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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (43 page)

BOOK: La Regenta
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Cerca de media hora estuvo abrumando a los Faraones y sus súbditos con tales cuchufletas. «¿Dónde tenían la cabeza aquellos hombres que adoraban tales inmundicias?».

Ronzal, Trabuco, que admiró aquel sermón, dos meses después sacaba partido de las citas de Glocester en las discusiones del Casino, y decía:

—«Señores, lo que sostengo aquí y en todos los terrenos, es que si proclamamos la libertad de cultos y el matrimonio civil, pronto volveremos a la idolatría, y seremos como los antiguos egipcios, adoradores de Isis y
Busilis
; una gata y un perro según creo».

El regente opinó, y con él toda la Territorial, que el señor Mourelo, arcediano, había estado a mayor altura que el señor Obispo. Esto cundió por las tertulias, corrillos y paseos, y cuantos pretendían pasar plaza de personas instruidas, lamentaron que no hubiera más fondo en los sermones del prelado, que no se preparase y que
se prodigara tanto
.

Al cabo, la opinión llegó a decir esto, aunque ya sin el visto bueno de Glocester:

—«Que había que desengañarse; el verdadero predicador de Vetusta era el Magistral».

Pronto fue tal opinión un lugar común, una frase hecha, y desde entonces la fama del Obispo como orador se perdió irremisiblemente. Cuando en Vetusta se decía algo por rutina, era imposible que idea contraria prevaleciese.

Y así, fue en vano que en cierto sermón de Semana Santa Fortunato estuviera sublime al describir la crucifixión de Cristo.

Era en la parroquia de San Isidro, un templo severo, grande; el recinto estaba casi en tinieblas; tinieblas como reflejadas y multiplicadas por los paños negros que cubrían altares, columnas y paredes; sólo allá, en el tabernáculo, brillaban pálidos algunos cirios largos y estrechos, lamiendo casi con la llama los pies del Cristo, que goteaban sangre; el sudor pintado reflejaba la luz con tonos de tristeza. El Obispo hablaba con una voz de trueno lejano, sumido en la sombra del púlpito; sólo se veía de él, de vez en cuando, un reflejo morado y una mano que se extendía sobre el auditorio. Describía el crujir de los huesos del pecho del Señor al relajar los verdugos las piernas del mártir, para que llegaran los pies al madero en que iban a clavarlos. Jesús se encogía, todo el cuerpo tendía a encaramarse, pero los verdugos forcejeaban; ellos vencerían. «¡Dios mío! ¡Dios mío!», exclamaba el Justo, mientras su cuerpo dislocado se rompía dentro con chasquidos sordos. Los verdugos se irritaban contra la propia torpeza; no acababan de clavar los pies.... Sudaban jadeantes y maldicientes; su aliento manchaba el rostro de Jesús.... «¡Y era un Dios! ¡el Dios único, el Dios de ellos, el nuestro, el de todos! ¡Era Dios!...» gritaba Fortunato horrorizado, con las manos crispadas, retrocediendo hasta tropezar con la piedra fría del pilar; temblando ante una visión, como si aquel aliento de los sayones hubiese tocado su frente, y la cruz y Cristo estuvieran allí, suspendidos en la sombra sobre el auditorio, en medio de la nave. La inmensa tristeza, el horror infinito de la ingratitud del hombre matando a Dios, absurdo de maldad, los sintió Fortunato en aquel momento con desconsuelo inefable, como si un universo de dolor pesara sobre su corazón. Y su ademán, su voz, su palabra supieron decir lo indecible, aquella pena. Él mismo, aunque de lejos, y como si se tratara de otro, comprendió que estaba siendo sublime; pero esta idea pasó como un relámpago, se olvidó de sí, y no quedó en la Iglesia nadie que comprendiera y sintiera la elocuencia del apóstol, a no ser algún niño de imaginación fuerte y fresca que por vez primera oía la descripción de la escena del Calvario.

A las pausas elocuentes, cargadas de efectos patéticos, a que obligaba al Obispo la fuerza de la emoción, contestaban abajo los suspiros de ordenanza de las beatas, plebeyas y aldeanas, que eran la mayoría del auditorio. Eran los sollozos indispensables de los días de Pasión, los mismos que se exhalaban ante un sermón de cura de aldea, mitad suspiros, mitad eruptos de la vigilia.

Las señoras no suspiraban; miraban los devocionarios abiertos y hasta pasaban hojas. Los inteligentes opinaban que el prelado «se había descompuesto», tal vez se había perdido. «Aquello era sacar el Cristo». El púlpito no era aquello. Glocester, desde un rincón, se escandalizaba para sus adentros. «¡Pero
eso
es un cómico!» pensaba; y pensaba repetirlo en saliendo. Creía haber encontrado una frase: «¡Pero
eso
es un cómico!».

El Magistral no era cómico, ni trágico, ni épico. «No le gustaba sacar el Cristo». En general prescindía en sus sermones de la epopeya cristiana y pocas veces predicó en la Semana de Pasión. «Rehuía los lugares comunes», según don Saturnino Bermúdez. La verdad era que De Pas no tenía en su imaginación la fuerza plástica necesaria para pintar las escenas del Nuevo Testamento con alguna originalidad y con vigor. Cada vez que necesitaba repetir lo de: «
Y el verbo se hizo carne
» en lugar del pesebre y el Niño Dios veía, dentro del cerebro, las letras encarnadas del Evangelio de San Juan, en un cuadro de madera en medio de un altar:
Et Verbum caro factum est
.

En cierta época, cuando era joven, al pensar en estas cosas la duda le había atormentado tantas veces con punzadas de remordimiento, si quería figurarse la vida de Jesús, que ya tenía miedo de tales imágenes; huía de ellas, no quería quebraderos de cabeza. «Bastante tenía él en qué pensar». Era un iconoclasta para sus adentros. Le faltaba el gusto de las artes plásticas; y, sin atreverse a decirlo, opinaba que los cuadros, aunque fuesen de grandes pintores, profanaban las iglesias. Del dogma le gustaba la teología pura, la abstracción, y al dogma prefería la moral. La vocación de la filosofía teológica y el prurito de la controversia habían nacido ya en el seminario; su espíritu se había empapado allí de la pasión de escuela, que suple muchas veces al entusiasmo de la verdadera fe. La experiencia de la vida había despertado su afición a los estudios morales. Leía con deleite los
Caracteres de La Bruyère
; de los libros de Balmes sólo admiraba
El Criterio
y—¡quien se lo hubiera dicho al señor Carraspique!—en las novelas, prohibidas tal vez, de autores contemporáneos, estudiaba costumbres, temperamentos, buscaba observaciones, comparando su experiencia con la ajena.

¡Cuántas veces sonreía el Magistral con cierta lástima al leer en un autor impío las aventuras ideales de un presbítero! «¡Qué de escrúpulos! ¡qué de sinuosidades! ¡cuántos rodeos para pecar! y después ¡qué de remordimientos! Estos liberales—añadía para sí—ni siquiera saben tener mala intención. Estos curas se parecen a los míos como los reyes de teatro se parecen a los reyes».

Los sermones de don Fermín tenían por asunto casi siempre o la lucha con la impiedad moderna, la controversia de actualidad, o los vicios y virtudes y sus consecuencias. Él prefería esta última materia. De vez en cuando, para conservar su fama de sabio entre las
personas ilustradas
de Vetusta, la emprendía con los infieles y herejes. Pero no se remontaba a los egipcios, ni siquiera a Voltaire. Los herejes que descuartizaba el Magistral eran frescos. Atacaba a los protestantes; se burlaba con gracia de sus discusiones, buscaba con arte el lado flaco de sus doctrinas y de su disciplina eclesiástica. Describiendo a veces los Consistorios de Berlín hacía pensar al auditorio: «¡Pero aquellos desgraciados están locos!».

No era su afán pintar a los enemigos como criminales encenagados en el error, que es delito, sino como duros de mollera. La vanidad del predicador comunicaba luego con la de sus oyentes y se hacía una sola; nacía el entusiasmo cordial, magnético de dos vanidades conformes.

«¡Lástima que tantos y tantos millones de hombres como viven en las tinieblas de la idolatría, de la herejía, etc., no tuviesen el talento natural de los vetustenses apiñados en el crucero de la catedral, alrededor del público! La salvación del mundo sería un hecho».

El empeño constante del Magistral en la
cátedra
era demostrar «matemáticamente» la verdad del dogma. «Prescindamos por un momento del auxilio de la fe, ayudémonos sólo de nuestra razón.... Ella basta para probar...». ¡Gran interés ponía en que la razón bastase! «La razón no explica los misterios, es verdad: pero explica que no se expliquen».—«Esto es mecánico», repetía, descendiendo gustoso al estilo familiar. En tales momentos su elocuencia era sincera; cuando traía entre ceja y ceja un argumento, cuando se esforzaba en demostrar por su
a+b
teológico-racional cualquier artículo de fe, hablaba con calor, con entusiasmo. Entonces, sólo entonces se descomponía un poco; dejaba los ademanes acompasados, suaves, académicos, y encogía las piernas, se bajaba como un cazador en acecho, para disparar sobre el argumento contrario, daba palmadas rápidas, sin medida sobre el púlpito, se arrugaba su frente, se erizaban las puntas de acero que tenía en los ojos, y la voz se transformaba en trompeta desapacible y algo ronca.... Pero ¡ay! esto era perderse.
Su
público no entendía aquello... y De Pas volvía a ser quien era, se erguía, doblaba las puntas de acero y tornaba a descargar citas sobre los abrumados vetustenses, que salían de allí con jaqueca y diciendo:

«¡Qué hombre! ¡qué sabiduría! ¿cuándo aprenderá estas cosas? ¡Sus días deben de ser de cuarenta y ocho horas!».

Las damas, aunque admiraban también aquello de que Renan copia a los alemanes, y lo de que no hay más sabios que el P. Secchi y otros cinco o seis jesuitas, con lo demás de Götinga y de Tubinga y lo del orientalista Oppert, etc., etc., preferían oír al Magistral en sus
sermones de costumbres
y él también prefería agradar a las señoras. Si en los asuntos dogmáticos buscaba el auxilio de
la sana razón
, en los temas de moral iba siempre a parar a la utilidad. La salvación era un negocio, el gran negocio de la vida. Parecía un Bastiat del púlpito. «El interés y la caridad son una misma cosa. Ser bueno es
entenderla
». Los muchos indianos que oían al Magistral sonreían de placer ante aquellas fórmulas de la salvación.

«¡Quién se lo hubiera dicho! después de haber hecho su fortuna en América, ahora en el
país natal
, sin moverse de casa, podían ganar fácilmente el cielo. ¡Habían nacido de pies!». Según De Pas, los malvados eran otros tontos, como los herejes. Y también aquello era mecánico, también lo demostraba por
a+b
. Pintaba a veces, con rasgos dignos de Molière o de Balzac, el tipo del avaro, del borracho, del embustero, del jugador, del soberbio, del envidioso, y después de las vicisitudes de una existencia mísera resultaba siempre que
lo peor era para él
.

Su estudio más acabado era el del joven que se entrega a la lujuria. Le presentaba primero fresco, colorado, alegre, como una flor, lleno de gracia, de sueños de grandezas, esperanza de los suyos y de la patria... y después, seco, frío, hastiado, mustio, inútil.

Casi siempre se olvidaba de decir la que les esperaba a las víctimas del vicio en el otro mundo. Aquella moral utilitaria la entendían las señoras y los indianos perfectamente. El resumen que hacían de ella en sus adentros era este:

«¡Guarda Pablo!». «¡Qué razón tiene!», pensaban muchas damas al oírle hablar del adulterio. Las más de estas eran
mujeres honradas
que no habían sido adúlteras, que no habían hecho más que
tontear, como todas
. En ocasiones se les figuraba a las apasionadas de don Fermín que el imprudente contaba desde el púlpito lo que ellas le habían dicho en el confesonario.

También en el tribunal de la penitencia había derrotado el Provisor al Obispo.

Cuando Camoirán llegó a Vetusta, se vio acosado por el
bello sexo
de todas las clases: todas querían al Obispo por padre espiritual. Pero en el confesonario se desacreditó antes que en el púlpito. ¡Era tan soso! Y tenía la manga muy estrecha y sin gracia. Preguntaba poco y mal. Hablaba mucho y a todas les decía casi lo mismo. Además, era demasiado madrugador y ni siquiera guardaba consideraciones a las señoras delicadas. Se ponía en el confesonario al ser de día.

Se le fue dejando poco a poco. Aquello de tener que mezclarse en la capilla de la Magdalena (del trasaltar) con multitud de criadas y beatas pobres, tenía poca gracia. Y el Obispo las iba llamando por
rigorosa antigüedad
, como en una peluquería, sin tener en cuenta si eran amas o criadas. «Era demasiado
hacer el apóstol
». Se le dejó.

Pronto se vio rodeado nada más de populacho madrugador. Canteros, albañiles, zapateros y armeros carlistas, beatas pobres, criadas tocadas de misticismo más o menos auténtico, chalequeras y ribeteadoras, este fue su pueblo de penitentes bien pronto. «Por eso él se quejaba, muy afligido, de las malas costumbres y de los muchos nacimientos ilegítimos que debía de haber, según su cuenta. ¡Si tratara con señoritas!».

En una ocasión llegó a decirle al Gobernador civil:

—Hombre, ¿no estaría en sus atribuciones de usted prohibir el paseo de la zapatilla?

Aludía el Obispo al paseo de los artesanos en el
Boulevard
, entre luz y luz.

Creía que de allí y de los bailes peseteros del teatro nacía la corrupción creciente de Vetusta.

Así era el buen Fortunato Camoirán, prelado de la diócesis exenta de Vetusta la muy noble ex-corte; aquel humilde Obispo a quien el Provisor en cuanto entró en el salón reprendió con una mirada como un rayo.

El Obispo estaba sentado en un sillón y las dos señoras en el sofá.

Eran Visita, la del Banco, y Olvido Páez, la hija de Páez el Americano, el segundo millonario de la Colonia.

El Obispo al ver al Magistral se ruborizó, como un estudiante de latín sorprendido por sus mayores con la primera tagarnina.

«¿Qué era aquello?», quería decir la mirada del Magistral, que saludó a las señoras inclinándose con gracia y coquetería inocente. «¡Unas señoras con el Obispo! ¡Y ningún caballero las acompañaba! Esto era nuevo».

Cosas de Visitación. Se trataba de seducir a su Ilustrísima para que fuese a honrar con su presencia el solemne reparto de premios a la virtud,
organizado
por cierto circulo filantrópico. El círculo se llamaba
La Libre Hermandad
, nombre feo, poco español y con olor nada santo. En tal sociedad había una junta de caballeros y otra
agregada
de damas
protectrices
(gramática del Presidente del círculo.)

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