... Los designios de Dios son inescrutables.... Y además, puede contarse con su bondad infinita.... ¡Quién sabe!... Lo principal es que nosotros demos ahora un notable ejemplo de piedad acendrada.... Esta lección puede traer muchas conversiones detrás de sí. ¡Ah, don Pompeyo, no sabe usted cuánto puede ganar la Religión con lo que usted ha hecho y piensa hacer!...

A la mañana siguiente toda Vetusta edificada se preparaba a acompañar el Viático que por la tarde debía ser administrado al señor Guimarán. Era Domingo de Ramos. No se respiraba por las calles del pueblo más que religión.

—¡El papel Provisor sube!—decía Foja furioso al oído de Glocester, a quien encontró en el atrio de la catedral, al salir de misa.

—¡Esto es un complot!—Lo que es un idiota ese don Pompeyo.

—No, un complot.... La verdad era que el
papel Provisor
subía mucho más de lo que podían sus enemigos figurarse.

Así como no se explicaba fácilmente por qué el descrédito había sido tan grande y en tan poco tiempo, tampoco ahora podía nadie darse cuenta de cómo en pocas horas el espíritu de la opinión se había vuelto en favor del Magistral, hasta el punto de que ya nadie se atrevía delante de gente a recordar sus vicios y pecados; y no se hablaba más que de la conversión milagrosa que había hecho.

No importaba que Mourelo gritase en todas partes:

—Pero si no fue él, si fue un arranque espontáneo del ateo.... Si así hacen todos los espíritus fuertes cuando les llega su hora....

Nadie hacía caso del murmurador. «Milagro sí lo había, pero lo había hecho el Magistral». Ya nadie dudaba esto. «Era un gran hombre, había que reconocerlo».—Doña Paula, por medio del Chato y otros ayudantes, doña Petronila, su cónclave, Ripamilán, el mismo Obispo, que había abrazado al Magistral en la catedral poco después de bendecir las palmas, todos estos, y otros muchos, eran propagandistas entusiastas de la gloria reciente, fresca de don Fermín, de su triunfo palmario sobre las huestes de Satán.

Foja, Mourelo, don Custodio, por consejo de Mesía que habló con el ex-alcalde, desistieron de contrarrestar la poderosa corriente de la opinión, favorable hasta no poder más, a don Fermín.

«Más valía esperar; ya pasaría aquella racha y volvería toda Vetusta a ver al milagroso don Fermín de Pas tal como era,
en toda su horrible desnudez
».

Después que comulgó don Pompeyo con toda la solemnidad requerida por las circunstancias, teniendo a su lado al
cura de cabecera
, a don Fermín y a Somoza, el médico, Vetusta entera, que había acudido a la casa y a las puertas de la casa del converso, se esparció por todo el recinto de la ciudad haciéndose lenguas de la unción con que moría el ateo, a quien ahora todos concedían un talento extraordinario y una sabiduría descomunal, y pregonando el celo apostólico del Provisor, su tacto, su influencia evangélica, que parecía cosa de magia o de milagro.

Terminada la ceremonia religiosa, hubo junta de médicos. Somoza se había equivocado como solía. Don Pompeyo estaba enfermo de muerte, pero podía durar muchos días: era fuerte... no había más que oírle hablar.

Somoza mantuvo su opinión con energía heroica. «Cierto que podía durar algunos días más de los que él había anunciado, el señor Guimarán; pero la ciencia no podía menos de declarar que la muerte era inminente. Podía durar, sí, el enfermo, mil y mil veces sí, pero ¿debido a qué? Indudablemente a la influencia moral de los Sacramentos. No que él, don Robustiano Somoza, hombre científico ante todo, creyese en la eficacia material de la religión: pero sin incurrir en un fanatismo que pugnaba con todas sus convicciones de hombre de ciencia, como tenía dicho, podía admitir y admitía, aleccionado por la experiencia, que lo psíquico influye en lo físico y viceversa, y que la conversión repentina de don Pompeyo podría haber determinado una variación en el curso natural de su enfermedad... todo lo cual era extraño a la ciencia médica como tal y sin más».

En efecto, don Pompeyo duró hasta el miércoles Santo.

Trifón Cármenes, desde el día en que se supo la conversión de Guimarán, concibió la empecatada idea de consagrar una
hoja literaria
del
lábaro
al importantísimo suceso. Pero había que esperar a que el enfermo saliese de peligro o se fuera al otro mundo. Esto último era lo más probable y lo que más convenía a los planes de Cármenes, el cual desde el domingo de Ramos tenía a punto de terminar una larguísima composición poética en que se
cantaba
la muerte del ateo felizmente restituido a la fe de Cristo. La oda elegíaca, o elegía a secas, lo que fuera, que Trifón no lo sabía, comenzaba así:

¿Qué me anuncia ese fúnebre lamento...?

El poeta iba y venía de la
casa mortuoria
como él la llamaba ya para sus adentros, a la redacción, de la redacción a la casa mortuoria.

—¿Cómo está?—preguntaba en voz muy baja, desde el portal.

La criada contestaba:—Sigue lo mismo. Y Trifón corría, se encerraba con su elegía y continuaba escribiendo:

¡Duda fatal, incertidumbre impía!... Parada en el umbral, la Parca fiera ni ceja ni adelanta en su porfía; como sombra de horror, calla y espera...

Pasaban algunas horas, volvía a presentarse Trifón en casa del moribundo; con voz meliflua y tenue decía:

—¿Cómo sigue don Pompeyo?

—Algo recargado—le contestaban. Volvía a escape a la redacción, anhelante, «había que trabajar con ahínco, podía morirse aquel señor y la poesía quedar sin el último pergeño...». Y escribía con
pulso febril
:

Mas ¡ay! en vano fue; del almo cielo la sentencia se cumple; inexorable...

No sabía Trifón lo que significaba almo, es decir, no lo sabía a punto fijo, pero le sonaba bien.

Cuando la criada de Guimarán le contestaba: «Que el señor había pasado mejor la noche», Cármenes, sin darse cuenta de ello, torcía el gesto, y sentía una impresión desagradable parecida a la que experimentaba cuando llegaba a convencerse de que un periódico de Madrid no le publicaría los versos que le había remitido. Él no quería mal a nadie, pero lo cierto era que, una vez tan adelantada la elegía, don Pompeyo le iba a hacer un flaco servicio si no se moría cuanto antes.

Murió. Murió el miércoles Santo. El Magistral y Trifón respiraron. También respiró Somoza. Los tres hubieran quedado en ridículo a suceder otra cosa. En cuanto a Cármenes, terminó sus versos de esta suerte:

No le lloréis. Del bronce los tañidos himnos de gloria son; la Iglesia santa le recogió en su seno... etc.

Al pobre Trifón le salían los versos montados unos sobre otros: igual defecto tenía en los dedos de los pies.

El entierro del ateo fue una solemnidad como pocas.
Acompañaron a la última morada el cadáver del finado
las autoridades civiles y militares; una comisión del Cabildo presidida por el Deán, la Audiencia, la Universidad, y además cuantos se preciaban de buenos o malos católicos. La viuda y las huérfanas recibían especial favor y consuelo con aquella pública manifestación de simpatía. El Magistral iba presidiendo el duelo de familia: no era pariente del difunto, pero le había sacado de las garras del Demonio, según Glocester, que se quedó en la sala capitular murmurando. «Aquello más que el entierro de un cristiano fue la apoteosis pagana del pío, felice, triunfador Vicario general». En efecto, el pueblo se lo enseñaba con el dedo: «Aquel es, aquel es, decía la muchedumbre señalando al Apóstol, al Magistral».

Los milagros que doña Paula había hecho correr entre las masas impresionables e iliteratas no son para dichos. El mismo señor Obispo, en su último sermón a las beatas pobres y clase de tropa, criadas de servicio, etc., etc., había aludido al triunfo de aquel hijo predilecto de la Iglesia....

—No habrá más remedio que agachar la cabeza y dejar pasar el temporal—decía Foja.

Los que estaban furiosos eran los libre-pensadores que comían de carne en una fonda todos los viernes Santos.

«¡Aquel don Pompeyo les había desacreditado!

»¡Vaya un libre-pensador!

»¡Era un gallina! »¡Murió loco! »¡Le dieron hechizos! »¿Qué hechizos? Morfina.

»El clero, milagros del clero...

»Le convirtieron con opio... »La debilidad hace sola esos milagros...

»Sobre todo era un badulaque...».

El jueves Santo llegó con una noticia que había de hacer época en los anales de Vetusta, anales que por cierto escribía con gran cachaza un profesor del Instituto, autor también de unos comentarios acerca de la jota Aragonesa.

En casa de Vegallana la tal noticia
estalló como una bomba
. Volvía la Marquesa, toda de negro, de pedir en la mesa de Santa María con Visitación; volvía también Obdulia Fandiño que había pedido en San Pedro, a la hora en que visitaban los
monumentos
los oficiales de la guarnición; y todas aquellas señoras, en el gabinete de la Marquesa reunidas, escuchaban pasmadas lo que solemnemente decía el gran Constantino, doña Petronila Rianzares, que había recaudado veinte duros en la mesa de petitorio de San Isidro. Y decía el obispo-madre:

—Sí, señora Marquesa, no se haga usted cruces, Anita está resuelta a dar este gran ejemplo a la ciudad y al mundo....

—Pero Quintanar... no lo consentirá...

—Ya ha consentido... a regañadientes, por supuesto. Ana le ha hecho comprender que se trataba de un voto sagrado, y que impedirle cumplir su promesa sería un acto de despotismo que ella no perdonaría jamás....

—¿Y el pobre calzonazos dio su permiso?—dijo Visita, colorada de indignación—. ¡Qué maridos de la isla de San Balandrán!—añadió acordándose del suyo.

La Marquesa no acababa de santiguarse. «Aquello no era piedad, no era religión; era locura, simplemente locura. La devoción racional,
ilustrada
, de buen tono, era aquella otra, pedir para el Hospital a las corporaciones y particulares a las puertas del templo, regalar estandartes bordados a la parroquia; ¡pero vestirse de mamarracho y darse en espectáculo!...».

—¡Por Dios, Marquesa! Cualquiera que la oyera a usted la tomaría por una demagoga, por una
Suñera
.

—Pues yo, ¿qué he dicho?

—¿Pues le parece a usted poco? llamar mamarracho a una
nazarena
...

La Marquesa encogió los hombros y volvió a santiguarse. Obdulia tenía la boca seca y los ojos inflamados. Sentía una inmensa curiosidad y cierta envidia vaga...

«¡Ana iba a darse en espectáculo!» cierto, esa era la frase. ¿Qué más hubiera querido ella, la de Fandiño, que darse en espectáculo, que hacerse mirar y contemplar por toda Vetusta?

—¿Y el traje? ¿cómo es el traje? ¿sabe usted...?

—¿Pues no he de saber?—contestó doña Petronila, orgullosa porque estaba enterada de todo—. Ana llevará túnica talar morada, de terciopelo, con franja
marrón foncé
....

—¿Marrón foncé?—objetó Obdulia—... no dice bien... oro sería mejor.

—¿Qué sabe usted de esas cosas?... Yo misma he dirigido el trabajo de la modista; Ana tampoco entiende de eso y me ha dejado a mí el cuidado de todos los pormenores.

—¿Y la túnica es de vuelo?

—Un poco...—¿Y cola?—No, ras con ras...—¿Y calzado? ¿sandalias...?

—¡Calzado! ¿qué calzado? El pie desnudo....

—¡Descalza!—gritaron las tres damas.

—Pues claro, hijas, ahí está la gracia.... Ana ha ofrecido ir descalza....

—¿Y si llueve?—¿Y las piedras?—Pero se va a destrozar la piel... —Esa mujer está loca...—¿Pero dónde ha visto ella a nadie hacer esas diabluras?

—¡Por Dios, Marquesa, no blasfeme usted! Diabluras un voto como este, un ejemplo tan cristiano, de humildad tan edificante....

—Pero, ¿cómo se le ha ocurrido... eso? ¿Dónde ha visto ella eso?...

—Por lo pronto, lo ha visto en Zaragoza y en otros pueblos de los muchos que ha recorrido.... Y aunque no lo hubiera visto, siempre sería meritorio exponerse a los sarcasmos de los impíos, y a las burlas disimuladas de los fariseos y de las fariseas... que fue justamente lo que hizo el Señor por nosotros pecadores.

—¡Descalza!—repetía asombrada Obdulia.—La envidia crecía en su pecho. «Oh, lo que es esto—pensaba—indudablemente tiene
cachet
. Sale de lo vulgar, es una
boutade
, es algo... de un buen tono superfino...».

El Marqués entró en aquel momento con don Víctor colgado del brazo.

Vegallana venía consolando al mísero Quintanar, que no ocultaba su tristeza, su decaimiento de ánimo.

Doña Petronila se despidió antes de que el atribulado ex-regente pudiera echarle el tanto de culpa que la correspondía en aquella aventura que él reputaba una desgracia.

—Vamos a ver, Quintanar—preguntó la Marquesa con verdadero interés y mucha curiosidad....

—Señora... mi querida Rufina... esto es... que como dice el poeta...

¡No podían vencerme... y me vencieron...!

—Déjese usted de versos, alma de Dios.... ¿Quién le ha metido a Ana eso en la cabeza?

—¿Quién había de ser? Santa Teresa... digo... no... el Paraguay.

—¿El Para...?—No, no es eso. No sé lo que me digo.... Quiero decir.... Señores, mi mujer está loca.... Yo creo que está loca.... Lo he dicho mil veces.... El caso es... que cuando yo creía tenerla dominada, cuando yo creía que el misticismo y el Provisor eran agua pasada que no movía molino... cuando yo no dudaba de mi poder discrecional en mi hogar... a lo mejor ¡zas! mi mujer me viene con la embajada de la procesión.

—Pero si en Vetusta jamás ha hecho eso nadie....

—Sí tal—dijo el Marqués—. Todos los años va en el entierro de Cristo, Vinagre, o sea don Belisario Zumarri, el maestro más sanguinario de Vetusta, vestido de nazareno y con una cruz a cuestas....

—Pero, Marqués, no compare usted a mi mujer con Vinagre.

—No, si yo no comparo...—Pero, señores, señores, digo yo—repetía doña Rufina—¿cuándo ha visto Ana que una señora fuese en el Entierro detrás de la urna con hábito, o lo que sea, de nazareno?...

—Sí, verlo, sí lo ha visto. Lo hemos visto en Zaragoza... por ejemplo. Pero yo no sé si aquellas eran señoras de verdad....

—Y además, no irían descalzas—dijo Obdulia.

—¡Descalzas! ¿y mi mujer va a ir descalza? ¡Ira de Dios! ¡eso sí que no!... ¡Pardiez!

Gran trabajo costó contener la indignación colérica de don Víctor. El cual, más calmado, se volvió a casa, y entre tener
otra explicación
con su señora o encerrarse en un significativo silencio, prefirió encerrarse en el silencio... y en el despacho.

Other books

Hottie by Alex, Demi, Fanning, Tia
A Long Long Way by Sebastian Barry
Professional Sin by Cleo Peitsche
Remembering Babylon by David Malouf
Shining Sea by Anne Korkeakivi
The Next Best Thing by Jennifer Weiner
A Hellion in Her Bed by Sabrina Jeffries