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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (24 page)

BOOK: La Regenta
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El ex-alcalde entendía así la libertad; o se perseguía o no se perseguía al clero. Esta persecución y la libertad de comercio era lo esencial. La libertad de comercio para él se reducía a la libertad del interés. Todavía era más usurero que clerófobo.

Aunque maldiciente, no solía atreverse a insultar a los curas de tan desfachatada manera, y aquel discurso produjo asombro.

¿Cómo aquel socarrón, marrullero, siempre alerta, se había dejado llevar de aquel arrebato? No había tal cosa. Estaba muy sereno. Bien sabía su papel. Su propósito era agradar a don Álvaro, por causas que él conocía; y aunque el presidente del Casino fingiera defender al canónigo, a Foja le constaba que no le quería bien ni mucho menos.

—Señor Foja—respondió Mesía, seguro de que todos esperaban que él hablase—hay cuando menos notable exageración en todo lo que usted ha dicho.


Vox populi
...

—El pueblo es un majadero—gritó Ronzal—. El pueblo crucificó a Nuestro Señor Jesucristo, el pueblo dio la cicuta a Hipócrates.

—A Sócrates—corrigió Orgaz, hijo, vengándose bajo el seguro de la presencia de don Álvaro.

—El pueblo—continuó el otro sin hacer caso—mató a Luis diez y seis....

—¡Adiós! ya se desató—interrumpió Foja.

Y cogiendo el sombrero añadió:

—Abur, señores; donde hablan los sabios sobramos los ignorantes.

Y se aproximó a la puerta.—Hombre, a propósito de sabios—dijo don Frutos Redondo, el americano, que hasta entonces no había hablado—. Tengo pendiente una apuesta con usted, señor Ronzal... ya recordará usted... aquella palabreja.

—¿Cuál?—Avena. Usted decía que se escribe con
h
...

—Y me mantengo en lo dicho, y lo hago cuestión personal.

—No, no; a mí no me venga usted con circunloquios; usted había apostado unos callos....

—Van apostados.—Pues bueno ¡ajajá! Que traigan el Calepino, ese que hay en la biblioteca.

—¡Que lo traigan! Un mozo trajo el diccionario. Estas consultas eran frecuentes.

—Búsquelo usted primero con
h
—dijo Ronzal con voz de trueno a Joaquinito, que había tomado a su cargo, con deleite, la tarea de aplastar al de Pernueces.

Don Frutos se bañaba en agua de rosa. Un millón, de los muchos que tenía, hubiera dado él por una victoria así. Ahora verían quién era más bruto. Guiñaba los ojos a todos, reía satisfecho, frotaba las manos.

—¡Qué callada! ¡qué callada!

Orgaz, solemnemente, buscó avena con
h
. No pareció.

—Será que la busca usted con
b
; búsquela usted con
v
de corazón.

—Nada, señor Ronzal, no parece.

—Ahora búsquela usted sin
h
—exclamó don Frutos, ya muy serio, queriendo tomar un continente digno en el momento de la victoria.

Ronzal estaba como un tomate. Miró a Mesía, que fingió estar distraído.

Por fin Trabuco, dispuesto a jugar el todo por el todo, se puso en pie en medio de la sala y cogió bruscamente el diccionario de manos de Orgaz, que creyó que iba a arrojárselo a la cabeza. No; lo lanzó sobre un diván y gritando dijo:

—Señores, sostenga lo que quiera ese libraco, yo aseguro, bajo palabra de honor, que el diccionario que tengo en casa pone avena con
h
.

Don Frutos iba a protestar, pero Ronzal añadió sin darle tiempo:

—El que lo niegue me arroja un mentís, duda de mi honor, me tira a la cara un guante, y en tal caso... me tiene a su disposición; ya se sabe cómo se arreglan estas cosas.

Don Frutos abrió la boca. Foja, desde la puerta, se atrevió a decir:

—Señor Ronzal, no creo que el señor Redondo, ni nadie, se atreva a dudar de su palabra de usted. Si usted tiene un diccionario en que lleva
h
la avena, con su pan se lo coma; y aun calculo yo qué diccionario será ese.... Debe de ser el diccionario de Autoridades....

—Sí señor; es el diccionario del Gobierno....

—Pues ese es el que manda; y usted tiene razón y don Frutos confunde la avena con la Habana, donde hizo su fortuna....

Don Frutos se dio por satisfecho. Había comprendido el chiste de la avena que se había de comer el otro y fingió creerse vencido.

—Señores—dijo—corriente, no se hable más de esto; yo pago la callada.

Casi siempre pasaba él allí por el más ignorante, y el ver a Ronzal objeto de burla general, le puso muy contento.

Se quedó en que aquella noche cenarían todos los del corro a costa de don Frutos. ¡Raro desprendimiento en aquel corazón amante de la economía! Ronzal creyó que una vez más se había impuesto a fuerza de energía; ¡y ahora delante de don Álvaro! Aceptó la cena y el papel de vencedor; por más que estaba seguro de que en su casa no había diccionario. Pero ya que Foja lo decía....

Había cesado la lluvia. Se disolvió la reunión, despidiéndose hasta la noche. Aquellos eran, fuera de Orgaz padre, los ordinarios trasnochadores.

La cena sería a última hora. Mesía ofreció asistir a pesar de sus muchas ocupaciones.

¡Cuánto envidió esta frase Ronzal! Comprendió que todos habían interpretado lo mismo que él aquellas «ocupaciones». Eran ¡ay! cita de amor. «¡Tal vez con la Regenta!» pensó el de Pernueces; y se prometió espiarlos.

Don Álvaro Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz salieron juntos. El Marquesito comprendió que a don Álvaro le estorbaba Orgaz.

—Oye, Joaquín, ahora que me acuerdo ¿no sabes lo que pasa?

—Tú dirás.—Que tienes un rival temible.—¿En qué... plaza?—Tienes razón, olvidaba tus muchas empresas.... Se trata de Obdulia.

—Hola, hola—dijo Mesía, sonriendo de pura lástima—; ¿con que tiene usted en asedio a la viudita?

—Sí—dijo Paco—es... el Gran Cerco de Viena.

Joaquín, a pesar de lo flamenco, se turbó, entre avergonzado y hueco. Sabía positivamente que don Álvaro había sido amante de Obdulia, porque ella se lo había confesado. «¡El único!» según la dama. Pero Orgaz sospechaba que había heredado aquellos amores Paco. Obdulia juraba que no.

—Pues tu rival es don Saturnino Bermúdez, el descendiente de cien reyes, ya sabes, mi primo, según él.... Ayer creo que hubo un escándalo en la catedral, que el
Palomo
tuvo que echarlos poco menos que a escobazos: ¿qué creías tú, que Obdulia sólo tenía citas en las carboneras? Pues también en los palacios y en los templos...

Pauperum tabernas, regumque turres.

Joaquinito, fingiendo mal buen humor, preguntó:

—Pero tú ¿cómo sabes todo eso?

—Es muy sencillo. La señora de Infanzón... ya sabe este quién es.

—Sí—dijo Mesía—la de Palomares....

—Esa, fue a la catedral con Obdulia, las acompañó el arqueólogo, y en la capilla de las reliquias, en los sótanos, en la bóveda, en todas partes creo que se daban unos... apretones.... La Infanzón se lo contó a mamá que se moría de risa; la lugareña estaba furiosa.... Hoy mi madre, para divertirse—ya sabes lo que a la pobre le gustan estas cosas—quería ver a Obdulia y a don Saturno juntos, en casa, a ver qué cara ponían, aludiendo mamá a lo de ayer. La llamó, pero Obdulia se disculpó diciendo que esta tarde tenía que pasarla en casa de Visitación para hacer las empanadas de la merienda... ya sabes, la de la tertulia de la otra....

—Sí, ya sé.—Con que allí las tienes, con los brazos al aire... y... ya sabes... en fin, que está el horno para pasteles.

—En honor de la verdad—observó Mesía—la viuda está apetitosa en tales circunstancias. Yo la he visto en casa de este, con su gran mandil blanco, su falda bajera ceñida al cuerpo, la pantorrilla un poco al aire y los brazos
un
todo al fresco... colorada, excitadota....

El flamenco tragó saliva.—Es la mujer X—dijo sin poder contenerse—. ¿Y él?—añadió.

—¿Quién?—El sabihondo ese...—¡Ah! ¿don Saturnino? Pues tampoco fue a casa. Contestó muy fino en una esquela perfumada, como todas las suyas, que parecen de
cocotte
de sacristía....

—¿Qué contestó?

—Que estaba en cama y que hiciera mamá el favor de mandarle la receta de aquella purga tan eficaz que ella conoce. El pobre Bermúdez sería feliz, dado que te desbanque, si no fueran esas irregularidades de las vías digestivas. Joaquín siguió algunos minutos hablando de aquellas bromas y se despidió.

—¡Pobre diablo!—dijo Mesía.

—Es pesado como un plomo. Callaron. Vegallana miraba de soslayo a su amigo de vez en cuando. Don Álvaro iba pensativo. Aquel silencio era de esos que preceden a confidencias interesantes de dos amigos íntimos.

Aquella amistad era como la de un padre joven y un hijo que le trata como a un camarada respetable y de más seso. Pero además Paco veía en su Mesía un héroe. Ni el ser heredero del título más envidiable de Vetusta, ni su buena figura, ni su partido con las mujeres, envanecían a Paco tanto como su intimidad con don Álvaro. Cuarenta años y alguno más contaba el presidente del Casino, de veinticinco a veintiséis el futuro Marqués y a pesar de esta diferencia en la edad congeniaban, tenían los mismos gustos, las mismas ideas, porque Vegallana procuraba imitar en ideas y gustos a su ídolo. No le imitaba en el vestir, ni en las maneras, porque discretamente, al notar algunos conatos de ello, don Álvaro le había hecho comprender que tales imitaciones eran ridículas y cursis. Burlándose de Trabuco había apartado a Paco, que tenía instintos de verdadero elegante, de tales propósitos. Y así era el Marquesito original, vestía a la moda, según la entendía su sastre de Madrid, que le tomaba en serio, que le cuidaba, como a parroquiano inteligente y de mérito. No exageraba ni por ajustar demasiado la ropa ni por dejarla muy holgada, ni se excedía en los picos de los cuellos, ni en las alas de los sombreros.

Procuraba tener estilo indumentario para no parecerse a cualquier figurín. No creía en los sastres de Vetusta y ni unas trabillas compraba en su tierra. Nadie era sastre en su patria. En verano prefería los sombreros blancos, los chalecos claros y las corbatas alegres. La esencia del vestir bien estaba en la pulcritud y la corrección, y el peligro en la exageración adocenada. Era blanco, sonrosado, pero sin rastro de afeminamiento, porque tenía hermosa piel, buena sangre, mucha salud; las mujeres le alababan sobre todo la boca, dientes inclusive, la mano y el pie. Hasta en aquellos lugares donde el hombre suele perder todo encanto, porque es el deber, lograba conquistas verdaderas y de ello se pagaba no poco el Marquesito, que trataba con desdén a las queridas ganadas en buena lid, y con grandes miramientos y hasta cariño a las que le costaban su dinero. Su literatura se había reducido a la
Historia de la prostitución
por Dufour, a
La Dama de las Camelias
y sus derivados, con más algunos panegíricos novelescos de la mujer caída. Creía en el buen corazón de las que llamaba Bermúdez meretrices y en la corrupción absoluta de las clases superiores. Estaba seguro de que si no venía otra irrupción de Bárbaros, el mundo se pudriría de un día a otro. Lo lamentaba, pero lo encontraba muy divertido.

Además, pensaba que el buen casado necesita haber corrido muchas aventuras. Él estaba destinado a cierta heredera tan escuálida como virtuosa, y había puesto por condición, para comprometer su mano, que le dejaran muchos años de libertad en la que se prepararía a ser un buen marido.

La duda que le atormentaba y consultaba con Mesía era esta:

—¿Debo casarme pronto para que mi mujer no llegue a mis brazos hecha una vieja? ¿Debo preferir tomarla vieja y ser libre más tiempo para disfrutar de otras lozanías?

No pensaba él, por supuesto, abstenerse del amor adúltero en casándose: pero ¿y la comodidad? ¿y el andar a salto de mata, ocultándose como un criminal?

Prefería seguir preparándose para ser un buen esposo.

Después de Mesía, pocos seductores había tan afortunados como el Marquesito. La vanidad solía ayudarle en sus conquistas; no pocas mujeres se rendían al futuro marqués de Vegallana; pero otras veces, y esto era lo que él prefería, vencían sus ojos azules, suaves y amorosos, su manera de entender los placeres.

—Para gozar—decía—las de treinta a cuarenta. Son las que saben más y mejor, y quieren a uno por sus prendas personales.

Como una dama rica y elegante deja vestidos casi nuevos a sus doncellas, Mesía más de una vez dejaba en brazos de Paco amores apenas usados. Y Paco, por ser quien era el otro, los tomaba de buen grado. Tanto le admiraba.

Paco era de mediana estatura y cogido del brazo de su amigo parecía bajo, porque Mesía era más alto que el buen mozo de Pernueces.

—¿A dónde vamos?—preguntó Vegallana, queriendo provocar así la confidencia que esperaba.

Don Álvaro se encogió de hombros.

—Puede ser que esté ella en mi casa.

—¿Quién?—Anita. ¡Bah! Don Álvaro sonrió, mirando con cariño paternal a Paco.

Le cogió por los hombros y le atrajo hacia sí, mientras decía: —Muchacho, ¡tú eres
l'enfant terrible
! ¡Qué ingenuidad! Pero ¿quién te ha dicho a ti?...

—Estos. Y puso Paco dos dedos sobre los ojos.

—¿Qué has visto? No puede ser. Yo estoy seguro de no haber sido indiscreto.

—¿Y ella?—Ella... no estoy seguro de que sepa que me gusta.

—¡Bah! Estoy seguro yo.... Y más; estoy seguro de que le gustas tú.

Una mano de Mesía tembló ligeramente sobre el hombro de Vegallana.

El Marquesito lo sintió, y vio en el rostro de su amigo grandes esfuerzos por ocultar alegría. Los ojos fríos del
dandy
se animaron. Chupó el cigarro y arrojó el humo para ocultar con él la expresión de sus emociones.

Anduvieron algunos pasos en silencio.

—¿Qué has visto tú... en ella?

—¡Hola, hola! Parece que pica.

—¡Ya lo creo! ¿Y dónde creerás que pica?

Vegallana se volvió para mirar a Mesía.

Este señaló el corazón con ademán joco-serio.

—¡Puf!—hizo con los labios Paco.

—¿Lo dudas?—Lo niego.—No seas tonto. ¿Tú no crees en la posibilidad de enamorarse?

—Yo me enamoro muy fácilmente....

—No es eso.—¿Y te pones colorado?—Sí; me da vergüenza, ¿qué quieres? Esto debe de ser la vejez.—Pero, vamos a ver, ¿qué sientes?

Mesía explicó a Paco lo que sentía. Le engañó como engañaba a ciertas mujeres que tenían educación y sentimientos semejantes a los del Marquesito. La fantasía de Paco, sus costumbres, la especial perversión de su sentido moral le hacían afeminado en el alma en el sentido de parecerse a tantas y tantas señoras y señoritas, sin malos humores, ociosas, de buen diente, criadas en el ocio y el regalo, en medio del vicio fácil y corriente.

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