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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (87 page)

BOOK: La Regenta
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Don Santos levantó un poco la cabeza y conoció al cura de la parroquia.

—Don Antero... usted también... por aquí... Me alegro... así... podrá usted dar fe pública... como escribano... espiritual... digámoslo así... de esto que digo... y es todo mi testamento: que muero, yo, Santos Barinaga... por falta de líquidos suficientemente... alcohólicos... que muero... de... eso... que llama el señor médico.... Colasa... o Colás... segundo....

Se detuvo, la tos le sofocaba. Hizo un esfuerzo y trayendo hacia la barba el embozo sucio de la sábana rota, continuó:

—Ítem: muero por falta de tabaco.... Otrosí... muero... por falta de alimento... sano.... Y de esto tienen la culpa el señor Magistral, y mi señora hija....

—Vamos, don Santos—se atrevió a decir el cura—no aflija usted a la pobre Celesta. Hablemos de otra cosa. Ni usted se muere, ni nada de eso. Va usted a sanar en seguida.... Esta tarde le traeré yo, con toda solemnidad, lo que usted necesita, pero antes es preciso que hablemos a solas un rato. Y después... después... recibirá usted el Pan del alma....

—¡El pan del cuerpo!—gritó con supremo esfuerzo el moribundo, irritado cuando podía—. ¡El pan del cuerpo es lo que yo necesito!... que así me salve Dios... ¡muero de hambre! Sí, el pan del cuerpo... ¡que muero de hambre... de hambre!...

Fueron sus últimas palabras razonables. Poco después empezaba el delirio. Celestina lloraba a los pies del lecho. Don Antero, el cura, se paseaba, con los brazos cruzados, por la sala miserable, haciendo rechinar el piso. Guimarán con los brazos cruzados también, entre la alcoba y la sala, admiraba lo que él llamaba la muerte del justo. Carraspique había corrido a Palacio.

Llegó y todo se supo; el Obispo rezaba ante una imagen de la Virgen, y al oír que don Santos se negaba a recibir al Señor, y a confesar, levantó las manos cruzadas... y con voz dulcemente majestuosa y llena de lágrimas, exclamó:

—¡Madre mía, madre de Dios, ilumina a ese desgraciado!...

Estaba pálido el buen Fortunato; le temblaba el labio inferior, algo grueso, al balbucear sus plegarias íntimas.

El Magistral se paseaba a grandes pasos, con las manos a la espalda, en la cámara roja, cubierta de damasco.

Carraspique, que vestía el luto reciente de su hija, miraba a don Fermín con los ojos arrasados en lágrimas.

«Don Fermín padecía», pensaba el pobre don Francisco y sin querer, con gran remordimiento, él se alegraba un poco, gozaba el placer de una venganza... «irracional... injusta... todo lo que se quiera... pero gozaba acordándose de su hija muerta».

Sí, don Fermín padecía. «Aquella necedad del tendero de enfrente era una complicación».

De Pas ya no era el mismo que sentía remordimientos románticos aquella noche de luna al ver a don Santos arrastrar su degradación y su miseria por el arroyo; ahora no era más que un egoísta, no vivía más que para su pasión; lo que podría turbarle en el deliquio sin nombre que gozaba en presencia de Ana, eso aborrecía; lo que pudiera traer una solución al terrible conflicto, cada vez más terrible, de los sentidos enfrenados y de la eternidad pura de su pasión, eso amaba. Lo demás del mundo no existía. «Y ahora don Santos moría escandalosamente, moría como un perro, habría que enterrarle en aquel pozo inmundo, desamparado, que había detrás del cementerio y que servía para los
enterramientos civiles
; y de todo esto iba a tener la culpa él, y Vetusta se le iba a echar encima». Ya empezaba el rum rum del motín, el Chato venía a cada momento a decirle que la calle de don Santos y la tienda se llenaban de gente, de enemigos del Magistral... que se le llamaba asesino en los grupos—porque él obligaba al Chato a decirle la verdad sin rodeos—asesino, ladrón.... El Magistral al llegar a este pasaje de sus reflexiones, sin poder contenerse, golpeó el pavimento con el pie. Carraspique dio un salto. El Obispo, saliendo de su oratorio, con las manos en cruz, se acercó al Provisor.

—Por Dios, Fermo, por Dios te pido que me dejes....

—¿Qué?...—Ir yo mismo; ver a ese hombre... quiero verle yo... a mí me ha de obedecer... yo he de persuadirle.... Que traigan un coche si no quieres que me vean, una tartana, un carro... lo que quieras.... Voy a verle, sí, voy a verle....

—¡Locuras, señor, locuras!—rugió el Provisor sacudiendo la cabeza.

—¡Pero Fermo, es un alma que se pierde!...

—No hay que salir de aquí... Ir... el Obispo... a un hereje contumaz..., absurdo....

—Por lo mismo, Fermo...—¡Bueno! ¡bueno!
Los Miserables
, siempre la comedia.... La escena del Convencional, ¿no es eso? don Santos es un borracho insolente que escupiría al Obispo con mucha frescura; don Pompeyo discutiría con Su Ilustrísima si había Dios o no había Dios.... No hay que pensar en ello. ¡Absurdo moverse de aquí!

Hubo algunos momentos de silencio. Carraspique, único testigo de la escena, temblaba y admiraba con terror el poder del Magistral y su energía.

«Era verdad, tenía a S. I. en un puño». Después continuó don Fermín:

—Además, sería inútil ir allá. El señor Carraspique lo ha dicho.... Barinaga ya ha perdido el conocimiento, ¿verdad? Ya es tarde, ya no hay que hacer allí. Está ya como si hubiese muerto.

Carraspique, aunque con mucho miedo, animado por su afán piadoso de salvar a don Santos, se atrevió a decir:

—Sin embargo, tal vez.... Se ven muchos casos....

—¿Casos de qué?—preguntó el Magistral con un tono y una mirada que parecían navajas de afeitar—. ¿Casos de qué?—repitió porque el otro callaba.

—Puede pasar el delirio y volver a la razón el enfermo.

—No lo crea usted. Además, allí está el cura... para eso está don Antero.... ¡Su Ilustrísima no puede... no saldrá de aquí!

Y no salió. El que entraba y salía era el Chato, Campillo, que hablaba en secreto con don Fermín y volvía a la calle a recoger rumores y a espiar al enemigo. El cual se presentaba amenazador en la calle estrecha y empinada en que vivía don Santos, casi enfrente de la casa del Magistral. Era la calle de
los Canónigos
, una de las más feas y más aristocráticas de la Encimada.

Al obscurecer de aquel día no se podía pasar sin muchos codazos y tropezones por delante de la tienda triste y desnuda de Barinaga. Sus amigos, que habían aumentado prodigiosamente en pocas horas, interceptaban la acera y llegaban hasta el arroyo divididos en grupos que cuchicheaban, se mezclaban, se disolvían.

Por allí andaban Foja, los dos Orgaz y algunos otros de los socios del Casino que asistían a las cenas mensuales en que se conspiraba contra el Provisor. El ex-alcalde se multiplicaba, entraba y salía en casa de don Santos, bajaba con noticias, le rodeaban los amigos.

—Está espirando.—¿Pero conserva el conocimiento?

—Ya lo creo, como usted y como yo. Era mentira. Barinaga moría hablando, pero sin saber lo que decía; sus frases eran incoherentes; mezclaba su odio al Magistral con las quejas contra su hija. Unas veces se lamentaba como el rey Lear y otras blasfemaba como un carretero.

—Y diga usted, señor Foja, ¿hay arriba algún cura? Dicen que ha venido el mismo Magistral....

—¿El Magistral? ¡No faltaba más! Sería añadir el sarcasmo a la... al.... No vendrá, no. Quien está arriba es don Antero, el cura de la parroquia, el pobre es un bendito, un fanático digno de lástima y cree cumplir con su deber... pero como si cantara. Don Santos era un hombre de convicciones arraigadas.

—¿Cómo era? ¿pues ha muerto ya?—preguntó uno que llegaba en aquel momento.

—No señor, no ha muerto. Digo eso, porque ya está más allá que acá.

—También don Pompeyo se ha portado con mucha energía, según dicen....

—También...—Pero estando sano es más fácil.

—Y como no va con él la cosa....

—Morirá esta noche.—El médico no ha vuelto.—Somoza aseguraba que moriría esta tarde.

—Pues por eso no ha vuelto, porque se ha equivocado....

—El cura dice que durará hasta mañana.

—Y muere de hambre.—Dicen que lo ha dicho él mismo.

—Sí, señor, fueron sus últimas palabras sensatas, advirtió Foja contradiciéndose.

—Dicen que dijo: «—¡El pan del cuerpo es el que yo necesito, que así me salve Dios muero de hambre!».

A Orgaz hijo se le escapó la risa, que procuró ahogar con el embozo de la capa.

—Sí, ríase usted, joven, que el caso es para bromas.

—Hombre, no me río del moribundo... me río de la gracia.

—Profundísima lección debía llamarla usted. Se muere de hambre, es un hecho; le dan una hostia consagrada, que yo respeto, que yo venero, pero no le dan un panecillo.—Así habló un maestro de escuela perseguido por su liberalismo... y por el hambre.

—Yo soy tan católico como el primero—dijo un maestro de la Fábrica Vieja, de larga perilla rizada y gris, socialista cristiano a su manera—soy tan católico como el primero, pero creo que al Magistral se le debería arrastrar hoy y colgarlo de ese farol, para que viese salir el entierro....

—La verdad es, señores—observó Foja—que si don Santos muere fuera del seno de la Iglesia, como un judío, se debe al señor Provisor.

—Es claro.—Evidente.—¿Quién lo duda?—Y diga usted, señor Foja, ¿no le enterrarán en sagrado, verdad?

—Eso creo: los cánones están sangrando; quiero decir que la Sinodal está terminante.—Y se puso algo colorado, porque no sabía si los cánones sangraban o no, ni si la Sinodal hablaba del caso.

—¡De modo que le van a enterrar como un perro!

—Eso es lo de menos—dijo el maestro de la Fábrica—toda la tierra está consagrada por el trabajo del hombre.

—Y además en muriéndose uno....

—Más despacio, señores, más despacio—interrumpió Foja que no quería desperdiciar el arma que le ponían en las manos para atacar al Magistral—. Estas cosas no se pueden juzgar filosóficamente. Filosóficamente es claro que no le importa a uno que le entierren donde quiera. Pero ¿y la familia? ¿Y la sociedad? ¿Y la honra? Todos ustedes saben que el local destinado en nuestro cementerio
municipal
—y subrayó la palabra—a los cadáveres no católicos, digámoslo así...

Orgaz hijo sonrió.—Ya sé, joven, ya sé que he cometido un
lapsus
. Pero no sea usted tan material.

Aquel grupo de progresistas y socialistas serios miró
en masa
al mediquillo impertinente con desprecio.

Y dijo el socialista cristiano:—Aquí lo que sobra es la materia; la letra mata, caballero, y tengo dicho mil veces que lo que sobran en España son oradores....

—Pues usted no habla mal ni poco; acuérdese del club difunto, señor Parcerisa....

Y Orgaz hijo dio una palmadita en el hombro al de la fábrica.

Parcerisa sonrió satisfecho. La conversación se extravió. Se discutió si el Ayuntamiento disputaba o no con suficiente energía al Obispo la administración del cementerio.

En tanto subían y bajaban amigas y amigos, curas y legos que iban a ver al enfermo o a su hija. Don Pompeyo había hecho llevar a Celestina a su cuarto y allí recibía la beata a sus correligionarias y a los sacerdotes que venían a consolarla. Guimarán no dejaba entrar en la sala más que a los espíritus fuertes, o por lo menos, si no tan fuertes como él, que eso era difícil, partidarios de dejar a un moribundo «espirar en la confesión que le parezca, o sin religión alguna si lo considera conveniente».

—¡Muerte gloriosa!—decía don Pompeyo al oído de cualquier enemigo del Provisor que venía a compadecerse a última hora de la miseria de Barinaga—. «¡Muerte gloriosa! ¡Qué energía! ¡Qué tesón! Ni la muerte de Sócrates... porque a Sócrates nadie le mandó confesarse».

Los que subían o bajaban, al pasar por la tienda abandonada echaban una mirada a los desiertos estantes y al escaparate cubierto de polvo y cerrado por fuera con tablas viejas y desvencijadas.

Sobre el mostrador, pintado de color de chocolate, un velón de petróleo alumbraba malamente el triste almacén cuya desnudez daba frío. Aquellos anaqueles vacíos representaban a su modo el estómago de don Santos. Las últimas existencias, que había tenido allí años y años cubiertas de polvo, las había vendido por cuatro cuartos a un comerciante de aldea; con el producto de aquella liquidación miserable había vivido y se había emborrachado en la última parte de su vida el pobre Barinaga. Ahora los ratones roían las tablas de los estantes y la consunción roía las entrañas del tendero.

Murió al amanecer. Las nieblas de Corfín dormían todavía sobre los tejados y a lo largo de las calles de Vetusta. La mañana estaba templada y húmeda. La luz cenicienta penetraba por todas las rendijas como un polvo pegajoso y sucio. Don Pompeyo había pasado la noche al lado del moribundo, solo, completamente solo, porque no había de contarse un perro faldero que se moría de viejo sin salir jamás de casa. Abrió Guimarán el balcón de par en par; una ráfaga húmeda sacudió la cortina de percal y la triste luz del día de plomo cayó sobre la palidez del cadáver tibio.

A las ocho se sacó a Celestina de la «casa mortuoria» y
el cuerpo
, metido ya en su caja de pino, lisa y estrecha, fue depositado sobre el mostrador de la tienda vacía, a las diez. No volvió a parecer por allí ningún sacerdote ni beata alguna.

—Mejor—decía don Pompeyo, que se multiplicaba.

—Para nada queremos cuervos—exclamaba Foja, que se multiplicaba también.

—Esto tiene que ser una manifestación—decía del ex-alcalde a muchos correligionarios y otros enemigos del Magistral reunidos en la tienda, al pie del cadáver—. Esto tiene que ser una manifestación: el gobierno no nos permite otras, aprovechemos esta coyuntura. Además, esto es una iniquidad: ese pobre viejo ha muerto de hambre, asesinado por los acaparadores sacrílegos de la
Cruz Roja
. Y para mayor deshonra y ludibrio, ahora se le niega honrada y cristiana sepultura, y habrá que enterrarle en los escombros, allá, detrás de la tapia nueva, en aquel estercolero que dedican a los entierros civiles esos infames....

—¡Muerto de hambre y enterrado como un perro!—exclamó el maestro de escuela perseguido por sus ideas.

—¡Oh, hay que protestar muy alto!

—¡Sí, sí!—¡Esto es una iniquidad!—¡Hay que hacer una manifestación!

Hablaban también muchos conjurados con trazas de curiales de Palacio; eran amigos del Arcediano, del implacable Mourelo, que conspiraba desde la sombra.

—A ver usted, señor Sousa, usted que escribe los telegramas del
Alerta
... es preciso que hoy retrasen ustedes un poco el número para que haya tiempo de insertar algo....

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