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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (15 page)

BOOK: La reconquista de Mompracem
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El crucero había encendido sus tres faroles, verde, rojo y blanco, en lo alto del trinquete.

Muy fuerte debía de considerarse, cuando de tal modo se hacía visible a la artillería enemiga.

Yáñez hizo una señal a Mati, que aguardaba sus instrucciones a unos pasos de distancia; el habilísimo artillero hizo con la cabeza una señal afirmativa, y subió al castillo colocándose detrás del segundo cañón de caza.

Sucedió un corto silencio.

Todos los hombres estaban sobre cubierta, .armados de carabinas y
parangs
para montar al abordaje cuando fuera oportuno.

—Acabemos —dijo Yáñez.

Un relámpago enorme desgarró las tinieblas, seguido de un ruido ensordecedor.

La detonación no había cesado todavía, cuando una multitud de relámpagos se sucedieron hacia las rocas de la isla.

Yáñez había hecho fuego y la flotilla corría ferozmente al ataque.

El crucero mantúvose un momento silencioso, cual si quisiera darse cuenta de todos aquellos veleros que se le echaban encima con descargas de
lilas, mirims
y espingardas.

Se oía claramente el chocar de la metralla contra los flancos de hierro del leopardo inglés.

De pronto iluminóse toda la nave con espantoso ruido. Piezas grandes y de medio calibre disparaban locamente contra la flotilla, sin conseguir desorganizar sus líneas.

Yáñez y Mati reanudaron el fuego. El yate llegó a quinientos metros de la salida del canal y se hallaba casi enfrente del crucero.

Después de Un momento hubo otra tregua; pero luego se unieron todas las armas de fuego para hacer más sangrienta la lucha.

La flotilla, que luchaba espléndidamente, estaba ya casi al pie del crucero y amenazaba con tomarlo por asalto.

¡Ay de él si todos aquellos hombres conseguían subir sobre sus puentes!

La batalla fue de poca duración.

El leopardo, oprimido por el fuego, medio destrozado con parte de su aparejo caído sobre cubierta, hizo máquina atrás, desapareciendo rápidamente entre las sombras de la noche, lo que daba a suponer que había sufrido algún desperfecto en la máquina.

Siguió un sordo zumbar de artillería, y después, la flotilla, que no había, recibido orden de abordar al crucero, salvo en caso; desesperado, se replegó en orden en el canal, con bastantes desperfectos también.

Ambong, el jefe, subió a bordo del yate, donde Yáñez le aguardaba.

—Estoy a sus órdenes, señor. ¿Hay que dar caza a la nave?

—No; me interesa demasiado conservar intacta mi flotilla —respondió el portugués—. Además, cuando no precisa no quiero destruir. ¿Ha escapado el crucero? Vaya, si quiere, a Labuan a reparar sus averías.

—¿Y nosotros?

—Seguiréis anclados en la bahía. Es fácil que dentro de pocos días tenga necesidad de vosotros, en cuyo caso te mandaré a llamar con órdenes precisas que no habrás de discutir.

Permaneció un momento silencioso, acariciando la gran pieza de caza, y luego preguntó al jefe de la flotilla:

—Tú, Ambong, ¿conoces el Kabaluan?

—Lo subimos juntos, señor, para ayudar al rajah del lago.

—Es probable que hagamos un crucero hasta el pie de los montes Cristales, delante de las cataratas; pero ya hablaremos de esto. Ahora necesito descansar un poco y divertirme con el sultán.

—A cuyas reuniones renunciaría en seguida, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Encontrará usted más peligros que satisfacciones.

—Y, sin embargo, precisa alguna tregua para no desencadenar contra nosotros de un solo golpe a Inglaterra, Holanda y el Sultán, por más que Mompracem pertenezca a este último.

—¿Nos la concederá?

—Nos la tomaremos —contestó el portugués.

—Ambong, vete con la flotilla a tu fondeadero.

13. Un atentado

El barco se dirigió resueltamente hacia Varauni, puerto al que Yáñez calculaba llegar después de mediodía.

—Pues bien, señor Yáñez —dijo Kammamuri, acercándose al portugués, que observaba distraídamente una pareja de delfines que huían ante la rápida nave—, no os podéis quejar de esta noche.

—Mientras estoy en el mar, no. Porque siempre puedo escapar hacia una u otra parte. Es la tierra la que me impresiona y querría que ya estuvieran aquí Sandokán y Tremal-Naik.

—¿Qué es lo que teméis ahora?

—Esa barca holandesa, misteriosamente desaparecida, no tardará en producir su efecto en Pontianak. Y esos pacíficos colonos son capaces de reclamar mi cabeza aun sin tener ninguna prueba contra mí.

—Sin embargo, seguís siendo un embajador de la gran Inglaterra —dijo Kammamuri.

—Un embajador muy mal asentado, porque creo que hasta el sultán tiene grandes dudas sobre mí.

—Traigámosle al barco y secuestrémoslo.

—No corras tanto, indio impetuoso. La diplomacia nunca ha debido de ser tu fuerte. El golpe decisivo me lo reservo para el final, cuando se trate de obligarle a restituir la isla a los viejos tigres de Mompracem.

—¿Y qué es lo que vamos a hacer ahora en Varauni?

—Iremos al campo —repitió Yáñez—. Parece ser que el sultán no se ha negado a dar una gran batida entre los bosques de los montes de Cristal. Nos adentraremos en ellos todo lo posible con el fin de encontrar la vanguardia de Sandokán. Por otra parte, un poco de reposo nos vendrá bien a todos. Haz subir a cubierta té y cigarrillos, despliega la bandera inglesa en el palo mayor y dejemos por ahora que los acontecimientos sigan su curso.

El portugués saboreó sin prisa la aromática bebida, encendió un cigarrillo y se puso a pasear entre el palo de trinquete y el mayor, respirando de vez en cuando a pleno pulmón la fresca brisa de la mañana.

Como Yáñez había previsto, hacia las dos de la tarde el yate hacía su entrada en la bahía, siendo inmediatamente saludado por unas salvas de cañón.

Aún no había cesado el eco de la última detonación, cuando se separó de la playa la acostumbrada barca roja. Debía de conducir a un importante personaje, porque una gran sombrilla de seda verde ocupaba casi toda la popa.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, enarcando las cejas—. ¡El sultán! Seguro que esta visita no me trae buenas noticias. Pero, si quiere, que venga a tomar el café conmigo.

Pasó al cocinero la orden de preparar el
moka.
Luego hizo desplegarse a todas sus fuerzas en el puente para impresionar al tirano oriental, y se dirigió a la escala.

No se había equivocado. Era el sultán en persona, que se dignaba visitar el yate por segunda vez, acompañado, como siempre, por sus ministros.

Su Alteza subió ágilmente a bordo, levantando el borde de su túnica de seda blanca, ceñida en la cintura por un fajín de seda verde, y se dirigió al encuentro de Yáñez con semblante jovial, diciéndole:

—Hace ya días que os esperaba, milord, y estaba un poco inquieto por vuestra suerte. Sabéis bien que nuestros mares no son completamente seguros.

—Mi buque es fuerte y está bien armado, alteza, y no tengo la costumbre de volver la espalda a mis enemigos.

—¡Veo que tenéis un ejército!

—Es cierto, alteza. Mi nave precisaba veinte hombres más para la guardia, con el fin de no agotar a los que ya tenía, y he ido a enrolarlos.

—¿Dónde?

—En Pontianak, con autorización del gobernador holandés.

—¿Cómo ha acabado, pues, vuestro asunto?

—Como tenía que acabar —respondió el portugués—. Han encontrado mis credenciales en perfecto orden y nadie ha puesto objeción alguna, pues todos saben que la gran Inglaterra está siempre pronta a defender a sus súbditos.

—Pues bien, milord…

—Explicaos, alteza, mientras tomamos el café juntos.

—Precisamente ayer tarde llegó al puerto otra cañonera holandesa a pedir cuentas de lo que le podía haber sucedido a cierta chalupa que vos ya conocéis.

—¿Y vos qué habéis respondido? —preguntó el portugués, mientras Kammamuri y Mati servían el café en tazas de plata cincelada.

—Que yo no tengo la vista tan aguda como para saber lo que sucede en el mar, fuera de mi bahía.

—¿Y el holandés?

—Se encogió de hombros, bebió un par de botellas de
arak
y luego se fue no sé a dónde.

—¿Os amenazó?

—Veladamente, sí.

—¡Ah! —exclamó el portugués—. ¿Acaso ignoraba que aquí había un yate inglés?

—Lo sabía. Y, no sólo eso, sino que lo buscaba.

—¿Quizá para presentarme batalla?

—En mis aguas no lo consentiré jamás. Vos estáis bajo la protección de la bandera del sultán de Varauni.

—Alteza, aquí empiezan a molestaros. ¿Queréis que llevemos a cabo el viejo proyecto de irnos al campo por algún tiempo? Durante nuestra ausencia todos se calmarán y recobraréis la paz y la tranquilidad. ¿No hay noticias de las fronteras?

—Se dice que bandas de salvajes recorren las cimas de los montes de Cristal destruyendo todas las
kotte
[20]
que encuentran en su camino.

—Vamos a buscarles —dijo Yáñez—. Tenemos fuerzas suficientes para afrontar cualquier peligro. ¿Aceptáis?

El sultán permaneció pensativo unos instantes. Luego, dijo bruscamente:

—Mañana por la mañana os espero en mi palacio. Daremos grandes batidas.

Vació su taza y bajó de nuevo a su barca, mientras Yáñez se frotaba alegremente las manos.

—Es preciso que vea al chino antes de mañana por la mañana —murmuró—. Es necesario mantener agrupadas a todas nuestras fuerzas para el gran golpe final. Una vez nos hayamos reunido con Sandokán y Tremal-Naik, nos extenderemos por todo el sultanato ¡y pobre del que intente cerrarnos el paso! Abramos los ojos y, sobre todo, los oídos, pues en estas cortes orientales la traición reina por lo menos trescientos días al año.

Mandó arriar la ballenera, con ocho hombres, y se encaminó al barrio chino porque tenía prisa por ver cuanto antes a Kien-Koa, que podía, en el momento apropiado, arrojar quinientos hombres contra la capital y aterrorizarla.

Para evitar la curiosidad de los ociosos que se encontraban en gran número por los muelles, masticando nueces de
areca
y de
betel,
y hablando de todo menos del magnífico sultán, la ballenera dio un gran rodeo y atracó en el extremo meridional del
kampong
de los hijos del Celeste Imperio, entre un caos de juncos apiñados unos junto a otros.

Yáñez desembarcó con Kammamuri y dos hombres de escolta, temiendo las iras de John Foster, y se metió en aquellas calles tortuosas y llenas de barro que ninguna mano humana había restaurado jamás, quizá desde la fundación de Varauni.

A diestra y siniestra se abrían unas tiendas, que parecían madrigueras, donde los mercaderes chinos, con un par de gafas de dimensiones exageradas, estaban impasiblemente sentados en una estera, esperando que el cliente cayese por sí mismo en la trampa para desplumarlo por completo.

Yáñez y sus hombres no tuvieron dificultad alguna en llegar a la taberna del chino porque en aquel momento las calles estaban casi desiertas. Kien-Koa estaba al frente de sus pinches de cocina. Al ver al portugués, confío sus dependientes al cocinero jefe y condujo a sus amigos a una salita desierta.

—Os esperaba con impaciencia, milord —dijo el chino—. Corren graves noticias por todo el sultanato.

—¿Ya? —preguntó Yáñez.

—¡Cómo! ¿Vos sabíais algo?

—¿Y por qué no?

—Se dice que los dayaks se han levantado en armas y que se preparan a forzar las fronteras del sultanato. Parece ser que ya han conquistado varias
kotte.

—¡Mejor! —dijo Yáñez—. Déjalos hacer.

—¿Les conocéis?

—Tengo amigos entre esos dayaks y me comunican lo que sucede.

Yáñez mentía, pero era cierto que Sandokán, con Tremal-Naik y las tribus del lago, estaban bajando de los montes de Cristal para arrebatar Mompracem al sultán.

—¿Y vos, milord? —preguntó el chino.

—Voy al encuentro de los rebeldes, junto con el sultán.

—¿Junto con el sultán, habéis dicho?

—Por el momento somos muy buenos amigos y no tenemos más que un solo pensamiento: el de aburrirnos lo menos posible en Varauni. ¿Están preparados tus hombres?

—No piden más que un jefe y algunas armas de fuego.

—Tendrán lo uno y lo otro —respondió el portugués—. En mi yate tengo armas de fuego en abundancia y puedo regalarte algunos
lila.

—Vendrán muy bien para ir contra los soldados —dijo el chino—. Si no fuera por su guardia, a estas horas el sultán habría sido descuartizado no sé cuántas veces, porque todos estamos hartos de tiranía. ¿Tenéis algo más que decirme?

—Por ahora, no; mantén preparados a tus hombres y, en el momento oportuno, me verán aparecer al frente de ellos. Adiós, amigo, me voy a la campiña con el sultán por algún tiempo. Si tenemos noticias importantes, te enviaré un correo.

Yáñez se levantó y, en ese preciso momento, vio asomarse a uno de los últimos náufragos. Era un tipo de formas hercúleas, macizo como un hipopótamo. Una de esas personas que en América se ufanan de ser mitad caballos y mitad cocodrilos.

—¿Permitís? —preguntó, empujando con violencia la puerta.

—¿Qué queréis? —dijo Yáñez, poniéndose en pie.

—¡Ah! —exclamó el náufrago—. ¡El pirata…! Sabía que un día u otro os encontraría aquí y que tendría ocasión de vengar a mi capitán.

—¿Y qué es lo que deseáis? —estalló Yáñez.

—Habría podido esperaros una noche oscura en la esquina de cualquier callejuela y clavaros en la espalda mi cuchillo, que ha acabado con un buen número de pieles rojas en el gran Oeste.

—¡Ah…! Sois californiano —dijo Yáñez irónicamente—. Raza brutal y violenta que, por otra parte, aún conserva, no se sabe de qué modo, una cierta lealtad. ¿Qué queréis, pues?

—Vengar a mi capitán, posiblemente —respondió con un gesto provocativo, sacando del cinto un revólver.

—¿Queréis hablar a tiro limpio? —exclamó el portugués—. Os advierto que yo no seré menos.

—¿Enfrentarse a un californiano? —exclamó el americano, fingiendo apuntar el revólver.

—¿Queréis una prueba?

Yáñez levantó una de sus famosas pistolas y apuntándola contra el insolente, que continuaba amenazando, le dijo:

—Fijaos en que yo podría dejaros muerto ahí mismo.

—¿Habéis dicho…?

—¡Que estoy dispuesto a mataros! —gritó Yáñez.

—Yo no soy el capitán.

—Eh, amigo, no os entusiasméis demasiado —le dijo Yáñez—. Si los hombres del gran Oeste americano disparan muy bien, aquí también hay personas que podrían competir con ellos.

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